
Marcelino Menéndez Pelayo (Santander, 3 de noviembre de 1856-19 de mayo de 1912) fue un escritor, filólogo, crítico literario e historiador de las ideas español.
Consagrado fundamentalmente y con extraordinaria erudición reconstructiva a la historia de las ideas, la interpretación crítica y la historiografía de la estética, la literatura española e hispanoamericana y a la filología hispánica en general, aunque también fue político, cultivó la poesía, la traducción y la filosofía.
Historia de la literatura peruana hasta el siglo XIX (fragmentos)
El Virreinato del Perú fue la más opulenta y culta de las colonias españolas de la América del Sur; la que alcanzó a ser visitada por más eminentes ingenios de la Península, y la que, por haber gozado del beneficio de la imprenta desde fines del siglo XVI, pudo salvar del olvido mayor número de muestras de su primitiva producción literaria. Pero, más desgraciada que México, no ha logrado todavía un Icazbalceta que recoja cuidadosamente todas las reliquias del período colonial y levante con ellas imperecedero monumento. Faltos, pues, de un guía tan docto y autorizado, hemos tenido que recoger afanosamente las noticias literarias del Perú en fuentes muy varias y dispersas, y seguramente nuestro trabajo hubiera resultado incompletísimo, sobre todo, para los primeros tiempos de la colonia, si generosamente no se hubiera brindado a enriquecerle con noticias peregrinas el que, sin agravio de nadie, podemos llamar nuestro primer americanista, D. Marcos Jiménez de la Espada.
De sus investigaciones resulta que la poesía castellana en el Perú es casi tan antigua como la conquista misma: se remonta al período de las guerras civiles. El más antiguo poema conocido, obra de autor anónimo, no está aún en el metro italiano, sino en coplas de arte mayor, en el metro de Juan de Mena. Titúlase Nueva obra y breve en prosa y en metro sobre la muerte del Ilustre Señor el Adelantado D. Diego de Almagro, Governador y Capitán General por su Cathólica y Real Magestad del Emperador y Rey Nuestro Señor en el nuevo Reyno de Toledo llamado Perú, Descubridor y Conquistador y sustentador desta rica provincia.
La prosa se reduce a una corta introducción o argumento sumario. El metro a treinta y nueve estrofas o coplas de arte mayor; la primera dice:
Cathólica, Sacra, Real Majestad, César augusto, muy alto Monarca, Fuerte reparo de Roma y su barca En todo lo humano de más potestad: Rey que procura saber la verdad, Crisol do se funde la reta justicia; Pastor, que no obstante cualquier amicicia, conserva el ganado por una igualdad.
La última:
Debiendo Pizarro haber de cumplir
El pleito homenaje por él otorgado
Venir a esta corte y a vuestro mandado
Donde el jüez le mandó remitir;
No solamente no quiso venir,
Mas quebrantarlo con otros tiranos,
Y la venganza tomó por sus manos;
Sólo por esto se debe punir.
La obra es, pues, de un ferviente partidario de Almagro y enemigo de los Pizarros, que en la introducción se declara testigo del suceso, y al propio tiempo confiesa su poca habilidad para versificar…: «el marqués D. Francisco Pizarro y sus hermanos, los cuales mataron a D. Diego de Almagro de su honra, vida y hacienda, según el metro adelante veréis, porque pasó así verdaderamente, y antes fue más en efeto, por el defeto de no hallar consonantes por darlo más sabroso, aunque según fue cruel no dejará de amargaros de lo que aquí se cuenta, aunque mucho más lo sentiríades, si como lo leéis lo hubieseis visto como el que lo escribe, que se halló en ello y lo vió».
Parece que este poema, a pesar del carácter arcaico del metro, no puede ser anterior a 1548, puesto que en la Introducción se lee: «Y después el Rey ha mandado degollar a Gonzalo Pizarro».Pero tampoco es imposible que la introducción se escribiera mucho después del poema, y cuando el autor pensó en publicarle, según se infiere de la censura de Fr. Félix de León que acompaña a esta rarísima pieza en el manuscrito del Archivo de Indias, donde se conserva. Hay de ella copia incorrecta en la colección de manuscritos de D. Martín Fernández de Navarrete.
Don Alonso Enríquez, aquel estrafalario aventurero que se decía el Caballero Desbaratado, y cuyas divertidísimas Memorias, sólo comparables con las de otro fanfarrón de la misma laya, don Diego Duque de Estrada (el Desengañado de sí mismo), frisan tantas veces con la novela de aventuras y con la picaresca, incluyó en el Libro de su vida y costumbres la obra anterior, descartando la prosa y la censura, añadiendo una copla más, y encabezándolo todo de esta suerte: «Obra en metro sobre la muerte que fue dada al ilustre Don Diego de AImagro, la cual obra se dirige a S. M. con cierto romance lamentando la dicha muerte, y no la hizo el autor del libro, porque es parte, y no sabe trovar.»
El texto de D. Alonso Enríquez difiere bastante del manuscrito de Sevilla, ya por errores de copia, ya por cambios de palabras, de frases y aun de versos enteros, que pueden ser correcciones.
El romance prometido en el encabezamiento viene en seguida con este epígrafe: «Síguese el romance hecho por otro arte sobre el mismo caso, el cual se ha de cantar al tono de «El buen conde Fernán González». curiosa prueba de la costumbre que en el siglo XVI duraba, de aplicar a romances nuevos los tonos de los antiguos. Este romance, sumamente prosaico y desmayado, consta no menos que de 362 versos.
Quedan otros romances históricos del tiempo de las guerras civiles: dos versan sobre la rota del rebelde Francisco Hernández Girón en Pucará, y se encuentran al fin de la Relación de lo acaecido en el Perú desde que Francisco Hernández Girón se alzó hasta el día que murió, recientemente publicada; otro sobre las crueldades del tirano Lope de Aguirre.
Suelen consignarse en las crónicas y relaciones históricas de la conquista algunas coplillas populares y anónimas, muchas de ellas de carácter soldadesco, y todas de sabor arcaico. Es de las más curiosas la que cantaban los soldados del campo real en la campaña contra el rebelde Francisco Hernández Girón por los años 1553-54, aludiendo al Dr. Fr. Hierónimo de Loaisa, arzobispo de Lima, y al Licdo. Hernando de Santillán, oidor de aquella Audiencia, y después presidente de la de Quito, y, por último, obispo de las Charcas:
El uno jugar, y el otro dormir, ¡Oh, qué gentil! No comer y apercibir, ¡Oh, qué gentil! El uno duerme y el otro juega; Así va la guerra.
El dormilón era Santillán. El jugador (de ajedrez) el Arzobispo.
Tampoco es para olvidada la de Los mis cabellicos, madre, que cantaba el diabólico Carbajal el día de Xaquijaiguana. Otra copla sonaba en el campo de los almagristas por el año de 1537:
Almagro pide la paz,
Los Pizarros ¡guerra, guerra!
Ellos todos morirán
Y otro mandará la tierra...
Si la conquista del Perú no tuvo la suerte de encontrar un Ercilla, no por eso faltó quien en pésimos metros se arrojara a cantarla dentro del mismo siglo XVI. Existe en la Biblioteca Imperial de Viena un poema anónimo, Conquista de la Nueva Castilla, obra al parecer desconocida hasta que en 1848 un librero de Lyon la sacó a luz en forma por demás incorrecta y desaliñada, y sin dar bastantes señas del manuscrito que le sirvió de original. Tiene por verdadero título: Relación de la conquista y del descubrimiento que hizo el Gobernador Don Francisco Pizarro en demanda de las provincias y reinos que ahora llamamos Nueva Castilla. Hace principio desde la primera vez que partió de Panamá hasta todo lo que en la prisión de Atabalipa sucedió, la cual está partida en dos partes: la primera comienza describiendo el tiempo en que se hizo a la vela en Panamá.
La segunda parte lleva este encabezamiento: «Aquí hace principio la segunda parte, que habla en la segunda vez que el magnífico señor gobernador don Francisco Pizarro partió de Panamá en demanda de la provincia de Tumbez, hasta la prisión de Atabalipa y conquista de la gran ciudad del Cuzco, la cual comienza así; hablando el Gobernador.»
La primera parte tiene cinco cantos, la segunda tres: todo el poema consta de doscientas ochenta y tres octavas, pero construídas, no al modo ordinario, sino rimando entre sí los versos primero, cuarto y octavo, el segundo con el tercero y el sexto con el séptimo. Se ve que el autor quiso hacerlos endecasílabos, pero hay muchos de doce y diez sílabas, o por impericia suya, o por descuido del copista, o por ignorancia del editor francés. De todo esto resulta un conjunto bárbaro y desapacible, y no sin razón ha podido escribir Ticknor que no hubiera hecho peor poema el más rudo de los soldados de Pizarro. Tiene, no obstante, la curiosidad de rior a la Araucana, y, por consiguiente, el primogénito, aunque enteco y raquítico, de la interminable familia de poemas históricos de asunto americano, cuya elaboración todavía no ha cesado. De la dedicatoria «Al muy magnífico señor Juan Vázquez de Molina, secretario de la Emperatriz e Reina, nuestra señora, y de su Consejo», se infiere que el anónimo poeta escribía a mediados del siglo XVI.
Otros dos poemas se compusieron en el Perú durante el siglo XVI, aunque ninguno de ellos llegó a ver la luz pública, y parecen haber sido ignorados por todos nuestros bibliógrafos. Titúlase el primero Los actos y hazañas valerosas del capitán Diego Hernández de Serpa, dirigidos al Illustrísimo señor don Diego de Zúñiga y de Avellaneda, Conde de Miranda, enviados de las Indias por Pedro de la Cadena, perpetuo servidor de su Señoría Ilustrísima. Consta la obra de un Introyto ydiez y siete cantos que el autor llama actos, todos en versos sueltos, o más bien en prosa vil, como puede juzgarse por este principio del acto primero:
En la felice y fuerte y noble España
Nasció este gran varón tan venturado,
En la fresca ribera del Océano,
En la villa de Palos estimada...
....................................................................
Sobre mil y quinientos veinte y cuatro
Llegó a la rica isla de Cubagua.
El capitán Serpa, héroe de este infeliz poema, había acompañado a Ordax en la desastrosa jornada del Orinoco (1532); en 3 de agosto de 1549 concertó con la Audiencia de Santo Domingo la conquista y población del territorio comprendido entre el Marañón y el Orinoco, o sea, la actual Guayana, y aunque por entonces tuvo que suspender la empresa de orden superior, no desistió de su pensamiento, y en 15 de mayo de 1568 volvió a capitular con el Rey la misma conquista (más un trozo de la costa de Cumaná) con el nombre de Nueva Andalucía. En aquella costa fundó las ciudades de Nueva Córdoba y Santiago, y queriendo internarse a buscar las orillas del Orinoco, murió en un reencuentro con cierta nación de indios Cumanagotos.
Como se ve, las hazañas de Diego Hernández de Serpa acaecieron muy lejos del Perú, y dentro de la gobernación de Venezuela. Pero no sucede lo mismo con su biógrafo y cantor Pedro de la Cadena, que era vecino de Zamora de los Alcaides en la provincia de Quito. Además de su poema, escribió y presentó al Consejo de Indias un libro en prosa del gobierno de las Indias, sobre el cual informó el secretario de dicho Consejo Licdo. Benito López de Gamboa, en 16 de marzo de 1576, diciendo que aunque escrito con método, tenía poca substancia, pero que atendida la buena intención del autor, convenía gratificarle y juntar su libro con otro que ya estaba en el Consejo y era de más provecho, obra del Licdo. Juan de Matienzo, oidor de las Charcas, y tenerlos ambos en secreto por ser cosa de gobierno, consultándolos cuando conviniera.
Otro poeta, llamado D. Diego de Aguilar y Córdoba, florecía en Huánuco a fines del siglo XVI. En 25 de febrero de 1596 firmaba allí la dedicatoria de su poema El Marañón, terminado en 1578 y revisado después por diferentes testigos del suceso que en él se narra, que no es otro que el desgraciado viaje de Pedro de Ursúa. Los preliminares de la obra nos dan razón de otros versificadores, que son, sin duda, de los más antiguos de la colonia: Carlos de Maluenda, poeta polígloto, que por raro caso escribe un soneto en francés y otro en italiano: el general Alonso Picado, probablemente de la familia de este apellido naturalizada en Arequipa: Miguel Cabello de Balboa, eclesiástico muy erudito y práctico y entendido en viajes y exploraciones de los Andes, autor de la Miscelánea Austral. que es una especie de compilación histórica dividida en tres partes, de las cuales la última (que anda traducida al francés por Ternaux-Compans) contiene interesantes noticias relativas a la historia antigua de Quito y conquista del Perú: Gonzalo Fernández de Sotomayor, D. Sancho Marañón, D. Pedro Paniagua de Loaisa, hijo, según parece, de otro del mismo nombre, extremeño, que sirvió a Gasca en negocios muy arduos, así de guerra como de diplomacia en tiempo de la rebelión de Gonzalo Pizarro, y murió en 1554 en la batalla de Pucará: D. Diego Vaca de la Vega, gobernador de Mainas, fundador de la ciudad de San Francisco de Borja del Marañón; y, finalmente, un religioso amigo del autor. De estos sonetos me ha comunicado el Sr. Espada los siguientes, que son muy aceptables, sobre todo el de Cabello Balboa:
DE MIGUEL CABELLO BALBOA
La casta abeja en la florida vega,
Con susurro suave y bullicioso,
Para su laberinto artificioso
De varias flores el manjar congrega.
No menos a la adelfa el gusto allega
Que al romero y al cárdamo oloroso,
Porque todo lo vuelve provechoso
Después que a su sutil boca se apega.
Igual te juzgo, cordobés ilustre,
Después que renació de tu memoria
El Marañón, de sangre y muerte lleno;
Que de su obscuridad sacaste lustre,
Y de su vituperio tanta gloria,
Que en bálsamo conviertes su veneno.
DE D. PEDRO PANIAGUA DE LOAISA
Celebre el mundo, oh Marañón famoso,
Tus claras ondas y tesoro ardiente,
Obscureciendo la caudal corriente
Del sacro Nilo y Ganges caudaloso.
Pues el supremo vuelo victorioso
Desta águila sin par, divinamente
Sube al cielo tu nombre y clara fuente
Do eternamente has de quedar glorioso.
Mas tú entre las doradas aguas canta
Con dulce son el suyo celebrando
Deste tu insigne historiador tan grave;
Que a tal grandeza otra grandeza tanta
Sólo basta a dar gloria, eternizando
Lo que en ser de mortal hombre no cabe.
DE D. DIEGO VACA DE LA VEGA
Si el lauro se le debe justamente
Al que pretende con insigne historia
Hacer firme y eterna la memoria
De algún valor heroico o eminente;
Si con divino ingenio y llama ardiente
Librándole del tiempo le da gloria,
Haciendo de finita y transitoria
Que sea infinita y dure eternamente.
A vos se os deben tres (sin otros ciento),
Uno por este libro tan famoso,
El otro porque a vuestra patria ha dado
Inmortal nombre vuestro fundamento,
Otro a vuestro discurso milagroso
A quien el mundo está tan obligado.
Aunque del siglo XVI no tenemos ninguna justa o certamen poético del Perú, ni relación de fiesta en que se intercalen versos, desde muy temprano vemos asociada la poesía a los grandes regocijos públicos. Así nos refiere el palentino Diego Fernández en su Historia del Perú (parte 1.ª, lib. 2.º, cap. LXVIII), que cuando entró el presidente Gasca en la ciudad de los Reyes (Lima) el 27 de septiembre de 1546, y fue recibido con grandes festejos, «salieron con una hermosa danza tantos danzantes como pueblos principales había en el Perú, y cada uno dijo una copla en nombre de su pueblo, representando lo que en demostración de su fidelidad había hecho». Y el historiador inserta las coplas, que por malas se omiten aquí.
Desde mediados del siglo XVI tenía Lima Universidad: desde fines del mismo siglo, imprenta. fue aquélla la muy célebre de San Marcos, émula de la de México y la más concurrida, próspera y opulenta de la América del Sur, fundada por Real cédula del emperador Carlos V y su madre D.ª Juana, dada en Valladolid a 21 de septiembre de 1555, y confirmada por Bula pontificia de San Pío V en 25 de julio de 1571. Sus cátedras eran de Jurisprudencia, Teología, Medicina y Filosofía, y conservó su crédito y su antigua organización hasta después de la guerra de la independencia americana. En el Cuzco se fundó en 1598 otra Universidad de menos nombre, que logró algún desarrollo en el siglo XVII, al cual pertenecen muchas fundaciones de enseñanza como los Seminarios de Arequipa, Trujillo y la pequeña Universidad de Huamanga, además de los numerosos colegios de humanidades que los jesuítas fueron estableciendo en todos los puntos principales del Virreinato, llegando a doce sus casas en tiempo de la expulsión.
La imprenta fue más tardía que la Universidad: apareció cuarenta años después que en México, y bajo los auspicios y protección de los Padres de la Compañía. fue Antonio Ricardo, que ya había tenido taller en México, el primero impresor en los reinos del Pirú, como él se titula en sus libros. El más antiguo en que se encuentra estampado su nombre es la Doctrina Christiana y cathecismo para instrucción de los Indios y de las demás personas que han de ser enseñadas en nuestra sancta Fe. Con un conffesionario y otras cosas necessarias para los que doctrinan… Compuesto por auctoridad del Concilio Provincial que se celebró en la Ciudad de los Reyes el año de 1583. Y por la misma traduzido en las dos lenguas generales de este Reyno, Quichua y Aymara. Año de 1 584. Sólo de diez obras salidas de aquella imprenta en el siglo XVI dan razón hasta ahora los mas diligentes bibliógrafos, y sólo una de amena literatura hay entre ellas: el Arauco Domado, del chileno Pedro de Oña. Las restantes son confesionarios y catecismos, un arte y vocabulario de la lengua quichua, constituciones y ordenanzas, un libro de reducciones de plata y oro, y algún papel en derecho.
No puede decirse, sin embargo, que, aun siendo escaso, sea nulo el caudal literario del Perú en el primer siglo de la colonia. Es verdad que no produjo ningún poeta, pero sí un prosista de primer orden, nacido en el Cuzco en 1540, y no criollo, sino mestizo, hijo de un conquistador de ilustre linaje montañés, célebre en armas y en letras, y de una india principal, sobrina de Huayna Capac. El primer libro de autor peruano que salió de las prensas de Europa fue, seguramente, la traduzión del Indio de los tres diálogos de amor de León Hebreo, hecha de italiano en español por Garcilasso Inga de la Vega, natural de la gran Ciudad del Cuzco, cabeza de Reynos y provincias del Pirú, trabajada en Córdoba e impresa en Madrid, en 1590.
Aunque el inca Garcilaso, como él gustaba de llamarse, se preciase por aquel entonces más de arcabuces y de criar y hazer caballos que de escribir libros, es grande ya en la versión de aquel libro filosófico que él devolvió a España, primera patria de su autor, la belleza y gallardía de la prosa; que tanto contrasta con el desaliño del texto italiano, traducción del original castellano que se ha perdido.
Pero la celebridad de Garcilaso, como uno de los más amenos y floridos narradores que en nuestra lengua pueden encontrarse, se funda en sus obras históricas, o que dió por tales: «La Florida del Inca o Historia del Adelantado Hernando de Soto»; los «Comentarios Reales que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú; de su idolatría, leyes y gobierno en paz y en guerra; de sus vidas y conquistas, y de todo lo que fue aquel imperio, y su República, antes que los españoles pasaran a él»; la «Historia General del Perú, que trata el descubrimiento de él, y cómo lo ganaron los españoles; las guerras civiles que hubo entre Pizarros y Almagros sobre la partija de la tierra; castigo y levantamiento de los tyranos y otros sucessos particulares».
El primero y el último de estos libros pertenecen en rigor a la literatura histórica; pero deben utilizarse con cierta cautela. En La Florida ha notado Bancroft errores de detalle, que fácilmente se explican porque Garcilaso no conocía la América del Norte, y tuvo que fiarse de los relatos orales y escritos de algunos compañeros de Hernando de Soto. Para los sucesos del descubrimiento y conquista del Perú, la autoridad del inca es muy secundaria por lo tardía y porque generalmente se reduce a transcribir o glosar las narraciones de autores ya impresos como López de Gomara, Agustín de Zárate y el palentino Diego Fernández. Cuando abandona el testimonio de estos historiadores, no siempre copiosos pero sí fidedignos, es para extraviarse en compañía del jesuíta Blas Valera, cuyos manuscritos utilizó en parte; mestizo como él, y como él apasionado de la antigua civilización indiana. El crítico que con más habilidad ha defendido a Garcilaso de la nota de historiador anovelado, reconoce la falsedad del colorido general en las principales narraciones de los dos primeros libros de su Historia (por ejemplo, la de la de la prisión de Atahualpa). «Movido del afán de presentar a los incas por el lado más favorable y halagüeño, altera y desnaturaliza el carácter de este período. La dura majestad, la bárbara grandeza del imperio del Inca, que tanto se destacan en la pintoresca relación de Jerez, se borran y se pierden en la suya para dar paso a una pintura, que aquí merece plenamente el calificativo de novelesca.» En otras cosas habla de memoria, como dijo el licenciado Montesinos, o se fía de anécdotas soldadescas. No conoció las riquísimas crónicas de Cieza de León, que son la principal fuente para la historia de las guerras civiles, pero al tratar de las rebeliones de Gonzalo Pizarro (en que su padre estuvo gravemente complicado), y de Francisco Hernández Girón, la cual presenció él mismo, tiene valor original su relato.
Pero donde suelta las riendas a su exuberante fantasía es en los Comentarios Reales, libro el más genuinamente americano que en tiempo alguno se ha escrito, y quizá el único en que verdaderamente ha quedado un reflejo del alma de las razas vencidas. Prescott ha dicho con razón que los escritos de Garcilaso son una emanación del espíritu indio «an emanation from the indian mind». Pero esto ha de entenderse con su cuenta y razón, o más bien ha de completarse advirtiendo que aunque la sangre de su madre, que era prima de Atahualpa, hirviese tan alborotadamente en sus venas, él, al fin, no era indio de raza pura, y era, además, neófito cristiano y hombre de cultura clásica, por lo cual las tradiciones indígenas y los cuentos de su madre tenían que experimentar una rara transformación al pasar por su mente semibárbara, semieducada. Así se formó en el espíritu de Garcilaso lo que pudiéramos llamar la novela peruana o la leyenda incásica, que ciertamente otros habían comenzado a inventar, pero que sólo de sus manos recibió forma definitiva, logrando engañar a la posteridad, porque había empezado por engañarse a sí mismo, poniendo en el libro toda su alma crédula y supersticiosa. Los Comentarios Reales no son texto histórico; son una novela utópica como la de Tomás Moro, como la Ciudad del Sol de Campanella, como la Océana de Harrington; el sueño de un imperio patriarcal y regido con riendas de seda, de un siglo de oro gobernado por una especie de teocracia filosófica. Garcilaso hizo aceptar estos sueños por el mismo tono de candor con que los narraba y la sinceridad con que acaso los creía, y a él somos deudores de aquella ilusión filantrópica que en el siglo XVIII dictaba a Voltaire la AIzira y a Marmontel su fastidiosa novela de Los Incas, y que en el canto de Olmedo evocaba tan inoportunamente, en medio del campo de Junín, la sombra de Huayna-Capac, para felicitar a los descendientes de los que ahorcaron a Atahualpa. Para lograr tan persistente efecto se necesita una fuerza de imaginación muy superior a la vulgar, y es cierto que el inca Garcilaso la tenía tan poderosa cuanto deficiente era su discernimiento crítico. Como prosista, es el mayor nombre de la literatura americana colonial: él y Alarcón, el dramaturgo, los dos verdaderos clásicos nuestros nacidos en América.
Y con esto ya es hora de volver los ojos a la numerosa falange de poetas que en los últimos años del siglo XVI y en los primeros del XVII, es decir, en la época más venturosa para las letras españolas, alegraban y ennoblecían con su canto las márgenes del Rimac. Si de sus obras resta muy poco, queda a lo menos honorífica mención de algunos de ellos en las páginas inmortales de Lope de Vega y de Cervantes, que citan poetas peruanos en mayor número que poetas de México. Consultemos primeramente, el Canto de Calíope. impreso en 1584 con la Galatea. Llega Cervantes a hablar de los ingenios soberanos de la región antártica, y nos presenta ante todo al mexicano Terrazas, y a un poeta arequipeño, Diego Martínez de Rivera:
Uno de Nueva España y nuevo Apolo;
Del Perú el otro, un sol único y solo,
(...)
Pues su divino ingenio ha producido
En Arequipa eterna primavera:
Este es Diego Martínez de Rivera.
De Arequipa era también el general Alonso Picado, de quien conocemos un soneto en loor del poema El Marañón. Cervantes le elogia en estos términos:
Aquí, debajo de felice estrella,
Un resplandor salió tan señalado,
Que de su lumbre la menor centella
Nombre de Oriente al Occidente ha dado:
Cuando esta luz nasció, nasció con ella
Todo el valor: nasció Alonso Picado;
Nasció mi hermano y el de Palas junto;
Que ambas vimos en él vivo trasunto.
De otros ocho poetas, al parecer residentes todos en el Perú, hace mención Cervantes, aun sin incluir a Enrique Garcés, de quien haremos mérito tratando de Bolivia. Uno de estos poetas es D. Diego de Aguilar, el autor de El Marañón:
En todo cuanto pedirá el deseo,
Un Diego ilustre de Aguilar admira,
Un águila real que en vuelo veo
Alzarse a do llegar ninguno aspira;
Su pluma entre cien mil gana trofeo;
Que ante ella la más alta se retira:
Su estilo y su valor tan celebrado
Guanuco lo dirá, pues lo ha gozado.
De los citados en las siguientes octavas, no tenemos noticia alguna:
Pues si he de dar la gloria a ti debida, Gran Alonso de Estrada, hoy eres dino Que no se cante así tan de corrida Tu ser y entendimiento peregrino; Contigo está la tierra enriquecida, Que al Betis mil tesoros da continuo, Y aun no da el cambio igual; que no hay tal paga Que a tan dichosa deuda satisfaga. Por prenda rara desta tierra ilustre, Claro don Juan, te nos ha dado el cielo, De Ávalos gloria y de Ribera lustre, Honra del propio y del ajeno suelo... (...) El que en la dulce Patria está contento, Las puras aguas de Limar gozando, La famosa ribera, el fresco viento Con sus divinos versos alegrando, Venga, y veréis por suma deste cuento, Su heroico brío y discreción mirando, Que es Sancho de Ribera, en toda parte Febo primero y sin segundo Marte. ............................... Un Gonzalo Fernández se me ofrece, Gran capitán del escuadrón de Apolo, Que hoy de Sotomayor ensoberbece El nombre con su nombre heroico y solo; En verso admira y en saber florece En cuanto mira el uno y otro polo, Y si en la pluma en tanto grado agrada, No menos es famoso por la espada. Un Rodrigo Fernández de Pineda, Cuya vena inmortal, cuya excelente Y rara habilidad, gran parte hereda Del licor sacro de la equina fuente; Pues cuanto quiere dél no se le veda, Pues de tal gloria goza en Occidente, Tenga también aquí tan larga parte, Cual la merecen hoy su ingenio y arte. Pues de una fértil y preciosa planta De allá traspuesta en el mayor collado Que en toda la Tesalia se levanta, Planta que ya dichoso fruto ha dado, ¿Callaré yo lo que la fama canta Del ilustre don Pedro de Alvarado, Ilustre, pero ya no menos claro Por su divino ingenio al mundo raro?
De Pedro de Montesdoca, llamado por antonomasia el Indiano, tenemos algún dato más. Era sevillano, y al parecer, muy amigo de Cervantes, que volvió a acordarse de él en el Viaje del Parnaso. Primero había dicho:
Este mesmo famoso insigne valle Un tiempo al Betis usurpar solía Un nuevo Homero, a quien podemos dalle La corona de ingenio y gallardía; Las Gracias le cortaron a su talle, Y el cielo en todas lo mejor le envía: Éste, ya en vuestro Tajo conoscido, Pedro de Montesdoca es su apellido.
Y treinta años después le recordaba de esta cariñosa manera en el cap. IV del Viaje del Parnaso:
Desde el indio apartado, del remoto
Mundo llegó mi amigo Montesdoca,
Y el que anudó de Arauco el hilo roto.
Pero todavía es más expresivo el elogio que Vicente Espinel, no tan pródigo de ellos, le tributa en el canto 2º de su poema alegórico La Casa de la memoria, impreso con sus Rimas en 1591:
Tú, que las ondas y el caudal corriente
Del patrio Betis sin razón negaste, Y en alto estilo de un ingenio ardiente
A Lima en Occidente celebraste,
Vuelve el tributo a quien tan justamente
Debes el claro nombre que ganaste,
Pedro de Montes de Oca, que no es Lima
Dino de tan aguda y pura lima.
Nunca ha podido la interior carcoma
Del ignorante vulgo derribarte;
Que la razón al fin lo vence y doma,
Y vive la verdad en toda parte:
Las armas en defensa tuya toma
El propio Apolo para eternizarte;
Viva Clarinda y viva tu memoria,
Que es tu nombre y será dina de gloria.
Esta Clarinda, que era sin duda una muy principal dama limeña, no fue sólo señora de los pensamientos del indiano Montesdoca, sino de otro poeta de los elogiados en el Canto de Calíope, el capitán Juan de Salcedo Villandrando, de quien dijo Cervantes:
Del capitán Salcedo está bien claro
Que llega su divino entendimiento
Al punto más subido, agudo y raro
Que puede imaginar el pensamiento...
De este Salcedo, pues, dijo la anónima poetisa peruana, autora del Discurso en loor de la Poesía:
A ti, Juan de Salcedo Villandrando,
El mesmo Apolo Délfico se rinda,
A tu nombre su lira dedicando,
Pues nunca sale por la cumbre Pinda
Con tanto resplandor, cuanto demuestras
Cantando en alabanza de Clarinda.
Del capitán Salcedo hay versos laudatorios al frente de la Miscelánea Austral de D. Diego de Ávalos y Figueroa (1602), y los hay también de un D. Diego de Carvajal, que puede ser muy bien el D. Diego de Sarmiento y Carvajal elogiado por Cervantes:
Feliz don Diego de Sarmiento ilustre
Y Carvajal famoso, producido
De nuestro coro, y de Hipocrene lustre,
Mozo en la edad, anciano en el sentido.
De siglo en siglo irá, de lustre en lustre
(A pesar de las aguas del olvido)
Tu nombre, con tus obras excelentes,
De lengua en lenguas y de gente en gentes.
De los ingenios americanos para quienes hay palmas en la silva 2.ª del Laurel de Apolo, dos por lo menos pertenecen a Lima: Cristóbal de la 0, sobre cuyo nombre hace Lope de Vega un insulso juego de palabras, y un hermano de León Pinelo, Juan Rodríguez de León, presbítero, de quien D. Nicolás Antonio cita varias obras en prosa y verso: La Perla, vida de Santa Margarita, virgen y mártir (Madrid, 1629); El Predicador de las gentes San Pablo, ciencia, preceptos, avisos y obligaciones de los predicadores evangélicos, con doctrina del Apóstol (1638); Panegírico castellano-latino al rey D. Felipe IV (México, 1639); Parecer sobre la ingenuidad del arte de la pintura (impreso con los diálogos de Vicente Carducho, 1633); Cuaresma meditada, en epígramas; El Martyrologio de los que han padecido en las Indias por la Fe; Relación del viaje de los galeones de la Real Armada de las Indias el año de 1607, con descripción de los puertos en que entraron.
Peruana era también la desconocida poetisa Amarilis, que antes de 1621 escribió a Lope de Vega, de quien era ferviente admiradora, una elegante epístola en silva, que con la respuesta de Lope de Vega en tercetos (Belardo a Amarilis), fue inserta a continuación de su Filomena. Persona muy docta y muy enterada de las cosas de Lope de Vega ha insinuado alguna duda sobre la existencia de tal poetisa indiana, juzgando mera ficción poética su carta, y equivalente el nombre de Amarilis al de doña Marta de Nevares Santoyo, postrera amiga de Lope. Pero aun prescindiendo de que el Fénix de los Ingenios aplicó el nombre poético de Amarilis a diversas personas, como por sus cartas y versos parece, hay tal tono de verdad en la epístola, y son tales las señas que la encubierta poetisa da de su patria, y aun de su familia, que no sólo no puedo dudar de que tal carta fue dirigida real y efectivamente desde América a Lope, sino que me atrevo a señalar de acuerdo con La Barrera, el nombre probable de la encubierta Musa que hace de este modo su autobiografía:
Quiero, pues, comenzar a darte cuenta De mis padres y patria y de mi estado, Porque sepas quien te ama y quien te escribe: Bien que ya la memoria me atormenta, Renovando el dolor, que aunque llorado, Está presente y en el alma vive... En este imperio oculto que el sol baña, Más de Baco piadoso que de Alcides, Entre un trópico frío y otro ardiente, A donde fuerzas ínclitas de España, Con varios casos y continuas lides Fama inmortal ganaron a su gente: Donde Neptuno engasta su tridente En nácar y oro fino: Cuando Pizarro con su flota vino, Fundó ciudades y dejó memorias, Que eternas quedarán en las historias: A quien un valle ameno, De tantos bienes y delicias lleno, Que siempre es primavera, Merced del sueño de la cuarta esfera, La Ciudad de León fue edificada, Y con hado dichoso Quedó de héroes fortísimos poblada. Es frontera de bárbaros y ha sido Terror de los tiranos, que intentaron Contra su rey enarbolar bandera: Al que en Jauja por ellos fue rendido Su atrevido estandarte le arrastraron, Y volvieron el reino a cuyo era. Bien pudiera, Belardo, si quisiera, En gracia de los cielos, Decir hazañas de mis dos abuelos, Que aqueste nuevo mundo conquistaron Y esta ciudad también edificaron, Do vasallos tuvieron Y por su rey su vida y sangre dieron: Mas es discurso largo, Que la fama ha tomado ya a su cargo, Si acaso la desgracia desta tierra, Que corre en este tiempo, Tantos ilustres méritos no entierra. De padres nobles dos hermanos fuimos, Que nos dejaron con temprana muerte Aun no desnudas de pueriles paños. El cielo y una tía que tuvimos Suplió la soledad de nuestra suerte: (...) De la beldad que el cielo acá reparte Nos cupo, según dicen, mucha parte, Con otras muchas prendas: No son poco bastantes las haciendas Al continuo sustento; Y estamos juntas, con tan gran contento, Que una alma a entrambas rige y nos gobierna, Sin que haya tuyo y mío, Sino paz amorosa, dulce y tierna. Ha sido mi Belisa celebrada, Que éste es su nombre, y Amarilis mío, Entrambas de afición favorecidas: Yo he sido a dulces musas inclinada; Mi hermana, aunque menor, tiene más brío, Y partes, por quien es, muy conocidas. Al fin todas han sido merecidas Con alegre himeneo De un joven venturoso, que en trofeo A su fortuna y vencedora palma, Alegre la rindió prendas del alma. Yo siguiendo otro trato, Contenta vivo en limpio celibato, Con virginal estado, A Dios con gran afecto consagrado, Y espero en su bondad y su grandeza Me tendrá de su mano Guardando inmaculada mi pureza.
Las señas no pueden ser más explícitas. Si la incógnita dama había nacido en la ciudad de León de Huánuco (situada en el actual departamento de Junín, a cuarenta y tantas leguas al Norte de Lima) y descendía de los conquistadores de aquella tierra y fundadores de aquella ciudad, su apellido debía de ser el muy ilustre de Alvarado, puesto que el fundador de la ciudad de León de Huánuco, llamada también León de los Caballeros, fue el capitán Gómez de Alvarado, hermano del Adelantado D. Pedro, de inmortal memoria en los fastos de América. Y aunque es cierto que la primitiva fundación de Alvarado en 1539 quedó luego casi desierta, hasta que la reedificó Pedro Barroso y acabó de asentarla Pedro de Puelles, los términos en que la poetisa se explica, cuadran más bien al fundador primero y a su hermano, de quienes podía decirse con más razón que de Barroso, Que aqueste nuevo mundo conquistaron.
Y si atendemos a que el nombre poético de Amarilis es, por lo común rebozo del de María, tendremos completos el nombre y apellido de la discreta doncella de Huánuco: Dª María de Alvarado.
No se tenga por inútil esta disquisición, porque quien tales versos hacía en América a principios del siglo XVII, y no en ninguno de los grandes emporios de cultura, como México o Lima, sino en uno de los más apartados rincones de los Andes, ofrecería un curioso fenómeno de historia literaria, aunque no tuviésemos en consideración su sexo. Apenas hay en su Epístola el menor vestigio de mal gusto, ni de amaneramiento; todo es natural, llano y decoroso, con cierta sencilla gravedad y no afectado señorío. La poetisa hace su corte literaria a Lope de Vega, pero con tanta discreción, con tan insinuante y cortés gentileza, con tacto tan femenino y delicado, que el gran poeta debió de quedar lisonjeado con la alabanza y no ofendido con las nubes del importuno incienso. Viene a declararse platónicamente enamorada de él, amor inofensivo a tan larga distancia, pero único que ella estima digno de su noble naturaleza:
El sustentarse amor sin esperanza, Es fineza tan rara, que quisiera Saber si en algún pecho se ha hallado; (...) Mas nunca tuve por dichoso estado Amar bienes posibles, Sino aquellos que son más imposibles. A éstos ha de aspirar mi alma osada, Pues para más alteza fue criada Que la que el mundo enseña; Y así quiero hacer una reseña De amor dificultoso, Que sin pensar desvela mi reposo, Amando a quien no veo, y me lastima: ¡Ved qué extraños contrarios, Venidos de otro mundo y de otro clima! Al fin en éste donde el Sur me esconde Oí, Belardo, tus conceptos bellos, Tu dulzura y estilo milagroso, (...) Y admirando tu ingenio portentoso, No pude reportarme De descubrirme a ti, y a mí, dañarme. (...) Oí tu voz, Belardo; más ¿qué digo? No Belardo, milagro han de llamarte: Este es tu nombre, el cielo te le ha dado; Y Amor, que nunca tuvo paz conmigo, Te me representó parte por parte, En ti más que en sus fuerzas confiado. Mostróse en esta empresa más osado, Por ser el artificio Peregrino en la traza y el oficio, Otras puertas del alma quebrantando. No por los ojos míos, que velando Están con gran pureza; Mas por oídos, cuya fortaleza Ha sido y es tan fuerte, Que por ellos no entró sombra de muerte, Que tales son palabras desmandadas, Si vírgenes las oyen, Que a Dios han sido y son sacrificadas. Con gran razón a tu valor inmenso Consagran mil deidades sus labores, Cuando manijan perlas en sus faldas: Todo ese mundo allí te paga censo, Y éste de acá, mediante tus favores, Crece en riquezas de oro y esmeraldas: Potosí, que sustenta en sus espaldas Entre el invierno crudo Aquel peso, que Atlante ya no pudo, Confiesa que su fama te la debe; Y quien del claro Lima el agua bebe, Sus primicias te ofrece, Después que con sus dones se engrandece, Acrecentando ofrendas A tus excelsas y admirables prendas: Yo que aquestas grandezas voy mirando, Entretenida en ellas, Las voy en mis entrañas celebrando.
¡Qué galano y qué exquisito elogio! Entre los innumerables panegiristas españoles, latinos e italianos de Lope, cuyos versos llenan volúmenes enteros, nadie alcanzó a este grado de admiración profunda y concentrada. Pero aún es más hermoso lo que sigue: Lope había escrito El Peregrino en su patria, y la docta poetisa le exhorta a buscar su verdadera patria en el cielo, donde ella espera unirse a él en amor santo e imperecedero:
En tu patria, Belardo, mas no es tuya, No sientas mucho verte peregrino... (...) Que otro origen tuviste más divino Y otra gloria mayor, si la buscares. ¡Oh, cuánto acertarás, si imaginares Que es patria tuya el cielo, Y que eres peregrino acá en el suelo! (...) Pues, peregrino mío, Vuelve a tu natural: póngante brío, No las murallas, que elevó tu canto En Tébas engañosas, Mas las eternas, que te importan tanto. Allá deseo en santo amor gozarte, Pues acá es imposible poder verte, Y temo tus peligros y mis faltas: Tabla tiene el naufragio, y escaparte Puedes en ella de la eterna muerte, Si del bien frágil al divino saltas; Las singulares gracias con que esmaltas Tus soberanas obras, Con que fama inmortal continuo cobras, Empléalas de hoy más en versos lindos, En soberanos y divinos Pindos: Tus divinos concetos Allí serán más dulces y perfectos; Que el mundo a quien le sigue, En vez de premio al bienhechor persigue, Y contra la virtud apresta el arco Con ponzoñosas flechas De la maligna aljaba de Aristarco. (...)
Con hechicero candor se declara Amarilis inexperta en sucesos amorosos, como quien emplea su tiempo en dulces coloquios con el cielo, y termina pidiendo a Lope un don poético Para bien de tu alma y mi consuelo.
Le ruega, pues, que escriba en verso la vida y martirio de una santa de su particular devoción y de la de su hermana:
Yo y mi hermana una santa celebramos, Cuya vida de nadie ha sido escrita, Como empresa que muchos han temido; El verla de tu mano deseamos; Tu dulce musa alienta y resucita, Y ponla con estilo tan subido, Que sea donde quiera conocido Y agradecido sea De nuestra santa virgen Dorotea. ¡Oh, qué sujeto, mi Belardo, tienes, Con que de lauro coronar tus sienes! ................................. Desta divina y admirable santa Su santidad refiere, Y dulcemente su martirio canta.
Engolosinado con la belleza de esta epístola, que es sin duda la mejor pieza poética del Perú en sus primeros tiempos, la he ido transcribiendo casi toda. Séame lícito añadir algunos versos más, notables unos por la gala, bizarría y aun despilfarro de la dicción poética, semejante a la del mismo Lope y a la de Valbuena, otros por la suave y afectuosa modestia:
Finalmente, Belardo, yo te ofrezco Una alma pura a tu valor rendida: Acepta el don, que puedes estimallo; Y dándome por fe lo que merezco, Quedará mi intención favorecida. (...) Y para darte más, no sé si hallo. Déte el cielo favores, Las dos Arabias bálsamo y olores, Cambaya sus diamantes, Tíbar oro, Marfil Sofala, Persia su tesoro, Perlas los orientales, El Rojo mar finísimos corales, Balajes los Ceilanes, Áloe precioso Sárnaos y Campanes, Rubíes Pegugamba, y Nubia algalia, Ametistes Rarsinga, Y prósperos sucesos Acidalia (...) Ya veo que tendrás por cosa nueva, No que te ofrezca censo un mundo nuevo, Que a ti cien mil que hubiese te le dieran; Mas que mi musa rústica se atreva A emprender el asunto a que me arrojo, Hazaña que cien Tassos no emprendieran: Ellos al fin son hombres, y temieran; Mas la mujer, que es fuerte, No teme alguna vez la misma muerte. Pero si he parecídote atrevida, A lo menos parézcate rendida; Que fines desiguales Amor los hace con su fuerza iguales; Y quédote debiendo, No que me sufras, mas que estés oyendo Con singular paciencia mis simplezas, Ocupado contino En tantas excelencias y grandezas. Versos cansados, ¿qué furor os lleva A ser sujeto de simpleza indiana, Y a poneros en mano de Belardo? Al fin, aunque amarguéis, por fruta nueva Os vendrán a probar, aunque sin gana, Y verán vuestro gusto bronco y tardo: El ingenio gallardo, En cuya mesa habéis de ser honrados, Hará vuestros intentos disculpados: Navegad: buen viaje: haced la vela: Guiad un alma que sin alas vuela.
Lope de Vega contestó en la epístola de Belardo a Amarilis, que tiene buenos trozos y curiosas noticias de su persona y de su vida, pero que dista mucho de ser la mejor de las suyas. Por esta vez perdone Lope: la humilde poetisa ultramarina llev