Marcelino Menéndez Pelayo (Santander, 3 de noviembre de 1856-19 de mayo de 1912) fue un escritor, filólogo, crítico literario e historiador de las ideas español.
Consagrado fundamentalmente y con extraordinaria erudición reconstructiva a la historia de las ideas, la interpretación crítica y la historiografía de la estética, la literatura española e hispanoamericana y a la filología hispánica en general, aunque también fue político, cultivó la poesía, la traducción y la filosofía.
Historia de la literatura peruana hasta el siglo XIX (fragmentos)
El Virreinato del Perú fue la más opulenta y culta de las colonias españolas de la América del Sur; la que alcanzó a ser visitada por más eminentes ingenios de la Península, y la que, por haber gozado del beneficio de la imprenta desde fines del siglo XVI, pudo salvar del olvido mayor número de muestras de su primitiva producción literaria. Pero, más desgraciada que México, no ha logrado todavía un Icazbalceta que recoja cuidadosamente todas las reliquias del período colonial y levante con ellas imperecedero monumento. Faltos, pues, de un guía tan docto y autorizado, hemos tenido que recoger afanosamente las noticias literarias del Perú en fuentes muy varias y dispersas, y seguramente nuestro trabajo hubiera resultado incompletísimo, sobre todo, para los primeros tiempos de la colonia, si generosamente no se hubiera brindado a enriquecerle con noticias peregrinas el que, sin agravio de nadie, podemos llamar nuestro primer americanista, D. Marcos Jiménez de la Espada.
De sus investigaciones resulta que la poesía castellana en el Perú es casi tan antigua como la conquista misma: se remonta al período de las guerras civiles. El más antiguo poema conocido, obra de autor anónimo, no está aún en el metro italiano, sino en coplas de arte mayor, en el metro de Juan de Mena. Titúlase Nueva obra y breve en prosa y en metro sobre la muerte del Ilustre Señor el Adelantado D. Diego de Almagro, Governador y Capitán General por su Cathólica y Real Magestad del Emperador y Rey Nuestro Señor en el nuevo Reyno de Toledo llamado Perú, Descubridor y Conquistador y sustentador desta rica provincia.
La prosa se reduce a una corta introducción o argumento sumario. El metro a treinta y nueve estrofas o coplas de arte mayor; la primera dice:
Cathólica, Sacra, Real Majestad, César augusto, muy alto Monarca, Fuerte reparo de Roma y su barca En todo lo humano de más potestad: Rey que procura saber la verdad, Crisol do se funde la reta justicia; Pastor, que no obstante cualquier amicicia, conserva el ganado por una igualdad.
La última:
Debiendo Pizarro haber de cumplir
El pleito homenaje por él otorgado
Venir a esta corte y a vuestro mandado
Donde el jüez le mandó remitir;
No solamente no quiso venir,
Mas quebrantarlo con otros tiranos,
Y la venganza tomó por sus manos;
Sólo por esto se debe punir.
La obra es, pues, de un ferviente partidario de Almagro y enemigo de los Pizarros, que en la introducción se declara testigo del suceso, y al propio tiempo confiesa su poca habilidad para versificar…: «el marqués D. Francisco Pizarro y sus hermanos, los cuales mataron a D. Diego de Almagro de su honra, vida y hacienda, según el metro adelante veréis, porque pasó así verdaderamente, y antes fue más en efeto, por el defeto de no hallar consonantes por darlo más sabroso, aunque según fue cruel no dejará de amargaros de lo que aquí se cuenta, aunque mucho más lo sentiríades, si como lo leéis lo hubieseis visto como el que lo escribe, que se halló en ello y lo vió».
Parece que este poema, a pesar del carácter arcaico del metro, no puede ser anterior a 1548, puesto que en la Introducción se lee: «Y después el Rey ha mandado degollar a Gonzalo Pizarro».Pero tampoco es imposible que la introducción se escribiera mucho después del poema, y cuando el autor pensó en publicarle, según se infiere de la censura de Fr. Félix de León que acompaña a esta rarísima pieza en el manuscrito del Archivo de Indias, donde se conserva. Hay de ella copia incorrecta en la colección de manuscritos de D. Martín Fernández de Navarrete.
Don Alonso Enríquez, aquel estrafalario aventurero que se decía el Caballero Desbaratado, y cuyas divertidísimas Memorias, sólo comparables con las de otro fanfarrón de la misma laya, don Diego Duque de Estrada (el Desengañado de sí mismo), frisan tantas veces con la novela de aventuras y con la picaresca, incluyó en el Libro de su vida y costumbres la obra anterior, descartando la prosa y la censura, añadiendo una copla más, y encabezándolo todo de esta suerte: «Obra en metro sobre la muerte que fue dada al ilustre Don Diego de AImagro, la cual obra se dirige a S. M. con cierto romance lamentando la dicha muerte, y no la hizo el autor del libro, porque es parte, y no sabe trovar.»
El texto de D. Alonso Enríquez difiere bastante del manuscrito de Sevilla, ya por errores de copia, ya por cambios de palabras, de frases y aun de versos enteros, que pueden ser correcciones.
El romance prometido en el encabezamiento viene en seguida con este epígrafe: «Síguese el romance hecho por otro arte sobre el mismo caso, el cual se ha de cantar al tono de «El buen conde Fernán González». curiosa prueba de la costumbre que en el siglo XVI duraba, de aplicar a romances nuevos los tonos de los antiguos. Este romance, sumamente prosaico y desmayado, consta no menos que de 362 versos.
Quedan otros romances históricos del tiempo de las guerras civiles: dos versan sobre la rota del rebelde Francisco Hernández Girón en Pucará, y se encuentran al fin de la Relación de lo acaecido en el Perú desde que Francisco Hernández Girón se alzó hasta el día que murió, recientemente publicada; otro sobre las crueldades del tirano Lope de Aguirre.
Suelen consignarse en las crónicas y relaciones históricas de la conquista algunas coplillas populares y anónimas, muchas de ellas de carácter soldadesco, y todas de sabor arcaico. Es de las más curiosas la que cantaban los soldados del campo real en la campaña contra el rebelde Francisco Hernández Girón por los años 1553-54, aludiendo al Dr. Fr. Hierónimo de Loaisa, arzobispo de Lima, y al Licdo. Hernando de Santillán, oidor de aquella Audiencia, y después presidente de la de Quito, y, por último, obispo de las Charcas:
El uno jugar, y el otro dormir, ¡Oh, qué gentil! No comer y apercibir, ¡Oh, qué gentil! El uno duerme y el otro juega; Así va la guerra.
El dormilón era Santillán. El jugador (de ajedrez) el Arzobispo.
Tampoco es para olvidada la de Los mis cabellicos, madre, que cantaba el diabólico Carbajal el día de Xaquijaiguana. Otra copla sonaba en el campo de los almagristas por el año de 1537:
Almagro pide la paz,
Los Pizarros ¡guerra, guerra!
Ellos todos morirán
Y otro mandará la tierra...
Si la conquista del Perú no tuvo la suerte de encontrar un Ercilla, no por eso faltó quien en pésimos metros se arrojara a cantarla dentro del mismo siglo XVI. Existe en la Biblioteca Imperial de Viena un poema anónimo, Conquista de la Nueva Castilla, obra al parecer desconocida hasta que en 1848 un librero de Lyon la sacó a luz en forma por demás incorrecta y desaliñada, y sin dar bastantes señas del manuscrito que le sirvió de original. Tiene por verdadero título: Relación de la conquista y del descubrimiento que hizo el Gobernador Don Francisco Pizarro en demanda de las provincias y reinos que ahora llamamos Nueva Castilla. Hace principio desde la primera vez que partió de Panamá hasta todo lo que en la prisión de Atabalipa sucedió, la cual está partida en dos partes: la primera comienza describiendo el tiempo en que se hizo a la vela en Panamá.
La segunda parte lleva este encabezamiento: «Aquí hace principio la segunda parte, que habla en la segunda vez que el magnífico señor gobernador don Francisco Pizarro partió de Panamá en demanda de la provincia de Tumbez, hasta la prisión de Atabalipa y conquista de la gran ciudad del Cuzco, la cual comienza así; hablando el Gobernador.»
La primera parte tiene cinco cantos, la segunda tres: todo el poema consta de doscientas ochenta y tres octavas, pero construídas, no al modo ordinario, sino rimando entre sí los versos primero, cuarto y octavo, el segundo con el tercero y el sexto con el séptimo. Se ve que el autor quiso hacerlos endecasílabos, pero hay muchos de doce y diez sílabas, o por impericia suya, o por descuido del copista, o por ignorancia del editor francés. De todo esto resulta un conjunto bárbaro y desapacible, y no sin razón ha podido escribir Ticknor que no hubiera hecho peor poema el más rudo de los soldados de Pizarro. Tiene, no obstante, la curiosidad de rior a la Araucana, y, por consiguiente, el primogénito, aunque enteco y raquítico, de la interminable familia de poemas históricos de asunto americano, cuya elaboración todavía no ha cesado. De la dedicatoria «Al muy magnífico señor Juan Vázquez de Molina, secretario de la Emperatriz e Reina, nuestra señora, y de su Consejo», se infiere que el anónimo poeta escribía a mediados del siglo XVI.
Otros dos poemas se compusieron en el Perú durante el siglo XVI, aunque ninguno de ellos llegó a ver la luz pública, y parecen haber sido ignorados por todos nuestros bibliógrafos. Titúlase el primero Los actos y hazañas valerosas del capitán Diego Hernández de Serpa, dirigidos al Illustrísimo señor don Diego de Zúñiga y de Avellaneda, Conde de Miranda, enviados de las Indias por Pedro de la Cadena, perpetuo servidor de su Señoría Ilustrísima. Consta la obra de un Introyto ydiez y siete cantos que el autor llama actos, todos en versos sueltos, o más bien en prosa vil, como puede juzgarse por este principio del acto primero:
En la felice y fuerte y noble España
Nasció este gran varón tan venturado,
En la fresca ribera del Océano,
En la villa de Palos estimada...
....................................................................
Sobre mil y quinientos veinte y cuatro
Llegó a la rica isla de Cubagua.
El capitán Serpa, héroe de este infeliz poema, había acompañado a Ordax en la desastrosa jornada del Orinoco (1532); en 3 de agosto de 1549 concertó con la Audiencia de Santo Domingo la conquista y población del territorio comprendido entre el Marañón y el Orinoco, o sea, la actual Guayana, y aunque por entonces tuvo que suspender la empresa de orden superior, no desistió de su pensamiento, y en 15 de mayo de 1568 volvió a capitular con el Rey la misma conquista (más un trozo de la costa de Cumaná) con el nombre de Nueva Andalucía. En aquella costa fundó las ciudades de Nueva Córdoba y Santiago, y queriendo internarse a buscar las orillas del Orinoco, murió en un reencuentro con cierta nación de indios Cumanagotos.
Como se ve, las hazañas de Diego Hernández de Serpa acaecieron muy lejos del Perú, y dentro de la gobernación de Venezuela. Pero no sucede lo mismo con su biógrafo y cantor Pedro de la Cadena, que era vecino de Zamora de los Alcaides en la provincia de Quito. Además de su poema, escribió y presentó al Consejo de Indias un libro en prosa del gobierno de las Indias, sobre el cual informó el secretario de dicho Consejo Licdo. Benito López de Gamboa, en 16 de marzo de 1576, diciendo que aunque escrito con método, tenía poca substancia, pero que atendida la buena intención del autor, convenía gratificarle y juntar su libro con otro que ya estaba en el Consejo y era de más provecho, obra del Licdo. Juan de Matienzo, oidor de las Charcas, y tenerlos ambos en secreto por ser cosa de gobierno, consultándolos cuando conviniera.
Otro poeta, llamado D. Diego de Aguilar y Córdoba, florecía en Huánuco a fines del siglo XVI. En 25 de febrero de 1596 firmaba allí la dedicatoria de su poema El Marañón, terminado en 1578 y revisado después por diferentes testigos del suceso que en él se narra, que no es otro que el desgraciado viaje de Pedro de Ursúa. Los preliminares de la obra nos dan razón de otros versificadores, que son, sin duda, de los más antiguos de la colonia: Carlos de Maluenda, poeta polígloto, que por raro caso escribe un soneto en francés y otro en italiano: el general Alonso Picado, probablemente de la familia de este apellido naturalizada en Arequipa: Miguel Cabello de Balboa, eclesiástico muy erudito y práctico y entendido en viajes y exploraciones de los Andes, autor de la Miscelánea Austral. que es una especie de compilación histórica dividida en tres partes, de las cuales la última (que anda traducida al francés por Ternaux-Compans) contiene interesantes noticias relativas a la historia antigua de Quito y conquista del Perú: Gonzalo Fernández de Sotomayor, D. Sancho Marañón, D. Pedro Paniagua de Loaisa, hijo, según parece, de otro del mismo nombre, extremeño, que sirvió a Gasca en negocios muy arduos, así de guerra como de diplomacia en tiempo de la rebelión de Gonzalo Pizarro, y murió en 1554 en la batalla de Pucará: D. Diego Vaca de la Vega, gobernador de Mainas, fundador de la ciudad de San Francisco de Borja del Marañón; y, finalmente, un religioso amigo del autor. De estos sonetos me ha comunicado el Sr. Espada los siguientes, que son muy aceptables, sobre todo el de Cabello Balboa:
DE MIGUEL CABELLO BALBOA
La casta abeja en la florida vega,
Con susurro suave y bullicioso,
Para su laberinto artificioso
De varias flores el manjar congrega.
No menos a la adelfa el gusto allega
Que al romero y al cárdamo oloroso,
Porque todo lo vuelve provechoso
Después que a su sutil boca se apega.
Igual te juzgo, cordobés ilustre,
Después que renació de tu memoria
El Marañón, de sangre y muerte lleno;
Que de su obscuridad sacaste lustre,
Y de su vituperio tanta gloria,
Que en bálsamo conviertes su veneno.
DE D. PEDRO PANIAGUA DE LOAISA
Celebre el mundo, oh Marañón famoso,
Tus claras ondas y tesoro ardiente,
Obscureciendo la caudal corriente
Del sacro Nilo y Ganges caudaloso.
Pues el supremo vuelo victorioso
Desta águila sin par, divinamente
Sube al cielo tu nombre y clara fuente
Do eternamente has de quedar glorioso.
Mas tú entre las doradas aguas canta
Con dulce son el suyo celebrando
Deste tu insigne historiador tan grave;
Que a tal grandeza otra grandeza tanta
Sólo basta a dar gloria, eternizando
Lo que en ser de mortal hombre no cabe.
DE D. DIEGO VACA DE LA VEGA
Si el lauro se le debe justamente
Al que pretende con insigne historia
Hacer firme y eterna la memoria
De algún valor heroico o eminente;
Si con divino ingenio y llama ardiente
Librándole del tiempo le da gloria,
Haciendo de finita y transitoria
Que sea infinita y dure eternamente.
A vos se os deben tres (sin otros ciento),
Uno por este libro tan famoso,
El otro porque a vuestra patria ha dado
Inmortal nombre vuestro fundamento,
Otro a vuestro discurso milagroso
A quien el mundo está tan obligado.
Aunque del siglo XVI no tenemos ninguna justa o certamen poético del Perú, ni relación de fiesta en que se intercalen versos, desde muy temprano vemos asociada la poesía a los grandes regocijos públicos. Así nos refiere el palentino Diego Fernández en su Historia del Perú (parte 1.ª, lib. 2.º, cap. LXVIII), que cuando entró el presidente Gasca en la ciudad de los Reyes (Lima) el 27 de septiembre de 1546, y fue recibido con grandes festejos, «salieron con una hermosa danza tantos danzantes como pueblos principales había en el Perú, y cada uno dijo una copla en nombre de su pueblo, representando lo que en demostración de su fidelidad había hecho». Y el historiador inserta las coplas, que por malas se omiten aquí.
Desde mediados del siglo XVI tenía Lima Universidad: desde fines del mismo siglo, imprenta. fue aquélla la muy célebre de San Marcos, émula de la de México y la más concurrida, próspera y opulenta de la América del Sur, fundada por Real cédula del emperador Carlos V y su madre D.ª Juana, dada en Valladolid a 21 de septiembre de 1555, y confirmada por Bula pontificia de San Pío V en 25 de julio de 1571. Sus cátedras eran de Jurisprudencia, Teología, Medicina y Filosofía, y conservó su crédito y su antigua organización hasta después de la guerra de la independencia americana. En el Cuzco se fundó en 1598 otra Universidad de menos nombre, que logró algún desarrollo en el siglo XVII, al cual pertenecen muchas fundaciones de enseñanza como los Seminarios de Arequipa, Trujillo y la pequeña Universidad de Huamanga, además de los numerosos colegios de humanidades que los jesuítas fueron estableciendo en todos los puntos principales del Virreinato, llegando a doce sus casas en tiempo de la expulsión.
La imprenta fue más tardía que la Universidad: apareció cuarenta años después que en México, y bajo los auspicios y protección de los Padres de la Compañía. fue Antonio Ricardo, que ya había tenido taller en México, el primero impresor en los reinos del Pirú, como él se titula en sus libros. El más antiguo en que se encuentra estampado su nombre es la Doctrina Christiana y cathecismo para instrucción de los Indios y de las demás personas que han de ser enseñadas en nuestra sancta Fe. Con un conffesionario y otras cosas necessarias para los que doctrinan… Compuesto por auctoridad del Concilio Provincial que se celebró en la Ciudad de los Reyes el año de 1583. Y por la misma traduzido en las dos lenguas generales de este Reyno, Quichua y Aymara. Año de 1 584. Sólo de diez obras salidas de aquella imprenta en el siglo XVI dan razón hasta ahora los mas diligentes bibliógrafos, y sólo una de amena literatura hay entre ellas: el Arauco Domado, del chileno Pedro de Oña. Las restantes son confesionarios y catecismos, un arte y vocabulario de la lengua quichua, constituciones y ordenanzas, un libro de reducciones de plata y oro, y algún papel en derecho.
No puede decirse, sin embargo, que, aun siendo escaso, sea nulo el caudal literario del Perú en el primer siglo de la colonia. Es verdad que no produjo ningún poeta, pero sí un prosista de primer orden, nacido en el Cuzco en 1540, y no criollo, sino mestizo, hijo de un conquistador de ilustre linaje montañés, célebre en armas y en letras, y de una india principal, sobrina de Huayna Capac. El primer libro de autor peruano que salió de las prensas de Europa fue, seguramente, la traduzión del Indio de los tres diálogos de amor de León Hebreo, hecha de italiano en español por Garcilasso Inga de la Vega, natural de la gran Ciudad del Cuzco, cabeza de Reynos y provincias del Pirú, trabajada en Córdoba e impresa en Madrid, en 1590.
Aunque el inca Garcilaso, como él gustaba de llamarse, se preciase por aquel entonces más de arcabuces y de criar y hazer caballos que de escribir libros, es grande ya en la versión de aquel libro filosófico que él devolvió a España, primera patria de su autor, la belleza y gallardía de la prosa; que tanto contrasta con el desaliño del texto italiano, traducción del original castellano que se ha perdido.
Pero la celebridad de Garcilaso, como uno de los más amenos y floridos narradores que en nuestra lengua pueden encontrarse, se funda en sus obras históricas, o que dió por tales: «La Florida del Inca o Historia del Adelantado Hernando de Soto»; los «Comentarios Reales que tratan del origen de los Incas, reyes que fueron del Perú; de su idolatría, leyes y gobierno en paz y en guerra; de sus vidas y conquistas, y de todo lo que fue aquel imperio, y su República, antes que los españoles pasaran a él»; la «Historia General del Perú, que trata el descubrimiento de él, y cómo lo ganaron los españoles; las guerras civiles que hubo entre Pizarros y Almagros sobre la partija de la tierra; castigo y levantamiento de los tyranos y otros sucessos particulares».
El primero y el último de estos libros pertenecen en rigor a la literatura histórica; pero deben utilizarse con cierta cautela. En La Florida ha notado Bancroft errores de detalle, que fácilmente se explican porque Garcilaso no conocía la América del Norte, y tuvo que fiarse de los relatos orales y escritos de algunos compañeros de Hernando de Soto. Para los sucesos del descubrimiento y conquista del Perú, la autoridad del inca es muy secundaria por lo tardía y porque generalmente se reduce a transcribir o glosar las narraciones de autores ya impresos como López de Gomara, Agustín de Zárate y el palentino Diego Fernández. Cuando abandona el testimonio de estos historiadores, no siempre copiosos pero sí fidedignos, es para extraviarse en compañía del jesuíta Blas Valera, cuyos manuscritos utilizó en parte; mestizo como él, y como él apasionado de la antigua civilización indiana. El crítico que con más habilidad ha defendido a Garcilaso de la nota de historiador anovelado, reconoce la falsedad del colorido general en las principales narraciones de los dos primeros libros de su Historia (por ejemplo, la de la de la prisión de Atahualpa). «Movido del afán de presentar a los incas por el lado más favorable y halagüeño, altera y desnaturaliza el carácter de este período. La dura majestad, la bárbara grandeza del imperio del Inca, que tanto se destacan en la pintoresca relación de Jerez, se borran y se pierden en la suya para dar paso a una pintura, que aquí merece plenamente el calificativo de novelesca.» En otras cosas habla de memoria, como dijo el licenciado Montesinos, o se fía de anécdotas soldadescas. No conoció las riquísimas crónicas de Cieza de León, que son la principal fuente para la historia de las guerras civiles, pero al tratar de las rebeliones de Gonzalo Pizarro (en que su padre estuvo gravemente complicado), y de Francisco Hernández Girón, la cual presenció él mismo, tiene valor original su relato.
Pero donde suelta las riendas a su exuberante fantasía es en los Comentarios Reales, libro el más genuinamente americano que en tiempo alguno se ha escrito, y quizá el único en que verdaderamente ha quedado un reflejo del alma de las razas vencidas. Prescott ha dicho con razón que los escritos de Garcilaso son una emanación del espíritu indio «an emanation from the indian mind». Pero esto ha de entenderse con su cuenta y razón, o más bien ha de completarse advirtiendo que aunque la sangre de su madre, que era prima de Atahualpa, hirviese tan alborotadamente en sus venas, él, al fin, no era indio de raza pura, y era, además, neófito cristiano y hombre de cultura clásica, por lo cual las tradiciones indígenas y los cuentos de su madre tenían que experimentar una rara transformación al pasar por su mente semibárbara, semieducada. Así se formó en el espíritu de Garcilaso lo que pudiéramos llamar la novela peruana o la leyenda incásica, que ciertamente otros habían comenzado a inventar, pero que sólo de sus manos recibió forma definitiva, logrando engañar a la posteridad, porque había empezado por engañarse a sí mismo, poniendo en el libro toda su alma crédula y supersticiosa. Los Comentarios Reales no son texto histórico; son una novela utópica como la de Tomás Moro, como la Ciudad del Sol de Campanella, como la Océana de Harrington; el sueño de un imperio patriarcal y regido con riendas de seda, de un siglo de oro gobernado por una especie de teocracia filosófica. Garcilaso hizo aceptar estos sueños por el mismo tono de candor con que los narraba y la sinceridad con que acaso los creía, y a él somos deudores de aquella ilusión filantrópica que en el siglo XVIII dictaba a Voltaire la AIzira y a Marmontel su fastidiosa novela de Los Incas, y que en el canto de Olmedo evocaba tan inoportunamente, en medio del campo de Junín, la sombra de Huayna-Capac, para felicitar a los descendientes de los que ahorcaron a Atahualpa. Para lograr tan persistente efecto se necesita una fuerza de imaginación muy superior a la vulgar, y es cierto que el inca Garcilaso la tenía tan poderosa cuanto deficiente era su discernimiento crítico. Como prosista, es el mayor nombre de la literatura americana colonial: él y Alarcón, el dramaturgo, los dos verdaderos clásicos nuestros nacidos en América.
Y con esto ya es hora de volver los ojos a la numerosa falange de poetas que en los últimos años del siglo XVI y en los primeros del XVII, es decir, en la época más venturosa para las letras españolas, alegraban y ennoblecían con su canto las márgenes del Rimac. Si de sus obras resta muy poco, queda a lo menos honorífica mención de algunos de ellos en las páginas inmortales de Lope de Vega y de Cervantes, que citan poetas peruanos en mayor número que poetas de México. Consultemos primeramente, el Canto de Calíope. impreso en 1584 con la Galatea. Llega Cervantes a hablar de los ingenios soberanos de la región antártica, y nos presenta ante todo al mexicano Terrazas, y a un poeta arequipeño, Diego Martínez de Rivera:
Uno de Nueva España y nuevo Apolo;
Del Perú el otro, un sol único y solo,
(...)
Pues su divino ingenio ha producido
En Arequipa eterna primavera:
Este es Diego Martínez de Rivera.
De Arequipa era también el general Alonso Picado, de quien conocemos un soneto en loor del poema El Marañón. Cervantes le elogia en estos términos:
Aquí, debajo de felice estrella,
Un resplandor salió tan señalado,
Que de su lumbre la menor centella
Nombre de Oriente al Occidente ha dado:
Cuando esta luz nasció, nasció con ella
Todo el valor: nasció Alonso Picado;
Nasció mi hermano y el de Palas junto;
Que ambas vimos en él vivo trasunto.
De otros ocho poetas, al parecer residentes todos en el Perú, hace mención Cervantes, aun sin incluir a Enrique Garcés, de quien haremos mérito tratando de Bolivia. Uno de estos poetas es D. Diego de Aguilar, el autor de El Marañón:
En todo cuanto pedirá el deseo,
Un Diego ilustre de Aguilar admira,
Un águila real que en vuelo veo
Alzarse a do llegar ninguno aspira;
Su pluma entre cien mil gana trofeo;
Que ante ella la más alta se retira:
Su estilo y su valor tan celebrado
Guanuco lo dirá, pues lo ha gozado.
De los citados en las siguientes octavas, no tenemos noticia alguna:
Pues si he de dar la gloria a ti debida, Gran Alonso de Estrada, hoy eres dino Que no se cante así tan de corrida Tu ser y entendimiento peregrino; Contigo está la tierra enriquecida, Que al Betis mil tesoros da continuo, Y aun no da el cambio igual; que no hay tal paga Que a tan dichosa deuda satisfaga. Por prenda rara desta tierra ilustre, Claro don Juan, te nos ha dado el cielo, De Ávalos gloria y de Ribera lustre, Honra del propio y del ajeno suelo... (...) El que en la dulce Patria está contento, Las puras aguas de Limar gozando, La famosa ribera, el fresco viento Con sus divinos versos alegrando, Venga, y veréis por suma deste cuento, Su heroico brío y discreción mirando, Que es Sancho de Ribera, en toda parte Febo primero y sin segundo Marte. ............................... Un Gonzalo Fernández se me ofrece, Gran capitán del escuadrón de Apolo, Que hoy de Sotomayor ensoberbece El nombre con su nombre heroico y solo; En verso admira y en saber florece En cuanto mira el uno y otro polo, Y si en la pluma en tanto grado agrada, No menos es famoso por la espada. Un Rodrigo Fernández de Pineda, Cuya vena inmortal, cuya excelente Y rara habilidad, gran parte hereda Del licor sacro de la equina fuente; Pues cuanto quiere dél no se le veda, Pues de tal gloria goza en Occidente, Tenga también aquí tan larga parte, Cual la merecen hoy su ingenio y arte. Pues de una fértil y preciosa planta De allá traspuesta en el mayor collado Que en toda la Tesalia se levanta, Planta que ya dichoso fruto ha dado, ¿Callaré yo lo que la fama canta Del ilustre don Pedro de Alvarado, Ilustre, pero ya no menos claro Por su divino ingenio al mundo raro?
De Pedro de Montesdoca, llamado por antonomasia el Indiano, tenemos algún dato más. Era sevillano, y al parecer, muy amigo de Cervantes, que volvió a acordarse de él en el Viaje del Parnaso. Primero había dicho:
Este mesmo famoso insigne valle Un tiempo al Betis usurpar solía Un nuevo Homero, a quien podemos dalle La corona de ingenio y gallardía; Las Gracias le cortaron a su talle, Y el cielo en todas lo mejor le envía: Éste, ya en vuestro Tajo conoscido, Pedro de Montesdoca es su apellido.
Y treinta años después le recordaba de esta cariñosa manera en el cap. IV del Viaje del Parnaso:
Desde el indio apartado, del remoto
Mundo llegó mi amigo Montesdoca,
Y el que anudó de Arauco el hilo roto.
Pero todavía es más expresivo el elogio que Vicente Espinel, no tan pródigo de ellos, le tributa en el canto 2º de su poema alegórico La Casa de la memoria, impreso con sus Rimas en 1591:
Tú, que las ondas y el caudal corriente
Del patrio Betis sin razón negaste, Y en alto estilo de un ingenio ardiente
A Lima en Occidente celebraste,
Vuelve el tributo a quien tan justamente
Debes el claro nombre que ganaste,
Pedro de Montes de Oca, que no es Lima
Dino de tan aguda y pura lima.
Nunca ha podido la interior carcoma
Del ignorante vulgo derribarte;
Que la razón al fin lo vence y doma,
Y vive la verdad en toda parte:
Las armas en defensa tuya toma
El propio Apolo para eternizarte;
Viva Clarinda y viva tu memoria,
Que es tu nombre y será dina de gloria.
Esta Clarinda, que era sin duda una muy principal dama limeña, no fue sólo señora de los pensamientos del indiano Montesdoca, sino de otro poeta de los elogiados en el Canto de Calíope, el capitán Juan de Salcedo Villandrando, de quien dijo Cervantes:
Del capitán Salcedo está bien claro
Que llega su divino entendimiento
Al punto más subido, agudo y raro
Que puede imaginar el pensamiento...
De este Salcedo, pues, dijo la anónima poetisa peruana, autora del Discurso en loor de la Poesía:
A ti, Juan de Salcedo Villandrando,
El mesmo Apolo Délfico se rinda,
A tu nombre su lira dedicando,
Pues nunca sale por la cumbre Pinda
Con tanto resplandor, cuanto demuestras
Cantando en alabanza de Clarinda.
Del capitán Salcedo hay versos laudatorios al frente de la Miscelánea Austral de D. Diego de Ávalos y Figueroa (1602), y los hay también de un D. Diego de Carvajal, que puede ser muy bien el D. Diego de Sarmiento y Carvajal elogiado por Cervantes:
Feliz don Diego de Sarmiento ilustre
Y Carvajal famoso, producido
De nuestro coro, y de Hipocrene lustre,
Mozo en la edad, anciano en el sentido.
De siglo en siglo irá, de lustre en lustre
(A pesar de las aguas del olvido)
Tu nombre, con tus obras excelentes,
De lengua en lenguas y de gente en gentes.
De los ingenios americanos para quienes hay palmas en la silva 2.ª del Laurel de Apolo, dos por lo menos pertenecen a Lima: Cristóbal de la 0, sobre cuyo nombre hace Lope de Vega un insulso juego de palabras, y un hermano de León Pinelo, Juan Rodríguez de León, presbítero, de quien D. Nicolás Antonio cita varias obras en prosa y verso: La Perla, vida de Santa Margarita, virgen y mártir (Madrid, 1629); El Predicador de las gentes San Pablo, ciencia, preceptos, avisos y obligaciones de los predicadores evangélicos, con doctrina del Apóstol (1638); Panegírico castellano-latino al rey D. Felipe IV (México, 1639); Parecer sobre la ingenuidad del arte de la pintura (impreso con los diálogos de Vicente Carducho, 1633); Cuaresma meditada, en epígramas; El Martyrologio de los que han padecido en las Indias por la Fe; Relación del viaje de los galeones de la Real Armada de las Indias el año de 1607, con descripción de los puertos en que entraron.
Peruana era también la desconocida poetisa Amarilis, que antes de 1621 escribió a Lope de Vega, de quien era ferviente admiradora, una elegante epístola en silva, que con la respuesta de Lope de Vega en tercetos (Belardo a Amarilis), fue inserta a continuación de su Filomena. Persona muy docta y muy enterada de las cosas de Lope de Vega ha insinuado alguna duda sobre la existencia de tal poetisa indiana, juzgando mera ficción poética su carta, y equivalente el nombre de Amarilis al de doña Marta de Nevares Santoyo, postrera amiga de Lope. Pero aun prescindiendo de que el Fénix de los Ingenios aplicó el nombre poético de Amarilis a diversas personas, como por sus cartas y versos parece, hay tal tono de verdad en la epístola, y son tales las señas que la encubierta poetisa da de su patria, y aun de su familia, que no sólo no puedo dudar de que tal carta fue dirigida real y efectivamente desde América a Lope, sino que me atrevo a señalar de acuerdo con La Barrera, el nombre probable de la encubierta Musa que hace de este modo su autobiografía:
Quiero, pues, comenzar a darte cuenta De mis padres y patria y de mi estado, Porque sepas quien te ama y quien te escribe: Bien que ya la memoria me atormenta, Renovando el dolor, que aunque llorado, Está presente y en el alma vive... En este imperio oculto que el sol baña, Más de Baco piadoso que de Alcides, Entre un trópico frío y otro ardiente, A donde fuerzas ínclitas de España, Con varios casos y continuas lides Fama inmortal ganaron a su gente: Donde Neptuno engasta su tridente En nácar y oro fino: Cuando Pizarro con su flota vino, Fundó ciudades y dejó memorias, Que eternas quedarán en las historias: A quien un valle ameno, De tantos bienes y delicias lleno, Que siempre es primavera, Merced del sueño de la cuarta esfera, La Ciudad de León fue edificada, Y con hado dichoso Quedó de héroes fortísimos poblada. Es frontera de bárbaros y ha sido Terror de los tiranos, que intentaron Contra su rey enarbolar bandera: Al que en Jauja por ellos fue rendido Su atrevido estandarte le arrastraron, Y volvieron el reino a cuyo era. Bien pudiera, Belardo, si quisiera, En gracia de los cielos, Decir hazañas de mis dos abuelos, Que aqueste nuevo mundo conquistaron Y esta ciudad también edificaron, Do vasallos tuvieron Y por su rey su vida y sangre dieron: Mas es discurso largo, Que la fama ha tomado ya a su cargo, Si acaso la desgracia desta tierra, Que corre en este tiempo, Tantos ilustres méritos no entierra. De padres nobles dos hermanos fuimos, Que nos dejaron con temprana muerte Aun no desnudas de pueriles paños. El cielo y una tía que tuvimos Suplió la soledad de nuestra suerte: (...) De la beldad que el cielo acá reparte Nos cupo, según dicen, mucha parte, Con otras muchas prendas: No son poco bastantes las haciendas Al continuo sustento; Y estamos juntas, con tan gran contento, Que una alma a entrambas rige y nos gobierna, Sin que haya tuyo y mío, Sino paz amorosa, dulce y tierna. Ha sido mi Belisa celebrada, Que éste es su nombre, y Amarilis mío, Entrambas de afición favorecidas: Yo he sido a dulces musas inclinada; Mi hermana, aunque menor, tiene más brío, Y partes, por quien es, muy conocidas. Al fin todas han sido merecidas Con alegre himeneo De un joven venturoso, que en trofeo A su fortuna y vencedora palma, Alegre la rindió prendas del alma. Yo siguiendo otro trato, Contenta vivo en limpio celibato, Con virginal estado, A Dios con gran afecto consagrado, Y espero en su bondad y su grandeza Me tendrá de su mano Guardando inmaculada mi pureza.
Las señas no pueden ser más explícitas. Si la incógnita dama había nacido en la ciudad de León de Huánuco (situada en el actual departamento de Junín, a cuarenta y tantas leguas al Norte de Lima) y descendía de los conquistadores de aquella tierra y fundadores de aquella ciudad, su apellido debía de ser el muy ilustre de Alvarado, puesto que el fundador de la ciudad de León de Huánuco, llamada también León de los Caballeros, fue el capitán Gómez de Alvarado, hermano del Adelantado D. Pedro, de inmortal memoria en los fastos de América. Y aunque es cierto que la primitiva fundación de Alvarado en 1539 quedó luego casi desierta, hasta que la reedificó Pedro Barroso y acabó de asentarla Pedro de Puelles, los términos en que la poetisa se explica, cuadran más bien al fundador primero y a su hermano, de quienes podía decirse con más razón que de Barroso, Que aqueste nuevo mundo conquistaron.
Y si atendemos a que el nombre poético de Amarilis es, por lo común rebozo del de María, tendremos completos el nombre y apellido de la discreta doncella de Huánuco: Dª María de Alvarado.
No se tenga por inútil esta disquisición, porque quien tales versos hacía en América a principios del siglo XVII, y no en ninguno de los grandes emporios de cultura, como México o Lima, sino en uno de los más apartados rincones de los Andes, ofrecería un curioso fenómeno de historia literaria, aunque no tuviésemos en consideración su sexo. Apenas hay en su Epístola el menor vestigio de mal gusto, ni de amaneramiento; todo es natural, llano y decoroso, con cierta sencilla gravedad y no afectado señorío. La poetisa hace su corte literaria a Lope de Vega, pero con tanta discreción, con tan insinuante y cortés gentileza, con tacto tan femenino y delicado, que el gran poeta debió de quedar lisonjeado con la alabanza y no ofendido con las nubes del importuno incienso. Viene a declararse platónicamente enamorada de él, amor inofensivo a tan larga distancia, pero único que ella estima digno de su noble naturaleza:
El sustentarse amor sin esperanza, Es fineza tan rara, que quisiera Saber si en algún pecho se ha hallado; (...) Mas nunca tuve por dichoso estado Amar bienes posibles, Sino aquellos que son más imposibles. A éstos ha de aspirar mi alma osada, Pues para más alteza fue criada Que la que el mundo enseña; Y así quiero hacer una reseña De amor dificultoso, Que sin pensar desvela mi reposo, Amando a quien no veo, y me lastima: ¡Ved qué extraños contrarios, Venidos de otro mundo y de otro clima! Al fin en éste donde el Sur me esconde Oí, Belardo, tus conceptos bellos, Tu dulzura y estilo milagroso, (...) Y admirando tu ingenio portentoso, No pude reportarme De descubrirme a ti, y a mí, dañarme. (...) Oí tu voz, Belardo; más ¿qué digo? No Belardo, milagro han de llamarte: Este es tu nombre, el cielo te le ha dado; Y Amor, que nunca tuvo paz conmigo, Te me representó parte por parte, En ti más que en sus fuerzas confiado. Mostróse en esta empresa más osado, Por ser el artificio Peregrino en la traza y el oficio, Otras puertas del alma quebrantando. No por los ojos míos, que velando Están con gran pureza; Mas por oídos, cuya fortaleza Ha sido y es tan fuerte, Que por ellos no entró sombra de muerte, Que tales son palabras desmandadas, Si vírgenes las oyen, Que a Dios han sido y son sacrificadas. Con gran razón a tu valor inmenso Consagran mil deidades sus labores, Cuando manijan perlas en sus faldas: Todo ese mundo allí te paga censo, Y éste de acá, mediante tus favores, Crece en riquezas de oro y esmeraldas: Potosí, que sustenta en sus espaldas Entre el invierno crudo Aquel peso, que Atlante ya no pudo, Confiesa que su fama te la debe; Y quien del claro Lima el agua bebe, Sus primicias te ofrece, Después que con sus dones se engrandece, Acrecentando ofrendas A tus excelsas y admirables prendas: Yo que aquestas grandezas voy mirando, Entretenida en ellas, Las voy en mis entrañas celebrando.
¡Qué galano y qué exquisito elogio! Entre los innumerables panegiristas españoles, latinos e italianos de Lope, cuyos versos llenan volúmenes enteros, nadie alcanzó a este grado de admiración profunda y concentrada. Pero aún es más hermoso lo que sigue: Lope había escrito El Peregrino en su patria, y la docta poetisa le exhorta a buscar su verdadera patria en el cielo, donde ella espera unirse a él en amor santo e imperecedero:
En tu patria, Belardo, mas no es tuya, No sientas mucho verte peregrino... (...) Que otro origen tuviste más divino Y otra gloria mayor, si la buscares. ¡Oh, cuánto acertarás, si imaginares Que es patria tuya el cielo, Y que eres peregrino acá en el suelo! (...) Pues, peregrino mío, Vuelve a tu natural: póngante brío, No las murallas, que elevó tu canto En Tébas engañosas, Mas las eternas, que te importan tanto. Allá deseo en santo amor gozarte, Pues acá es imposible poder verte, Y temo tus peligros y mis faltas: Tabla tiene el naufragio, y escaparte Puedes en ella de la eterna muerte, Si del bien frágil al divino saltas; Las singulares gracias con que esmaltas Tus soberanas obras, Con que fama inmortal continuo cobras, Empléalas de hoy más en versos lindos, En soberanos y divinos Pindos: Tus divinos concetos Allí serán más dulces y perfectos; Que el mundo a quien le sigue, En vez de premio al bienhechor persigue, Y contra la virtud apresta el arco Con ponzoñosas flechas De la maligna aljaba de Aristarco. (...)
Con hechicero candor se declara Amarilis inexperta en sucesos amorosos, como quien emplea su tiempo en dulces coloquios con el cielo, y termina pidiendo a Lope un don poético Para bien de tu alma y mi consuelo.
Le ruega, pues, que escriba en verso la vida y martirio de una santa de su particular devoción y de la de su hermana:
Yo y mi hermana una santa celebramos, Cuya vida de nadie ha sido escrita, Como empresa que muchos han temido; El verla de tu mano deseamos; Tu dulce musa alienta y resucita, Y ponla con estilo tan subido, Que sea donde quiera conocido Y agradecido sea De nuestra santa virgen Dorotea. ¡Oh, qué sujeto, mi Belardo, tienes, Con que de lauro coronar tus sienes! ................................. Desta divina y admirable santa Su santidad refiere, Y dulcemente su martirio canta.
Engolosinado con la belleza de esta epístola, que es sin duda la mejor pieza poética del Perú en sus primeros tiempos, la he ido transcribiendo casi toda. Séame lícito añadir algunos versos más, notables unos por la gala, bizarría y aun despilfarro de la dicción poética, semejante a la del mismo Lope y a la de Valbuena, otros por la suave y afectuosa modestia:
Finalmente, Belardo, yo te ofrezco Una alma pura a tu valor rendida: Acepta el don, que puedes estimallo; Y dándome por fe lo que merezco, Quedará mi intención favorecida. (...) Y para darte más, no sé si hallo. Déte el cielo favores, Las dos Arabias bálsamo y olores, Cambaya sus diamantes, Tíbar oro, Marfil Sofala, Persia su tesoro, Perlas los orientales, El Rojo mar finísimos corales, Balajes los Ceilanes, Áloe precioso Sárnaos y Campanes, Rubíes Pegugamba, y Nubia algalia, Ametistes Rarsinga, Y prósperos sucesos Acidalia (...) Ya veo que tendrás por cosa nueva, No que te ofrezca censo un mundo nuevo, Que a ti cien mil que hubiese te le dieran; Mas que mi musa rústica se atreva A emprender el asunto a que me arrojo, Hazaña que cien Tassos no emprendieran: Ellos al fin son hombres, y temieran; Mas la mujer, que es fuerte, No teme alguna vez la misma muerte. Pero si he parecídote atrevida, A lo menos parézcate rendida; Que fines desiguales Amor los hace con su fuerza iguales; Y quédote debiendo, No que me sufras, mas que estés oyendo Con singular paciencia mis simplezas, Ocupado contino En tantas excelencias y grandezas. Versos cansados, ¿qué furor os lleva A ser sujeto de simpleza indiana, Y a poneros en mano de Belardo? Al fin, aunque amarguéis, por fruta nueva Os vendrán a probar, aunque sin gana, Y verán vuestro gusto bronco y tardo: El ingenio gallardo, En cuya mesa habéis de ser honrados, Hará vuestros intentos disculpados: Navegad: buen viaje: haced la vela: Guiad un alma que sin alas vuela.
Lope de Vega contestó en la epístola de Belardo a Amarilis, que tiene buenos trozos y curiosas noticias de su persona y de su vida, pero que dista mucho de ser la mejor de las suyas. Por esta vez perdone Lope: la humilde poetisa ultramarina lleva la palma. Él, que tanto pecaba por el lado de la galantería, fácilmente hubiera perdonado este juicio, y aun se hubiera complacido en la derrota; ni quien es opulento en grado tan soberano y excepcional, pierde nada por algunos tercetos más o menos felices. De los requiebros que dirige a su encubierta admiradora, pondré alguna muestra, para completar este curioso capítulo de costumbres literarias:
Bien sé que en responder crédito empeño;
Vos, de la línea equinoccial sirena,
Me despertáis de tan profundo sueño.
¡Qué rica tela, qué abundante y llena
De cuanto al más retórico acompaña!
¡Qué bien parece que es indiana vena!
Yo no lo niego: ingenios tiene España;
Libros dirán lo que su musa luce,
Y en propia rima imitación extraña;
Mas los que el clima antártico produce
Sutiles son, notables son en todo;
Lisonja aquí ni emulación me induce.
Apenas de escribiros hallo el modo,
Si bien me le enseñáis en vuestros versos,
A cuyo dulce estilo me acomodo.
En mares tan remotos y diversos,
¿Cómo podré yo veros, ni escribiros
Mis sucesos, o prósperos, o adversos?
Del alma que os adora sé deciros
Que es gran tercera la divina fama;
Por imposible me costáis suspiros.
Amo naturalmente a quien me ama,
Y no sé aborrecer quien me aborrece;
Que a la naturaleza el odio infama.
Yo os amo juntamente, y tanto crece
Mi amor, cuanto en mi idea os imagino
Con el valor que vuestro honor merece.
A vuestra luz mi pensamiento inclino,
De cuyo sol antípoda me veo,
Cual suele lo mortal de lo divino.
(...)
Que no son menester las esperanzas
Donde se ven las almas inmortales,
No sujetas a olvidos ni a mudanzas.
Y cortésmente se excusa al fin de la epístola de no escribir el poema de Santa Dorotea, dejándolo a la devoción de la misma poetisa:
Y pues habéis el alma consagrado Al cándido pastor de Dorotea, Que inclinó la cabeza en su cayado, Cantad su vida vos, pues que se emplea Virgen sujeto en casto pensamiento, Para que el mundo sus grandezas vea. (...)
¿Es esta Amarilis la misma poetisa celebrada en el laurel de Apolo como fénix rara de Santa Fe de Bogotá? No es inverosímil que de Huánuco pasara a establecerse al Nuevo Reino de Granada, pero no me atrevo a afirmarlo.
Ni menos a identificarla, porque diferencias de estilo lo vedan, con otra egregia poetisa peruana, discípula del sevillano Diego Mexía, cuyo Parnaso Antártico honró con su Discurso en loor de la Poesía, que íntegro va en nuestra colección académica, no sólo como precioso documento de historia literaria, por las noticias rarísimas que contiene de ingenios del Virreinato, sino como un curioso ensayo de Poética, como un bello trozo de inspiración didáctica, del cual ha dicho, no sin razón, el ilustre colombiano Pombo que «rara vez en verso castellano se ha discurrido más alta y poéticamente sobre la poesía». Compárese, por ejemplo, con el Ejemplar Poético de Juan de la Cueva, que es del mismo tiempo y de la misma escuela y hasta del mismo metro. y se verá cuánto más excelsa concepción de la poesía tenía la grande anónima, y qué forma tan elegante y graciosa alcanzó a dar a sus nociones estéticas, a pesar de las sombras de pedantismo que empañan algunas páginas, y la flaqueza de versificación que se advierte en otras.
Quién fuera ella, parece hoy imposible adivinarlo. Mexía nos la presenta como «una señora principal de este Reino, muy versada en la lengua Toscana y Portuguesa, por cuyo mandamiento y por justos respetos no se escribe su nombre, con el qual discurso (por ser de una heroica dama) fue justo dar principio a nuestras heroicas epístolas». Ni era ella sola la mujer que honrase entonces las letras en el Perú, puesto que habla de otras tres, aunque sin nombrarlas:
Y aun yo conozco en el Perú tres damas
Que han dado en poesía heroicas muestras...
Una de ellas sería probablemente la Amarilis, que escribió a Lope; otra, quizá, la D.ª Jerónima, de Quito, que entonces se consideraba como parte del Perú. En cuanto a los poetas, fue la anónima más explícita, dándonos como el Laurel de Apolo o el Canto de Calíope de la colonia. Hasta diez y siete cita por sus nombres: unos venidos de España, otros naturales da las regiones antárticas. De algunos hemos hablado ya; otros son totalmente desconocidos o no han dejado más memoria que algún soneto laudatorio o composición de certamen; y de los restantes pasamos a dar breve razón, conforme a lo que de sus obras resulta.
Tuvo el Perú, de igual suerte que México, la fortuna de ser visitado en el siglo de oro por muy preclaros ingenios españoles, que dejaron allí una tradición castiza y de buen gusto. Casi todos estos poetas eran andaluces, y los más pertenecían a la escuela sevillana, de la cual la primitiva poesía de la América española puede considerarse como una rama o continuación. fue de los primeros el ya citado Diego Mexía, el más feliz traductor de las Heroídas de Ovidio que hasta ahora ha logrado nuestra lengua, traductor fiel no tanto a la letra, como al espíritu poético, lánguido y muelle del original; hábil en la expresión de los afectos y ternezas de amor; versificador desigual y negligente, en quien no son raros los aciertos exquisitos, contrapesados por gran número de prosaísmos y locuciones forzadas. La ley rígida y estrecha del terceto que en toda su versión adoptó, no es molde adecuado para el dístico latino, y hubo de arrastrarle muchas veces a desleír los pensamientos en larga y soñolienta paráfrasis. La Epístola de Safo a Faón descuella entre todas por el mayor número de bellezas: no sin razón la eligió Quintana para muestra en su Colección de Poesías Selectas, honra que a poquísimas traducciones quiso dispensar su severo juicio. «El tono elegíaco (dice aquel gran maestro) está bastante sostenido en toda la obra, y son pocos las de su clase que presenten trozos tan naturales, tan bien sentidos y tan felizmente expresados, como la pintura que Safo hace de sí misma cuando le dan la noticia de la fuga de su amante. la del bosque donde entra a veces a meditar en su tristeza y a recordar sus pasadas delicias, y la de su ilusión, en que se figura que Faón viene surcando los mares a buscarla.»
El trabajo de Diego Mexía, aunque por la patria de su autor no sea americano, lo es por la tierra en que se emprendió y terminó, como largamente declara el autor en su curiosísimo prólogo: «Navegando el año passado de noventa y seis, desde las riquíssimas provincias del Pirú a los Reinos de la Nueva España (más por curiosidad de verlos que por el interés que por mis empleos pretendía), mi navío padesció tan grave tormenta en el golfo llamado comúnmente del Papagayo, que a mí y a mis compañeros nos fue representada la verdadera hora de la muerte. Pues demás de se nos rendir todos los árboles (víspera del gran Patrón de las Españas, a las doze horas de la noche), con espantoso ruido, sin que vela ni astilla de árbol quedasse en el navío, con muerte arrebatada de un hombre, el combatido bajel daba tan temerarios balances, con más de dos mil quintales de azogue que por carga infernal llevaba, sin mucho vino y plata y otras mercaderías de que estaba suficientemente cargado, que cada momento nos hallábamos hundidos en las soberbias ondas. Pero Dios (que es piadoso padre) milagrosamente y fuera de toda esperanza humana (habiéndonos desahuciado el piloto) con las bombas en la mano y dos bandolas, nos arrojó día de la Transfiguración en Acaxu, puerto de Sonsonate. Aquí desembarqué la persona y plata, y no queriendo tentar a Dios en desaparejado navío, determiné ir por tierra a la gran ciudad de México, cabeza (y con razón) de la Nueva España. fueme dificultosísimo el camino, por ser de trescientas leguas; las aguas eran grandes por ser tiempo de ivierno; el camino áspero, los lodos y páramos muchos, los ríos peligrosos y los pueblos mal proveídos, por el cocoliste y pestilencia general que en los indios había. Demás desto, y del fastidio y molimiento que el prolijo caminar trae consigo, me martirizó una continua melancolía por la infelicísima nueva de Cádiz y quema de la flota mexicana, de que fuí sabidor en el principio deste mi largo viaje. Estas razones y caminar a passo fastidioso de requa (que no es la menor en semejantes calamidades), me obligaron (por engañar a mis propios trabajos) a leer algunos ratos en un libro de las Epístolas del verdaderamente poeta Ovidio Nasón, el cual, para matalotaje del espíritu, por no hallar otro libro, compré a un estudiante en Sonsonate. De leerlo vino el aficionarme a él, y la afición me obligó a repassarlo, y lo uno y lo otro y la ociosidad me dieron ánimo a traducir, con mi tosco y totalmente rústico estilo y lenguaje, algunas epístolas de las que rnás me deleitaron. Tanto duró el camino y tanta fue mi constancia, que cuando llegué a la gran ciudad de México Tenustlitan, hallé traduzidas, en tres meses, de veinte y una epístolas las catorce… Y considerando que mi entrada en la Nueva España (respecto de la grande falta de ropa y mercaderías que en ella había) se dilataba por un año, me pareció que no era justo desistir desta impresa; y más, animado de los pareceres de algunos hombres doctos: y así mediante la perseverancia le di el fin que pretendía.»
Conste, pues, que el lauro poético de Diego Mexía ha de repartirse entre México, Guatemala y el Perú, y que esta traducción no fue obra de pacífico humanista, labrada y pulida en quieto y estudioso retiro, sino diversión y alivio de interminables jornadas por tierras bárbaras y remotas, tras de tormentas, huracanes y naufragios. «El ingenio (dice el autor) y talento que Dios fue servido de darme, si es alguno, es bien poco, y esse ocupado y distraydo en negocios de familia y en buscar los alimentos necesarios a la vida; la inquietud del espíritu es tan grande como la del cuerpo, pues ha veinte años que navego mares y camino tierras por diferentes climas, alturas y temperamentos, barbarizando entre bárbaros, de suerte que me admiro cómo la lengua materna no se me ha olvidado… La comunicación con hombres dotos (aunque en estas partes hay muchos) es tan poca, cuan poco es el tiempo que donde ellos están habito, demás que en estas partes se platica poco desta materia, digo de la verdadera poesía y artificioso metrificar; que de hacer coplas a bulto, antes no hay quien no lo profese. Porque los sabios que desto podrían tratar, sólo tratan de interés y ganancias, que es a lo que acá los trajo su voluntad, y es de tal modo que el que más doto viene se vuelve más perulero… ¡Oh, dichosos (y otra vez dichosos) los que gozan de la quietud de España, pues con tanta facilidad y con tantas ayudas de costa pueden ocuparse en ejercicios virtuosos y darse a los estudios de las letras! y ¡oh, mil veces dinos de ser alabados los que a cualquier género de virtud se aplican en las Indias, pues demás de no haber premio para ella, rompen por tantos montes de dificultades para conseguirla!»
Mucho más que del culto ingenio de Mexía puede gloriarse Lima de haber dado hospitalidad en su convento de Predicadores, como regente de Estudios y maestro y Lector de Teología, al que sin empacho poedemos llamar el primero de nuestros épicos sagrados, émulo victorioso del obispo Jerónimo Vida y digno de emparejar a veces con Milton y Klopstock. fue éste el dominico sevillano Fray Diego de Ojeda, grande entre los raros poetas de su Orden, y de primera nota entre los de España, por más que tanto tiempo pesara sobre él un injustísimo olvido, de que por fin vino a redimirle la alta y serena crítica de Quintana. No hay en la Cristiada, ni cuadraba al sublime y tremendo asunto que el religioso poeta eligió, la fantasía intemperante y deslumbradora, el lujo oriental o tropical del Bernardo, ni tampoco la novedad de materia y color que realzan la Araucana; pero es, sin disputa, el mejor compuesto de nuestros poemas, el más racional en su traza y distribución de partes, el que penetra en esferas más altas del sentimiento poético, el más lleno de calor, de elocuencia patética, de afectos humanos, de viva y penetrante efusión, que en ciertos pasajes, como el cuadro de los azotes, es capaz de arrancar lágrimas al lector menos pío. La ardiente elocuencia de nuestros ascéticos, la del venerable Granada, sobre todo, en sus Meditaciones sobre la Pasión, nadie la ha igualado entre nuestros poetas, salvo el P. Ojeda. Si en España no estuviera el gusto tan rematadamente estragado, no andaría la Cristiada confundida y olvidada en un rincón de la Biblioteca de Autores Españoles. sino que se multiplicarían sus ediciones para deleite de las almas devotas, no menos que de los hombres de buen gusto. Quintana harto hizo con sacarla de la oscuridad y recomendarla, venciendo su genial indiferencia respecto de la poesía religiosa. «La pompa y brillantez de las descripciones (dice), la belleza general de los versos y del estilo corresponden casi siempre a la grandeza de la intención y de los pensamientos… El lenguaje de la Cristiada es propio, puro, natural, ajeno enteramente de la afectación, pedantería, conceptos y falsas flores que corrompieron después la elocuencia y la poesía castellana… No se hallarán en Ojeda imitaciones de otros poetas antiguos ni modernos; el lenguaje de la Escritura y de los libros ascéticos son las fuentes de su dicción, que hierve toda de expresiones sublimes a veces, a veces tiernas y dulces, y frecuentemente también tocando en familiares y bajas por su extremada naturalidad y sencillez.»
A esta familiaridad, que a veces degenera en prosaísmo y bajeza; a ciertos resabios escolásticos y de controversia teológica (que no sería difícil encontrar también en Dante y en Milton); a la falta de plenitud y cadencia en algunos versos y de esmerada construcción en muchas octavas; a la falta de energía con que están presentados los caracteres, atribuye principalmente Quintana el que la Cristiada, con valer todo lo que vale, y ser, bajo muchos respectos, superior a todos los productos de nuestra musa épica, no pueda clasificarse sin reserva entre las obras maestras de su género, aunque, mirada a trozos, llegue a confundirse con ellas. Yo creo que lo que principalmente la daña es cierto género de ejecución menuda y algo candorosa, cierto abandono infantil, más propio de libro de devoción que de poema épico, y una verbosidad desatada que roba nervio a la dicción y energía a las situaciones, y deja ver con frecuencia detrás del poeta al orador sagrado. Pero cuando Ojeda acierta, ¿quién de nuestros épicos acierta como él? La vestidura que lleva el Salvador al Huerto, en la cual estaban representados los pecados del mundo; la Oración personificada que sube al cielo a pedir a Dios por su Hijo; el hermoso movimiento lírico con que el poeta interviene en el cuadro de los azotes Yo pequé, mi Señor, y tú padeces…; los consuelos del arcángel Gabriel a la Virgen María vaticinándole la resurrección de su Hijo; el cuadro todo de la Crucifixión, y especialmente el momento del eclipse…; estas y otras innumerables cosas que hay en el poema de nuestro dominico, son de magnífica y soberana poesía, y todo hombre de buen gusto dirá como dijo Quintana del último de los trozos mencionados: «Yo no conozco cosa que se aventaje en grandeza a este pedazo de poesía, y puede ir a la par con cualquiera de las ideas sublimes que se admiran en Homero, Dante, Miguel Ángel, Milton y los demás poetas y pintores de esta fuerza.»
¡Singular privilegio del suelo americano, el que en él hayan sido compuestas las tres principales epopeyas de nuestro siglo de oro: la histórica en Chile, la sagrada en el Perú, la novelesca y fantástica en México, Jamaica y Puerto Rico!
Juntamente con el P. Ojeda daba culto a las musas otro dominico sevillano, Fr. Juan Gálvez, residente en el convento de Trujillo cuando la poetisa anónima escribía, dándonos razón de su patria:
El uno está Truxillo enriqueciendo;
A Lima el otro, y ambos a Sevilla
La estáis con vuestra musa ennobleciendo.
«Fray Juan de Galves y Fr. Diego de Ojeda, uno en su Historia de Cortés y otro en su Cristiada, bien osarán publicar que las aguas del río Lima, que baña la ciudad de su nombre, no envidiarán jamás a las de Beocia», añade el Licdo. Bermúdez y Alfaro en el prólogo de la Hispálica de Luis de Belmonte. Nada sabemos de este poema sobre Hernán Cortés, y si su autor merecía realmente ser nombrado en compañía de tal poeta como Ojeda, nunca nos consolaremos de su pérdida.
Mucho se ha perdido también, pero bastante conservamos, de las excelentes obras de Luis de Belmonte Bermúdez, aunque en la memoria de los curiosos apenas le sobreviva otra cosa que su comedia de El Diablo Predicador, de tan atrevida y fantástica invención en la parte seria, de tan intenso y picante donaire en la parte cómica, la cual sirvió de remoto ejemplar a una de las escenas episódicas del incomparable Don Alvaro. Pero el repertorio dramático de Belmonte ya escribiendo sólo, ya en colaboración, es mucho más copioso y de los más notables entre los de segundo orden.
Perdióse un libro suyo de doce novelas, muy celebrado por el donaire, invención y agudeza de su prosa, en que comenzaba Belmonte por reanudar el hilo de la postrera de las Ejemplares de Cervantes, haciendo la vida del perro Cipión como el manco sano había escrito la de Berganza. De sus obras poéticas, aun permanece manuscrita en dos códices, uno de la Colombina y otro de Granada (biblioteca de los duques de Gor), la principal de todas; es decir, La Hispálica, poema sobre la conquista de Sevilla, rico de valientes octavas, y por todo extremo superior a la Bética de Juan de la Cueva. Con ser tan varia la fecundidad literaria de Belmonte, aún fue mayor la variedad y extrañeza de los sucesos de su vida, desde que muy joven abandonó las orillas del patrio Betis, «gastando los años mejores de su vida en peregrinaciones navales». El Licdo. Bermúdez y Alfaro, amigo, y, al parecer, deudo suyo, nos refiere sus andanzas en el prólogo que puso al frente de La Hispálica :
«Pasó a Nueva España en sus primeros años, y como su inclinación le guiase a ver nuevas provincias, navegó a las del Pirú el año siguiente, donde, a ejemplo de los floridos ingenios de Lima, volvió al estudio afable de las musas, alcanzando gran parte de la doctrina que en sus obras descubre… Escribió Luis de Belmonte un poema vario en la invención, porque lo pedía el sujeto, de sucesos de aquellas provincias, con la sucesión de los virreyes suyos, que otro lo tuviera por caudal principal, y él apenas se acuerda de haberlo hecho; tanto se ha vencido con la fuerza del trabajo.
Ofrecióse a la sazón salir una armada a las regiones del Austro, y como semejantes armadas tienen necesidad de cronistas, que así lo encarga S. M. expresamente, buscó el general Pedro Fernández de Quirós persona que hiciese este oficio, y asimismo quien usase el de secretario, que no siendo menester mucho para persuadir a nuestro autor, por su inclinación natural, aceptó la plaza, hallándose en él las partes que requerían ambos oficios, porque en razón de letra no conocemos en España quien le exceda, y no sin dificultad se podrá hallar quien le iguale, si bien estima en poco un don tan excelente, siendo, como es, con el extremo que en él se conoce.
Hizo su peregrino viaje, descubriendo en tres bajeles la armada, incultas y no domadas regiones, costeando la Nueva Guinea y las islas que llaman de Salomón, y parte de las dos Javas, Mayor y Menor, engolfándose después en el extendido archipiélago de San Lázaro, y, en fin, poniendo (como él mismo dice en una estancia) nombres a los mares, puertos y ríos; y más copiosamente en los últimos capítulos de un libro suyo en prosa, que saldrá entre las demás obras, guardando en silencio la historia de su jornada, que escribió en versos heroicos, hasta darle la última lima, por lo poco que se agrada de sus mismas obras.
Gastó en la mar once meses y veinte días, que en golfos jamás descubiertos, con hambre y sed, tanto de la tierra como del sustento, claro es, que serían los peligros grandes y los trabajos inmensos. Su almirante y lancha arribaron a las Malucas, a la sazón que acababa de ganarlas D. Pedro de Acuña, gobernador de Filipinas; y la capitana en que venía Luis de Belmonte, destrozada y perdida con la fuerza de los vientos, que pareció milagro, cobró a los seis meses últimos la costa de la Nueva España, prolongándola ochocientas leguas por la banda del Sur. Al fin, por varios casos, llegó a seguro puerto; pasó a México segunda vez, donde, no pudiendo olvidar el manjar sagrado de las Musas, escribió, entre muchas comedias, que algunas hay impresas, la Vida del patriarca Ignacio de Loyola, en versos castellanos, que de su género dudo que alguno se le aventaje. Haráse en España la segunda impresión, y le concederán el lugar que ha tenido en todas las provincias de Indias…
«Llegó a Madrid Luis de Belmonte queriendo con su General volver a la conquista de las regiones que dejaron descubiertas; pero causas legítimas, bien contra su inclinación y gusto, le forzaron a no proseguir la empresa, si bien ha gastado el tiempo aprovechadamente en los estudios que sigue, no dejando por ver las mejores ciudades de España, sólo a fin de comunicar los ingenios dellas.»
El mismo aventurero poeta alude bizarramente a sus descubrimientos y peregrinaciones navales en una digresión de La Hispálica:
Yo, apenas conocido en nuestro Polo, ¿Cómo podré sonar en la sujeta Región del Austro, de fiereza armado, Si bien la visité como soldado? Penetra el mundo, sin moverse el dueño, La fama de la pluma y de la espada, Y en tanto que reposa en blando sueño, Llega su nombre a la región helada. Pues yo que, alegre, la persona empeño Por la región del sol más abrasada, No quisiera más fama que en aquellas Provincias que medí con propias huellas. Más ondas nuevas penetré que vieron Colón, Cortés, Pizarro y Magallanes, Pues tocando las que ellos descubrieron, pasé con los cruzados tafetanes. Un capitán seguí de quien temieron, Midiendo estrellas y afijando imanes, Las no domadas ondas de Anfitrite, Que ya no tiene el orbe quien le imite. El pecho puse a la mayor jornada, Llegando al sol los pensamientos míos, Y tocando en la tierra, en vano armada, Nombre dimos al mar, nombre a los ríos, Como de Arauco en la jamás domada Región, notaba los soberbios bríos Ercilla, de los bárbaros chilenos: Si bien yo anduve más y escribí menos.
No toca a nuestro propósito la controversia en estos últimos años suscitada acerca del autor probable de la Relación del descubrimiento de las regiones australes, que su editor atribuyó a Luis de Belmonte, contrariando tal opinión el malogrado cronista de nuestra marina D. Francisco Javier de Salas. Lo cierto es que gran parte de esta relación pasó a la letra al libro de los Hechos de D. García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, que compuso en 1613 el Dr. Cristóbal Suárez de Figueroa, así como la galana prosa de este libro, en la parte que se refiere a la sumisión del valle de Arauco por D. García, sirvió de base a la desatinadísima comedia que Belmonte, asistido de otros ocho ingenios, entre los cuales los había tan insignes como Alarcón, Guillén de Castro, Mira de Amescua y Luis Vélez, dieron a los teatros en 1622 con el título de Algunas hazañas de las muchas de D. García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete.
No sabemos que ninguna de las obras de Belmonte saliese de las prensas de Lima. No así las de D. Diego de Ávalos y Figueroa y D. Rodrigo de Carvajal y Robles, que por este tiempo se contaban entre los más lucidos ingenios de la colonia. Es curiosísimo y entretenido libro, cuanto apreciable por su rareza bibliográfica, el de la Miscelánea Austral que en 1603 estampaba el patriarca de la imprenta peruana, Antonio Ricardo. Dividióle su autor, don Diego de Ávalos, en cuarenta y cuatro coloquios, de que son interlocutores Delio y Cilena, y en los cuales, sin orden alguno, se trata de las materias más diversas: del amor y de las cualidades que debe tener el amante, de los celos, de la música, de las calidades de los caballos, de la verdad, de la vergüenza, de la perfección de las damas, del origen de las sortijas o anillos, de la conversación, de las imágenes y templos de Venus, de los sueños y del sueño, de las ventajas de la lengua toscana para la música, del uso de las estampas y daños de la ociosidad, del ave Fénix, del pelícano, del cisne y del águila, de los minerales, animales y vegetales del Perú, de las propiedades de la piedra bezoar, de los edificios antiguos del Perú, del origen de los Incas y de sus leyes y ritos, de los sacrificios que los indios usaban, de la antigua riqueza de España en oro y plata, elogio de la ciudad de Écija, de donde era oriundo Ávalos, etc. Es, pues, una Silva de varia lección, harto semejante a la de Pero Mexía en lo inconexo y abigarrado de las materias. Intercálanse en ella muchos y no despreciables versos, entre los cuales merecen citarse un fragmento de traducción en verso de las Lágrimas de San Pedro de Tansillo, y un largo poema en octava rima y en seis cantos, que viene a ser como la segunda parte del libro, y lleva por título Defensa de Damas… donde se alegan memorables historias, y donde florecen algunas sentencias, refutando lo que algunos philósophos decretaron contra las mujeres, y provando ser falso, con casos verdaderos, en diversos tiempos succedidos.
En nuestra Biblioteca Nacional se conserva un ejemplar del rarísimo poema La conquista de Antequera, por el capitán D. Rodrigo de Carvajal y Robles, impreso en Lima en 1627: obra dignísima de reproducirse, tanto por la curiosidad histórica de las noticias que contiene, como por su indudable mérito poético, superior al de otros que han sido muy celebrados.
De otro poema inédito del mismo autor, sobre La batalla de Toro, no queda más recuerdo que la cita de N. Antonio. Aparte de estas obras de asunto no americano, sólo podemos juzgar a D. Rodrigo de Carvajal por un poema de circunstancias, donde no es de celebrar otra cosa que la habitual lozanía de la versificación, en que no desmiente Carvajal y Robles el carácter distintivo de aquel floridísimo grupo de poetas antequeranos, que él fue a representar en el Nuevo Mundo: los Tejadas, Espinosas, Martínez y Cristobalinas. Lope de Vega cantó de él en la silva 2.ª del Laurel de Apolo:
Aquí con alta pluma don Rodrigo De Carvajal y Robles, describiendo La famosa conquista de Antequera, Halló la fama, y la llevó consigo; Tantas regiones penetrando y viendo, Que del Betis le trajo a la ribera, Y haciendo por su hijo Festivo regocijo, Las bellas ninfas el laurel partieron, Y como ya dulces musas vieron Restituídas a su patria amada, Tomó la pluma Amor, Marte la espada.
Es autor Carvajal de la descripción en quince silvas de las Fiestas que celebró Lima al nacimiento del príncipe Don Baltasar Carlos; libro de la mayor rareza, impreso en aquella ciudad el año 1632, cuando el poeta se hallaba de Corregidor y Justicia Mayor de la provincia de Colesuyo por Su Majestad. Ocurrió durante las fiestas un terremoto, y el trozo en que se describe es de los más valientes del poema. Elogiáronle en términos cultos y ampulosos, conforme al gusto crespo y enmarañado que comenzaba a prevalecer en nuestras letras de aquende y allende, el Maestro Fr. Lucas de Mendoza, agustino, catedrático de Escritura en la Universidad de Lima, y el Chantre de Arequipa Fr. D. Fulgencio Maldonado. «Grandes fueron las fiestas (dice el primero), mas nunca tan del todo grandes, como en la relación de D. Rodrigo de Carvajal y Robles; que son por extremo dichosos en crecer los asuntos que este caballero cría al calor de sus manos. Antequera, su patria, debe la inmortalidad a su poema con más verdad que a sus muros. Y estas fiestas que ya por humanas pasaron presto, tendrán de divinas la duración, perpetuándose en este libro, en quien he hallado mucho que admirar y nada que corregir.» «Embósquese en estas silvas (pondera el Chantre arequipeño) el que quisiere sentir como Lope, y hallaráse una vez y otra y mil veces cogido de suspensión, causada, ya de lo dulce de sus descripciones, ya de la hermosura y pompa de las voces; y los que entraren más adentro, hallarán más rigurosas observaciones del arte.» Un poeta anónimo que escribe un soneto en alabanza del autor, se atreve a decir, jugando con su apellido, que, con la publicación de tal poema,
Ya vuelve el siglo de oro; ya los robles
Sudando miel como en la edad primera,
El reino de Saturno pronostican.
Tan desaforadas hipérboles no deben prevenirnos desfavorablemente contra el libro de las Fiestas. que es de los mejores o más tolerables de su género. No he visto la Relación en verso que el franciscano Fr. Juan de Ayllón publicó en 1630 de las que se celebraron en Lima con motivo del octavario de los XXIII mártires del Japón; pero el Sr. Palma afirma que en ella campean los más extravagantes retruécanos y las más enigmáticas antítesis.
Otras hubo de mejor estilo: la Relación de las exequias de la reina D.ª Margarita de Austria, siendo virrey el Marqués de Montes-Claros (1613), contiene fáciles versos que deben de ser de la vena del mismo Padre agustino Fr. Martín de León, a quien pertenecen el Sermón de honras y la Relación en prosa.
Pero la dominación del buen gusto fue tan efímera en el Perú como en México. Puede decirse que el último rayo de pura luz literaria que en el siglo XVII atravesó las tinieblas que comenzaban espesarse sobre las escuelas de Lima, fue el virreinato del Príncipe de Esquilache D. Francisco de Borja, verdadero príncipe a la italiana y verdadero poeta, aunque distase bastante de ser príncipe de la poesía, como le llamó la adulación de sus contemporáneos. Pero de esto al injustificado olvido en que desde fines del siglo XVIII yacen sus obras, hay mucha distancia. Es de los poetas de segundo orden que vienen inmediatamente después de los grandes; y entre los líricos del siglo XVII, pocos son los que merecen más que él una rehabilitación cumplida, que algún día ha de serle otorgada. No tuvo fuerzas ni nervio para el cultivo de los géneros superiores de la poesía. Su Nápoles recuperada es una insípida y amanerada imitación del Tasso, sin jugo, sin interés, sin grandeza y hasta sin verso alguno que se grabe en la memoria, porque todos son iguales en su fría y monótona corrección. Pero en las epístolas morales y en los sonetos, como discípulo al fin de Bartolomé Leonardo de Argensola, conservó una tradición de gusto maduro y severo, opuesta a los extravíos reinantes; y en los romances cortesanos y amorosos, en las letrillas y en todo género de versos cortos, que eran el legítimo campo de su numen, rivalizó a veces con Lope de Vega en gracia y frescura. Haría buen servicio quien del enorme tomo que forman sus obras poéticas en las dos ediciones de Amberes, entresacase en un pequeño volumen todo lo que merece vivir, condenando al olvido lo restante.
De 1615 a 1622 tuvo Esquilache el mando supremo de los reinos del Perú, con honra suya y provecho de la nación. Bajo su gobierno fueron rechazados los piratas y filibusteros que infestaban aquellas costas, fortificado el puerto del Callao, erigido el Tribunal del Consulado; recibieron sabias ordenanzas los establecimientos mineros de Potosí y Huancavélica; se fundó el Real Convictorio de San Bernardo para la educación de los hijos de indios nobles; se hizo la conquista de la comarca de los Maynas en el Marañón, y se fundó la ciudad de San Francisco de Borja, sintiéndose en ésta como en todas las demás providencias del Virrey el prepotente influjo que en su ánimo ejercían los jesuítas. Es maravilla que en ninguna de sus obras, con ser tantas, haga Esquilache la menor alusión (que yo recuerde) al Perú, ni a América, de tal modo que por ellas nadie inferiría que hubiera pisado siquiera las tierras antárticas. El picante y donosísimo cronista de la vida colonial de Lima, le atribuye la fundación de una academia literaria en su palacio, y hasta da los nombres de los que a ella concurrían; pero como no encontramos rastro de tal academia en ninguna parte, nos inclinamos a pensar que ésta es una de tantas ingeniosas travesuras del autor de las Tradiciones peruanas, que ni pretenden ser libro de historia, ni pierden nada por no serlo. Academia en el palacio virreinal no hallamos hasta el tiempo del Marqués de Castell-dos-Rius; aunque hubiese virreyes muy cultos y estudiosos, como lo fue, además de Esquilache, el Conde de Santisteban del Puerto, D. Diego de Benavides y de la Cueva (1661-1666), autor de un tomo de versos latinos que lleva por título Horae Succisivae.
fue lástima que el período de mayor paz, abundancia y prosperidad de la colonia, coincidiese con la época más fatal de nuestra decadencia literaria. Lima, que era el principal centro de cultura. de la América del Sur; Lima, que se honraba con Universidad tan floreciente y tan bien dotada como la de San Marcos; Lima, donde la imprenta tomó tantas alas en el siglo XVII, puesto que pasan de cuatrocientas las publicaciones de aquel siglo que han llegado a catalogar los más diligentes bibliógrafos, raras todas y de alto precio en el mercado, aunque muchas sean breves opúsculos, sermones, alegaciones en derecho, vidas de santos, exequias y fiestas; Lima, que en 1602 tenía ya teatro público, el que después se llamó de la Comedia Vieja; Lima, la primera ciudad del Nuevo Mundo donde se conoció la prensa periódica en forma muy próxima a la presente, cuando pocas ciudades de Europa podían jactarse de poseerla; Lima, que podía envanecerse con un polígrafo tan docto y tan juicioso como León Pinelo, útil hoy mismo a los bibliógrafos y a los ilustradores del Derecho de Indias, ofrece, a pesar de tantas ventajas, muy exiguo contingente a la literatura poética del siglo XVII, prescindiendo de los ingenios que le prestó la metrópoli, y que por su educación más bien corresponden al siglo XVI, aunque escribiesen en los primeros años del siguiente. Algunos infelices ensayos épicos, ya de tema histórico, como las Ármas Antárticas o conquista del Perú, de D. Juan de Miramontes y Zuazola, que ni siquiera llegaron a imprimirse, a pesar de haberse encomendado el autor al patrocinio del Virrey, Marqués de Montesclaros (1607-1616); ya de materia piadosa, como El Angélico, compuesto en alabanza de Santo Tomás por el dominico Fr. Adriano de Alecio; El Santuario de Nuestra Señora de Copacavana, del maestro Fr. Fernando de Valverde, agustino, a quien acredita de elegante prosista su Vida de Jesu Christo; ya de índole encomiástica y descriptiva, como el Poema heroyco hispano latino, panegírico de la fundación y grandezas de la muy Noble y Leal ciudad de Lima, del jesuíta Rodrigo de Valdés, el cual tiene la gracia de poderse leer a un tiempo en latín y en castellano, lo cual quiere decir que no está escrito en ninguno de ambos idiomas, sino en una jerigonza bárbara. Si a esto se agrega alguna rarísima poesía lírica que se imprimió suelta, como la correcta y bien sentida elegía de un cierto Sanabria a la muerte de su hija, tendremos reunida casi toda la cosecha, ni muy abundante ni muy conocida. Pero el libro que más fielmente indica el principio de la depravación del gusto, sin llegar todavía a los extremos de delirio que hallaremos en el siglo XVIII, es la Solemnidad Fúnebre y Exequias de Felipe IV. celebradas en 1666 por la Real Audiencia de Lima, en su Iglesia Metropolitana, e impresas el mismo año. fue colector de este libro y autor de la relación de las honras don Diego de León Pinelo, no muy inferior a su hermano en dotes de erudición y varia literatura; pero en la relación misma abundan los rasgos de mal gusto, y son, por de contado, mucho mayores en las inscripciones y hieroglyphicos del túmulo, en el indigesto sermón del Dr. Juan Santoyo de Palma, digno de Fr. Gerundio de Campazas, y en las poesías latinas y castellanas con que se adornó el pórtico de la iglesia. Hay acrósticos y centones, dísticos retrógrados, emblemas, sonetos que son a un tiempo latinos y castellanos, laberintos cuyas letras se pueden leer de innumerables maneras, diciendo siempre lo mismo; en suma, todos los primores registrados en Caramuel y en Rengifo. La mayor parte de los poetas latinos (que no son los peores, sin duda porque la imitación directa y aun servil de buenos modelos los contiene) son anónimos: sólo constan los nombres de D. Juan Ramón, Tomás Santiago Concha y Pedro Santiago Concha: las restantes figuran como obras colectivas del colegio de San Pablo de la Compañía de Jesús, del colegio de San Ildefonso de la Orden de San Agustín, y de los estudiantes religiosos del convento grande de Predicadores. Los poetas castellanos son D. Luis de Figueroa Bustamante, el mismo D. Diego de León Pinelo, el Licdo. Pedro Espinosa de los Monteros, el presbítero D. Juan de Villegas, el mercenario Fr. Luis Galindo de San Ramón, D. Pedro de León Girón, don Jerónimo Vázquez de Herrera, corregidor del Cercado; el agustino Fr. José de la Cruz, el licenciado D. Francisco Cano Moral y Peralta, el bachiller Lucas de Tapia, el cura rector del puerto de Arica D. Bernardino de Cervantes y Lugo, D. Diego de Velasco, Bernardo Gutiérrez y Torices, el bachiller Baltasar de Cuéllar, el oficial real de la Caja de Lima D. Francisco Colmenares de Lara, el capitán Bartolomé de León Atienza, D. Francisco Reinoso, D. Antonio de Espinel, D. Juan de Buendía y Pastrana, colegial de San Martín; D. Juan de Urdaide, el maestro Evia, guayaquileño, a quien ya conocemos; José Antonio Dávila, don José de Castro Isagaga… Todos estos oscuros poetastros, que debían de ser por entonces lo más florido del Parnaso limeño, compiten entre sí en hinchazón y conceptismo; pero algunos, especialmente Dávila, Figueroa Bustamante y el P. Galindo, versifican con robustez y quizá fueran dignos de haber nacido en época menos infeliz.
La prueba de que no faltaban estudios ni ingenio, sino acertada dirección en los unos y recta aplicación en el otro, nos la da el hecho de haber salido precisamente del Perú la mejor y más ingeniosa poética culterana, tan docta y tan aguda que, a no ser la causa pésima y detestable, pudiéramos decir de su defensor con palabras de Virgilio:
Si Pergama dextra
Defendi possent: etiam hac defensa fuissent.
Me refiero al Apologético del limeño Dr. Juan de Espinosa Medrano: obrilla estampada en la capital del Perú en 1694, y uno de los frutos más sabrosos de la primitiva literatura criolla. Lo que parecería increíble, si no supiéramos de sobra lo mucho que ciega a los hombres el espíritu de su tiempo, es que el Dr. Espinosa Medrano, que conocía tan bien la literatura clásica, que escribía por lo general con tanta claridad y llaneza y mostraba tan buen sentido en la crítica de las aberraciones en que incurrió Manuel de Faria y Sousa en su comentario a Camoens, gastase miserablemente tales dotes en componer un Apologético del Polifemo y de las Soledades de Góngora.
Con mucho donaire y razón se burlaba el doctor limeño de las lucubraciones alegóricas en que tanto sudaba el comentador portugués para oscurecer el clarísimo texto de Los Lusiadas: «¿Quién le dixo a Manuel de Faria que los poetas habían de tener misterios? ¿O cuándo los halló en Camoens? Debe de querer que una Octava Rima tenga los sentidos de la Escritura, o que en la corteza de la letra esconda como cláusula canónica otros arcanos recónditos, sacramentos abstrusos, mysterios inephables.» Pero en vez de detenerse aquí, como la prudencia pedía, se arrojaba al extremo opuesto, y no menos temerario, de mirar en la poesía solamente el aspecto exterior y retórico, la pompa de palabras, el aliño de locución, entendiendo torpemente el concepto de la forma: «Alma poética pide Faria en Góngora… Si alma llamó las centellas del ardor intelectivo, mil almas tiene cada verso suyo, cada concepto mil vivezas.»
Mala defensa tenían los seiscientos y más ejemplos de hipérbaton latinizado que el comentador de Camoens había contado en Góngora; pero Espinosa Medrano, tomando la cuestión muy de raíz, emprendió probar que era atrevimiento insigne y muy digno de alabanza el enriquecer nuestra lengua con los despojos de su madre; no de otro modo que Horacio, curiosamente feliz, según la expresión de Petronio, remedió la pobreza de la suya con los tesoros del Ática. «Y amaneció entonces nuestra poesía, de tan divino taller, grande, sublime, alta, teórica, majestuosa y bellísima, digna de mayores ornatos, de pompas mayores… y quedaron comunes los arreos, indiferentes las galas. Adornáronla entonces con decencia los áureos collares que antes la abrumaban con melindre.» Y si no acertó Juan de Mena en la misma empresa, fue por haberla intentado en un siglo en que estaba la poesía castellana «desceñida, inculta, rústica y humilde, y era risa quererla cargar de los arreos de la latina… Cadenas de oro que sirvieron de adorno a robusta matrona, colgárselas a musa pueril, más es prenderla que ataviarla». Buscaba Espinosa en la literatura romana del Imperio los precedentes de la altisonancia y pompa del estilo gongórico, y reconoció, antes que otro alguno, el parentesco estrecho de sangre y temperamento poético entre los cordobeses del primer siglo y el cordobés de ahora: «Aquel hablar brioso, galante, sonoro y arrogante es quitárselo al ingenio español, quitarle el ingenio y la naturaleza. Luego que las Musas latinas conocieron a los españoles, se dexaron la femenina delicadeza de los italianos, y se pasaron a remedar la braveza hispana… Y esto no es tan nuevo que no haga cerca de diez y siete siglos que los españoles hablan como españoles… Y es muy del genio español nadar sobre las ondas de la poesía latina con la superioridad del óleo sobre las aguas.»
He dicho en otra parte, y no me arrepiento de ello, que el Apologético de Espinosa es una perla caída en el muladar de la poética culterana. ¿Y quién era este ingenioso, aunque extraviado preceptista? Conocíasele en su tiempo por el vulgar apodo de El Lunarejo, a causa de tener, no uno, sino varios lunares en el rostro. En el colegio de San Antonio del Cuzco cursó todas las artes y ciencias que allí se enseñaban, «desde la ínfima de Gramática hasta la soberana de Theología». A los doce años tañía con habilidad y despejo diversos instrumentos musicales; a los catorce componía autos y comedias, de las cuales sólo ha quedado un título: El robo de Proserpina. A los diez y seis desempeñaba una cátedra de Artes, y en la enseñanza pasó toda su vida, sin que fuesen obstáculo las dignidades eclesiásticas que obtuvo de magistral, tesorero, chantre, y, finalmente, arcediano de la catedral del Cuzco. Andan impresos sermones suyos y otros opúsculos teológicos, en que campean su mucha doctrina y depravado gusto. Parece que escribió también un curso de Philosophia Thomistica. Sus contemporáneos le veneraron como un oráculo; en vida suya se escribió un libro entero de panegíricos a su nombre con el título, que entonces no parecía irónico, de Gloria enigmática del doctor Juan de Espinosa Medrano. En suma; este sabio y piadoso cuzqueño fue, por decirlo así, como el ensayo o primera prueba del famoso Peralta Barnuevo, con quien pronto vamos a hacer conocimiento.
Un solo poeta peruano de fines del siglo XVII logró, merced a lo humilde de su condición y al género en que principalmente hubo de ejercitar su travieso ingenio, librarse de la plaga del gongorismo, pero no del conceptismo, o más bien del equivoquismo rastrero y de la afición a retruécanos y juegos de palabras. Llamóse este festivo coplero D. Juan del Valle y Caviedes, por apodo El poeta de la Ribera. Sobre él dejamos la palabra a su casi descubridor y ferviente panegirista el Sr. Palma, que en 1873 dió a la estampa la colección de los versos de Caviedes, picantes como guindillas.
«En 1859 tuvimos la fortuna de que viniera a nuestro poder un manuscrito de enredada y antigua escritura. Era una copia hecha en 1693 de los versos que, bajo el mordedor título de Diente del Parnaso, escribió por los años de 1683 a 1691, un limeño nombrado D. Juan del Valle y Caviedes.
Caviedes fue hijo de un acaudalado comerciante español, y hasta la edad de veinte años lo mantuvo el padre a su lado, empleándolo en ocupaciones mercantiles. A esa edad enviólo a España; pero a los tres años de residencia en la metrópoli regresó el joven a Lima, obligado por el fallecimiento del autor de sus días.
A los veinticuatro años se encontró Caviedes poseedor de modesta fortuna, y echóse a triunfar y darse vida de calavera, con gran detrimento de la herencia y no poco de la salud. Hasta entonces no se le había ocurrido nunca escribir versos; y fue en 1681 cuando vino a darse cuenta de que en su cerebro ardía el fuego de la inspiración.
Convaleciente de una grave enfermedad, fruto de sus excesos, resolvió reformar su conducta. Casóse, y con los restos de su fortuna puso, en una de las covachuelas o tenduchos vecinos al palacio de los Virreyes, lo que en esos tiempos se llamaba un cajón de ribera, especie de arca de Noé, donde se vendían al menudeo mil baratijas.
Pocos años después quedó viudo; y el poeta de la ribera (apodo con que era generalmente conocido), por consolar su pena, se dió al abuso de las bebidas alcohólicas, que remataron con él en 1692, antes de cumplir los cuarenta años, como él mismo lo presentía en uno de sus más galanos romances.
Por entonces era costosísima la impresión de un libro, y los versos de Caviedes volaban manuscritos de mano en mano, dando justa reputación al poeta. Después de su muerte fueron infinitas las copias que se sacaron de los dos libros que escribió, titulados Diente del Parnaso y Poesías Varias. En Lima, además del manuscrito que poseíamos, y que nos fue sustraído con otros papeles curiosos, hemos visto en bibliotecas particulares tres copias de estas obras, y en Valparaíso, en 1862, tuvimos ocasión de examinar otra en la colección de manuscritos americanos que posee el bibliófilo D. Gregorio Beeche.
Caviedes ha sido un poeta bien desgraciado. Muchas veces hemos encontrado versos suyos en periódicos del Perú y del extranjero, anónimos o suscritos por algún pelafustán. En vida fue Caviedes víctima de los médicos empíricos, y en muerte vino a serlo de la piratería literaria. Coleccionar hoy sus obras es practicar un acto de honrada reivindicación…
El bibliotecario de Lima D. Manuel de Odriozola, que tan útilmente sirve a la historia y a la literatura patrias dando a la estampa documentos poco o nada conocidos, es poseedor de una copia de los versos de Caviedes hecha en 1694…
Caviedes no se contaminó con las extravagancias y el mal gusto de su época, en que no hubo alumno de Apolo que no pagase tributo al gongorismo. En la regocijada musa de nuestro compatriota no hay ese alambicamiento culterano, esa manía de lucir erudición indigesta, que afea tanto las producciones de los mejores ingenios del siglo XVIII. A Caviedes lo salvarán de hundirse en el osario de las vulgaridades la sencillez y naturalidad de sus versos y la ninguna pretensión de sentar plaza de sabio. Décimas y romances tiene Caviedes tan frescos, tan castizos, que parecen escritos en nuestros días… En el género festivo y epigramático no ha producido hasta hoy la América española un poeta que aventaje a Caviedes. Tal es nuestra conciencia literaria. Las galanas espinelas a un médico corcovado, a quien llama más doblado que capa de pobre cuando nueva, y
Más torcido que una ley
Cuando no quieren que sirva;
el sabroso coloquio entre la Muerte y un doctor moribundo; el repiqueteado romance a la bella Anarda, y otras muchas de sus composiciones, no serían desdeñadas por el inmortal vate de la sátira contra el matrimonio.»
Reconoce Palma que los romances de Caviedes están afeados por gran número de expresiones groseras y malsonantes y de imágenes feas y nauseabundas; consecuencia, en parte, de los temas que, con predilección monótona, cultivó el poeta, acérrimo fustigador de la pedantería de los medicastros que infestaban la colonia, a quienes llamaba tumba con golilla y veneno con guantes. Pero con todos sus defectos de pulcritud y de gusto, con todos sus resabios de poeta callejero y desmandado, Caviedes no debe ser confundido entre la turbamulta de imitadores de Quevedo que pululaban en España y sus colonias a fines del siglo XVII y principios del XVIII, y si es hipérbole notoria compararle con su modelo, de quien no tiene ni la penetrante intención, ni la intensa y amarga ironía, ni la varia y copiosa doctrina, ni la vasta concepción cómico-fantástica del mundo, ni el raudal inagotable de lengua, ni las portentosas invenciones de estilo, todavía se le debe un puesto honroso entre los poetas picarescos y provocantes a risa, en el coro de Camargo y Zárate, Fr. Damián Cornejo, Polo de Medina y Jacinto Alonso de Maluenda. El Duende del Parnaso, no es indigno de figurar en el mismo estante que El Buen Humor de las Musas, El Tropezón de la risa, y La Cozquilla del gusto.
Lazo entre la literatura peruana del siglo XVII y la del XVIII fue la tertulia o academia que en su palacio reunía por los años de 1709 y 1710 el Virrey Marqués de Castell-dos-Rius (D. Manuel Oms de Santa Pau de Sentmanat y Lanuza), antiguo embajador en París y en Lisboa, y aunque catalán, ardiente partidario de la causa de Felipe V. Consérvanse las actas de estas reuniones literarias en un códice titulado Flor de Academias, que poseyó don Pascual de Gayangos, y del cual nos ha dado peregrinas noticias el diligentísimo historiador de nuestra poesía del siglo XVIII don Leopoldo Augusto de Cueto, Marqués de Valmar. Los principales ingenios que concurrían a leer versos en esta academia eran: el presbítero D. Miguel Sáenz Cascante, el Padre maestro Fr. Agustín Sanz, Vicario de los Mínimos, calificador del Santo Oficio, confesor y consultor del Virrey; el Marqués de Brenes (don Juan Eustaquio Vicentelo y Toledo), que había sido gobernador y capitán general de Tierra Firme; el Alguacil mayor de la Real Audiencia de Lima, D. Pedro José Bermúdez de la Torre; el Secretario del Virrey, D. Juan Manuel de Rojas y Solórzano, caballero de Santiago; el celebérrimo Dr. Peralta Barnuevo, catedrático de prima de Matemáticas en la Universidad, cosmógrafo e ingeniero mayor de los reinos del Perú; el festivo entremesista, don Jerónimo de Monforte; el Marqués del Villar del Tajo, general de la mar del Sur; el Conde de la Granja, D. Luis Antonio Oviedo y Herrera, gobernador de la provincia del Potosí.
«El mal gusto de la época (dice el Sr. Cueto) rebosa en esta abundante colección de versos artificiales y conceptuosos… Pero acaso por el aislamiento en que vivían los poetas en aquellas apartadas regiones, el cultismo ni subió allí a las nebulosas alturas de los Góngoras, ni descendió a la ruin y repugnante esfera de los Montoros. Los asuntos académicos son unas veces nobles y naturales, como, por ejemplo, a la victoria alcanzada por Felipe V en la batalla de Luzzara; otras, las más, son de aquellos que ponen en prensa el ingenio y provocan los juegos de metro y de palabra, los retruécanos y los conceptos. Ya expresan el rendimiento de amor a una dama, en redondillas, con la obligación de acabar cada una de ellas con un título de comedia; ya discurren sobre lo que bordaba Penélope en su famosa tela, o sobre cuál es defecto más tolerable en la mujer propia, la necedad o la fealdad; ya pintan a una dama en un romance con la precisión de haber de constar cada copla de un título de comedia, de otro de un libro, del nombre de una calle de Madrid o Lima y de un refrán; ya, en fin, escriben romances que son al mismo tiempo latinos y españoles. En medio de estas y otras extravagancias semejantes, asoma a menudo la fantasía viva y fecunda de aquellos ingenios extraviados. El Virrey tenía en su palacio un salón dispuesto para representaciones dramáticas. En algunas ocasiones se improvisaban comedias. Las reuniones empezaban con música, y el magnate mismo no se desdeñaba de tocar la guitarra delante de aquellos poetas, amigos suyos predilectos, que si bien libres, traviesos y conceptuosos, no son en sus versos ni licenciosos ni chocarreros.»
A esta pintura, trazada de mano maestra, conviene añadir algunos rasgos individuales de los principales poetas. El Marqués de Castell-dos-Rius, traductor de los himnos del Angélico Doctor Santo Tomás, dió culto no sólo a las musas líricas, sino a las dramáticas y además de varias loas insertas en el códice, sábese que compuso e hizo representar en su teatro privado una tragedia, o más bien ópera, El Perseo, de la cual dice Peralta Barnuevo, en una de las notas de su poema Lima Fundada, que «tenía armoniosa música, preciosos trajes y hermosas decoraciones, y que en ella mostró el Virrey, no sólo la elegancia de su genio poético, sino la grandeza de su ánimo y el celo de su amor».
«Tenía el Marqués perverso gusto poético (advierte el Sr. Cueto). Él es quien ponía a los asuntos académicos, en sus tertulias literarias, tantas pueriles dificultades métricas, indignas de la verdadera poesía; y se trasluce en la Noticia proemial de la Flor de Academias que el culto y elegante Virrey blasonaba de que en la suya «se habían hecho usuales los primores más difíciles» y «que continuamente se componían allí poesías, ya retrógradas, ya con ecos, paranomasias y otras delicadas armonías y artificiosas elegancias.»
Don Jerónimo de Monforte y Vera, poeta aragonés, se distinguía especialmente en la improvisación burlesca, y hay en el códice Flor de Academias muchas muestras de su jovial ingenio. En el prólogo se dice, hablando de él: «muy favorecido de las musas festivas, que le han inspirado las agradables poesías con que se han visto acreditados sus desvelos en los más plausibles teatros de Europa y en los más célebres Liceos de la América.» Residió muchos años en Lima. Con el título de El amor duende, escribió un sainete que fue representado en el Callao, en 1725, por la familia del Virrey Marqués de Castel-Fuerte, para celebrar la proclamación del rey Luis I. En la Fama póstuma, de Sor Juana Inés de la Cruz (1700), hay una elegía de Monforte, y son casi los únicos versos serios suyos que conocemos.
El Conde de la Granja, D. Luis Antonio de Oviedo y Herrera, fue natural de Madrid, y Álvarez Baena le incluye entre sus hijos ilustres; pero por afecto y larga residencia pertenece al Perú, donde se avecindó definitivamente después de haber sido gobernador de la provincia de Potosí. Nos quedan, como principales muestras de su numen, el Poema sacro de la Passión de N. S. Jesucristo, que es un larguísimo romance, quizá el más largo que existe en castellano, a excepción de la Vida de la Virgen, de D. Antonio de Mendoza; y otro poema, mucho más conocido y celebrado, en octavas reales, que tiene por asunto la Vida de Santa Rosa de Lima, patrona del Perú. En calidad de tal poema, sin ser una maravilla, no es de las peores y más monstruosas obras de su género y de su tiempo, y sería grave ofensa compararle con la Hernandía, con La elocuencia del silencio y aun con Lima Fundada. El Conde de la Granja tiene más fantasía y versifica mejor que Peralta Barnuevo: la parte descriptiva es amena y se lee con gusto. Pero su mérito literario, al fin mediocre, no salvaría el libro del olvido, si no fuesen de gran curiosidad sus noticias, no sólo porque se refiere a la vida de la Santa más popular del mundo americano, sino por lo mucho que incluye de topografía e historia general del Perú. En este sentido tiene un valor local inapreciable. La descripción que en el primer canto se hace de las fábricas de la ciudad de Lima y fertilidad de sus valles; la valiente pintura de una erupción del Pichincha en el canto sexto; el relato de las expediciones piráticas de los corsarios ingleses y holandeses, el Draque, los dos Aquines y Espilberghen; el catálogo rimado de los principales apellidos de la colonia, y otras muchas curiosidades que el libro contiene, le hacen digno de ser registrado por todo americanista; y hasta el mero aficionado a la poesía le hojea sin fastidio recreado por la viva imaginación del autor, que le inspira máquinas e invenciones de carácter bastante original y romántico, como la historia del mágico Bilcadma y del inca Yupangui, encadenado por fatídico decreto a un risco de los Andes.
Inferior al Conde de la Granja como poeta, pero muy superior a todos los peruanos y a la mayor parte de los españoles de su tiempo por las muestras de su saber enciclopédico y el número y variedad de sus escritos, se nos presenta el famoso polígrafo don Pedro de Peralta Barnuevo, monstruo de erudición, de quien sus contemporáneos escribieron las cosas más extraordinarias. Valga por muchos el testimonio del P. Feijóo en su discurso sobre Españoles americanos (tomo IV, discurso 6.º del Teatro crítico): «En Lima reside D. Pedro de Peralta y Barnuevo, catedrático de prima de Matemáticas, ingeniero y cosmógrafo mayor de aquel reino: sujeto de quien no se puede hablar sin admiración, pues que apenas (ni aun apenas) se hallará en toda Europa hombre alguno de superiores talentos y erudición. Sabe con perfección ocho lenguas, y en todas ocho versifica con notable elegancia. Tengo un librito que poco ha compuso, describiendo las honras del señor Duque de Parma, que se hicieron en Lima. Está bellamente escrito, y hay en él varios versos suyos harto buenos, en latín, italiano y español. Es profundo matemático, en cuya facultad o facultades logra altos créditos entre los eruditos de otras naciones, pues ha merecido que la Academia Real de las Ciencias de París estampase en su historia algunas observaciones de eclipses, que ha remitido. Es historiador consumado, tanto en lo antiguo como en lo moderno, de modo que sin recurrir a más libros de los que tiene impresos en la bibliotheca de su memoria, satisface prontamente a cuantas preguntas se le hacen en materia de historia; sabe con perfección (aquella de que el presente estado de estas Facultades es capaz) la Filosofía, la Química, la Botánica, la Anatomía y la Medicina. Tiene hoy (es decir, en 1730 en que Feijóo escribía esto) sesenta y ocho años o algo más. En esta edad ejerce con sumo acierto, no sólo los empleos que hemos dicho arriba, más también el de contador de Cuentas y particiones de la Real Audiencia y demás tribunales de la ciudad, a que añade la presidencia de una Acedemia de Matemáticas y Elocuencia que formó a sus expensas. Una erudición tan vasta es acompañada de una crítica exquisita, de un juicio exactísimo, de una agilidad y claridad en concebir y explicarse admirables. Todo este cúmulo de dotes excelentes resplandecen y tienen perfecto uso en la edad casi septuagenaria de este esclarecido criollo.»
¿Qué es lo que la posteridad ha dejado en pie de la fama cuasi mitológica de Peralta Barnuevo, atestiguada por hombre de tan independiente y severo juicio como el P. Feijóo, tan mal avenido con los errores de la opinión vulgar? Cuesta trabajo decirlo: poco más que un nombre que no despierta ya eco ninguno de gloria literaria. Sus obras no se leen ni en América ni en España, y como muchas son raras, y no creo que ninguna biblioteca las posea todas ni nadie las haya visto juntas, es posible que en algunas de ellas, especialmente en las de índole científica, que han sido hasta ahora las menos estudiadas, se contenga algo muy importante y que deje bien parado el entusiasmo del P. Feijóo. Desgraciadamente, como historiador y como poeta, sus obras son bastante conocidas para que pueda ser juzgado sin remisión. Su erudición era estupenda sin duda, pero indigesta y de mal gusto: su criterio histórico de los más inciertos y extravagantes: su estilo en prosa y en verso enfático, retorcido y con todos los vicios de la decadencia literaria, que después del advenimiento de Luzán y de Feijóo no eran ya tolerables, ni aun en una remota colonia, de parte de un hombre que estaba en correspondencia con las principales Academias de Europa. Sus obras, entre grandes y pequeñas, suman el número de 48, y él o sus panegiristas tuvieron la extravagante idea de ponerlas por el orden de las letras de su nombre y apellidos, de modo que reuniendo las primeras letras de cada título lee uno de corrido: El doctor Don Pedro de Peralta Barnuevo Rocha y Benavides. Hay entre ellas Observaciones astronómicas, Regulación del tiempo en treinta y cinco efemérides, Observaciones náuticas, un Sistema astrológico demostrativo, una Aritmética especulativa, un plan de fortificaciones para Buenos Aires y otro para Lima, hasta convertirla en inexpugnable; y otros tratados de Matemáticas, Ingeniería y Arte Militar; uno de Metalurgia, Nuevo beneficio de metales; otro Del origen de los monstruos; varios informes jurídicos, un Arte de ortografía, numerosas oraciones universitarias que pronunció siendo Rector, una notabilísima Relación del gobierno del virrey marqués de Castel-Fuerte; y, finalmente (y citaremos casi íntegra la fastidiosa portada, porque da cabal razón del contenido), la Historia de España vindicada, en que se hace su más exacta descripción, la de sus excelencias y antiguas riquezas: se prueba su población, lengua y reyes verdaderos primitivos, su conquista y gobierno por los carthagineses y romanos: se describe la verdadera Cantabria: se fijan las más ciertas épocas o raíces del Nacimiento y Muerte de Nuestro Salvador: se defiende irrefragablemente la venida del Apóstol Santiago, la aparición de Nuestra Señora al Santo en el Pilar de Zaragoza, y las translaciones de su sagrado cuerpo: se vindica su historia primitiva eclesiástica, la de San Saturnino, San Fermín, Osio y otros sucessos: se refieren las persecuciones, los mártyres y demás santos, los Concilios y Progressos de su Religión hasta el siglo sexto: la historia de los emperadores y de los grandes varones: el origen e imperio de los Godos (Lima 1730). Libro es éste de más aparato que substancia, y del cual puede prescindir sin gran pérdida el estudioso investigador de las cosas de la España Antigua, pues si bien es cierto que Peralta aplica y maneja con desembarazo los textos clásicos, y acierta en algunas cuestiones geográficas, como la del sitio de Cantabria, y combate con vigor los falsos cronicones, también lo es que en muchas otras cosas se muestra crédulo en demasía, acepta como hechos reales los mitos de Gerión, Hesperis, Gargoris y Abidis, y los viajes de Baco acompañado de Pan, su teniente general. Y por de contado pasa dócilmente por todas las tradiciones de nuestra primitiva historia eclesiástica, a las cuales ya Ferraras y otros habían puesto tantos reparos. De aquí el olvido en que cayó muy pronto el libro, y lo poco que se le cita y consulta. En vísperas de la España Sagrada, era ya un producto anacrónico.
La obra poética más considerable de Peralta Barnuevo, y la única que todavía tiene algún lector, no a título de poema, sino de libro de historia americana, es Lima Fundada o Conquista del Perú: Poema heroico en que se decanta toda la historia del descubrimiento y sujeción de sus provincias por D. Francisco Pizarro, y se contiene la serie de los Reyes, la historia de los Virreyes y Arzobispos que ha tenido, y la memoria de los Santos y Varones ilustres que la Ciudad y Reyno han producido. Y, hablando con entera propiedad, no puede decirse que se lea el poema, que es una mezcla extraña de gongorismo y de prosaísmo, reuniendo en sí las dos contrarias aberraciones del siglo XVII y del XVIII, para que ningún rasgo de mal gusto le falte. Lo que se lee son las copiosas notas históricas y genealógicas que recargan las márgenes.
fue también Peralta Barnuevo poeta dramático, y bastante más feliz que en lo épico. Tenemos a la vista un códice de sus obras teatrales, que perteneció a la rica colección de nuestro difunto amigo D. José Sancho Rayón. En esta limpia y esmerada copia, que en el tejuelo se rotula Comedias del Fénix Americano, son tres las piezas incluidas: Triunfos de amor y poder, comedia mitológica, cuyo asunto son las transformaciones de la ninfa Io y de Argos el vigilante, entremezcladas con los amores de Hipomenes y Atalanta; Afectos vencen finezas, comedia calderoniana por el gusto de la de Afectos de odio y amor, o la de Duelos de amor y lealtad; Rodoguna, que es la tragedia de Corneille acomodada a las condiciones del teatro español con bastante destreza, harto mayor que la que mostró Cañizares en su imitación de la Ifigenia de Racine. Cada una de estas piezas lleva su loa, constando en la primera de ellas que la comedia Triunfos de amor y poder fue representada por orden del Excmo. Sr. D. Diego Ladrón de Guevara, obispo de Quito y virrey del Perú, en celebración de la victoria obtenido por las armas de Felipe V en los campos de Villaviciosa el año 1710, y que Afectos vencen finezas sirvió para festejar los años de otro Virrey, el Arzobispo de la Plata D. Diego Morcillo Rubio de Auñón. Completan el ramillete dos fines de fiesta y un entremés, con imitaciones visibles de Molière en La Medecin malgré lui y en Les Femmes Savantes. Este tomo debía publicarse íntegro, no sólo porque los versos cómicos y trágicos de Peralta Barnuevo valen harto más que sus octavas épicas, sino por ser sus obras de las más antiguas que en nuestro teatro encabezaron la imitación del teatro francés; y la Rodoguna probablemente anterior al Cinna del Marqués de San Juan, que se imprimió en 1713, y que de seguro no fue destinada a las tablas, al paso que de la Rodoguna sabemos que se representó en Lima, y tenía todas las condiciones necesarias para la escena.
La celebridad literaria de Peralta Barnuevo, el cargo que varias veces tuvo de Rector de la Universidad de San Marcos y su propia afición a todo lo aparatoso y rimbombante, le convirtieron en obligado cronista de todos los festejos y fúnebres solemnidades de su tiempo, y proveedor incansable y polígloto de versos e inscripciones para ellos. En este lamentable género de literatura compiló sucesivamente los raros libros que llevan por títulos: Lima triunfante; Glorias de la América, juegos pythios y júbilos de la Minerva peruana, en la entrada solemne del Marqués de Castell-dos-Rius (1708); el Panegírico y poesías con que se celebró la fausta feliz acción del recibimiento en las Escuelas del Virrey Príncipe de Santo Buono (1717); El Templo de la Fama vindicado, y unas estancias panegíricas en italiano al Cardenal Alberoni (1720); los Júbilos de Lima y fiestas reales en los casamientos del Príncipe D. Luis (después Luis I) y de la Princesa de Orleans (1723); la Fúnebre pompa en las exequias del Duque de Parma (1728); El Cielo en el Parnaso, certamen poético con que la Universidad de Lima festejó al Virrey Marqués de Villagarcía en 1736; La Galería de la Omnipotencia, con motivo de la canonización de Santo Toribio Alfonso de Mogrobejo; la Relación de la Sacra festiva pompa en acción de gracias por la exaltación a la cardenalicia dignidad de D. Gaspar de Molina (1739); el Parabién panegírico al nuevo Arzobispo de Lima D. José Antonio Gutiérrez de Ceballos, y seguramente otras de que no tenemos noticia.
Era el poeta laureado de los Virreyes, y no se daba punto de reposo para hilvanar versos de circunstancias, no sólo en castellano, sino en latín, en italiano y en francés: su vena adulatoria y estrafalaria llegó a un extremo casi de demencia cuando compuso el elogio del Virrey Armendáriz, Marqués de Castel-Fuerte, sin emplear en todo su discurso más letra vocal que la A. ¡Lástima de estudios tan torpemente malogrados!
El ejemplo de Paralta Barnuevo, doblemente deplorable por los sólidos méritos de su varia doctrina, contagió a todos los poetas de certamen, que en número prodigioso hucieron rechinar las prensas de Lima con sus abortos durante todo el siglo XVIII. No hubo suceso próspero o infeliz que no se solemnizase con ridículos versos. La colección de estas antologías es manjar regalado para los bibliófilos; y el breve catálogo que de algunas de ellas presentamos en nota bastará a indicar, por la sola extravagancia de los títulos, lo depravado y absurdo de su contenido. Figuran en estos centones bastantes poetisas: D.ª Violante de Cisneros, monja definidora en el monasterio de la Concepción; D.ª María Manuela Carrillo de Andrade y Sotomayor, llamada en su tiempo la Límana Musa; Sor Rosa Corvalán; D.ª Rosalía de Astudillo y Herrera; D.ª Josefa Bravo de Lagunas, abadesa de Santa Clara, autora de un soneto a la muerte de la reina Bárbara, del cual son estos tercetos:
Descansa en paz, pues tu virtud me avisa La corona mejor que te declara El que allá en las estrellas te eterniza; Que a mí para seguirte me prepara El religioso saco en su ceniza Del fin postrero la verdad más clara.
Pero es maravilla encontrar en medio de tal fárrago alguna cosa racional: hay octavas en que todas las palabras empiezan con la letra C:
¡Cielos! Cómo canciones cantaremos Con corazones casi consumidos...
versos en metáfora de música y en metáfora de imprenta; y se hace, sobre todo, grande ostentación de metrificar en diversidad de lenguas: en la Parentación solemne de la reina María Amalia de Sajonia (1761), se emplean, no sólo el latín, italiano y francés, sino el inglés, el alemán, el húngaro, el portugués, el catalán, el vascuence, el quichua y el dialecto de los indios de Moxos. Muchas cosas se enseñaban en la Universidad de San Marcos y en los colegios de la Compañía de Jesús; lo único que no se enseñaba era el buen gusto. Estas coronas poéticas son, por decirlo así, las prostreras heces del culteranismo, que en las colonias mantuvo su dominación medio siglo rnás que en la península.
fue de los últimos y más disparatados poetas de ocasión un mozo andaluz, de bastante chispa, pero todavía de mayor notoriedad por sus travesuras y pícara vida, que al fin dieron con él en el asilo de los Padres Betlemitas, maltrecho de cuerpo y agriado de voluntad. Llamábase el tal D. Esteban de Terralla y Landa: había sido coplero áulico del Virrey D. Teodoro de la Croix, y le llamaban el poeta de las adivinanzas, por ser grande improvisador de acertijos para damas y galanes en las tertulias. Como obligado cantor de todo festejo o duelo público, dió a la estampa sucesivamente el Lamento métrico general, llanto funesto y gemido triste por el nunca bien sentido doloroso ocaso de nuestro augusto monarca D. Carlos III (1789) (centón de sandeces y bufonadas tales, que, atendida la índole picaresca y maleante del poeta, quizá deban estimarse como pura y neta parodia de las relaciones de fiestas, al modo que antes lo había hecho el P. Isla en su Día grande de Navarra), la Alegría Universal, Lima Festiva y encomio poético al recibimiento del virrey Gil de Lemus (1790), El Sol en el Mediodía: año feliz y júbilo particular con que la nación Índica… solemnizó la exaltación al trono de Carlos IV (1790), poema descriptivo en endecasílabos pareados, con una introducción y once cantos, amén de muchas poesías líricas y cuatro loas, todo, al parecer, parto de su numen irrestañable. Pero ni este diluvio de versos de circunstancias, ni las poesías y artículos de costumbres, algunos bastantes chistosos, como la Semana del currutaco de Lima, que hacía insertar en el Diario Erudito, le dieron la notoriedad que el famoso libelo Lima por dentro y fuera, que por los años de 1792 escribió con el seudónimo de Simón Ayanque. Es una sátira contra la sociedad limeña en diez y siete romances de lo más pedestre, chabacano y grosero que puede leerse, llenos de alusiones sucias y nauseabundas, e inspirados, sin duda, por móviles de venganza, ruines y rastreros, como si el autor hubiese querido desquitarse en este solo libro del incienso que tan fastidiosamente había quemado en los tres anteriores.
El Cabildo o Ayuntamiento de Lima se ofendió gravemente de este librejo, y hasta intentó recogerle y proceder judicialmente contra su autor; pero como siempre la murmuración aplace a la mísera condición humana, los mismos peruanos contribuyeron a la divulgación del pasquín que con tan feos colores los presentaba; y a despecho de lc baladí de su ejecución literaria, Lima por dentro y fuera fue reimpreso varias veces en Cádiz, Madrid, México y Lima, y todavía en 1854 se hizo una edición de lujo en París con graciosas ilustraciones de un dibujante limeño, muy superiores al texto. En cuanto a éste, hay que atenerse al parecer de D. Felipe Pardo: «Terralla no era escritor, ni satírico, ni poeta, sino un salvaje que se puso a decir en mal castellano y en renglones desiguales cuanta torpeza le vino a las mientes.» Quizá los únicos versos suyos dignos de recordarse son algunos del romance en que hizo su testamento satírico.
Como si no bastase la epidemia de los certámenes, exequias y fiestas reales para dar libre curso al furor métrico de los innumerables poetastros que infestaban en el siglo XVIII las orillas del Rimac, empezaron a escribirse en verso hasta los carteles de toros, y lo que es más, tuvo su Homero la estúpida lidia de gallos en el general D. Ignacio de Escandón, que en 1762 celebró en un romance, con el estrafalario rótulo de Época Galicana egira Gali-lea, la apertura de la primera casa pública destinada a aquella bárbara diversión en la capital del Perú.
Pero aunque las manifestaciones escritas de la poesía fuesen en general tan infelices por el círculo estrecho y trivial en que se malograba su cultivo, no dejaba Lima de ser la tierra fecunda en buenos ingenios que celebra elegantemente el P. Vanière en el libro VI de su Praedium Rusticum:
Fertilibus gens divas agris aurique metallo, Ditior ingeniis hominum...
Y cuando alguno de sus hijos, saliendo de la monotonía de la vida criolla, daba muestras de sí en las cortes de Europa, solía llevarse detrás de sí la admiración y los plácemes de los doctos, porque, como ya he dicho y conviene no olvidar, lo que faltaba en México y en Lima a mediados del siglo XVIII no era caudal de ciencia, sino crítica y gusto. Tal se mostró en París aquel estudioso y polígloto joven D. José Pardo de Figueroa, sobrino del Marqués de Castel-Fuerte, de quien dice el mismo P. Vanière que se hacía entender sin intérprete en todas las lenguas de Europa, y en ninguna ciudad podía considerársele como peregrino:
... si cuncti recte discantur ab uno;
Linguarum morumque sciens interprete nullo,
Europæ varias gentes qui nuper obibat,
Hospes ubique novus, nulla peregrinus in urbe.
Así también se hizo famoso en España y en Francia, no menos por sus talentos que por sus desgracias, D. Pablo de Olavide, en quien, por decirlo así, se encarnó el espíritu innovador en tiempo de Carlos III. Sus obras son inseparables de su vida, y por eso conviene indicar algo acerca de los sucesos capitales de su azarosa existencia.
Olavide, nacido en Lima en 1725, discípulo aventajado de la Universidad de San Marcos, donde recibió el grado de doctor en Cánones a los diez y siete años de edad, opositor a cátedras, oidor de aquella Real Audiencia y auditor general de Guerra del virreinato del Perú, hubiera envejecido tranquilamente en su carrera de hombre de toga, si de repente no viniera a sacarle de la oscuridad el horrible terremoto de 1746. Cuando se trató de reparar los efectos de aquel desastre, mostró serenidad, aplomo y desinterés, y por su mano pasaron los caudales de los mayores negociantes de la plaza, dejándole con mucha reputación de íntegro. Pero no faltó quien murmurase de él, sobre todo, por haber aplicado a la construcción de un nuevo teatro el fondo remanente después de aquella calamidad. Se le mandó venir a Madrid a rendir cuentas. Propicia se le mostró la fortuna en España. Gallardo de aspecto, cortés, elegante y atildado en sus modales, ligero y brillante en su conversación, cayó en gracia a una viuda riquísima, heredera de dos capitalistas, y logró fácilmente su mano. Desde entonces la casa de Olavide, en Leganés y en Madrid, fue una especie de salón, de los primeros que se conocieron en España. Olavide, agradable, insinuante, culto a la francesa, con aficiones filosóficas y artísticas, que alimentaba en sus frecuentes viajes a París, ostentoso y espléndido, corresponsal de los enciclopedistas y gran lector de sus libros, comenzó a hacer ruidoso alarde de sus tendencias innovadoras, que frisaban con la impiedad declarada. El Conde de Aranda se entusiasmó con él y le protegió mucho, haciéndole síndico personero de la villa de Madrid y director del Hospicio de San Fernando. Los ratos de ocio los dedicaba a las bellas letras: puso en su casa un teatro de aficionados, como era moda en Francia, y como le tenía el mismo Voltaire en Ferney, y para él tradujo algunas tragedias y comedias francesas. Moratín le atribuye sólo la Zelmira (traducción de Du Belloy), la Hipermenestra (de Lamierre) y El desertor francés (de Sedaine); pero don Antonio Alcalá Galiano añade a ellas una que corrió anónima de la Zaida («Zayre») de Voltaire, tan ajustada al original, que de ella se valió como texto D. Vicente García de la Huerta para su famosa Jaira, convirtiendo los desmayados y rastreros versos de Olavide en rotundo y bizarro romance endecasílabo. Realmente Olavide poco tenía de poeta, ni en lo profano, ni en lo sagrado, que después cultivó tanto: sus versos suelen ser mala prosa rimada, sin nervio ni calor ni viveza de fantasía. Aunque dotado de cualidades brillantes, era de instrucción flaca y superficial, y sin resistencia se dejó arrastrar por el torrente de la filosofía del siglo XVIII, no al modo cauteloso que Campomanes y otros graves varones, sino con todo el fogoso atropellamiento de los pocos años, de las vagas lecturas y de la imaginación americana. Olavide cautivó, arrebató, despertó admiración, simpatía y envidia, y acabó por dar tristísima y memorable caída.
Pero antes la protección de Aranda le ensalzó a la cumbre, en 1767 era ya Asistente de Sevilla e Intendente de los cuatro reinos de Andalucía. De aquel tiempo data su famoso plan de reforma de aquella Universidad, el más radicalmente revolucionario que se formulase por entonces, respirando todo él rabioso centralismo y odio encarnizado a las libertades universitarias, no menos que a los estudios de Teología y Filosofía, «cuestiones frívolas e inútiles, pues o son superiores al ingenio de los hombres, o incapaces de traer utilidad, aun cuando fuese posible demostrarlas…». Al lado de esto, el plan contenía muy sanas advertencias para la reforma de los estudios de Matemáticas y Física, de Lenguas e Historia, las cuales, puestas en práctica, fueron elevando aquella célebre escuela al grado de prosperidad que alcanzaba a fines del siglo XVIII. En todas las reformas de aquel reinado hay que distinguir la parte verdaderamente útil y positiva, de los muchos sueños y temeridades infecundas que se mezclaron con ella.
Olavide era un iluso de filantropía, pero con cándida y buena fe, que a ratos le hace simpático. En Sevilla protegió a su modo las Letras y todavía más la Economía Política, y tuvo la gloria de alentar y guiar los primeros pasos de Jovellanos. De la tertulia de Olavide, y con ocasión de una disputa sobre las innovaciones dramáticas de la Chausée y Diderot, salió la comedia de El Delincuente honrado, tierna y bien escrita, aunque algo lánguida y declamatoria; como que su ilustre autor se propuso por principal fin en ella «inspirar aquel dulce horror con que responden las almas sensibles al que defiende los derechos de la humanidad». Rasgos tan candorosos como éste, y más cuando vienen de tan grande hombre como Jovellanos, no deben perderse ni olvidarse, porque pintan la época mejor que lo harían largas disertaciones. La Julia y el Tratado de los delitos y de las penas entusiasmaban por igual a aquellos hombres; y para que la afectación llegase a su colmo, juntaban la mascarada pastoril de la Arcadia con la filantropía de los discípulos de Rousseau, llamándose entre ellos «el mayoral Jovino» y «el fecundo Elpino». Este último era Olavide, de quien Jovellanos conservó siempre muy buen recuerdo, bastando la amistad de tal varón para hacer indulgente con él al más áspero censor. Ni en próspera ni en adversa fortuna le flaqueó el cariño de Jovino, que aun en 1778 describía en la epístola a sus amigos de Sevilla
Mil pueblos que del seno enmarañado De los Marianos montes, patria un tiempo De fieras alimañas, de repente Nacieron cultivados, do a despecho De la rabiosa envidia, la esperanza De mil generaciones se alimenta: Lugares algún día venturosos, Del gozo y la inocencia frecuentados. Y con la triste y vacilante sombra Del sin ventura Elpino ya infamados Y a su primer horror restituidos,
Entre los mil proyectos, más o menos razonables o utópicos, que en aquella época de furor económico se propalaban para remediar la despoblación de España y abrir al cultivo las tierras eriales y baldías, era uno de los más favorecidos por la opinión de los gobernantes el de las colonias agrícolas. Ya Ensenada había pensado establecerlas, y en tiempo de Aranda volvió a agitarse la idea con ocasión de un Memorial de cierto arbitrista prusiano, D. Juan Gaspar Thurriegel. Campomanes entro en sus designios, redactó una consulta favorable en 27 de febrero de 1767, y sin dilación comenzó a tratarse de poblar los yermos de Sierra Morena, albergue hasta entonces de forajidos, célebres en los romances de ciegos, y terror de los hombres de bien. Thurriegel se comprometió a traer, en ocho meses, seis mil alemanes y flamencos católicos, y la concesión se firmó el 2 de abril de 1767, el mismo día que la pragmática de expulsión de los jesuítas.
Para establecer la colonia fue designado, con título de Superintendente, Olavide, como el más a propósito por lo vasto y emprendedor de su índole. No se descuidó un punto, y con el ardor propio de su condición novelera y con amplios auxilios oficiales, fundó en breve plazo hasta trece poblaciones, muchas de las cuales subsisten para gloria imperecedera de su nombre. Por desgracia propia, el Superintendente no se detuvo en la poesía bucólica, y pronto empezaron las murmuraciones contra él entre los mismos colonos. Un suizo, D. José Antonio Yauch, se quejó, en un memorial de 14 de marzo de 1769, de la falta de pasto espiritual que se advertía en las colonias, a la vez que de malversaciones, abandono y malos tratamientos a los nuevos pobladores. Confirmó algo de estas acusaciones el Obispo de Jaén: envióse de visitadores al Consejero Valiente, a D. Ricardo Wall y al Marqués de la Corona, y tampoco fueron del todo favorables a Olavide sus informes. Entre los colonos habían venido disimuladamente algunos protestantes, y en cambio, faltaban clérigos católicos de su nación y lengua. De conventos no se hable: Aranda los había prohibido para entonces y para en adelante, en términos expresos, en el pliego de condiciones que ajustó con Thurriegel. Al cabo vinieron de Suiza capuchinos, y por superior de ellos Fr. Romualdo de Friburgo, que escandalizado de la libertad de los discursos del colonizador, hizo causa común con los muchos enemigos que éste tenía dentro del Consejo y entre los émulos de Aranda. Las imprudencias, temeridades y bizarrías de Olavide iban comprometiéndole más a cada momento. Ponderaba con hipérboles asiáticas el progreso de las colonias, y sus émulos lo negaban todo. Él se quejaba de que los capuchinos le alborotaban la colonia, y ellos de que pervertía a los colonos con su irreligión manifiesta. Al cabo, Fr. Romualdo de Friburgo delató en forma a Olavide, en septiembre de 1775, por hereje, ateo y materialista, o a lo menos naturalista y negador de lo sobrenatural, de la Revelación, de la Providencia y de los milagros, de la eficacia de la oración y buenas obras; asiduo lector de Voltaire y de Rousseau, con quienes tenía frecuente correspondencia; poseedor de imágenes y figuras desnudas y libidinosas; inobservante de los ayunos y abstinencias eclesiásticas y distinción de manjares; profanador de los días de fiesta, y, finalmente, hombre de mal ejemplo y piedra de escándalo para sus colonos. A estos graves cargos se añadían otros enteramente risibles, como el de defender el movimiento de la tierra y oponerse al toque de las campanas en días de nublado.
El Santo Oficio impetró licencia del Rey para procesar a Olavide, aprovechando la caída y ausencia de Aranda. Se le mandó venir a Madrid para tratar de asuntos relativos a las colonias. Él temió el nublado que se le venía encima, y escribió a su amigo Roda pidiéndole consejo. En la carta, que es de 7 de febrero de 1776, le decía: «Cargado de muchos desórdenes de mi juventud, de que pido a Dios perdón, no hallo en mí ninguno contra la religión. Nacido y criado en un país donde no se conoce otra que la que profesamos, no me ha dejado hasta ahora Dios de su mano por haber faltado nunca a ella: he hecho gloria de la que, por gracia del Señor, tengo; y derramaría por ella hasta la última gota de mi sangre… Yo no soy teólogo, ni en estas materias alcanzo más que lo que mis padres y maestros me enseñaron conforme a la doctrina de la Iglesia… Y estoy persuadido de que en las cosas de la fe de nada sirve la razón, porque nada alcanza…, siendo la dócil obediencia el mejor sacrificio de un cristiano…»
Que Olavide ocultaba o desfiguraba aquí una parte de la verdad parece claro, no sólo por las resultas del proceso, sino por el valor autobiográfico que unánimemente conceden sus biógrafos a las confesiones de El Evangelio en Triunfo, donde se leen pasajes como éste: «La lectura de los libros filosóficos había pervertido enteramente mis ideas. Yo había concebido, no sólo el más alto desprecio, sino también la aversión más activa contra todo lo que pertenecía a la Iglesia. Creyendo que el cristianismo era una invención humana, como todas las religiones, no podía mirar la Iglesia sino como el hogar o centro de sus principales ministros, que abusaban de la credulidad en favor de sus intereses. Todas sus sociedades me parecían cavernas de impostores, sus creencias ridículas, sus ritos irrisorios…» (Carta segunda.)
Roda, que tenía en el fondo tan poca religión como Olavide, pero que a toda costa evitaba ponerse en aventura, le dejó en manos del Santo Oficio, contentándose con recomendar la mayor lenidad posible al Inquisidor general. Éralo entonces el antiguo Obispo de Salamanca, D. Felipe Beltrán, varón piadoso y docto, no sin alguna punta de regalismo, e inclinado por ende a la tolerancia con los innovadores, aunque en este caso no lo mostró mucho. De grado o por fuerza, tuvo que condenar a Olavide, pero le excusó la humillación de un auto público, reduciendo la lectura de la sentencia a un autillo a puerta cerrada, al cual se dió, sin embargo, inusitada solemnidad. Verificóse ésta en la mañana del 24 de noviembre de 1778, con asistencia de varios grandes de España, consejeros de Hacienda, Indias, Órdenes y Guerra, oficiales de guardias y padres graves de diferentes religiones. Aquel acto tenía algo de conminatorio: la Inquisición; aunque herida y aportillada, daba por última vez muestra de su poder, ya mermado y decadente, abatiendo en el Asistente de Sevilla al volterianismo de la corte y convidando al triunfo a sus propios enemigos.
Olavide salió a la ceremonia sin el hábito de Santiago (de cuya Orden era caballero), con extremada palidez en el rostro y conducido por dos familiares del Santo Oficio. Oyó con grandes muestras de terror la lectura de la sentencia, y al fin exclamó: «Yo no he perdido nunca la fe, aunque lo diga el fiscal.» Y tras esto cayó en tierra desmayado. Tres horas había durado la lectura de la sumaria: los cargos eran sesenta y seis, confirmados por setenta y ocho testigos. Se le declaraba hereje convicto y formal, miembro podrido de la religión; se le desterraba a cuarenta leguas de la corte y sitios reales, sin poder volver tampoco a América, ni a las colonias de Sierra-Morena, ni a Sevilla; se le recluía en un convento por ocho años para que aprendiese la doctrina cristiana y ayunase todos los viernes; se le degradaba y exoneraba de todos sus cargos, sin que pudiese en adelante llevar espada, ni vestir oro, plata, seda ni paños de lujo, ni montar a caballo; quedaban confiscados sus bienes e inhabilitados sus descendientes hasta la quinta generación. Cuando volvió en sí, hizo la profesión de fe, con vela verde en la mano, pero sin coroza, porque le dispensó de ello el Inquisidor, lo mismo que de la fustigación con varillas.
Los enemigos de Olavide (que tenía muchos por su rápido encumbramiento y por el asunto de las colonias) se desataron contra él indignamente después de su desgracia. Corre manuscrita entre los curiosos una sátira insulsa y chabacana, cuyo rótulo dice: El Siglo Ilustrado, vida de D. Guindo Cerezo, nacido, educado, instruído y muerto según las luces del presente siglo, dada a luz para seguro modelo de las costumbres, por D. Justo Vera de la Ventosa. Es un cúmulo de injurias sandias, despreciables y sin chiste. Por no servir, ni para la biografía de Olavide sirve, porque el anónimo maldiciente estaba muy poco enterado de los hechos y aventuras del personaje contra quien muestra tan ciego ensañamiento.
Olavide era una cabeza ligera, menos perverso de índole que largo de lengua, y sobre él descargó la tempestad, mientras que por más disimulados o más poderosos seguían impunes sus antiguos protectores los Arandas y los Rodas, enemigos mucho más peligrosos de la Iglesia. Comenzó por abatirse y anonadarse bajo el peso de aquella condenación infamante; pero luego vino a mejores pensamientos, y la fe volvió a su alma. Retraído en el Monasterio de Sahagún, sin más libros que los de Fr. Luis de Granada y el P. Segneri, tornó a cultivar con espíritu cristiano la poesía, que había sido recreación de sus primeros años, y compuso los únicos versos suyos que no son enteramente prosaicos. Llámanse en las copias manuscritas Ecos de Olavide, y vienen a ser una paráfrasis del Miserere, que luego incluyó retocada en su traducción completa de los Salmos del Real Profeta.
El arrepentimiento de Olavide ya entonces parece sincero, pero aún no había echado raíces bastante profundas. Burlando la confianza del Inquisidor general, no sin connivencia secreta de la corte, huyó a Francia, y allí vivió algunos años con el supuesto titulo de Conde del Pilo, trabando amistad con varios literatos franceses, especialmente con el caballero Florián, ingenio amanerado, discreto fabulista y uno de los que acabaron de enterrar la novela pastoril. Olavide le ayudó a refundir la Galatea de Cervantes, mereciendo que en recompensa le llamase «español tan célebre por sus talentos como por sus desgracias».
Los enciclopedistas recibieron con palmas a Olavide. Diderot escribió una noticia de su vida. Marmontel le saludó en sesión pública de la Academia Francesa con estos enfáticos versos:
Le citoyen flêtri par l'absurde fureur D'un zèle mille fois plus affreux que l'erreur, Au pied d'un tribunal que la lumière offense, Accusé sans témoins, condamné sans défense, Pour avoir méprisé d'infâmes délateurs, En peuplant les déserts d'heureux cultivateurs; Qu'il regarde ces monts où fleurit l'industrie, Et fier de ses bienfaits, qu'il plaigne sa patrie. Le temps la changera, comm'il a tout changé: D'une indigne prison Galilée est vengé.
Estas injurias en acto solemne exasperaron al Gobierno español, y Floridablanca reclamó la extradición de Olavide en 1781; pero el Obispo de Rhodez, en cuya diócesis se había refugiado, le dió medios para huir a Ginebra. El Cardenal de Brienne volvió a abrirle poco después las puertas de Francia, y la Convención le llamó a la barra para decretarle una corona cívica y el título de ciudadano adoptivo de la República una e indivisible. Dicen (aunque no he podido comprobarlo) que entonces, volviendo a hacer alarde de sus antiguas ideas, escribió contra las ordenes monásticas, y compró gran cantidad de bienes nacionales. La conciencia no le remordía aún y esperaba vivir tranquilo en cómodo, aunque inhonesto retiro, lejos del tumulto de París, en una casa de campo de Meung-sur-Loire que había pertenecido a los obispos de Orleans. Pero no le sucedió como pensaba. Dejémosle hablar a él en mal castellano, pero con mucha sinceridad:
«La Francia estaba entonces cubierta de terror y llena de prisiones. En ellas se amontonaban millares de infelices, y los preferidos para esta violencia eran los más nobles, los más sabios o los hombres más virtuosos del reino. Yo no tenía ninguno de estos títulos, y, por otra parte, esperaba que el silencio de mi soledad y la obscuridad de mi retiro me esconderían de tan general persecución. Pero no fue así. En la noche del 16 de abril de 1794, la casa de mi habitación se halló de repente cercada de soldados. y por orden de la Junta de Seguridad general fuí conducido a la prisión de mi departamento. En aquel tiempo la persecución era el primer paso para el suplicio. Procuré someterme a las órdenes de la divina Providencia… Pero ¡pobre de mí!, ¿qué podría yo hacer? Viejo, secular, sin más instrucción que la muy precisa para mí mismo, y encerrado en una cárcel con pocos libros que me guiasen, y ningunos amigos que me dirigiesen.»
Y más adelante Olavide se retrata en la persona de aquel «filósofo que no dejaba de tener algún talento y que nació con muchos bienes de fortuna. Pero habiendo recibido en su niñez la educación ordinaria, había aprendido superficialmente su religión; no la había estudiado después, y en su edad adulta casi no la conocía, o, por mejor decir, sólo la conocía con el falso y calumnioso semblante con que la pinta la iniquidad sofística… Un infortunio lo condujo a donde pudiese escuchar las pruebas que persuaden su verdad; y a pesar de su oposición natural y, lo que es más, de sus envejecidas malas costumbres, no pudo resistir a su evidencia, y después de quedar convencido, tuvo valor, con la asistencia del cielo, para mudar sus ideas y reformar su vida».
Dudar de la buena fe de estas palabras y atribuirlas a interés o a miedo, sería calumniar la naturaleza humana y no conocer a Olavide, alma buena en el fondo y con semillas cristianas, por mucho que hubiese pecado de vano, presumido y locuaz.
No dudo, pues (aunque lo negasen los viejos por la antigua mala reputación de Olavide), que su conversión fue sincera y cumplida y no una añagaza para volver libremente a España. Léase el libro que entonces escribió, El Evangelio en triunfo o historia de un filósofo desengañado, donde si la ejecución no satisface, el fondo, por lo menos, es intachable, sin vislumbres, ni aun remotos, de doblez o de hipocresía.
Pocos leen hoy este libro, pero conserva nombradía tradicional por circunstancias no dependientes de su mérito. El autor era un impío convertido, penitenciado por el Santo Oficio, espectador y víctima de la Revolución francesa. Sus extrañas fortunas hacían que unos le mirasen con asombro, otros con recelo, achacando el extraordinario y súbito cambio de sus ideas, éstos a propio interés y móviles mundanos, aquéllos a la dura lección del escarmiento. Acertaban estos últimos, como luego lo mostró la vida austera y penitente de Olavide y su muerte cristianísima. Dios había visitado terriblemente aquella alma, que no hubiera podido levantarse sin un poderoso impulso de la gracia divina. Todas las páginas de El Evangelio en triunfo, libro, por otra parte, mediano, porque no alcanzaba a más el talento de su autor, respiran convicción y fe. fue, sin duda, obra grata a los ojos de Dios, expiación de anteriores extravíos, y buen ejemplo, que por lo ruidoso de quien le daba hizo honda impresión en el ánimo de muchos, y trajo a puerto de salvación a otros infelices como el autor. Así debe juzgarse El Evangelio en triunfo, más como acto piadoso que como libro. fue la abjuración, la retractación brillante de un incrédulo, la reparación solemne de un pecado de escándalo. Imagínese el poder de tal ejemplo a fines del siglo XVII, y cuán hondamente debió de resonar en las almas aquella voz que salía de las cárceles del Terror, adorando y bendiciendo lo que toda su vida había trabajado por destruir. El éxito fue inmenso: en un solo año se hicieron tres ediciones de los cuatro voluminosos tomos de El Evangelio en triunfo.
Con todo eso, la malicia de algunos espíritus suspicaces no dejó de cebarse en las intenciones del autor. Decían que exponía con mucha fuerza los argumentos de los incrédulos contra la divinidad de Jesucristo y la autenticidad de los libros santos, y que se mostraba frío y débil en la refutación. Algo de verdad puede haber en esto, pero por una razón que fácilmente se alcanza; Olavide había vuelto sinceramente a la fe, pero con la fe no había adquirido la ciencia teológica ni el genio de escritor que nunca tuvo. Su lectura predilecta y continua durante la mayor parte de su vida, habían sido las obras de Voltaire y de los enciclopedistas: aquello lo conocía bien, y estaba muy al tanto de todas las objeciones. Pero en teología católica y en filosofía cristiana claudicaba, porque jamás las había estudiado (como él mismo confiesa) ni leído apenas libro alguno que tratase de ellas. Así es que su instrucción dogmática, a pesar de las buenas lecturas en que se empeñó después de su conversión, no pasaba de un nivel vulgarísimo, bueno para el simple creyente, pero no para el apologista de la religión contra los incrédulos. Además, como su talento, aunque lúcido y despierto, no se alzaba mucho de la medianía, tampoco pudo suplir con él lo que de ciencia le faltaba; así es que resultaron flojas algunas partes de su apología, si bien, a fuerza de sinceridad y de firmeza, y de ser tan burda la crítica religiosa de los volterianos, fácilmente suele lograr la victoria.
Literariamente, el libro de Olavide vale poco, y está escrito medio en francés (corno era de recelar, dadas sus lecturas favoritas y su larga residencia en París); no sólo atestado de galicismos de palabras y de giros, sino de rasgos enfáticos y declamatorios de la peor escuela de entonces. Pero también tiene en muchos pasajes unción y fervor, y aunque siempre sea peligrosa la excesiva intervención del sentimiento en tesis dogmáticas, no hay duda que lo que en el libro interesa principalmente es el drama psicológico de la conversión del impío, la historia de los combates de su propia alma, de la cual el autor levanta todos los velos. Es cierto que a la fuerza teológica de los argumentos del libro daña esta especie de novela lacrimosa, en que están como ahogadas la preparación y la demostración evangélicas. Quizá Olavide debió escoger entre escribir una defensa de la religión, o escribir sus propias Confesiones. Prefirió mezclar ambas cosas, y resultó una producción híbrida; pero que tal como está, fue de las primeras en que el espíritu de restauración religiosa invocó los auxilios de la imaginación y del sentimiento, uno de los precedentes indudables de El Genio del Cristianismo; razón bastante poderosa para que no se la pueda olvidar en la cronología literaria.
Del éxito inmediato tampoco puede dudarse. Publicada en Valencia en 1798, sin nombre de autor, llegó hasta el último rincón de España, provocando una reacción favorable a Olavide. Aquel mismo año se le permitió volver a la Península, después de diez y ocho de expatriación, y no sólo se le reintegró en todos sus honores, sino que llegó la munificencia de Carlos IV hasta conferirle una pensión anual de 90.000 reales, extraordinaria para aquellos tiempos y aun para éstos, pero que se consideró sin duda como indemnización de anteriores quebrantos y confiscaciones. Para la mayor parte de los españoles, su nombre y sus aventuras eran objeto de admiración y de estupor. Los vientos empezaban a correr favorables a sus antiguas ideas; pero Dios había tocado en su alma, y le llamaba a penitencia. Desengañado de las pompas y halagos del mundo, rechazó todas las ofertas del ministro Urquijo y de Godoy, y se retiró a una soledad de Andalucía, donde vivió como filósofo cristiano, pensando en los días antiguos y en los años eternos, hasta que le visitó amigablemente la muerte en Baeza el año 1804, dejando con el buen olor de sus virtudes edificados a los mismos que habían sido testigos o cómplices de sus escandalosas mocedades, que él quizá con demasiada severidad llamaba infames.
Además de El Evangelio en triunfo, publicó Olavide una traducción de los Salmos, estudio predilecto de los impíos convertidos, como por aquellos días lo mostraba La Harpe, haciendo en una cárcel no muy distante de la de Olavide el mismo trabajo. Pero en verdad, que si La Harpe y Olavide trabajaron para justificación propia y para buen ejemplo de sus prójimos, ni las letras francesas ni las españolas ganaron mucho con su piadosa tarea. Ni uno ni otro sabían hebreo, y tradujeron muy a tientas sobre el latín de la Vulgata, intachable en lo esencial de la doctrina, pero no en cuanto a los ápices literarios. De aquí que sus traducciones carezcan en absoluto de sabor oriental y profético, y nada conserven de la exuberante imaginativa, de la oscuridad solemne, de la majestad sumisa, y de aquel volar insólito que levanta el alma entre tierra y cielo, y le hace percibir un como dejo de los sagrados arcanos, cuando se leen los Salmos originales. Por otra parte, Olavide no pasaba de medianísimo versificador: a veces acentúa mal, y siempre huye de las imágenes y de cuanto puede dar color al estilo; absurdo empeño cuando se traduce una poesía colorista por excelencia, como la hebrea, en que las más altas ideas se revisten siempre de figura sensible. El metro que eligió con monótona uniformidad (romance endecasílabo) contribuye a la prolijidad y desleimiento del conjunto, además de ser poco apto para la poesía lírica. No sólo resulta inferior Olavide a aquellos grandes e inspirados traductores nuestros del siglo XVI, especialmente a Fr. Luis de León, alma hebrea y tan impetuosamente lírica cuando traduce a David, como serena y clásica cuando interpreta a Horacio; no sólo cede la palma a David Abenatar Melo y a otros judíos, crudos y desiguales en el decir, pero vigorosos a trechos, sino que dentro de su misma época y escuela de llaneza prosaica queda a larga distancia del sevillano González Carvajal, no muy poeta, pero sí grande hablista amamantado a los pechos de la magnífica poesía de Fr. Luis de León, que le nutre y vigoriza y le levanta mucho cuando pensamientos ajenos le sostienen. A Olavide ni siquiera llega a inflamarle el calor de los libros santos, ni el carbón que tocó y purificó los labios de Isaías, deja ninguna huella al pasar por los suyos.
Tradujo Olavide, además de los Salmos, todos los Cánticos esparcidos en la Escritura, desde los dos de Moisés hasta el de Simeón, y también varios himnos de la Iglesia, v. gr., el Ave Maris Stella, el Stabat Mater, el Dies Irae, el Te Deum, el Pange lingua y el Veni Creator: todo ello con bien escaso numen. Y ojalá que se hubiera limitado a trasladar tan excelentes originales; pero desgraciadamente le dió por ser poeta original, y cantó en lánguidos y rastreros versos pareados El Fin del hombre, El Alma, La Inmortalidad del alma, La Providencia, El Amor del mundo, La Penitencia, y otros magníficos asuntos hasta diez y seis, coleccionados luego con el título de Poemas Christianos. Olavide serpit humi en todo el libro: válgale por disculpa que quiso hacer obra de devoción y no de literatura; para eso anuncia en el prólogo que ha desterrado de sus versos las imágenes y los colores. Así salieron ellos de incoloros y prosaicos. El desengaño le hizo creyente, pero no llegó a hacerle poeta. Increíble parece que quien había pasado por tan raras vicisitudes y sentido tal tormenta de encontrados afectos, no hallase en el fondo de su alma alguna chispa del fuego sagrado, ni se levantase casi nunca de la triste insipidez que caracteriza sus versos.
Mientras Olavide llenaba a Europa con el ruido de sus andanzas y fortunas, continuaba en el Penú el movimiento literario, promovido eficazmente por la Sociedad de Amigos o Amantes del País, de la cual fue presidente Baquíjano y Carrillo, e individuos Unanue, Rodríguez de Mendoza, Arrese, Morales y Duares, el oidor Cerdán, Egaña, Calero y Moreira, el Obispo Pérez Calama, los canónigos Bermúdez y Millán de Aguirre, el Jeronimiano Fr. Diego de Cisneros, gran propagador de los libros de los enciclopedistas; el Mercenario Calatayud, y otros varios eclesiásticos, tales como Laguna, Romero, Girval y Sobreviela. Bajo sus auspicios comenzó a publicarse en 1791 el Mercurio Peruano, revista importante que llegó a constar de doce tomos, y que Humboldt parece haber estimado en mucho. Por el mismo tiempo apareció el Diario Erudito, Económico y Comercial de Lima, que sólo duró tres años.
Con estos papeles se educó la generación de la guerra de la Independencia, a la cual en rigor pertenece Olmedo, que nació peruano, aunque muriese ciudadano del Ecuador; y a la cual perteneció también el desgraciado poeta arequipeño D. Mariano Melgar, fusilado por los realistas después de la batalla de Humachiri en 1814, a los veintitrés años de edad. Este trágico y prematuro fin ha salvado del olvido el nombre del poeta, mucho más que el mérito de sus versos, que no pasan de ensayos de estudiante aprovechado. Algunas traducciones, como la de los Remedios de Amor, de Ovidio, que él llamó Arte de olvidar, acreditan sus buenas humanidades; pero sus odas y elegías pertenecen a la escuela prosaica del siglo XVIII, y aun con la mejor voluntad es imposible encontrar en ellas nada que anuncie un talento poético de orden superior. La titulada Al Autor del mar es, sin duda, la mejor; pero está versificada con tanto desaliño y tan poco nervio, que casi todas las intenciones líricas que realmente tiene, resultan frustradas. Melgar es conocido generalmente por el dictado de poeta de los yaravíes, por haber cultivado, no sin gracia, cierto género de poesía popular acomodada a una música indígena. Nuestra ignorancia de la lengua quichua y de las costumbres de los indios del Perú, nos impide determinar si en estos cantos hay o no un fondo tradicional. El prologuista de las poesías de Melgar nos dice que «el yaraví es una composición destinada a cantarse con acompañamiento de vihuela o de dos quenas; la música no tiene más que un tema fijo, sin ninguna variación; y esta monotonía del canto lo asemeja a un golpe muchas veces repetido…; así las notas del yaraví llevan poco a poco el alma a la melancolía… No es el yaraví la canción que debemos a los europeos…; los indígenas lo enseñaron a los españoles; y desde entonces se ha hecho de él una composición enteramente nacional en la música, y una canción enteramente especial en nuestra literatura… Siendo el yaraví la poesía primitiva de los indígenas, las mejores composiciones de este género se encuentran en quichua. Las que se han hecho en español son traducciones o imitaciones de aquéllas, y el verso que se ha adoptado para estas imitaciones es, por lo común, de ocho sílabas, en cuartetas o quintillas. Se emplea también el verso de menos sílabas; y es muy usada la interpolación de versos de cinco sílabas entre los de ocho, y a este yaraví se le llama de pie quebrado».
Prescindiendo de la cuestión de origen, en que nos reconocemos de todo punto incompetentes, no habiendo oído cantar nunca yaravíes ni entendiendo una palabra de la lengua en que, según dicen, están compuestos los mejores, sólo diremos que los diez yaravíes auténticos de Melgar (a quien por su popularidad se han atribuído otros muchos) nada tienen en la letra de indio ni de peruano, y son meramente cancioncitas amorosas bastante delicadas y sentidas, que ganarán mucho con el prestigio de la música, si ésta es tan blanda, insinuante y melancólica como dicen. Son, sin duda, los versos más agradables de Melgar; naturales y sencillos, puros de todo rastro de afectación; pero creemos que el general Miller, que no tenía mucha obligación de entender de poesía castellana, se aventuró demasiado cuando llegó a compararlos nada menos que con las Melodías Irlandesas de Tomás Moore.
Continuó todavía en los primeros años del siglo XIX la publicación de fiestas y certámenes poéticos, aunque por lo común con mejor gusto que en el anterior. De 1802 es la Fama Póstuma del Arzobispo D. Domingo González de la Reguera, y de 1816 la muy curiosa colección de obras de elocuencia y poesía con que la Universidad de San Marcos celebró el recibimiento del Virrey D. Joaquín de la Pezuela, vencedor en Viluma, en Ayohuma y Vilcapujio. Constan los autores de las dos piezas en prosa, que fueron el Dr. D. José Cavero y Salazar, Rector de aquella escuela, y el Dr. D. José Joaquín de Larriva y Ruiz, catedrático de prima de Filosofía. Los versos están firmados con las iniciales J. P. de V. y F. Ll. La mayor parte son latinos, acompañados de traducción castellana; no carecen de mérito, dentro de su género artificial, y prueban que la Universidad, hasta el último día de la dominación española, que fue casi el último día de su propia historia como organismo tradicional e independiente, no dejó de producir humanistas, ya que no era su misión formar poetas.
El exaltado realismo de que hacen gala los Doctores de la Universidad peruana en esta especie de corona ofrecida al insigne caudillo español, no ha de atribuirse meramente a entusiasmo oficial ni a impulso de adulación. Las opiniones andaban muy divididas en el Perú, y seguramente prevalecían en número los partidarios de la metrópoli. Hasta el último momento la causa española tuvo allí más secuaces que en ninguna otra parte de América; las tradiciones coloniales estaban muy arraigadas, merced a un largo régimen de prosperidad tranquila; Lima era copia fiel de las risueñas ciudades del Mediodía de España; y el fácil y alegre vivir de sus moradores, justamente enamorados de su suelo, de su cielo y de la hermosura de sus mujeres, les hacía muy llevadera la ausencia de libertades políticas, que los más de ellos ni entendían ni solicitaban. Sin la conspiración militar que dividió el ejército español y arrancó el mando a Pezuela, y sin el auxilio, nada desinteresado, de Bolívar y sus colombianos, sabe Dios cuándo y cómo se hubiese consumado la emancipación de aquella parte del continente americano, aunque fuese inevitable para un plazo más o menos largo. Pudieron contar, pues, Abascal y Pezuela con panegiristas ardientes y no sólo con mercenarios cantores.
Verdad es que, con la inconstancia propia del genio poético, pasaron casi todos ellos al partido vencedor al día siguiente de la batalla de Ayacucho, y el primero de todos aquel mismo doctor Larriva que había escrito en 1807 el elogio universitario de Abascal, en 1812 el discurso contra los insurgentes del Alto Perú, en 1816 el sermón en alabanza de Pezuela, y en 1819 la oración fúnebre de los prisioneros realistas fusilados por los insurrectos en la Punta de San Luis; pasando luego, y sin esfuerzo ni transición alguna, a pronunciar en 1824 la oración fúnebre de los patriotas muertos en Junín, en 1826 el elogio académico de Bolívar, contra quien se desató luego en sátiras e invectivas, pocos meses después de haberle puesto entre los semidioses:
Mudamos de condición, Pero fue sólo pasando Del poder de Don Fernando Al poder de Don Simón.
Era el tal Larriva (según refiere el Sr. Palma) un clérigo de costumbres nada ejemplares, poeta chistoso e improvisador de café, gran latino y hombre de muy despierto y agudo ingenio, como lo prueban sus fábulas, su poema burlesco de La Angulada y otras producciones suyas, que desgraciadamente por ser de índole personal y efímera, han padecido la suerte común de las de su clase, que es no sobrevivir a los acontecimientos a que aluden y perseverar sólo en las páginas de algún curioso libro de Historia. Poetas muy afines a su estilo y manera fueron otros dos improvisadores, también eclesiásticos y de costumbres no menos relajadas: el presbítero Echegaray, que reparó con los buenos ejemplos de sus últimos años los escándalos de su mocedad, y el franciscano Fr. Mateo Chuecas y Espinosa, cuya vida se dilató hasta 1868, dándole tiempo también para enmendar sus desconcertadas costumbres, hacer un auto de fe con la mayor parte de sus versos profanos, y escribir algunas conversaciones ascéticas, de mérito. A todos éstos había precedido el Ciego de la Merced, Fr. Francisco del Castillo, que falleció a fines del siglo XVIII, gran repentista, sobre todo en décimas de pie forzado. El Sr. Palma ha publicado algunas de sus picantes improvisaciones, dejando inéditas por lo licencioso y desvergonzado de la expresión otras muchas que tradicionalmente corren de boca en boca, y entre las cuales habrá seguramente algunas que sin razón se le achaquen: castigo providencial de todo el que alguna vez ha envilecido su musa con la obscenidad y el cinismo.
Dejando aparte estos rezagados del siglo XVIII, la literatura peruana del siglo XIX empieza propiamente con el médico D. José Manuel Valdés y el diplomático D. José María de Pando. El doctor Valdés, protomédico del Perú y director del Colegio de Medicina y Cirugía de Lima, ocupó honesta y piadosamente sus ocios en una traducción de los Salmos, muy notable por la pureza de lengua y por la sencillez y dulzura del estilo, que sabe a Fr. Luis de León en algunos trozos. Como hablista tiene muchas semejanzas con González Carvajal, aunque es más prosaico que él y versifica con más desaliño. D. José Joaquín de Mora celebró bellamente en una oda esta noble y decorosa versión del Salterio, que es, sin duda, la mejor que ha salido de América, y una de las mejores que tenemos en castellano.
Don José María Pando es más célebre por las vicisitudes de su carrera política y por sus trabajos de publicista que por sus versos. Nacido en Lima en 1787, pero educado en Madrid, en el Seminario de Nobles, comenzó por servir a España en varios puestos diplomáticos, llegando a ministro de Estado en las postrimerías del régimen constitucional de 1823. Ciudadano del Perú desde 1824, fue ministro de Hacienda con Bolívar y plenipotenciario para el Congreso de Panamá. Sucesos posteriores le movieron a emigrar de su país y volver en 1835 a España, donde tomó parte activa en nuestra política hasta su muerte, acaecida en 1840. Era hombre de vasta lectura, muy conocedor de las ciencias sociales y de la historia moderna, y escribía en prosa con claridad y nervio. Sus producciones más conocidas son: Mercurio Peruano, periódico publicado en 1827; Pensamientos y apuntes sobre moral y política (Cádiz, 1837), y Elementos de Derecho internacional (Madrid, 1843), si bien esta última, que ha tenido mucha boga, apenas merece considerarse más que como un plagio de la excelente obra de D. Andrés Bello, a quien sigue paso a paso, copiando textualmente sus mismas palabras en casi todos los capítulos. Hizo también elegantes poesías, aunque en escaso número; algunas traducciones de odas de Horacio, y una Epístola política a Próspero, o sea a Bolívar, más elocuente que poética, pero bien escrita, con calor en algunos pasajes, con majestad en otros. ¡Lástima que el autor no hiciese el menor esfuerzo para evitar tantas y tantas asonancias indebidas como afean aquella larga tirada de versos sueltos! Sin duda, Pando tenía habituado el oído a la poesía italiana, en que las asonancias no se reparan.
En 1831, por los días en que Pando figuraba al frente del partido conservador del Perú, llegó a Lima, expulsado de Chile por don Diego Portales, el ingenioso gaditano D. José Joaquín de Mora, a quien de aquí en adelante vamos a encontrar en casi todas las repúblicas americanas como maestro o como periodista: brillantísimo y a la postre benéfico aventurero literario, qui mores multorum hominum vidit et urbes.
Asociado en Lima con los hombres más distinguidos del país, tales como Pando, D. Felipe Pardo, D. Manuel Lorenzo Vidaurre, D. José Cavero y Salazar, D. Andrés Martínez, el médico don Hipólito Unanue, etc., fundó el Ateneo del Perú, donde dió la enseñanza de derecho natural y público; imprimió unos Cursos de Lógica y Ética, según los principios de la escuela de Edimburgo (1832), y comenzó su extraño poema de Don Juan, imitación de Byron, del cual nunca llegó a escribir más que los cinco primeros cantos. Era Mora, más bien que poeta inspirado, admirable versificador; en sus composiciones líricas resulta flojo y aun prosaico, pero en la narración joco-seria, en la fábula y en la sátira, su estilo es un raudal de chiste, de amenidad y desembarazo descriptivo, de felices ocurrencias y genial humorismo, calificativo que cuadra bien a quien principalmente se había formado en la escuela de los humoristas ingleses. Su ejemplo y su doctrina literaria fueron de gran provecho en Lima, hasta por lo mucho que armonizaban con ciertas tendencias del ingenio peruano: puede decirse que fue el segundo maestro de D. Felipe Pardo, después de Lista. Las dos epístolas que Mora dirigió a Pardo están llenas de sabios consejos literarios e informadas por un templado eclecticismo, de sentido común o de escuela escocesa, que fue siempre el sello de la crítica de Mora.
Don Felipe Pardo y Aliaga, uno de los discípulos predilectos de Lista, es el verdadero representante de nuestra escuela clásica en el antiguo Virreinato del Perú, y sin duda el más notable de los escritores limeños del siglo pasado, a lo menos de los que ya han pagado a la muerte el común tributo. Como hablista en verso, sólo a Bello cede la palma, y en la sátira política va delante de todos los americanos, si bien no respetase siempre los límites que separan toda composición poética (por reflexiva y didáctica que quiera ser) de un folleto o artículo de periódico. La Epístola a Delio, la parodia de Constitución y otras piezas por el mismo estilo, que son, sin duda, las más geniales y las más curiosas del poeta, adolecen a menudo de esa continua preocupación de los negocios del día, con lo cual, sin ganar en ardor y animación, pierden algo de aquel desinterés poético, de aquel puro culto del arte, que en Horacio y en los verdaderos satíricos horacianos, tales como Parini y D. Leandro Moratín, brilla siempre y se sobrepone a toda otra consideración de utilidad social inmediata. Aun con este lunar, que quizá no lo sea a los ojos de todos, Pardo debe ser respetado siempre, no sólo como escritor pulcro y atildado, sino como ingenioso observador de costumbres, y algunas de sus letrillas pueden figurar sin desventaja al lado de las de Bretón.
La educación de Pardo había sido severamente clásica, y clásicos fueron siempre sus modelos. Su poesía es fruto legítimo de la escuela culta y severa de fines del siglo XVIII, especialmente de la de Moratín, pero con más animación y alegría, con viveza criolla, con un género de chiste peculiarmente limeño, aunque de especie muy fina y aristocrática. Cultivó Pardo varios géneros y ninguno sin habilidad y fortuna: su oda A Olmedo y su magnífica traducción de la oda de Víctor Hugo A la columna de Vendome, prueban que no le faltaba numen lírico: sus versos de amor son fáciles y graciosos; en las octavas de El Perú hay primores descriptivos que parecen robados a Bello, de quien Pardo fue muy amigo y en cierto modo discípulo durante su destierro en Chile: el único canto que llegó a escribir del poema Isidora, es lo mejor que en este género de narraciones domésticas o de costumbres tiene la literatura americana, a excepción de los cuentos de Batres; y, finalmente, la fantasía en variedad de metros, que tituló La Lámpara, es un ensayo romántico, excepcional en sus obras, pero nada infeliz, como lo prueban estos versos:
Lámpara solitaria ardí en el templo, Y, aunque con luz escasa, ardí constante, Y por siete años que bramó incesante, No me apagó una vez el huracán.
Pero aunque fuese capaz de salir con lucimiento de cualquier empresa, porque para ello tenía caudal suficiente de doctrina y gusto, y prendas de versificador nada vulgares, su verdadera vocación fue la de poeta satírico, ya festivo y suavemente epigramático, como en sus letrillas, ya cáustico censor y austero moralista, como en las dos sátiras citadas, en las cuales se ve de cuerpo entero, no solo al poeta, sino al político conservador: naturalezas que en él habían llegado a ser inseparables. Su aversión a la anarquía, al desenfreno, al charlatanismo político, a las constituciones escritas en el papel y no en la conciencia de los pueblos, le llevaba hasta el chistoso extremo de invocar a cada momento en sus versos, no ya el sable del dictador, sino el garrote o la tranca, que consideraba como único remedio eficaz para la indisciplina de su país.
Pardo fue, no solamente poeta lírico, sino también poeta dramático, aunque en pocas obras, y todas de su juventud. Es, después de Gorostiza, el más notable representante del teatro cómico en América, con la ventaja de no ser sus comedias puramente españolas en las costumbres que retratan, como lo son las de Gorostiza, en quien nada americano hay más que la patria de su autor; sino pensadas y escritas para un auditorio limeño, con tipos y escenas propias del país. Son tres estas comedias: Frutos de la educación, Don Leocadio, o el aniversario de Ayacucho, Una huérfana en Chorrillos. La segunda es un juguete muy graciosamente versificado, con imitación visible del estilo de Bretón. pero cuya idea fundamental está tomada de un vaudeville francés. Las otras dos son enteramente originales, y verdaderas y muy apreciables comedias de costumbres del género de Moratín y Gorostiza, sin ningún rasgo que pueda decirse peculiarmente bretoniano. En su propósito moral, que no es otro que poner de manifiesto los vicios de la mala educación, reproducen el tema de las dos comedias de Iriarte: El Señorito mimado y La Señorita mal criada, pero no adolecen de su frialdad pedagógica, y la pintura de las costumbres es viva y chistosa. El escrúpulo en la observancia de las unidades clásicas llega hasta el extremo de reducir la acción a plazo menor que el de veinticuatro horas. Las comedias de Pardo, aunque puedan tacharse de tímidas y acompasadas, son los productos más nobles y decorosos que hasta ahora ha dado la musa cómica del Perú, y valen tanto, por lo menos, como otras españolas muy celebradas del mismo género y escuela, por ejemplo, La Niña en casa, de Martínez de la Rosa.
No obstante, ha de confesarse que Pardo, más bien que poeta cómico espontáneo y original, es un satírico y moralista en forma dramática. Su genio era ese, y sus comedias ganan mucho si se las considera como sátiras dialogadas; así como los amenos cuadros de costumbres que publicó en 1840 con el título de El Espejo de mi tierra, profesando seguir las huellas de Larra y Mesonero Romanos, recuerdan más la punzante manera del primero, aunque sin su dejo amargo y misantrópico, que la inofensiva y bonachona del segundo. En prosa, lo mismo que en verso, fue Pardo correctísimo escritor, y hasta sus alegatos jurídicos y los documentos cancillerescos que suscribió, están redactados con buena literatura, muy rara en tal género de papeles, que pocos se atreverían a coleccionar como él lo hizo, sin detrimento alguno de su fama.
Heredó la vena satírica de Pardo, aunque no su aticismo, ni su cultura, ni su delicado gusto, D. Manuel Ascensio Segura, también poeta festivo y articulista de costumbres, pero, sobre todo, poeta dramático. El Perú le debe un repertorio cómico, superior en cantidad y en calidad al que puede ofrecer ninguna otra sección de América. Hasta once comedias suyas se han coleccionado, y dió a las tablas otras dos, que todavía están inéditas. Las comedias de Segura lindan muchas veces con la farsa: aun las compuestas en tres o más actos son sainetes largos, excepto Ña Catita, que es genuina comedia de carácter, y estudio bien hecho de un carácter de beata maldiciente y embrollona, que por ciertos rasgos locales se salva del amaneramiento inherente a la repetición de tipo tan conocido en las tablas. Domina en los cuadros de Segura cierto mal tono que, según creemos, debe achacarse al poeta más bien que a la sociedad que describe. En Lances de Amancaes, por ejemplo, los personajes, que quieren ser caballeros y damas de la mejor sociedad limeña, pasan gran parte de la acción bebiendo pisco, y hablan y proceden en consonancia con tal refresco. Pero no hay duda que Segura hace reír con risa inextinguible; que sus piezas abundan en saladas ocurrencias del más puro criollismo; que despunta en ellas la vena aguda y jovial que hace de los peruanos, los andaluces de la América del Sur; que la versificación abundantísima y desenfadada, aunque incorrecta, recuerda la maravillosa espontaneidad de Narciso Serra, con quien ofrece Segura más puntos de analogía que con Bretón ni con D. Ramón de la Cruz, por más que con uno y otro se le haya comparado; y finalmente, que este autor tiene el mérito indisputable de haber reproducido con fidelidad y gracia los principales aspectos cómicos de la vida limeña, así en sus piezas de costumbres domésticas como en las de costumbres políticas, verbigracia, Un Juguete y El Resignado y aun en las farsas populares, como El Sargento Canuto.
El ingenio cómico de Segura ha dejado también algunos chispazos en sus letrillas, en sus sátiras políticas y en los artículos de costumbres que publicó en la Bolsa y en El Cometa, pero no aparece completo más que en sus obras escénicas.
Perteneció a la misma generación literaria que D. Felipe Pardo y que Segura, aunque de menor edad que ellos, un hermano del primero, D. José Pardo y Aliaga, de excelente educación clásica, como lo prueba su oda A la independencia de América, laureada en un certamen de Chile; y de estro satírico no inferior al de su hermano, en algunas letrillas.
A estos nombres, a los cuales pueden añadirse, con algún otro más oscuro, los de D. José María Seguín, D. Manuel Ferreyros, don Jgnacio Novoa, D. Miguel del Carpio, magistrado y estadista, que no por el mérito de sus versos, sino por su tertulia literaria y por la generosa protección que concedía a los literatos noveles, ha conseguido pasar a la historia, estaba reducido el grupo clásico de Lima por los años de 1848. Entonces entró en escena una nueva generación literaria, sobre la cual nos ha dado los más interesantes pormenores el ameno e ingenioso escritor don Ricardo Palma, que fue y continúa siendo uno de los principales ornamentos de ella.
«De 1848 a 1860—escribe Palma—se desarrolló en el Perú… pasión febril por la literatura. Al largo período de revoluciones y motines, consecuencia lógica de lo prematuro de nuestra independencia, había sucedido una era de paz, orden y garantías. Fundábanse planteles de educación: la Escuela de Medicina adquiría prestigio, impulsada por su ilustre decano D. Cayetano Heredia; y el Convictorio de San Carlos, bajo la sabia dirección de D. Bartolomé Herrera, reconquistaba su antiguo esplendor. Por entonces llegaba de España D. Sebastián Lorente, era nombrado rector del Colegio de Guadalupe, y ante un crecido concurso daba lecciones orales de historia y de literatura. Lorente era un innovador de gran talento, y la victoria fue suya en la lucha con los rutinarios. La nueva generación le seguía y escuchaba como a un apóstol.»
Efectivamente, aquella juventud literaria se entregó en cuerpo y alma al romanticismo español, como la de la República Argentina se había entregado al romanticismo francés. Espronceda, Zorrilla, Arolas, Bermúdez de Castro y Enrique Gil, contaron desde luego gran número de fervientes imitadores; pero quien fascinó y arrastró con su ejemplo a todos los principiantes, fue el inspirado aunque incorrectísimo poeta montañés Fernando Velarde, de quien ya hemos hablado al tratar de Guatemala, y cuyo gusto y estilo dejaron profunda huella en casi todas las repúblicas de América. Talento original, pero inculto y bravío; imaginación poderosa cuanto desequilibrada; un mal gusto que parecía ingénito e indomable, puesto que resistió a toda disciplina y fue creciendo monstruosamente con los años; alma vehemente, apasionada y triste, con dejos de candor infantil y visiones de iluminado; una potencia de versificador capaz de levantar en peso las moles de los Andes, pero de la cual usaba y abusaba sin tino ni juicio, convirtiéndose muchas veces en retumbante zurcidor de alejandrinos huecos; un sentimiento profundo y casi místico de la naturaleza; elevadas aunque confusas aspiraciones de ultratumba; un idealismo más germánico que español, ataviado con el sombrero de jipijapa y el lujo charro del indiano de nuestra costa cantábrica: todas estas cualidades, a primera vista inconciliables, concurrían en el fecundo y excéntrico vate de Hinojedo, a quien nuestra historia literaria ha olvidado malamente, porque en condiciones nativas fue superior a muchos, y en influencia fuera de su tierra sólo Zorrilla, Espronceda y Tassara pueden aventajarle entre nuestros románticos.
Cuando Velarde llegó al Perú después de haber residido algún tiempo en la isla de Cuba, ya había escrito algunos de sus mejores versos: la Despedida a Santander, El Pico de Teide, la Meditación en la isla de Pinos, todos los cuales coleccionó en un tomo publicado en Lima en 1848, con el título de Flores del Desierto. Redactó, además, durante dos años, un semanario de literatura, El Talismán, y se hizo tan notorio por los aciertos y esplendores de su musa, cuanto por el generoso ardor patriótico con que defendió el nombre de España, y por las rarezas de su irascible condición, que le atrajeron pesados lances, obligándole por fin a emigrar en 1855 a otras repúblicas, primero al Ecuador, después a Bolivia y a Chile y finalmente a Guatemala, siempre con la frente erguida y el canto varonil en los labios: dejando por donde quiera admiradores y discípulos, halagado unas veces por la fortuna, reducido otras a la indigencia: raro personaje, sin duda, pero nunca vulgar ni indigno de su raza que tanta sangre y tanto sudor ha vertido en la América española. De su estancia en el Perú y repúblicas limítrofes, datan las principales composiciones de Velarde: las valientes octavas con que en 1851 saludó al pabellón español en medio de los insultos y agresiones de la plebe de Lima, el canto descriptivo de Los Andes del Ecuador, el otro canto en alejandrinos A la cordillera de los Andes, donde hay muestras de lo mejor y de lo peor de su estilo, y La Última Melodía Romántica, que por sí sola bastaría para acreditarle de gran poeta.
En el Perú tuvo Velarde émulos, pero tuvo en mayor número apasionados fanáticos, sobre todo, en la grey juvenil. Son los que Palma llama bohemios y cuyas memorias biográficas ha recogido con piadoso celo. Algunos de ellos, como el ilustre guayaquileño don Numa Pompilio Llona, el mismo Palma, D. Pedro Paz-Soldán y Unanue (Juan de Arona ), D. Luis Benjamín Cisneros, don Arnaldo Márquez (traductor de Shakespeare) y otros varios, viven. De los que han muerto diremos algo, guiándonos principalmente por las noticias del Sr. Palma, puesto que no de todos hemos logrado ver las obras completas, y otros ni siquiera las han coleccionado.
Don Manuel del Castillo († 1871), «vate tan incorrecto como sentimental», era arequipeño como Melgar, y a imitación suya, compuso yaravíes, de los cuales puede servir como muestra el siguiente, que tiene reminiscencias de uno de nuestros más bellos romances viejos:
Ya que para mí no vives,
¿Por qué te vas y me dejas?
Prenda querida:
Viviré como la viuda
Tortolica que ha perdido
Su compañía.
Como la nave agitada
Por los vientos, que resiste
Del mar las iras,
Es juguete de las olas,
Y sin arribar al puerto
Se hunde y abisma.
Como paloma que el nido
Vió en la selva, por el rayo
Hecho cenizas,
Y cuando huía gimiendo,
El cazador la acechaba
Con saña impía.
Como árbol de fruto osado
Que enseñorea los prados
Su lozanía,
Miró secarse su savia
Porque el agua le faltó,
Que era su vida:
Así yo, querida prenda,
Seré tortolica viuda,
Nave perdida.
Seré paloma sin nido,
Seré árbol de seco tronco
Si te retiras.
Don Manuel Nicolás Corpancho (1830-1863), autor de dos dramas románticos, El Poeta Cruzado y El Templario, que nada tienen digno de alabanza más que la versificación, y de unos Ensayos Poéticos dados a luz en París en 1854, no tuvo tiempo para emanciparse de la imitación demasiado directa de Zorrilla, y sólo dejó versos armoniosos, pero sin carácter personal. Su ensayo épico Magallanes vale muy poco. La prematura y horrible muerte de Corpancho, a bordo de un buque que se incendió en alta mar, frustró las muchas esperanzas que en él se fundaban.
Don Clemente Althaus (1835-1881) aspiró a la pureza clásica, sin conseguirla más que de lejos. Es bastante correcto en la forma y, en concepto de Palma, «el más académico de los poetas peruanos». «Como individuo (prosigue el mismo crítico), Althaus rayaba en excéntrico, y su pulcritud en afeminación… Se había creado para sí un mundo ideal, fantástico, y, naturalmente, mortificábanlo infinito las realidades de este mundo sensual y materializado.» Althaus murió en París completamente loco. Hay dos colecciones de sus poesías, una de 1863 y otra de 1872. Sus versos atildados, limpios y cultos, pero con frecuencia fríos y secos. Esta regla tolera, sin embargo, felices excepciones. El Último Canto de Safo, que tiene acertadas reminiscencias de Leopardi, me parece la más acabada de sus piezas líricas. Escribió también una tragedia clásica, Antioco, «más para leída que para representada».
El mismo desastroso fin que Althaus tuvo otro notable lírico, don Adolfo García (1828-1883), que murió en la locura y en la miseria, y fue enterrado de limosna. Han sido muy celebradas sus quintillas A Bolívar. composición efectista del género de las décimas de nuestro López García Al Dos de Mayo; pero a mi juicio, los versos suyos que deben sobrevivirle son los de la elegante y delicada oda Mis recuerdos.
Diamantes y perlas y Destellos y albores se rotulan las dos colecciones poéticas de D. Carlos Augusto Salaverry (1813-1840), hijo del infortunado general y Presidente de la República, que fue fusilado en Arequipa por el Protector Santa Cruz. No afirmaré que sean diamantes y perlas todo lo que contiene el tomo de Salaverry, que no anduvo muy modesto en el título; pero sí que en aquellos versos alborea y destella un numen lírico más vigoroso que el de Althaus, y más seguro de sus fuerzas que el de García. Tiene buenos sonetos. Pero lo mejor que conozco de sus obras es la inspirada y sentida elegía Acuérdate de mí, a la cual pertenecen las siguientes estrofas:
Ya no late, ni siente, ni aun respira Petrificada el alma allá en lo interno; ¡Tu cifra en mármol con buril eterno Queda grabada en mí! Ni hay queja al labio, ni a los ojos llanto; Muerto para el amor y la ventura, Está en tu corazón mi sepultura Y el cadáver aquí. En este corazón ya enmudecido Cual la ruina de un templo silencioso, Vacío, abandonado, pavoroso, Sin luz y sin rumor: Embalsamadas ondas de armonía Elevábanse un tiempo en sus altares; Y vibraban melódicos cantares Los ecos de tu amor... Pero ¿qué es este mar? ¿qué es el espacio, Qué la distancia de los altos montes? ¿Ni qué son esos turbios horizontes Que miro desde aquí; Si al través del espacio y de las cumbres, De ese ancho mar y de ese firmamento, Vuela por el azul mi pensamiento Y vive junto a ti? Si yo tus alas invisible veo, Te llevo dentro el alma, estás conmigo, ¡Tú sombra soy, y adonde vas te sigo De tus huellas en pos! Y en vano intentan que mi nombre olvides ¡Nacieron nuestras almas enlazadas, Y en el mismo crisol purificadas Por la mano de Dios! (...) Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido; Mi nombre está en la atmósfera, en la brisa, Y ocultas al través de tu sonrisa Lágrimas de dolor; Pues mi recuerdo tu memoria asalta, Y a pesar tuyo por mi amor suspiras, Y hasta el ambiente mismo que respiras Te repite mi amor. ¡Oh! cuando vea en la desierta playa, Con mi tristeza y mi dolor a solas, El vaivén incesante de las olas, Me acordaré de ti; Cuando veas que una ave solitaria Cruza el espacio en moribundo vuelo, Buscando un nido entre la mar y el cielo ¡Acuérdate de mí!
Salaverry dió culto también a las musas del teatro, pero con infeliz fortuna. Ninguno de sus dramas, incluso Atahualpa, que fue en su tiempo el más celebrado, sin duda por la fluidez de los versos, le ha sobrevivido.
Mucho más joven que los hasta aquí citados era D. Constantino Carrasco (1841 – 1877), partidario del americanismo en poesía, autor de una silva muy celebrada Al Árbol de la quina, conocedor de la lengua quichua, y traductor en verso castellano del famoso Ollantay, que se ha querido dar por antiquísimo texto dramático de dicha literatura, pero que, leído desapasionadamente, no parece, a lo menos en las traducciones, más que una imitación de las comedias españolas, hecha por algún ingenioso misionero del siglo XVII, y quizá de tiempo muy posterior. Si en esto erramos, nuestra ignorancia nos disculpe, pero no somos los únicos en opinar así, y en el Perú mismo no falta quien nos acompañe en tal creencia.
El estudio detenido de las colecciones, muy raras en Europa (si es que alguna completa existe), de la Revista de Lima y del Correo del Perú, podría acrecentar con bastantes nombres este catálogo. Pero no hay duda que la literatura del Perú independiente no conserva ya entre las de la América del Sur el puesto de primacía que tuvo durante la época colonial. A par con la decadencia política ha ido la decadencia literaria: las brillantes excepciones de Pardo, Segura, Palma y Juan de Arona no hacen más que confirmar la regla. Lima no es hoy la cabeza y el corazón de la América del Sur, como lo fue en los tiempos del Virreinato. No parece sino que un triste presentimiento hizo andar a los peruanos tan reacios en asociarse al movimiento de emancipación, cuyos beneficios han sido para ellos tan caramente comprados. Bolívar empezó por despojarles del hermoso puerto de Guayaquil, y por crear definitivamente con las provincias del Alto Perú una nueva República. Chile rompió todos sus antiguos lazos de dependencia y se levantó con la hegemonía política del Sur, afirmándola después con guerras y anexiones, siempre desastrosas para sus vecinos. Pueblos que en la historia colonial habían sido secundarios y olvidados, como Venezuela y Nueva Granada, levantaron su cabeza ceñida con los laureles de la guerra de la Independencia, y se repartieron la herencia de Bolívar, asumiendo ante Europa la representación de la causa americana. La Argentina se engrandeció como por encanto con la inmigración europea y con la conquista del desierto. Entretanto, el Perú, materialmente enriquecido por el guano y el salitre, pero devorado por las facciones, iba descendiendo rápidamente en la escala política, a despecho de sus inmensos recursos naturales y del talento vivo y despierto de sus hijos. Pero quien tuvo retuvo, como dice el proverbio vulgar; y aunque Lima no sea ya la Atenas del Sur, y aunque Buenos Aires, Santiago de Chile, Bogotá y Caracas hayan sido centros más activos de cultura moderna, nadie podrá negar a aquella hermosa y desventurada ciudad, ni el prestigio de su tradición gloriosa, ni el haber conservado en lengua y costumbres el sello español, que suele ser en América el único y verdadero americanismo: aquel especial matiz de ingenio castizo y de chiste indígena que avalora todas las producciones festivas de la musa peruana, desde las letrillas y sátiras de D. Felipe Pardo hasta las comedias de Segura, las Tradiciones de Palma y las humorísticas poesías de Paz-Soldán: un no sé qué indefinible de gracia desenvuelta y no pensada, que a cualquier español hace mirar con cariño y simpatía a aquellos que, bajo el antiguo régimen fueron, entre todos los criollos, los hijos mimados de España, tan españoles en todo, hasta en algunos de sus defectos y flaquezas.
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