Unde malum faciamus?
Como Eugenio Montale (en su poema «Mediterráneo»): «Quise buscar el mal / que carcome el mundo, la pequeña torcedura / de una palanca que para / la maquinaria universal». Sé al menos que algunas condiciones humanas (conductas) se apartan del mal, como la propia curiosidad, el deseo de saber e investigar, el ensayo y el juego, la superación física y mental (intelectual), el esfuerzo y la valoración de las otredades, la atención sobre las cosas, la imitación productiva, el estudio y la creatividad, la belleza y la poesía. Añádanse los sentimientos como el amor, la piedad, el deseo de ayudar a otros, la colaboración, el estímulo dado por la bondad, y otras muchas acciones y reacciones de la praxis vital. Se ha dicho que el amor es la única manifestación humana que vence a la muerte, y al tiempo y al espacio. El buen amor es constructivo, creativo.
Al penetrar en el entorno ensayístico de Paul Ricoeur, comparto con él el título de su ensayo que mejor he leído sobre la materia: «El mal: desafío a la filosofía y a la teología», de 1986. Allí dice el filósofo y antropólogo francés:
En el rigor de este término, el mal moral —el pecado en lenguaje religioso— designa aquello que hace de la acción humana un objeto de imputación, de acusación y de reproche. La imputación consiste en asignar a un sujeto responsable una acción susceptible de apreciación moral. La acusación caracteriza la acción misma como violación de un código ético dominante en la comunidad considerada. El reproche designa el juicio de condenación en virtud del cual el autor de la acción es declarado culpable y merece ser castigado. Es así como el mal moral interfiere con el sufrimiento, en la medida en que el castigo es un sufrimiento infligido.
El mal social, el mal-que-hace el otro, o que le hacemos, el mal de la alienación económica, ¿proceden de la red naciente de la propiedad privada, que sería un mal en sí? Si el ser perdiese los males consecuentes como vanidad, arrogancia, envidia, capaces de auto superación para alcanzar al otro, ¿existiría el progreso tal y como lo entendemos? Quizás sí, si el progreso se asienta en la curiosidad, el deseo de saber más y la batalla por dominar de manera cooperativa el medio físico cada vez más amplio. El mal puede ser una fuerza motriz de la vida social y alguno pensaría que sin él no hay progreso, porque el mal se halla en la contradicción de las contradicciones de la dialéctica hegeliana y marxista. La verdad es que si nos inmiscuimos en el asunto del mal desde la teología, veremos la cantidad inmensa de literatura emitida al respecto. De todos modos, toda ella culpando o disculpando a Dios del entramado maligno, se ha tenido que acostumbrar a la existencia invariable de lo que entendemos por «mal», casi siempre con carga ética, moral.
Ricoeur ha signado «la sorprendente variedad» de las causas relacionadas con la enfermedad, la vejez y la muerte: «adversidad de la naturaleza física, enfermedades y debilidades del cuerpo y del espíritu, aflicción producida por la muerte de seres queridos, perspectiva horrorosa de la mortalidad propia, sentimiento de indignidad personal, etc.». Dice bien que llamamos «pena» al castigo, a la conciencia del mal, mal que se comete o que se padece. Ricoeur añade: «todo sufrimiento es merecido porque es el castigo de un pecado individual o colectivo, conocido o desconocido», a lo que llama «retribución», asunción del sufrimiento, de la pena. En Isaías 45, leemos que el bien y el mal caen bajo el dominio único de Dios, por lo que no hay dos creadores opuestos, y es él quien fija la retribución (¿o sea, un dios que nos creó imperfectos para penarnos ad eternum por nuestra imperfecciones durante la cortedad de la vida?).
En este proceso, Ricoeur mismo señala: «todo mal ya sea este peccatum (pecado), o poena (pena), contiene una visión puramente moral del mal, que a su vez entraña una visión penal de la historia». Así el mal que es causa se convierte en consecuencia y viceversa, y si la especie humana tiene historia, como la tiene, ese mal radica en su tractus, y entonces ya no nos preguntamos de dónde viene el mal (Unde malum?) sino ¿de dónde proviene el mal que hacemos? (Unde malum faciamus?). Por eso Ricoeur enuncia: «Concluyendo, quisiera subrayar que el problema del mal no es solamente un problema especulativo: este exige la convergencia del pensamiento, y la acción (en el sentido moral y político) y una transformación espiritual de los sentimientos».
Sería decir que la praxis del mal es social en tanto irrumpe en el conglomerado humano como «el lado negativo» de la especie… y de la vida. A la hora de la alimentación, la vida se alimenta de la vida, mata para comer. Ese círculo se hace vicioso, no hay salida de él, así comamos vegetales, peces, aves o vacunos. Y matar se declina en actos de crueldad, maldad suma contra el que o lo que nos comemos, pero bien para poder seguir vivo, persistir para reproducirnos, o para solamente vivir más. He ahí cuán relativo es el suceso del mal. Como dice Ricoeur: «La dialéctica hace de esta manera, coincidir en todas las cosas lo trágico de la lógica: es necesario que cualquier cosa muera para que cualquier cosa mayor nazca».
En la Biblia del Peregrino se lee que Dios puede sacar bien del mal y hacer que el bien triunfe (Génesis 50, 20). Y en Sacramento Mundi leemos: «El mal no puede radicar en Dios, pero indudablemente Dios debe interesarse por aquello en que radica el mal». En esta versión bíblica y en un artículo de Klaus Hemmerle (un notable estudioso de la filosofía de Shelling), se lee que: «la facticidad antidivina del mal apunta hacia fuera de Dios y a la vez remite a él». De modo que no es propio ni fácil separar la existencia del mal de la creencia en una divinidad justa y omnipotente. Desde su perfil cristiano y en la misma fuente citada antes, Hemmerle define el proceso dialéctico mal/bien de la siguiente forma:
El mal no se concibe sin el bien, mientras que el bien, para ser bueno, no necesita del mal. El mal existe merced al bien, no a la inversa […] lo puesto, realizado y afirmado es negativo: el «no» al bien, su ausencia; de ahí el «vacío» interno del mal. El «no» dado así al bien descubre en su interior otra oposición más: la oposición del bien a sí mismo dentro de su negación puesta por la voluntad. La mala voluntad —y aquí radica su maldad— impugna el bien que conoce como tal y presenta al mismo tiempo como bien lo puesto en esta impugnación.
En otra interpretación, lo que es enteramente bueno no puede contaminarse con el mal, de modo que tal idea excluye a Dios de todo desaguisado: Él separó la luz como bien y a las tinieblas como mal, de modo que Él es solo autor del bien, aunque el mal quedó allí agazapado frente a la Creación. Eso, si no entendemos también cierta enseñanza bíblica por la que Dios es autor también de las tinieblas. En Los cantos de Maldoror el poeta maldito Lautréamont hizo una observación nada disculpante: «Ya que, si el cielo, como la tierra, fue creado por Dios, ten por seguro que encontrarás allí los mismos males que aquí abajo». O sea, lo que está arriba es como lo que está debajo, según Hermes Trismegisto. Con Epicuro, aunque ya muy discutido y rebatido y vuelto a justificar y a rebatir, su idea sigue con vigencia expositiva:
Dios, o bien quiere impedir los males y no puede, o puede y no quiere, o ni quiere ni puede, o quiere y puede. Si quiere y no puede es impotente, lo cual es imposible en Dios. Si puede y no quiere, es envidioso, lo que, del mismo modo, es contrario a Dios. Si ni quiere ni puede, es envidioso e impotente; por tanto, ni siquiera es Dios. Si puede y quiere, que es lo único que conviene a Dios, ¿de dónde proviene entonces la existencia de los males y por qué no los impide?
Juzgar que el problema del mal se asienta en la relación del ser con el Ser puede simplificar el asunto, por eso Susan Neiman aclara: «Imaginar un Dios que juzga muchas de las formas de vida creadas por Él como pecaminosas, y luego nos tortura por toda la eternidad por nuestra fugaz participación en ellas, difícilmente puede considerarse como una solución al problema del mal». La idea de la «salvación» no debería consistir en la simplificación de un perdón eterno, pues, dice ella misma: «la vida es algo más que vicio y dolor», y es excesivo nuestro elemental egoísmo de figurarnos un Dios que se ocupa solo de nosotros, como si el resto de la Creación no fuera también de importancia para el universo. Quien crea que el mal fue introducido en el mundo, en la vida social, debería pensar que también entonces podría ser erradicado. La dicotomía bien/mal, sin embargo, puede funcionar como los polos, si no hay norte, no habrá sur.
En las fuentes de mal que he expuesto antes, se verá que el mal no proviene solo de los conceptos teocéntricos del mundo, de la teodicea, sino que está en la naturaleza (solo en su efecto sobre la sociedad, pues no es consciente de ser mal), en la vida social y en la trama de la vida. Si la realidad objetiva no es sustancia de la Creación, sino del propio devenir (de la materia, de la energía…), habría que ver con Schopenhauer que el mundo provenga de un «impulso ciego», como parte del «diseño» autónomo del cosmos, que no tiene un diseñador.
Según J. Cruz Cruz, tomado de la Enciclopedia Rialp:
Según Kant, en la naturaleza humana coexisten dos principios opuestos: uno del bien y otro del mal. El hombre está dispuesto al bien por el triple principio de la animalidad (ser vivo), de la humanidad (ser racional) y de la personalidad (ser libre). Al mismo tiempo, el hombre tiende al mal por la triple disposición de la fragilidad, de la impureza y de la maldad y corrupción. El hombre se halla cautivo por naturaleza: el hombre conoce la ley moral y puede alejarse de ella. Este es un «mal radical» al que no puede escapar; es radical porque pervierte el fundamento de todas las máximas y no puede ser destruido por fuerzas humanas: esto sólo podría acaecer mediante máximas buenas, cosa imposible, pues el principio supremo de toda máxima está ya corrompido. El mal radical está depositado en el «carácter sensible» del hombre, mientras que el principio del bien lo está en su «carácter inteligible». Así, pues, el criterio del bien y del mal se encuentra en la voluntad del hombre. El principio de la moralidad es una pura ley a priori que coincide con la voluntad misma. Por tanto, el mal puede entenderse en un doble sentido: por relación a nuestro estado «sensible» de placer o displacer y por relación a nuestra voluntad determinada por la ley racional. La buena voluntad es la victoria del bien sobre el mal.
Este dualismo o dicotomía kantiana explica el mal desde el ser, y podría ser resuelto desde la propia praxis social humana. Así mismo las utopías vencen el mal y crean estados de gracia vitales: un paraíso donde no existe el mal (el pecado para los cristianos), sino solo un estado de bonanza acicateado por los principios de bondad que rigen el progreso. Pues el paraíso no puede ser tampoco un estado estático, de perennidad imposible en la trama del universo, su estatismo procuraría un supremo aburrimiento, posible fuente de males.
Desde el punto de vista de la fe occidental, del cristianismo, expresa Ricoeur: «en Cristo, Dios ha vencido el mal […] testimoniando así que este ya ha sido vencido. Faltaría aún la plena manifestación de su eliminación», y esa sería el apocalipsis, la borradura del ayer para un mañana utópico, sin mal. El Paraíso, el Edén (locus amoenus), el nirvana, están libres de todo ejercicio de mal. No hay utopía (el comunismo, el libre mercado, los presupuestos sociales perfeccionistas) que no contemplen la erradicación del mal. No podemos concebir con entero juicio qué sería una sociedad en devenir sin las fuerzas del mal, un grupo social que alcanzara la bondad entera, la gracia, la praxis de concordia absoluta y se desplazara en el cosmos para alimentarse mejor, del cosmos mismo, de la energía y no de la energía que provoca la vida. Así combatiríamos la frase de Virgilio en La Eneida: Malesuada fames: el hambre aconseja hacer el mal.
Toda utopía destierra al mal, el mal no es así una fuerza evolutiva, un sujeto del desarrollo, una praxis utilitaria que concede progreso. Si el mal existe per se en el universo que habitamos, el asunto no sería erradicarlo, sino convertirlo en fuente de bien. Entonces mejor ello implica definir al bien, antes que preocuparnos de la existencia del mal. El mal es erradicable y al hacerlo no existirá tampoco el bien (como dualismo terminológico), sino la fuente de vida, la vida toda sería el bien.
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