Malos tueri haud tutum
«Es peligroso hacer el bien a los malos», dice la frase latina, proverbio vigente mientras exista el mal. Pero entonces, ¿hay que hacerles mal a los malos? ¿O no hacerles nada y dejarlos ser? Habría que combatir a los males, no a sus víctimas, aunque ellos mismos sean victimarios. Pero a veces son tan malos que… ¿Qué?
Frente al mal, el ser humano se enfrenta a lo dubitativo, precisamente ser humano implica muchas veces dudar. ¿Quién tiene la panacea de la certeza? La duda no es uno de los males, resulta de la inquietud humana en su camino de perfección social, serpenteante, que da vueltas y a veces parece que marcha hacia atrás. El mal gesto puede ser parte del mal gusto. Y ambos parecen partes inexcusable del mal general. La conducta humana está llena de tanto mal como bien, de bienes materiales y males espirituales y viceversa, ojalá ello no sea una ley de existencia.
De Plotino a Leibniz algunos filósofos han considerado al mal como parte indisoluble de la realidad, como algo necesario para lograr la armonía del universo: el mal podría ser la explosión de una estrella, necesaria para que existan los elementos pesados en el cosmos… Pero al estallar, todos los mundos en torno desaparecerían, incluida la vida que hubiese en alguno de ellos, pero la armonía cósmica se restablecería y daría lugar a evoluciones nuevas. Se parece un poco a la historia de Job. De hecho, la disputa entre Bien y Mal que entraña la fidelidad creyente de Job ha sido discutida desde la antigüedad. Cuando Job ya ha sido probado, Dios le dona una nueva familia y todas las riquezas y las consideraciones sociales y la salud que poseía anteriormente, pero siempre he pensado cuánto dolor quedaría en el pozo de Job por aquella familia perdida y nunca recuperada. Aquellos que fueron eliminados, ¿podrían ser llanamente sustituidos, como si fuesen corderos en una majada? ¿Qué vale en verdad la vida humana?
En Job, Dios tomó cuenta del mundo y lo rehízo según su voluntad, entonces, pregunta la filósofa Susan Neiman: «¿por qué habría uno de preocuparse por hacerlo?». Así la confianza excesiva en la divinidad se convierte en un mal: no actuar sobre el mundo, porque Él lo hará: poner las cosas en las manos de Dios. La renuncia a actuar trae consigo conformismo, renuncia a la acción, como desechar la lucha por el bien…, y la justicia humana, porque para esa praxis la justica válida es divina. Estaríamos así en el mejor de los mundos (posibles). Otro mundo sin el poder divino es impensable bajo tal filosofía religiosa. Quizás por eso Marx la declaró, a la tal filosofía y praxis religiosas y no a la fe humana sincera, como «el opio de los pueblos». No se trata de «no creer», en afiliarse al ateísmo, sino en poder actuar sobre la realidad para transformarla a nuestro favor. El bien debe estar asociado al interés humano.
La utopía de erradicar el mal significa erradicar la maldad. No somos inmortales, pero formamos parte de la inmortalidad, si es que ella existe realmente en la naturaleza cósmica. Somos un pedazo sumamente ínfimo de la infinitud. Visto el vaso medio lleno, podemos sin dudas ser mejores, y para ello habríamos de dar un salto en la especie. No somos la que ha de vivir dentro de cien mil años: o habremos desaparecido o habremos evolucionado. A la hora de mudarnos de astro, de abandonar el ya inhabitable planeta Tierra, debemos ser una especie que ha derrotado los males sociales y que lucha contra otros de diversos tipos de intensidad. Pero tal pensamiento forma ahora parte de la ciencia ficción o de la futurología. Por el momento, mientras el Sol no se expanda, somos una especie que al menos tenemos conciencia del mal, aunque lo practiquemos intensamente. Como dice Susan Neiman en bella metaforización: «El ángel decide que si no todo es bueno, al menos resulta pasable. Destruir una ciudad por causa de sus pecados no tiene mayor sentido que destruir una obra de arte porque no está toda hecha de joyas y oro».
La insistencia de hallar el mal en los orígenes de la vida conduce hacia la creencia de que nosotros (imagen y semejanza) imitamos al Creador en razón compositiva Bien/Mal. Ya he discutido la idea de que dejar el mal del lado de la teología, ligado o no a un Dios que de todos modos nos protege y del que somos hijos, puede ser un error significativo hasta en un pensador tan sensible y fino como san Agustín. El mal tiene su autoctonía y es necesario para saber qué es entonces el bien. Amplío la idea: sin la existencia del mal, no habría relatividad de designación para entender la inexistencia de un complemento par, polar, dicotomía significativa que implica el hecho de que si derrotamos por completo una de sus partes, la otra se convertiría en normativa única sin referente de contrario. Sin mal, no habría dolor, ¿de qué habríamos de quejarnos?, ¿cómo funcionaría el acicate para «ser mejores»? Cuando hayamos vencido el sufrimiento y el aburrimiento, estaremos ya abiertos al cosmos, viajando y descubriendo y colonizando (¿traería males, guerras contra otras especies y «colonizados»?), bajo el acicate de la ciencia, del arte, de la curiosidad benigna, de la necesidad perentoria. Por ahora resta la lucha a veces antagónica entre bien y mal.
Si por el mal la vida no tiene sentido, habría que dárselo, buscarlo, llenar la vida de sentido, y entonces uno de los males mayores, la muerte, ocuparía un rango menor, fuera del miedo y del horror de disolvernos. Vivir es tener algo que hacer con nuestra existencia, ninguna vida es inútil, cumplimos un papel determinando, sea este de cumbre o de llano, de cabeza o pie, de buen o mal ejemplo vital. Las normas que la sociedad ha impuesto por siglos sobre la moral descansan en la propia evolución hacia nuevas formas de convivencia, por lo que son desechables y ojalá ello siempre sea para un grado de convivencia total más alta y eficiente, entonces mucho de lo que entendemos por mal, desaparecería. No podemos quedar atrapados por siglos bajo una derrota frente a determinados «males», ya sean sexuales o económicos, no podemos ser eternamente víctimas y a la vez cómplices del mal, o de los males en general. Puede que entendamos que los males tienen a la par raíz política por estar centrados en el meollo de la sociedad, entonces deben ser tratados también como partes del combate político por «un mundo mejor».
Si se entiende al mal como un acicate evolutivo, nuestra voluntad social indica que hemos de evolucionar hacia lo que entendemos por bien. No hay una agenda de soluciones, ¿a quién se le ocurre hacer un programa universal contra el mal? Quizás sí, a algún dogmático de la fe (religiosa o política), porque en verdad la maldad es un objetivo a derrotar, y la batalla es parte de la evolución de la especie, si quiere salvarse y despegar hacia un progreso en el dominio del espacio y del tiempo. Quizás alcanzará la vida de la especie para lograrlo. En uno de los artículos de Sacramentum mundi, Jörg Splett informa que: «Es la desobediencia libre y culpable del hombre la que destruye la armonía del estado originario, aunque el hombre es ya tentado por un poder maligno cuyo origen permanece oscuro. Con todo, este poder está bajo la autoridad y el juicio de Dios». El mal se queda así en la esfera humana, en la praxis, la historia (una historia del mal) donde el ser desobedece al Ser, y funda desde las tinieblas (¿no se hallaba ya allí?) la secuencia del mal. Splett deja el problema del mal en «un misterio».
Decenas de esferas del saber y del creer humanos conspiran a favor de la comprensión general del mal y para su superación con la eventualidad de los siglos venideros. El mal no es una esfera de la filosofía, ni de la religión, ni de otra alguna, lo es de todas las esferas humanas en la tentativa inmensa de resolver el problema del mal. Hay que entender que la vida tiene sentido, siquiera sea por la batalla del perfeccionamiento de la especie, y como dice S. Neiman: «Las creencias en el pecado original persisten porque es más fácil experimentar la vida como un castigo que experimentarla como algo sin sentido». Descubrir el sentido (o los varios objetos de vivir) es ya derrotar algunas formas de mal.
Así como es ilógico establecer un programa para combatir el mal, tomado como conditio metafísica, el combate de los males está arraigado en la evolución humana. Parece, pues, que al mal se le derrotaría desde la erradicación gradual de los males, combate humano, social, por excelencia. A medida que las ciencias, las artes, el deporte de sanísima competencia, la política inevitablemente asociada a la polis, a la vida social, nos van haciendo mejores, con la propia evolución positiva de la especie expandiéndose en el cosmos, buscando nuevos hogares y recursos. Tal utopía precisa que la sociedad haga las elecciones correctas en espacio y tiempo como necesidad, venciendo los egoísmos nacionales, de clases o de individuos con afán de poder, salvándose del propio exterminio, del suicidio de la especie. Podría ser que las necesidades humanas actúen en favor de la concordia dialéctica, del progreso entendido como solución de adversidades y como enfrentamiento decisivo y unitario ante los retos graduales de la realidad.
Terminemos aquí (el asunto del mal es muy extenso) con una frase de José Martí, quien supo del mal, y también del perdón: «Yo suelo olvidar mi mal cuando curo el mal de los demás». La frase es de «El presidio político en Cuba», el joven Martí había mordido ya la manzana podrida de la malignidad del poder, del conservadurismo, de la esclavitud. Había sido desterrado y comenzaba a madurar en su mente la que él luego llamó «la guerra necesaria». Guerrear por el bien, por la libertad y por la justicia no era un mero propósito filosófico sino una praxis. «Curar» el mal o curarse del mal es el ejercicio de mayor plenitud de la especie humana. Y con Martí:
A la maldad se la castiga con dejar que se enseñe. La maldad es suicida. No es hora de censurar, sino de amar. Mañana se contará, cabeza por cabeza, todo lo de estos días, se ha de publicar, hombre por hombre, todo lo de estos días. El pueblo, cuando pase el bueno, dirá «¡ése!» El pueblo, cuando pase el malo dirá «¡ése!».
Tengamos esa fe.
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