El Teatro de las Estaciones hace un nuevo milagro: impulsar otra vez un tópico esencial de la poesía. Pues “Los dos príncipes” no vieron la luz, como a primera vista pareciera, de una idea de Helen Hunt Jackson o del poema indestructible de José Martí, sino que hunden sus raíces en los albores de la literatura.
Rubén Darío Salazar, desafiador constante, se ha atrevido otra vez con una meta tan alta como proponernos su relectura del motivo eterno del contraste. Martí asumió el tema en el sentido del paralelo existencial del dolor abismal en lo soberbio del hombre y lo más humilde, entre los estratos polarizados de la sociedad humana; su propuesta es la de la unión por el dolor. Rubén Darío no traiciona esa fuente martiana, pero la transforma en una imagen artística cuyo sereno esplendor, cuya sobrecogedora sombra, se orienta a una perspectiva de hondura admirable: no solo el sufrimiento nos funde en lo que de humanos podamos albergar, sino también, y sobre todo, la vida.
El poema del Maestro apunta a que el amor convierte en príncipe a cada persona. La puesta en escena Los dos príncipes subraya que la fusión de lo mejor del espíritu humano radica en la convergencia tangible de la vida. El pastorcillo le regala el bosque al príncipe asustado; el aristócrata aprende, el desposeído se levanta en su función primero de mentor, luego de amigo. En esa propuesta, pues, Rubén Darío se separa del subtexto martiano —todos somos iguales— para luchar por la integración de luz y sombra. Maravilloso trabajo escénico, en que, efectivamente, cada elemento del espectáculo defiende con fervor esa otra comprensión de la igualdad humana. La misma música se baila con la altivez del paso cortesano que con la dramática alegría y sabor sexual del campesino. ¿Se trata de una gallarda o de un saltarello, de una ceremoniosa pavana o de una frenética zarabanda? ¿Qué bailan de una parte el tiránico rey y su esposa, y de otra el aldeano y su mujer? El caso es que no importa: la música los hace equivalentes, eso que Martí llamara “poesía con alas”. La convergencia de lo humano se produce en la capacidad de bailar la misma música con diverso, pero no irreconciliable, expresión del cuerpo y del espíritu. Como toda integración de arte cabal, la partitura de Reynaldo Montalvo es una de las bases del milagro, que se sostiene con semejante expresividad sobre el diseño múltiple —siluetas, figuras, vestuario, y en particular luces y sombras (como pocas veces esta puesta en escena nos revela que la sombra también se diseña)— de Zenén Calero, en cuyas manos el yute y el cordel se convierte en lo que en realidad son: joyas de vida palpitante, lujo para la luz y la oscuridad del alma.
Otra vez Los dos príncipes, pero no museables, vivos en la audacia de declararnos que el teatro, el arte todo, es una aventura en la que, como señala gallardamente el texto, “es otra libertad la que buscamos”. La densidad de las actuaciones y su convergencia —el rey y el pastor, en el final estremecedor, intercambian sus roles, juegan, no solo a la teatralidad, sino a una manera posible de existir—, son fruto de una dirección teatral que presupongo tan inflexible como poderosa. Pero un espectador no puede resistir ser arrastrado al escenario de una manera particular: a mí me absorbió el trabajo de la actriz que encarnó a la pastora, porque María Laura Germán actuó con una fuerza visceral, de puro empinamiento hacia la verdad del arte, hacia el conflicto escénico —inacabablemente tejido sobre las tablas— entre la luz consoladora y la sombra que, como estos príncipes y pastores nos revelan, son al final no otra cosa que la única verdad con que contamos.
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