Dijo un poeta que «todo acto genial viene del pueblo, y va hacia él». Y así es.
La gente simple, bajo todos los cielos, ha creado su sabiduría para recolectar los frutos o construir la techumbre que la aísle de la furia de los elementos, para hacer gratos al paladar los platos cotidianos o para diseñar el canto que será amable compañía durante la brega y el jolgorio.
Y también aprendieron a curarse con lo que Mamá Natura les ponía a mano, incluidas esas plantas que, como dice un guajiro cubano, «están en toas partes, como las guasasas en tiempo `e agua».
De esta sabiduría dejó testimonio el investigador José Seoane Gallo (Santa Clara, 1936 – Id., 2008) en su tan delicioso como desconcertante libro El Folklore Médico de Cuba. Provincia de Camagüey (Ciencias Sociales, La Habana, 1984).
Por las planicies camagüeyanas y avileñas anduvo Seoane para enterarnos de cómo aquellas buenas gentes, al igual que el personaje Esteban de Carpentier, anduvieron interrogando al entorno para saber qué mensajes, qué signos les estaba deparando.
Ellos lograron —con lo que su elemental circunstancia les proveía— crear toda una terapéutica. Matar al abuje (pequeñísimo ácaro que irrita la piel) con guano hediondo. Curar la acidez estomacal (que achacan a «los nervios disparados») con el cocimiento de cundeamor. Erradicar el acné (según ellos provocado por el placer en solitario) con el orine propio, al cual califican de «remedio imperial».
Luisa, una campesina de Minas, asegura que el asma es «un frío que se recoge en el pecho», cuyo ataque se controla con cocimiento de palo de rosa blanca.
Carolina, sexagenaria de Chambas, aconseja para el bocio —quizás con mucha razón, por el yodo— ingerir mango hembra en abundancia.
Pero quizás las palmas en este recetario popular se las lleve Pedro, un obrero cincuentón de Camagüey, quien afirma que la impotencia sexual se vence comiéndose… ¡treinta libras de lechuga!
Menudean las coincidencias con el folklore de otros pueblos. Tal es el caso de la planta que los botánicos, con un latinajo rimbombante, llaman Ruta kalepensis, Linneo, la ruda, presente en la farmacopea de muchas culturas.
Hace casi medio milenio un personaje exclamaba, refiriéndose a la yerbera Celestina: «¡Josú, más conocida es esta vieja que la ruda!». Y hoy, tras tantos siglos, la ruda figura también en el vademécum popular cubano —según demuestra Seoane—, aconsejada para el tratamiento de muy disímiles dolencias: trastornos nerviosos, dolor de oídos, parásitos, dificultades digestivas…
Mas no es esta la única coincidencia. Así, por ejemplo, la albahaca lo mismo figura en la farmacopea de los moldavos que en la de los buenos vecinos de Morón, en la cubanísima tierra avileña.
Otro ejemplo, entre miles: tanto cubanos como dominicanos creemos en las virtudes curativas de las barritas de añil usadas para azulear la ropa.
¡Tremendos síndromes!
En efecto: nada pequeña fue la cosecha de José Seoane Gallo. E incluye los llamados «síndromes folklóricos», detectados en sus andanzas por Esmeralda o por Florida, por Guáimaro o por Vertientes.
Entre estos síndromes de seguro el más extendido es el «empacho». Así llaman en Cuba —y en otras regiones hispanoparlantes— a trastornos digestivos que provocan, según textualmente atestiguan los informantes, «una bola en el estómago».
Como terapéutica recomiendan manipulaciones diversas, algunas decididamente perniciosas, como la de «sobar el empacho», para «quebrarlo».
Otros —usando un recurso que quizás no cure, pero al menos no mata, como el anterior— echan mano de uno de los doce apóstoles, y así le rezan:
Vuelve atrás, Bartolomé, que yo te daré un gran don igual que te di el perdón: casa o lugar en que fueras sólo tres veces mentado no muera mujer de parto ni enferme nadie de empacho.
No terminan con el «empacho» los síndromes folklóricos, ni mucho menos. Hay algunos tan desconcertantes como la «bobera», consistente en una repentina tendencia del aquejado a desasirse de todo interés que lo ate al mundo circundante.
Y los hay aún más increíbles, cual es el caso de la llamada «zoncera» —lo mismo que en Sudamérica nombran «mal de tinieblas»—, que nace del interés de una mujer en conquistar al amado a través de filtros cuya composición no quiero describir, para preservar la decencia de este articulejo.
Despedida, como homenaje
Bendito seas, José Seoane Gallo. Tu intranquilidad de hipercinético se volcó, sin tasa ni sensatez, en el amoroso estudio de los de abajo, los pobres de la tierra, los que —preteridos, inmersos en la indefensión— durante generaciones fueron diseñando una sabiduría —hija de la experiencia, como pedía Da Vinci—, su único amparo ante un mundo indiferente.
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