Patriota y poeta, también dramaturgo, Francisco J. Pichardo, como siempre firmó, figura en el nutrido haz de escritores —buena parte de ellos poetas— que pudiéramos denominar de entre siglos y que merecen un recuerdo porque, en su momento, integraron el panorama intelectual cubano de las décadas iniciales del pasado siglo.
Más o menos contemporáneo de Julián del Casal (diez años mayor), de Dulce María Borrero y de René López (diez y ocho años menores, respectivamente), es Pichardo el menos recordado y, tal vez, el de una personalidad menos luminosa, aunque aún así se le tuviera en alta estima.
Nació el 13 de marzo de 1873 —150 años atrás— en Puerto Príncipe. Cursó los estudios en las Escuelas Pías de la ciudad natal y entre 1891 y 1898 publicó en la prensa camagüeyana, hasta graduarse de bachiller. Viajó a México en 1896 donde permaneció por más de un año y al regreso se incorporó a las fuerzas independentistas, junto a dos de sus hermanos.
Con la república siguió colaborando en la prensa, escribió piezas teatrales breves y por último se alejó de la literatura. De carácter retraído, no era de los concurrentes a las tertulias literarias donde lidiaban los poetas con sus versos inéditos ante un auditorio que les criticara o aplaudiera, y su único libro se publicó en 1908 con el título de Voces nómadas. Después, se afirma, y aunque vivió muchos más años, su producción poética resultó escasa y hasta su propia persona se diluyó entre sombras.
Sin embargo, su cuerda, la de la poesía rimada, y dentro de ella la de los metros más usuales, pero también otros no tanto, no está carente de formas audaces, como señala el crítico Max Henríquez Ureña, quien nos invita a detenernos ante una muestra de su verso de dieciocho sílabas, en estrofas de cuatro y cinco versos que reflejan un cuidadoso dominio de la versificación y un trabajo extenuante y tormentoso de autoedición y limpieza.
Véase en «Confiteor»:
Yo, rimador de pensamientos tristes y de palabras mustias,
soñador de purezas cariñosas y de caricias puras,
constante enamorado del Destino, del Hado y la Fortuna,
confieso los delitos que en mi alma pecadora se ocultan
y a mí mismo, con hondas inquietudes, de mi falta me acuso.
Mea culpa algo masoquista, con otro poco de monje que se autoflagela y, tal vez, disfruta las sensaciones de la herida en la piel. Naturaleza compleja, se nos presenta, la del bardo. Aun cuando el tema hoy nos parezca un tanto altisonante, la labor del poeta revela el manejo de una métrica difícil que corre, además, el riesgo de conferir un ritmo no siempre bien recibido por el lector.
Los críticos consideran que cuando Pichardo se mueve dentro de la temática de la tierra natal, sus costumbres y realidades, el poeta alcanza un mayor grado de comunicación y sinceridad. Tampoco le son ajenos, en ocasiones, el dolor del campesino ni la dureza de la vida tierra adentro. La campiña tiene en él un acertado colorista que puede comprobarse en poemas como «La siesta», «Selva cubana», «Paz agreste» y «La carreta».
Y, además, puede encontrarse una válida preocupación social en segmentos de su obra. El soneto «Angelus» es ejemplo en algunos pasajes. Los dos últimos tercetos lo ilustran:
Yo no recojo el fruto jamás de mi faena,
siembro la piedra estéril en la infecunda arena,
y vacilante llevo sobre mis flacos hombros
la inexorable suerte que a tus designios plugo,
¡Señor, haz que no tenga que reducir a escombros
mi obra, y que los odios amarguen el mendrugo!
Otro segmento del quehacer de Francisco J. Pichardo es de tema en que abundan las alusiones mitológicas y en ellos se percibe la huella de José María de Heredia (el cubano-francés), pues el propio Pichardo tradujo al español «Los trofeos»y, tal parece, no logró deshacerse del influjo de aquel.
Murió en La Habana en 1941, a los 67 años y de entonces acá su nombre, cada vez más olvidado, duerme el sueño de los que el tiempo ha maltratado. Cubaliteraria, en su modesto homenaje, trata de descubrir el velo y saluda los 150 años del sufrido escritor.
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