
Texto originalmente publicado en Marcha, Montevideo. 22 de mayo de 1964, Año XXV, Nº 1206
Con El siglo de las luces Alejo Carpentier no solo dota a la literatura hispanoamericana de una magnificente novela —a pesar de su aire antiguo uno de los grandes momentos del arte narrativo de la América actual— sino que además corona un ciclo creador —temático, estilístico, intelectual— que él iniciara con El reino de este mundo (1949), ampliara en Los pasos perdidos y en la Guerra del tiempo y que diez años después —pues esta novela ha sido escrita entre 1956 y 1958— resume, cierra y exalta con esta enorme summa artística.
En El reino de este mundo ya estaba prevista como en una semilla precisa, esta última creación, pero al mismo tiempo es El siglo de las luces el libro que da sentido y coherencia interna a todas sus obras anteriores —salvo El acoso— articulando un fraseomelódico e intelectual que funda las «novelas de lo real maravilloso americano». Carpentier ha concluido un ciclo creador en el cual, como un pintor o un músico, ha ido afinando su capacidad para expresar un complejo artístico hasta alcanzar su formulación exacta. En esta línea parece imposible prever nada nuevo, porque todo ha quedado dicho de modo que Carpentier tiene ahora ante sí la tarea de continuar la línea creadora que quedó, débilmente apuntada en El acoso, o trazarse un nuevo camino literario.
Tiene sesenta años e impresiona como el tipo de escritor de desarrollo lento, que ha llegado despacio a la plenitud de sus fuerzas creadoras, y ahora abarca, domina con rigor, el mundo narrativo que ha ido elaborando a partir de sus cuarenta y cinco años. Quien parecía un diletante de las artes, un superculto igualmente dotado para disfrutar la música, la pintura, la poesía, la prosa, la danza, uno de esos refinados que todo lo saben, todo lo gustan con los sentidos mejores, y están siempre en la última innovación, en el experimento más sutil, se ha revelado en estos quince años como un constructor literario cuya fuerza nos evoca la de los novelistas ochocentistas. Al mismo tiempo que depuraba la invención del surrealismo francés en la cual se formó, como su congénere Miguel Ángel Asturias, descubría hondamente una zona particularísima del grande cuerpo americano, el Caribe, cuya naturaleza se ha esforzado por rescatar y entender a través de una verdadera zambullida en el tiempo, en el pasado histórico. Él ha interpretado la doble coordenada del Caribe: la lujuria meridiana de su naturaleza que aspira a tragarse los hombres integrándolos a su eterna, dinámica sensualidad, y aquella coyuntura histórica precisa que hizo de esa gran embocadura del continente la matriz receptora de una nueva civilización. En ningún escritor americano está tan presente, y con tal atracción obsesiva, ese momento de la historia que se abre con las tres carabelas.
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Te invitamos a leer la entrada anterior de esta serie: «El siglo de las luces: “tarquinadas y licurguerías” en la Gran Revolución»
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