Versión ampliada de la ponencia presentada en el Coloquio Internacional La nueva novela latinoamericana a medio siglo de El siglo…, en marzo de 2012, y publicada en Michèle Guicharnaud-Tollis (ed.): Les masques de la vérité dans les discours américains, Burdeos, Presses Universitaires de Bordeaux, 2015, pp. 65-80.
Vuelvo, muchos años después de haberlas abordado por primera vez (ver Campuzano, 1999), a las referencias a la Antigüedad clásica en El siglo de las luces,[1] para retomarlas desde una perspectiva apenas esbozada en el trimestre de primavera de 2001 en que enseñé un curso sobre «Tradición clásica e ideología política en la literatura latinoamericana» en la Universidad de Stanford. Estas referencias al mundo greco-latino en las que ahora me detendré, ilustran lo que Marx, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, y refiriéndose a la Revolución Francesa, definiera como el conjuro, el llamado en su auxilio, por las fuerzas nuevas, revolucionarias, de los espíritus del pasado; de los que «toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal». (Marx: 15)
Más adelante, siguiendo la huella de Pierre Vidal-Naquet, de Walter Benjamin y Michel Vovelle, recordaré por qué y cómo los dirigentes de la Gran Revolución fueron a buscar ese apoyo en Grecia y Roma; y documentaré brevemente esas conexiones con citas de algunos de sus predecesores y de dirigentes de la revolución.
Pero, como he hecho en otras ocasiones, me detendré en El siglo… primero, como nueva novela histórica y luego, como totalidad significativa, para lo que en parte me valgo, como marco referencial, de consideraciones y conclusiones extraídas de algunos de mis análisis anteriores, que citaré o, más bien, glosaré (Campuzano 1997: 67-84; 2005: 19-40).
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En su vertiente crítica, la nueva novela histórica hispanoamericana, iniciada con El reino de este mundo(1949) por Carpentier (Menton: 20), se basa, como su predecesora del xix, en el rigor documental con que se presentan los hechos narrados, y en la reconstrucción de los contextos en que ellos se producen. Pero a diferencia de la «vieja» novela histórica, la «nueva» se constituye textualmente como cuestionamiento enfático y subversivo de la historia oficial, como relato metahistoriográfico muy marcado por la perspectiva político-ideológica del autor.
El siglo… (1962) es el ejemplo paradigmático de una primera etapa eminentemente crítica de la nueva novela histórica carpenteriana: «fresque et thèse à la fois»,[2] según Claude Dufour, en los que se habría hecho realidad esa histoire totale a la que aspiraran Marc Bloch y la escuela de Annales, solo raramente alcanzada en la obra de los historiadores (Dufour: 103).
En los veinte años que siguieron a su publicación, el archivo de El siglo… fue curiosa, devota o implacablemente escrutado, con resultados coincidentes en reconocer un abundante, crítico y a veces hipercrítico abordaje de sus fuentes, con pocos espacios vacíos y ligeros anacronismos: unos pinos que no existían en Bayona (Salomón y Haritscherlhar: 76), un condado de Pozos Dulces que solo aparecería en La Habana décadas más tarde (Desnoes: 107). Este examen ha continuado: ya sabemos, por ejemplo, que el título del alegórico cuadro de Monsú Desiderio, tan importante para la construcción de sentido en la novela, no es Explosión en una catedral, sino El rey Asa de Judea destruyendo el Templo; y mis lecturas recientes de El siglo…descubren flagrantes inexactitudes, hipérboles y anacronismos en su escenario cubano. Pero ni estas, ni otras grietas que seguirán abriéndose en el fresco, van a demeritar su imponente talla.
Por otra parte, es en el posboom cuando esta nueva novela, en su relectura de la historia oficial, exhibe más enfáticamente lo que se ha llamado la «estética de la irreverencia, la desmesura y el gesto irónico» (Pacheco: 210). Pero ya en El reino de este mundo y también en El siglo… se observan los más variados procedimientos útiles a ese fin: la parodia, el humor, la ironía y una intertextualidad desacralizadora.
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Resumo, para abreviar, los factores de contenido que tomo en cuenta en mi acercamiento a El siglo… como totalidad significativa.
Uno: esta es la primera novela hispanoamericana en que se realiza una lectura de la historia europea desde una perspectiva «otra», latinoamericana, que a su vez redimensiona, universalizándola, la propia historia de América y, en particular, la del Caribe.
Dos: esta lectura desde esa otra perspectiva, o desde esa «inversión de perspectivas» (Debray: 388), desconfía de la tradición, la subvierte, y en cierta medida equivale a la mirada «desde abajo», un poco a lo «intrahistoria» de Unamuno. Pero no solo es clasista —la mirada de los humildes, de los subalternos sociales (Rivas: 107)—, sino también étnica —la mirada de los africanos esclavizados (Hutcheon: 78- 79)—; y es geográfica, geopolítica o geocultural, una mirada desde el Sur, desde el «extremo Occidente» (Rouquié). Y siguiendo la metáfora propuesta por Benjamin en sus Tesis de filosofía de la historia, equivale también a «pasarle a la historia el cepillo a contrapelo» (Benjamin: Tesis VII), o a la «lectura al revés» adoptada por los estudios poscoloniales, cuyo objeto privilegiado son las fuentes coloniales a partir de las cuales debe rescribirse la historia de los pueblos colonizados (Ashcroft: passim). Por ende, cabe decir que Carpentier practicó en El siglo…un «cepillado a contrapelo» y una «lectura desde abajo» mediante los cuales reinsertó en la historia, por el camino de la ficción, a sus verdaderos protagonistas: las gentes sin historia.
Tres: la más relevante consecuencia de esta lectura al revés de la Revolución Francesa en el ámbito americano es la desconstrucción de la idea de que la historia latinoamericana es dependiente de la europea, lo que hace mediante la incorporación estratégica del concepto de cimarronada (Chevigny: 181). Así, el suizo Sieger, personaje que a veces sirve de vocero al yo carpenteriano, les dice a los franceses: «Todo lo que hizo la Revolución Francesa en América fue legalizar una Gran Cimarronada que no cesa desde el siglo xvi. Los negros no los esperaron a ustedes para proclamarse libres un número incalculable de veces» (276).
Cuatro: otra consecuencia de esa cepillada a contrapelo de las fuentes coloniales es la puesta en primer plano del conflicto abolición / reinstalación de la esclavitud en las Antillas y Guayana francesas, para valorar en su conjunto la obra de la Revolución; y, a partir de ello, organizar el texto narrativo que trasmite esta valoración y que ocupa los capítulos II, III, IV y VI de El siglo…, es decir, su núcleo central. Así, el decreto del 16 Pluvioso del año II, que declara abolida la esclavitud en las colonias de Ultramar, y la ley del 30 Floreal del año X, que la restablece, se constituyen en los términos post quem y ante quem se desarrolla la acción de la novela en el Caribe. Y es a tenor de sucesos relacionados positiva o negativamente con la abolición de la esclavitud que Esteban y Sofía —personajes protagónicos de ficción a través de los cuales se orienta la perspectiva del narrador omnisciente— entran y salen del ámbito caribeño francés, acompañan o abandonan a Víctor Hugues —personaje protagónico histórico que entre 1792 y 1809 fue agente de la Convención, el Directorio, el Consulado y el Imperio en América—, y, finalmente, suscriben o rechazan las ideas y la práctica de la Revolución.
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En su extenso prefacio a la traducción francesa de Democracy: Ancient and Modern, de Moses I Finley, Vidal-Naquet propone al lector el análisis del significado de la antigüedad grecolatina en la que él llama la primera democracia moderna, la establecida por la Revolución Francesa. Convencida de que es, entre los que conozco, el más erudito, profundo e influyente texto sobre esta temática, y porque siento una devoción particular por su autor, me acojo a buena parte de él para desarrollar los párrafos que siguen. De modo que, salvo que se trate de citas literales, me ahorraré las comillas, e indicaré convenientemente cuándo me valgo de otros autores.
Según Vidal-Naquet, la imposibilidad para los dirigentes de la Revolución de encontrar líneas de continuidad y modelos a seguir en las formaciones precedentes: el absolutismo y el feudalismo, los condujo a la Antigüedad en búsqueda de potenciales paradigmas políticos.
Walter Benjamin explica su lógica, mediante su concepto de tiempo «actual», de tiempo no vacío, no en espera de acontecimientos futuros, sino lleno de experiencias previas. El tiempo «actual» en que se desarrolla la historia es siempre un tiempo «denso», cargado de múltiples sentidos, lo que permite que algún pasado resulte relevante para la comprensión de un proceso en marcha: «Así la antigua Roma fue para Robespierre un pasado cargado de “tiempo-ahora” que él hacía saltar del continuum de la historia. La Revolución Francesa se entendió a sí misma como una Roma que retorna. Citaba a la Roma antigua igual que la moda cita un ropaje del pasado». (Benjamin: Tesis XIV)
Vuelvo a Vidal-Naquet y a su formulación de que fueron los dirigentes de la Revolución, que por su origen poseían buena o alguna formación clásica, quienes se pensaron y se vieron a sí mismos desde el conjunto de caracteres tenidos por ejemplares que les ofrecía el mundo grecolatino.
Como afirma Vovelle, se destruyeron los ídolos (Dios, el Rey) y nacieron los héroes (Vovelle: 126-127). Entre estos, el más importante fue el legislador, personaje que podían desempeñar por su educación, por lo necesario de sus funciones y por el lucimiento y poder que ellas les ofrecían. Añado las figuras de los tiranicidas, tribunos, cónsules, pues como dijo Marx,
[los revolucionarios franceses] encontraron en las tradiciones clásicamente severas de la República romana los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica (Marx: 16-17).
Asimismo, fueron los dirigentes de la Revolución quienes tradujeron a patrones y códigos grecolatinos las experiencias políticas que se iban desarrollando y la ideología que se forjaba al calor de los acontecimientos. Eran, cuando menos, hombres formados en la lectura de las Vidas de Plutarco, y en textos escolares como el De viris illustribus urbis Romae, de Lhomond, no solo destinado ad usum Delphini, a la formación del heredero de la corona. Por otra parte, junto a la educación que habían recibido, estaban presentes, actuando como trasfondo importantísimo, la influencia de la Ilustración y del neoclasicismo, «prérévolution dans les arts qui sanctionne plus qu’une mutation du goût».[3] (Vovelle: 23) Pero por razones obvias, su conocimiento de la Antigüedad era incompleto. Y en ocasiones se trataba de un conocimiento primario e ingenuo.
Para entrar en materia, cito o parafraseo a Vidal-Naquet: «[…] bien que références grecques et références romaines soient étroitement mêlées, “parallèles” comme chez Plutarque»,[4] fue, sin dudas, el paradigma romano el que se impuso en todos los niveles: «Statistiquement, la Révolution fut pourtant plus romaine que grecque. […] En ce sens il est bien naturel qu’à la République ait succédé l’Empire».[5] (Vidal-Naquet: 20-21)
Y esta recurrencia a Roma —de la que el gran helenista francés no se va a ocupar— estaba determinada por un conocimiento más completo y cercano de su historia, literatura, sociedad. Mientras Suetonio, Tito Livio o Tácito se leían en clases, se traducía la Eneida, se aprendía, ejercitándola y ejerciéndola, la retórica ciceroniana, y se asistía a los descubrimientos arqueológicos vecinos en espacio y tiempo; la cultura griega solo recientemente era objeto de estudio, y muchos historiadores griegos eran poco conocidos.
Tal vez la más famosa y elocuente adhesión a Roma y a su supuesta herencia democrática es la de Saint-Just: «Le monde est vide depuis les Romains; et leur mémoire le remplit et prophétise le nom de liberté».[6] (Saint-Just) Y la más llamativa, sin dudas, la de Jacques Roux, dirigente de los enragés:[7] «les Romains, nos modèles en fait de révolution».[8] (Roux)
También hay abundantes evidencias de esta fidelidad a Roma en los símbolos revolucionarios y en distintas instancias de la vida cotidiana. El gorro frigio, llegado por vía de los esclavos de Oriente a Roma y convertido en divisa de la libertad, aparece en las cabezas del pueblo revolucionario y en todo tipo de manifestación de la plástica, desde esculturas, pinturas y grabados de distinto destino, hasta graffiti, y aun en platos, fuentes, jarras, donde corona fasces igualmente importadas de Roma. Más adelante, los peinados y vestuario de las damas del Imperio, así como el mobiliario de sus mansiones, adopta modelos romanos.
El paradigma griego, por su parte, se desdobló desde el principio en dos vertientes: la de los promotores del modelo espartano y la de los defensores del ateniense; herederos de las preferencias, también divididas, de los ilustrados. Aunque en su mayoría estos se habían decantado por Esparta, Atenas tuvo algunos partidarios como Voltaire, el más notable de ellos. A Montesquieu (Esprit des Lois, lib. III, cap. 3) atribuye Vidal-Naquet la presencia del legislador, ese personaje que fascina a los revolucionarios, deseosos de imitarlo.
Del mismo modo que el modelo romano prevaleció por sobre el griego, el espartano se impuso al ateniense. Quizá su más importante propulsor fue Rousseau, quien había empezado a escribir una Histoire de Lacédémone. En 1752, en su Dernière réponse a quienes se han opuesto a su Discours sur les sciences et les arts (1750) dice: «L’embarras de mes adversaires est visible toutes les fois qu’il faut parler de Sparte. Que ne donneraient-ils pas pour que cette fatale Sparte n’eût jamais existé?».[9] (apud Vidal-Naquet: 25) Y en su Discours sur l’Origine de l’Inégalité… (1755) defiende la necesidad de: «[…] commencer par nettoyer l’air et écarter tous les vieux matériaux, comme fit Lycurgue à Sparte pour enlever ensuite un bon édifice».[10] (apud Vidal-Naquet: 27-28)
Entre los «amigos» de Víctor Hugues, Robespierre y Billaud-Varennes son fervientes defensores de Esparta. En su gran informe del 18 Floreal (7 de mayo de 1794) dice el Incorruptible: «Les siècles et la terre sont le partage du crime et de la tyrannie; la liberté et la vertu se sont à peine reposées un instant sur quelques parts du globe. Sparte brille comme un éclair dans des ténèbres immenses».[11] (apud Vidal-Naquet: 28) Y Billaud- Varennes en su informe del 20 de abril de 1794 sobre la teoría del gobierno democrático —que Esteban traduce y comenta en Guadalupe— afirma: «Citoyens, l’inflexible austérité de Lycurgue devint à Sparte la base inébranlable de la république; le caractère faible et confiant de Solon replongea Athènes dans l’esclavage. Ce parallèle renferme toute la science du gouvernement […]».[12] (apud Vidal-Naquet: 29)
Hubo, por supuesto, quienes atacaron la opción espartana, defendiendo la ateniense. Y quienes, como el abate Grégoire y después Volney, recordaban la existencia de la esclavitud en ambas polis. Termino citando, sin incluir sus notas bibliográficas, un elocuente pasaje de Vidal-Naquet:
Encore mesure-t-on assez mal aujourd’hui l’incroyable profondeur de ce sentiment d’identification. Passe encore que les Sans-culottes de Saint-Maximin dans le Var aient demandé que leur village prenne désormais le nom de Marathon: «Ce nom sacré nous rappelle la plaine athénienne que devint le tombeau de cent mille satellites: mais il nous rappelle avec encore plus de douceur la mémoire de l’ami du peuple»; ce fut très sérieusement que l’on discuta, au «comité d’instruction publique» de la Convention, de l’applicabilité (ou de la non-applicabilité) des règles de l’éducation spartiate à la France révolutionnaire. Faut-il rappeler que Hérault de Séchelles, principal rédacteur de la Constitution de 1793, adressa au Conservateur du département des imprimés de la Bibliothèque nationale […] la lettre que voici: «Chargé avec quatre de mes collègues de présenter pour lundi un plan de constitution, je vous prie […] de vous procurer sur-le-champ les lois de Minos,[13] qui doivent se trouver dans un recueil des lois grecques. Nous en avons un besoin urgent!».[14] (Vidal-Naquet: 16)
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No sé si Carpentier dispuso de alguno de los escasos textos sobre este tema publicados antes de 1962.[15] Más parece que, conocedor grosso modo del peso de la Antigüedad clásica en el imaginario político y cultural de la época, se nutriera directamente de sus fuentes para proporcionar con ellas unas cuantas cerdas de grueso calibre a su cepillado a contrapelo de la Gran Revolución.
Ya en las primeras páginas de El siglo… hay dos alusiones muy tempranas a Esparta y al neoclasicismo, ubicadas en boca y espacio insólitos, y acompañadas de sorprendentes complementos. Las considero insinuantes prolepsis del tratamiento que se dará en el texto al uso de la emblemática grecolatina por la Revolución Francesa. Como sabemos, el comienzo de la novela está marcado por los diversos procedimientos de que se valió el autor para enmascarar la época en que se inicia la acción. Y es, sin embargo, en estas primeras páginas donde me ha parecido encontrar esas anticipaciones.
En el subcapítulo II el narrador reporta un diálogo sostenido por Carlos con su padre, quien lo había hecho cabalgar «ochenta leguas para traer doce coles». «“Así se templan los caracteres espartanos”, respond[ió] el padre, tan dado a vincular Esparta con las coles […]» (26).[16] Páginas después, en el subcapítulo IV, e incurriendo en un grueso anacronismo, el narrador se refiere a «aquellas fincas de Artemisa, donde los ricos hacendados rivalizaban en parar estatuas mitológicas a la orilla de las vegas de tabaco…». (37)[17]
Uno de los principales motivos que se emplean para la conformación del carácter de Víctor Hugues reside en el culto a las grandes figuras políticas del pasado que se evidencia desde su entrada en escena, cuando invitado a representar personajes, «evidentemente afecto a la Antigüedad» —informa el narrador—, «hizo de Mucio Scévola, de Cayo Graco, de Demóstenes […]»; (45) elección que se inclina a Roma más que a Grecia, y de esta escoge a un personaje fácilmente identificable cuando «se le vio salir al patio en busca de piedrecitas» (45). Además, la opción de Mucio Scévola, igualmente reconocible porque habría simulado acercar su mano a una hoguera, fue la elección infantil de Rousseau, rememorada en el libro primero de sus Confessions, al que el autor remite con un guiño cómplice a los lectores. Con los años y las decepciones, Esteban reúne en sus recuerdos esta primera representación con otras que hará en la propia casa y para los mismos jóvenes tiempo más tarde: «juegos» —dice— «que sacaban de sus tumbas a Licurgo y Mucio Scévola». (220) Y es Sofía «quien había observado que gustaba de representar papeles de legisladores y de tribunos antiguos […]. Varias veces había insistido en animar episodios de la vida de Licurgo, personaje por el que parecía tener una especial admiración […]»; (63) y pese a ser un negociante, «Víctor estaba […] por el reparto de tierras y pertenencias, la entrega de los hijos al Estado, la abolición de las fortunas, y la acuñación de una moneda de hierro que, como la espartana, no pudiese atesorarse». (64) Por otra parte, se nos sugiere que habría tenido cierta educación clásica, pues emplea alguna frase latina en su disputa con el albacea, que el narrador atribuye a Cicerón. (76) Y, para concluir un discurso, intercalaba citas de Tácito, tan manejado en la época. (170-171)
Sin dudas es el hastío que llega a producir el uso del decorado grecolatino uno de los motivos que más se repite en la novela. Paso a ilustrar con algunos ejemplos este cansancio, que ya expresa en Bayona Martínez de Ballesteros al decirle a Esteban: «Hoy cualquier mequetrefe se cree hecho de la madera de los Gracos, Catón o Bruto»; (133) después, por el narrador, que en la nave donde viajan los protagonistas hacia las Antillas acota: «Discutían los jefes y comisarios, en gran tremolina de sables, galones, bandas y escarapelas, largando tantas palabras gruesas como podía decirlas un francés del Año II, después de haber invocado a Temístocles y Leónidas»; (156) por el propio Esteban mientras traduce el informe sobre la «teoría del gobierno democrático», de Billaud-Varennes, y al cual «[…] la prosa amazacotada de quien invocaba continuamente las sombras de los Tarquinos, de Catón y de Catilina, le parec[ía] algo tan pasado de moda, tan falso, tan fuera de actualidad […]». (189-190) Y hacia el final de su periplo caribeño, será también Esteban, a través del narrador, quien describa la persistencia con que los deportados de Cayena, en su miseria, insistían en seguir desempeñando sus viejos papeles: «Ahí estaban los Diputados, siempre divididos, discutidores, cismáticos, invocando la historia, citando textos clásicos, dueños del Ágora que era un traspatio de fonda, bordeado por corrales [de] cerdos […]. Y en medio de todos, taciturno, aborrecido como un Atrida, estaba el Tirano de otros días […]», (269) Billaud-Varennes, llamado también «Orestes» (270) por Esteban, le ofrece al joven, cuando va a visitarlo, una cama «prudentemente calificada de “lacedemonia”», (274) adjetivo que con gran ironía remite a su veneración por Esparta. Billaud recibe en la novela, desde el prisma de los referentes a la Antigüedad, pero no solo desde estos, un tratamiento muy severo (Labarre, passim) que se convierte en materia de irrisión cuando el narrador pone en su boca, con sentido contrario al que tiene, una alusión al mito de Filemón y Baucis. Él y su criada Brígida, con quien hacía vida marital, eran visita frecuente en casa de Víctor y Sofía, y Billaud solía presentarse diciendo: «Una vez más Filemón y Baucis abusan de su hospitalidad», (379) pero en el mito en vez de huéspedes, Filemón y Baucis son anfitriones, nada menos que de Zeus y Hermes. ¿Burla o lapsus del escritor?
En Pointe-à-Pitre Esteban, a través del narrador, relata las novedades: «Ahora los niños recién nacidos se llamaban Cincinato, Leónidas o Licurgo […]»; (197) y con las actrices de una compañía de paso ha llegado a la Guadalupe la nueva moda: «sandalias a la griega, […] túnicas casi transparentes, de talle bajo pecho, que aventajaban los cuerpos ajustados a sus escorzos […]». (241) Y en lo que sigue sentimos que al autor se le va la mano, que las cerdas del cepillo son demasiado gruesas, porque en un pasaje que al parecer quiere ser crítico en relación con la asunción de modas foráneas en un espacio donde no tendrían sentido, asumiendo el pincel de Landaluze o la pluma de Creto Gangá[18] para tratar el tema, se desliza hacia una caricatura grotesca, «políticamente incorrecta». El día del estreno de la compañía teatral, Esteban asiste con su dudú, quien se presenta «rutilante y transfigurada […], en cueros bajo una túnica griega a la moda del día». (242) Pero de regreso, temiendo que los charcos dejados por la lluvia dañaran su atuendo, «después de quitarse las sandalias a la antigua, se recogió la túnica griega a medio muslo [… y] al n, cada vez más alarmada por el peligro de las salpicaduras fangosas, se sacó el vestido por la cabeza, terciándoselo del hombro al cuello». (244) A este alto nivel de burla, casi de escarnio, se contrapone la sutileza destinada a un lector culto, pues el nombre y apellido de la joven amante de Esteban: Athalie Bajazet, son títulos de sendas tragedias de Racine, los que, reunidos, se constituyen en un oxímoron humano.[19]
El teatro y la fiesta son igualmente marcados por la obsesiva imaginería grecolatina de la Revolución. En Paris, dice Esteban, atacando con todo su arsenal de reparos a Víctor, «se propiciaban representaciones de piezas estúpidas, con tal de que el desenlace fuese rematado por un gorro frigio […] y en el remozado Británico de la Comedia Francesa, Agripina era calificada de “ciudadana”». (147) En la Guadalupe, Mme. Villeneuve, primera figura de la troupe de Faucompré, interpreta entre otros papeles el de «Madre de los Gracos». (241) Y también allí, pero no solo en Pointe-à-Pitre, sino en pueblos y caseríos, la guillotina y su cortejo «con los gorros frigios pasados de rojo a castaño por el sudor» promovían la teatralidad de las ejecuciones y tras ellas, al compás de la tambora, la fiesta que parecía volver a sus orígenes rituales de sacrificio. (183-184)
Cuando Esteban regresa a La Habana y recorre la vieja casona, encuentra mucho de lo que en ella había dejado, y también cambios inesperados:
[…] donde antes habían estado colgadas escenas de siegas y vendimias, se veían ahora unos óleos nuevos, de frío estilo y premiosa pincelada, que representaban edificantes escenas de la Historia Antigua, tarquinadas y licurguerías, como tantas y tantas había padecido […] durante sus últimos años de vida en Francia. «¿Ya llegan acá esas cosas?», preguntó. «Es arte que gusta mucho ahora –dijo Sofía–. Tiene algo más que colores: contiene ideas, presenta ejemplos; hace pensar». [302]
Pero no solo ve el neoclásico en la casa, sino que cuando va con su prima a pasar las Navidades y esperar el nuevo siglo lejos de la ciudad, en una propiedad de la familia de Jorge, el marido de Sofía, su descripción es todo un catálogo de arquitectura neoclásica que el autor se ha tomado la licencia de retrotraer unos cincuenta años para que sirva de escenario a la cultivada y elegante vida de una presunta burguesía cubana que aún no se había forjado:
[…] la vivienda de los parientes de Jorge era una suerte de palacio romano, cuyas altas columnas dóricas se alineaban a lo largo de galerías exteriores, adornadas con […] vasos antiguos […] [320]. // Maravillaba contemplar entre los granados y buganvilias […] las estatuas de mármol blanco que adornaban los jardines. Pomona y Diana Cazadora custodiaban una alberca natural […], en lejanos verdores […] descubríase […] un pequeño templo griego erigido para albergar alguna diosa mitológica […]. [321]
Abandonemos la tierra y vayamos al mar, porque los cambios sucesivos del nombre de las naves resulta muy productivo, ya que al igual que el cambio de temas en la pintura, ilustra el paso del tiempo en revolución, da rienda suelta al humor y la ironía del autor, y ostenta un alto grado de alusividad. En general, está documentado el rótulo de parte de las naves que aparecen en El siglo…, pero no siempre hay constancia de sus cambios de nombre. (Salomon: 403-405) Las primeras embarcaciones son aquellas en que huyen a Santiago de Cuba los grandes blancos de Saint-Domingue, y ostentan nombres muy neoclásicos: Venus, Vestale, Meduse. (98) Mas en 94, cuando se organiza una flota en Guadalupe, «[d]e pronto, la Calypso quedaba transformada en Tyrannicide […]. Y nacían luego, sobre las tablas viejas que tanto habían servido al Rey, los títulos nuevos de […]»; y el narrador, desde la perspectiva de Esteban, elenca una serie de nombres vinculados al momento que se estaba viviendo en Francia, o ya se había vivido (ellos están lejos, no pueden saberlo): Ça-Ira, la Guillotine, L’Ami du Peuple, etcétera, así como otro de marca clásica: L’Athenienne, y uno de humor popular, la Marie-Tapage. (199) Pero me interesa detenerme, como hace el narrador, en el cambio del nombre de la nave que trajo la guillotina a América, porque él implica todo un desarrollo irónico, al parecer fruto de la ficción (Salomon: 404, n. 11), destinado a matizar aún más la caracterización del Comisario: «[…] la Thetis, curada de las heridas recibidas durante el bombardeo de Pointe-à-Pitre, pasaba a llamarse L’Incorruptible, seguramente por voluntad de un Víctor Hugues que sabía jugar con la neutralidad genérica de ciertas palabras». (199) Mucho más adelante, la campaña de Italia se presenta en el reiterado nombre de una nave, la Venus de Médicis, (247) que el lector avisado identifica con la captura de esta estatua griega por las tropas napoleónicas, que más tarde, a la caída del Imperio, es devuelta a la Galeria degli Uffizi. Era, pues, el momento en que la afición al mundo grecolatino pasaba a convertirse en rapiña. A la era napoleónica corresponde también el cambio de nombre de la Diomede, que honraba a uno de los héroes de la Ilíada, por el de l’Italie Conquise. (285) Y en el viaje de Sofía a Cayena hay veleros que «ya se llamaban el Napoleón, Campo-Formio o La Conquista de Egipto».[20] (361)
La equiparación de la diversidad y mezcla étnica del Caribe con la del Mediterráneo es un motivo frecuente en Carpentier. «En Francia» —escribe el narrador— «había aprendido Esteban a gustar del gran zumo […] que había alimentado la turbulenta y soberbia civilización mediterránea —ahora prolongada en este Mediterráneo Caribe […]». (219) Pero en Guyana, Billaud-Varennes, en diálogo con el abate Brottier y antes de la reinstauración de la esclavitud, refuta enérgicamente toda similitud, valiéndose de referentes del mundo antiguo: «[…] somos distintos. […] Mucho tiene que caminar un númida para ser romano. Un garamante no es un ateniense. Este Ponto Euxino[21] donde estamos no es el Mediterráneo…». (280)
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La historiografía —local y foránea— durante muchas décadas ha privilegiado la importancia decisiva de la Revolución Francesa en el proceso de emancipación latinoamericana, tanto por la divulgación de las ideas de la Ilustración y del ideario revolucionario, como por las acciones que se suceden a partir de la invasión napoleónica a la metrópoli y la deposición de Fernando VII. Sin embargo, si bien su influencia fue notable entre las capas letradas, la emancipación latinoamericana se produjo principalmente a consecuencia de la larga crisis de la institución colonial, y fue anticipada por múltiples y sucesivas sublevaciones de indios y de negros —«una gran cimarronada» de siglos, leemos en nuestra novela—. Y ellos serán quienes nutran las de soldados que van a conquistar —en verdad, para las clases dirigentes— la independencia, inalcanzable sin su participación.
En «Nuestra América» (1891), José Martí realiza, capa por capa, la desconstrucción del concepto de la historia latinoamericana y aún más, del futuro de la región, como dependientes del pensamiento y la historia europeos. Y en el programa que allí plantea, la concreción más radical de su ideario, resumen metonímico del análisis previo que lo nutre, traza desde otro sitio y para otro tiempo, el recorrido que con su severo cepillo realiza Carpentier en El siglo…: «La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los Arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria». (Martí: 483)
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Bibliografía
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[1] En lo adelante, El siglo… Todas las citas de la novela llevan a continuación y entre paréntesis la/s página/s correspondiente/s a la edición referida en la bibliografía.
[2] «fresco y tesis a la vez» (Todas las traducciones son de la autora L.C.).
[3] «prerrevolución en las artes que autoriza más que una mutación del gusto».
[4] «aunque referencias griegas y romanas se encuentren estrechamente mezcladas, sean “paralelas”, como en Plutarco».
[5] «Estadísticamente, sin embargo, la Revolución fue más romana que griega. […] En este sentido es muy natural que a la República la haya sucedido el Imperio».
[6] «El mundo está vacío después de los romanos, y su recuerdo lo llena y profetiza el nombre de libertad».
[7] «rabiosos».
[8] «los romanos [son] de hecho, nuestro modelo de revolución».
[9] «La molestia de mis adversarios se hace visible cada vez que hay que hablar de Esparta. ¿Qué no darían ellos porque esta fatal Esparta no hubiese existido nunca?».
[10] «[…] comenzar limpiando el aire y desechando todos los viejos materiales, como hizo Licurgo en Esparta, para levantar de inmediato un buen edificio».
[11] «Los siglos y la tierra son la herencia del crimen y de la tiranía; la libertad y la virtud apenas han respirado un instante sobre algunos lugares del globo. Esparta brilla como un relámpago en las inmensas tinieblas».
[12] «Ciudadanos, la inflexible austeridad de Licurgo devino en Esparta la base inclaudicable de la república; el carácter débil y confiado de Solón volvió a hundir a Atenas en la esclavitud. Este paralelo encierra toda la ciencia del gobierno».
[13] ¡¡¡Rey mitológico de Esparta!!! Jamás encontrarían sus leyes.
[14] «Aún hoy se mide bastante mal la increíble profundidad de este sentimiento de identificación [de los revolucionarios de muy distinta condición con la Antigüedad grecolatina], que va desde la solicitud de los sans-culottes de Saint-Maximin dans le Var de que su pueblo tomara el nombre de Maratón: “Ese nombre sagrado que nos recuerda la llanura ateniense donde murieron cien mil soldados, pero que nos recuerda aún más dulcemente la memoria del amigo del pueblo [Marat]”; o el hecho de que en el “comité de instrucción pública” de la Convención se discutiera muy seriamente la aplicabilidad o no aplicabilidad de las reglas de la educación espartana en la Francia revolucionaria; hasta la conocida historia protagonizada por Hérault de Séchelles, principal redactor de la Constitución de 1793, quien dirigiera al Conservador del departamento de impresos de la Biblioteca Nacional, el 7 de junio de 1793, la siguiente carta: “Encargado con cuatro de mis colegas de presentar el lunes un proyecto de constitución, le ruego, en su nombre y en el mío, que nos procure inmediatamente las leyes de Minos, que deben encontrarse en una recopilación de leyes griegas. Tenemos necesidad urgente de ellas…”».
[15] Ver la poca bibliografía entonces existente en Dubuisson 1989.
[16] Respuesta sorprendente en boca de un comerciante de ultramarinos, aunque tal vez fuera con coles que se preparaba el ius nigrum, solo potable para paladares lacedemonios…
[17] El pueblo de ese nombre se funda en 1818 en un hato llamado San Marcos de Altamisia por la vegetación que en él se daba, y solo en torno a los años veinte se fomenta el café en su territorio. Nuestro ilustrado Francisco de Arango y Parreño decidió otorgarle, por razones evidentes, el nombre mitológico y en boga con el que desde entonces se conoce.
[18] Víctor Patricio Landaluce (Bilbao, 1830-La Habana, 1889) y Bartolomé Creto Borbón, Creto Gangá (El Ferrol, 1811-La Habana, 1871) representaron implacablemente a los negros de la Cuba colonial.
[19] Sin duda exagero, pero no puedo escapar a la tentación de interpretarlo, si queremos ver su lado político, como una alusión irónica a la contemporánea crisis del Canal de Suez, y a los conflictos ocasionados en el Medio Oriente por la instalación del nuevo estado de Israel: «Athalie» fue una reina de Judea y «Bajazet» un rey otomano.
[20] En español en el texto.
[21] Es decir, este Mar Negro: la carga irónica es evidente.
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