Cuando leí este pequeño y hermoso libro[i] de Fayad Jamís recordé lo que dice Coleridge sobre la poesía respecto a que es un estado en que lo cotidiano es maravilloso, y lo maravilloso es cotidiano, y donde aún los objetos más simples esconden semillas de revelación. Porque eso son estos poemas, tepalcates, término de origen náhuatl que significa un objeto de barro que ya se rompió y que el poeta erige en metáfora de fragmentos del mundo que fue, de un paraíso, de lo que encuentra que intenta dar medida de lo que existió, en este caso el reino de México o la gran Tenochtitlán, algo roto o sencillo que es huella permanente de un paraíso:
La Olla
Este fragmento de asa fue parte de una olla en la que cupo el mundo.
A este poema se unen otros donde observamos cómo pueden pronunciarse ecos de una familia, sociedad, una armonía en los fragmentos, en los resquicios, en los pedazos de un mundo. El poeta «es capaz de expresar referentes humanos íntimos y sociales con una sugerente densidad de lenguaje que, si bien se va alejando de las formas clásicas y de las expresiones tropológicas, no alcanza nunca a separarse de ellos»[ii]. Porque el que canta es un Fayad Jamís que ha vuelto a México después de muchos años, y encuentra una ciudad fría, llena de smog en la que quedan aún huellas, reductos de su antiguo esplendor, que es a lo que canta en este curioso cuaderno. «El poeta tiene la fuerza imaginativa y la sicología de un niño: no describe el mundo, el mundo es suyo»[iii]. Así leemos el conmovedor «Mis abuelos», «Esas ruinas», «Tepalcates» o «El Paria».
Mis abuelos
Mis abuelos tan míos, tan difuntos,
en tierra mexicana duermen, yacen;
aquí vivieron milenariamente juntos,
aquí, en mi corazón, juntos renacen.
Existe aquí una estética de la evocación como línea consciente del amor, el eco de la muerte en lo vivo, es decir, la trascendencia, rendir tributo a la majestad del mundo perdido. Se apela a la belleza de los restos, a una civilización en símbolos menudos, en tepalcates que permanecen ante nuestros ojos. Se evoca igualmente un México antiguo y florido, el México edén que el smog esfumó. Véase el poema «¿Solo una estatua?» (p. 10).
Porque advierte que aunque «el cielo azul se lo llevaron otros dioses», «la ciudad invade el horizonte»[iv], y que aunque lo intenten no pueden despojar a la Ciudad de México de su glorioso pasado, con su condición de edén y su vínculo irrenunciable con sus dioses indígenas. Si hay un grupo de poemas que hace metáfora del resto, del residuo, en la glorificación del tepalcate, otro evoca con fuerza esas glorias pasadas, más hay otros dos grupos, integrado uno por poemas amorosos y eróticos — «De un soldado a una dama», «Tu lengua», «Si solo eres un sueño»— , y otro donde se concibe el poema como cosmos o como mapa de la existencia, donde la interrelación de la vida y la muerte es lo que ilustra el drama de la existencia:
Destino
Cuando joven Sentía que mi destino se hallaba en las puntas de mis flechas al herir al venado, en los pezones de mi amada en las noches de luna. Ahora sé que mi único destino es la certidumbre de la vejez, la cercanía de la nada y su belleza aterradora.
Es el ciclo de la acción-agresión-contemplación, donde la fuerza, la violencia de la vida se depositan en el amor en contraposición a la certeza de la muerte:
Pasado
Por aquí pasó el viento,
por aquí pasó el agua,
por aquí pasó el tiempo.
Por aquí pasaron los guerreros,
adivinos, esclavos,
mercaderes, bufones.
Por aquí pasó un día mi amor.
Por aquí pasó un día mi pasado.
Donde el amor es el sentido trascendente de un mundo, es lo que permanece en la trascendencia de lo humano. Se reedifica el reino de la memoria en el amor, en la trascendencia. E incluso existe otro grupo, muy relacionado con el que deifica la metáfora de los restos, que son como encajes del ser mexicano o esencias de su hidalguía:
Profecía
Vendrán hombres blancos y barbados
que usurparán estos reinos
durante miles de soles y lunas
pero jamás agostarán nuestra rama,
que brotará incesante,
tal vez con otros rostros
y con otras máscaras,
como la yerba que susurra
desde las entradas de la tierra.
«Memoria», «Lugar», «Advertencia dejada en la pared de un foso», en los que se profundiza en la identidad del hombre mexicano:
Las casas
Las casas de los dioses son de piedra. Los palacios de los dignatarios son de piedra. Las moradas de los jefes guerreros son de piedra. Los aposentos de los sacerdotes son de piedra. El fuego de los dioses y de los semidioses que señorean esta tierra y sus criaturas está perennemente custodiado para deslumbrarnos e infundirnos temor. Nuestras chozas son de paja, todo lo que poseemos es ajenidad. Somos hombres de paja, de paja de maíz, ceniza irrealizada, escoria sin nombre: somos lo que desean los que mandan. Pero morimos nuestras vidas con un poder oculto Y guardamos tesoros que hasta los dioses ignoran: Nuestras almas son hachas de pedernal.
O en su rebeldía ancestral que se observa en los poemas «Pero cuídate» y «Hoy me levanté». La fría y moderna ciudad de México se opone a la ancestral y proverbial civilización mexicana y a Tenochtitlán, en unos poemas donde la lluvia y el agua se erigen en metáforas que definen y permanecen: «y yo sigo confundiendo la lluvia con la tarde», «No hay cielo, solo lluvia pétrea, sorda». Entonces nos percatamos que estos poemas de Fayad no perduran como objetos, sino como presencias, como ha dicho Louise Glück, pues al leer algo que merece recordarse liberas una voz humana, y que, a pesar del descalabro y de encontrar el sol en los residuos, el poeta está «de pie sobre las hojas secas»[v].
[i] -Fayad Jamís. Tepalcates. Ediciones Presente y Futuro. Colección Centro, Guadalajara, 2021. El poeta escribió estos poemas a su regreso a México donde se desempeñaba como agregado cultural de Cuba en ese hermano país.
[ii]– Virgilio López Lemus. «La generación de los años cincuenta en la Revolución». Historia de la Literatura Cubana, T. III, La Habana, 2018, Editorial Letras Cubanas, p. 115.
[iii]– Andréi Tarkovski. «El arte como ansia de ideal». La letra del escriba, n. 168, La Habana, p. 5.
[iv] – Verso del poema «Esta ciudad», p. 11.
[v] – Verso del poema «Lugar», p. 32.
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