«Me he burlado de muchas cosas y sin maldad», aseguraba el autor de El Aleph.
‒Borges, usted es un genio.
‒No crea, eso es una calumnia.
Así, con una velocidad relampagueante, respondió el gran escritor argentino Jorge Luis Borges a un elogio del periodista peruano Fernando Ampuero, aunque otras fuentes ubican la respuesta en otro año y contexto y ante otra persona. Sin embargo, lo cierto es que en la respuesta, nuevamente asomaría esa vena que algunos le negaron poseer al autor de Historia universal de la infamia: la del humor.
Pero resulta que historias como esta y otras muchas desmienten la absoluta severidad que le achacaron al narrador y poeta argentino cuando en Cuba se le miraba con ojerizas por ser «un escritor de derechas», absoluto antiperonista y galardonado en el Chile del dictador Augusto Pinochet, decisión que le cerraría para siempre el camino hacia un meritorio Premio Nobel de Literatura.
Si bien fue memorable la lúcida decisión del poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar en cuanto a visitar a Borges en Buenos Aires y solicitarle autorización para publicar en la Isla una parte de su obra narrativa y poética en una antología (a la postre publicada bajo el nombre de Páginas escogidas y bienvenida por crítica y lectores), lo cierto es que fatales descalificaciones en intramuros lo tildaron de autor sobrevalorado, que no merecía tanta alharaca por su muerte, o de ser un escriba sin ningún sentido del humor.
Alejo Carpentier, hombre de indiscutible talento y erudición, llegó a molestarse ante la afirmación de que Borges «aseguraba haber leído solamente una versión en inglés de El Quijote», trampa en la que parece haber caído el autor de El siglo de las luces, pues uno de los más brillantes relatos borgianos, «Pierre Menard autor de El Quijote», es un elevado homenaje al más brillante narrador de toda la lengua española. Incluso, en algún momento Borges llegó a confesar que la primera novela que había leído en su vida era El Quijote, cuando tenía seis o siete años.
«Si eso lo dice Dalí es un chiste; pero si lo dice Borges es un disparate, porque Dalí tiene sentido del humor, pero Borges no tiene ninguno», aseveraba con palabras más o menos textuales el también insigne musicólogo cubano.
Pero resulta que Borges, contrariamente, nos ha ido revelando la antítesis de este criterio. Regresa de su muerte, una y otra vez, para hacernos reír, echar por tierra criterios prejuiciados en torno a su persona, que siempre lo acompañaron por no estar a la Izquierda de la mesa como Vallejo y Neruda, a quien, curiosamente , reconoció en una ocasión la estatura de su poesía política.
Y regresa y vuelve a iluminarse e iluminarnos, no a través de historias inventadas por fanáticos y detractores, sino por su propia voz, en entrevistas televisivas y radiales, desde viejas páginas de periódicos, que son verdaderas joyas, o desde la remembranza de quienes pudieron dar testimonio certero de sus andares y maestría verbal.
Aparece entonces sincero, cordial muchas veces, implacable, filosófico, esencial…y con un sentido del humor exquisito, como el demostrado en su encuentro con otro grande, el mexicano Juan Rulfo:
‒Don Juan, dígame, cómo ha estado últimamente.
‒¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.
‒Entonces no le ha ido tan mal.
‒¿Cómo así?
‒Imagínese, don Juan, lo desdichados que seríamos si fuéramos inmortales.
Borges nunca se creyó infalible. De hecho cuando lo consideraron uno de los grandes autores del siglo XX, respondió con la perla de que ese mérito era posible porque el XX había sido un siglo muy mediocre. Reconoció ser un hombre contradictorio y, como tal, lo reconocieron muchos. Fue implacable con varios de los más importantes escritores españoles de la centuria pasada, al punto de afirmar que creyó a Rafael Alberti un poeta de otro siglo y confesó no saber que el escritor Manuel Machado tenía un hermano poeta. ¡Nada más y nada menos que Antonio!
Ahí tal vez radica la razón para el origen de «la broma» que el jurado del Premio Cervantes de 1979 decidió gastarle al argentino, al compartir, por única vez en la historia, la entrega de este galardón, en este caso con el poeta español Gerardo Diego. Pero cuentan (de esto no he hallado pruebas, sí de la larga amistad que lo unió a Gerardo) que ni así se detuvo el torrente de humor del genio ciego cuando el autor de La luna en el desierto se acercó a saludarlo:
‒Maestro, cómo está usted.
‒¿Quién tú eres? –le preguntó Borges.
‒Maestro, soy yo, Gerardo.
‒¿Qué Gerardo?
‒Diego, maestro.
‒Bueno, chico, por fin: ¿eres Diego o eres Gerardo?
No obstante el sinfín de risueñas y agridulces anécdotas que, ciertas o falsas, manipuladas o no por el decir popular, lo habrán de acompañar siempre, Borges aseguraba: «Me he burlado de muchas cosas y siempre sin maldad. Yo soy muy ilógico. Lo que pasa es que la gente me toma demasiado en serio».
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