Distinguido como el poeta de la Reforma Agraria, el poeta de la Revolución, la figura más importante de la vanguardia poética en Cuba, Navarro Luna llenó toda una época con la producción y promoción de su poesía. Sobre tal aseveración, además de sus versos, han quedado plasmados los criterios de inminentes críticos cubanos y escritores de otras latitudes, que a lo largo de mucha
s décadas han sabido valorar con justeza su obra. Y lo atestigua el hecho que desde que Navarro Luna publicara su primer libro, Ritmos dolientes (1919), fueran muchas las opiniones y diversos los autores que se pronunciaran. Entre ellos, Bonifacio Byrne, Agustín Acosta, Francisco Rodríguez Mojena ‒quien escribiera el prólogo de la primicia‒, el portorriqueño José Joaquín Ribera, Higinio J. Medrano, Vicente Menéndez, Luis Felipe Rodríguez, Néstor Carbonell, José G. Vila, Julio Girona y la mayoría de los escritores que se nucleaban entorno a Orto.
A partir de entonces, tras la publicación de Corazón adentro (1922), y, especialmente, por los libros que fueron saliendo después, crecieron los simpatizantes de su obra. Entre los que opinaron acerca de ella a partir de esa fecha, se encuentran: Enrique José Varona, Emilio Ballagas, Raúl Roa, Juan Marinello, que prologara Pulso y Onda y escribiera otros artículos sobre la vida y obra de Navarro Luna; así como Juana de Ibarbourou, Rómulo Gallegos, Pablo Neruda, León Felipe, Rafael Alberti, Henri Barbousse, Jorge Amado, Carlos Pellicer, Juan Ramón Jiménez, José Antonio Portuondo, Eugenio Florit, Juan Chabás ‒quien se pronunciara sobre La tierra herida y Pulso y Onda‒, José María Chacón y Calvo, Roberto Fernández Retamar, Nicolás Guillén, Cintio Vitier y Volodia Teitelboim. Y más acá en el tiempo, Joaquín G. Santana, Arturo Arango, Maydolis Garcés Remón, Maydolis Ferrer, Sócrates Nolasco, Heberto Padilla, Joseph North y Virgilio López Lemus, entre otros.
«Cuba entera está en sus poemas» ‒nos dice Cintio Vitier. «Navarro Luna no es la voz de un hombre, es el clamor de una raza gritando el ansia de una verdad implacable», afirma el chileno Volodia Teitelboim. Y es que la obra poética de Navarro Luna, independientemente a las diversas facetas en que se desarrolló, es el testimonio vivo de una significativa parte de nuestra historia. Y eso, unido a la crítica que la acompaña, nos pone al alcance la posibilidad de mirar con objetividad un pasado que ya se difumina y es nuestro deber darlo a conocer a las nuevas generaciones.
Más que disertar sobre la obra de Manuel Navarro Luna, me interesa traer a colación criterios de importantes figuras que lo hicieron en el momento de la publicación de sus libros, o en estudios realizados posteriormente. Todos sabemos la eclosión que representó Surco, su impacto dentro del contexto de la poesía cubana. Sobre el mismo, diría Raúl Roa en 1928, fecha en que se publicara el libro: «Mi opinión sobre Surco, debo decir que es algo muy serio. A propósito de él, intentaré, a la medida de mis fuerzas, una como revisión de nuestros valores poéticos de vanguardia, para situarlo a usted en el sitio que incuestionablemente le corresponde: en la cumbre». Y en igual sintonía, Roberto Fernández Retamar asegura: «Surco es un libro de enorme interés en nuestra poesía. Hay que decir de él lo que alguien dijo jocosamente de Dios: “si no existiera tendríamos que inventarlo”. Es el ejemplo más patente de nuestro vanguardismo».
Al publicarse Pulso y Onda en 1932, Juana de Ibarbourou expresó: «Las canciones y elegías de Pulso y Onda encierran los problemas entrañables que enfrenta el hombre en todos los tiempos». Y León Felipe: «Este poeta cubano es poeta hasta la entraña misma de su vida, y corre por su canto un viento de salmo que hace fuerte y poderosa su poesía». Y como para dejar constancia definitiva de la grandeza del bardo, patentiza Rafael Alberti: «Navarro Luna, como hombre y como poeta, se ha ubicado en el meridiano actual del mundo y del tiempo».
Al salir a la luz La tierra herida en 1936, Rómulo Gallego expresó: «Es sencillamente el himno que se alza para denunciar la tragedia de las injusticias sociales en una belleza desesperada». Y refiriéndose más a lo formal, escribe Juan Ramón Jiménez: «Gran poesía la suya, donde la increíble riqueza de imágenes corre pareja con una musicalidad augusta y resonante». Y con esa familiaridad del amigo, pero del amigo que habla con conocimiento de causa, con el corazón y la mente en armonía, con la plena potestad de la erudición, le comunica al poeta José Antonio Portuondo: «Después de La tierra herida, nadie puede negar que tú has sido en Cuba, con muchos años de antelación, el Poeta de la Reforma Agraria». Y como si fuera poco, Juan Chabás, en una reseña que hiciera sobre los libros La tierra herida y Pulso y Onda, señala: «De ese esfuerzo, de ese señorío, de ese aliento, de esa poderosa virtud está hecha la poesía de Navarro Luna, de quien ya no temo decir que es uno de los más fuertes y mejores poetas de la América de hoy».
Nunca sería abundar demasiado insistir en cuanto se ha dicho acerca de la obra de Manuel Navarro Luna, por lo que quiero traer a colación también fragmentos de dos misivas recibidas por el poeta al publicarse Doña Martina en 1951. Una es de Pablo Neruda y dice: «Le escribo bajo la impresión inmediata que me causó la lectura de su hermosa y justa «Elegía». Hermosa por los sucesivos hallazgos poéticos, verdaderamente asombrosos; y justa pues traduce con maestría y hondura insuperables el más legítimo y torrencial dolor humano».
La otra corresponde a ese entrañable amigo y crítico de su obra, Juan Marinello, y reza: «Me gusta muchísimo tu Elegía a Doña Martina. Tiene décimas bellísimas, en verdad: antológicas, décimas que estoy seguro quedarán como realización técnica y hondísima sugestión. Es una gran hazaña esa de hacer una elegía en décimas».
Y Virgilio López Lemus, en un ensayo publicado por la Editorial Oriente en el 2004, expresa: «Doña Martina vino a ser en la larga tradición decimística cubana la primera gran elegía en décimas».
Aunque Navarro Luna comenzó siendo un poeta intimista y se proyectó después por otros caminos, junto a su vocación de servicio, de ser comprometido con los sufrimientos y adversidades del otro, su militancia política al lado de los humildes: nunca dejó de cantarle al amor, de expresar sus más profundos sentimientos filiales a través del más alto lirismo. Eso se aprecia en casi todos sus libros, principalmente en Refugio y en Doña Martina; pero también en Corazón adentro, en Surco y en Pulso y Onda. Con relación a esa idea se expresa Arturo Arango al prologar Así es, en el 2009, conjunto de poemas escritos durante 1949 que permanecieran inéditos durante seis décadas: «La introspección que domina la mayoría de estos versos está concentrada en un sujeto lírico en crisis. Son, casi todos, poemas de amor, y en algunos de ellos se traza un arco vital que termina en el desgarramiento, en el dolor».
Ahondando en su biografía, en busca de las posibles causas del ostracismo en que se vieron envueltos los poemas de Así es, Arango expone una nota íntima de la vida amorosa del poeta: «(…) su vida sentimental fue también intensa, convulsa, y presionada por el impío contexto municipal». Lo que nos lleva a intuir, si nos situamos mentalmente en el contexto histórico y social que le tocara vivir al insigne manzanillero, que su vida, independientemente a sus triunfos, no fue una panacea. Pero, innegablemente, el valor de su obra supera cualquier otra disquisición sobre todo lo acontecido durante su existencia. Y así lo percibo en las palabras de Nicolás Guillén, con las que deseo finalizar mis reflexiones: «Aunque los años pasen y se amontonen los siglos, su voz resonará impetuosa. Marcará uno de los momentos más altos y más profundos de la lírica cubana».
Foto tomada de Trabajadores
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