Tengo, como Saint-Exupéry, tres razones para estar aquí: la primera es, puede decirse, histórica. Hace treinta años, era jefe de redacción de Alma Mater, el periódico de la FEU, y conocí a un joven alto y melenudo que había ganado el Concurso 13 de Marzo con un cuaderno de cuentos de título sorprendente: Un miedo encuadernado de amarillo. Soy, creo que por temperamento y formación, un escritor eminentemente realista, y tal vez por eso, cada vez que descubro a un escritor que rompe los diques de la realidad, y se lanza a explorar ese vasto espacio que queda más allá, que se abre, insondable e inabarcable, como un desafío para la literatura, automáticamente uno de los dos detectores que llevo dentro entra en sintonía, pone a funcionar el sistema operativo y comienza a grabar en mi disco duro las primeras impresiones de la obra del nuevo descubrimiento. Uno de los detectores es el de la calidad, el del deslumbramiento y la emoción que genera el talento; el otro, ¿quién podría definirlo mejor que Ernest Hemingway? Es el detector de mierda.
Aquel joven se llamaba Abel Prieto, era estudiante de la Escuela de Letras, tenía diecinueve años y una melena que le llegaba a los hombros, y en aquellos primeros textos anunciaba a un narrador original, con un inusitado sentido del humor y una imaginación que —yo sentía— intentaban conformar un universo narrativo, todavía lejano e informe, pero ya intuible: un mundo que sin despegarse absolutamente de la realidad, levantaba vuelo —humor e imaginación mediante— para iluminar zonas oscuras de la conciencia, miedos, rencores, deseos y miserias, pequeñeces sórdidas, en una palabra, de la propia vida.
Sus primeros textos, pues, echaron a andar el detector bueno, el de la emoción y el talento, y el resultado fue que le pedí un cuento para publicar en Alma Mater, que resultó ser el primero que viera la luz. Después, ya lo sabemos, vinieron Los bitongos y los guapos en 1980; No me falles, gallego en 1983, y Noche de sábado en 1989, en los cuales aquel universo narrativo fue corporizándose, revelando sus límites y recursos, adquiriendo espesor y, sobre todo, madurando un estilo realmente personal y que, si tuviera que definirlo a riesgo de que los críticos me crucifiquen, lo calificaría de «cubano»: esa especie de machismo coloquial, a ratos tierno, a ratos violento, matizado por la ironía, que se sumerge, sin ahogarse, en las risueñas aguas del humor.
No pretendo, por supuesto, hacer aquí un enjundioso análisis de su obra, porque suscribo la súplica de Quevedo: «De las academias, líbranos, Señor», y hoy no es un día de academias, hoy es un día de amistad y de la fiesta de la creación, y yo solo quería explicar aquí la raíz histórica de mi presencia en la presentación de El vuelo del gato, su primera novela.
Tengo una segunda razón. No voy a decir aquí que esta novela es una obra maestra ni fatigar la atención de ustedes con categóricas sentencias, calificativos vacíos, o lugares comunes siempre a mano para salir del compromiso de una presentación. No. Lo que voy a decir tiene que ver con el substratum de esta obra, con su más íntima esencia, que es precisamente lo que la hace entrañable para nosotros: esta es la novela de una generación, o por lo menos de una zona de esa generación. Novela que viene a completar la cartografía generacional de una época, y que sorprendentemente nos revela su mapa espiritual. Porque, entre otras cosas, eso es esta novela: un bojeo espiritual de esa generación que tuvo su estreno en la historia con la Campaña de Alfabetización y que transitó aquellos años duros como en un segundo plano, sin estridencias, sin protagonismos históricos. De repente aquella década de los sesenta, tan signada por la violencia que aquel término llegó a bautizar a una generación, esta sí protagónica, esta sí sacudida por los vientos de la historia, envuelta en los olores de la pólvora y el polvo del camino, adquiere una luz otra en las páginas de esta novela, nos muestra su envés y nos completa, sorpresivamente, la visión de toda una época, decisiva en nuestro devenir histórico.
Para muchos de nosotros, la década de los sesenta fue Playa Girón, la Crisis de Octubre, la Lucha contra Bandidos en el Escambray, la épica de la Revolución y sus hombres, sudorosos y heroicos, que rescataron valores éticos aparentemente perdidos en los años de la seudorrepública, que crearon el homo solidarius que, más que la utopía del hombre nuevo, ha sido el mayor logro espiritual de la Revolución. Creamos una imagen en la que nos reconocimos, una imagen que nos hacía sentir orgullosos. Pero era también una imagen simplificada, fragmentada. Por debajo de aquella corriente, de aquella línea central por donde se movía la historia, transitaba otro cauce que, desde la cotidianidad, de los pequeños heroísmos y miserias, del movimiento apenas perceptible de las emociones, las alegrías, las angustias y las tristezas del hombre de todos los días, iba completando paso a paso el mapa de lo cubano, iba conformando definitivamente nuestra identidad. Novelas como El vuelo del gato tienen la virtud de enriquecer esa visión de lo cubano, porque lo hacen indagando en el centro mismo de la cubanía.
Debo confesar que la lectura de esta novela tuvo para mí dos fases: una en la que hice absoluto hincapié en las técnicas empleadas por el autor y en la que no voy a detenerme, porque alargarían demasiado estas notas, que ya amenazan con aburrirlos; y una segunda fase, en la que todavía estoy inmerso y que me ha revelado una verdad, apenas intuida antes y que ahora se ha convertido en certeza: durante mucho tiempo varios críticos cubanos han afirmado que la generación a la cual pertenezco comenzó a publicar en los años sesenta, y tuvo dos promociones: la nuestra (la de Jesús Díaz, Julio Travieso, Norberto Fuentes, Sergio Chaple, Joel James y el que les habla, entre otros) y la segunda a la cual pertenecen Abel, López Sacha, Arango, Mejides, Senel, Abilio Estévez y Padura. Se ha explicado esta afirmación de muchas formas, se han hecho clasificaciones, análisis, tipologías. Y de repente, esta novela viene a revelarnos otra cosa: viene a decirnos, a demostrarnos que no, que se trata de dos generaciones distintas, no como dos caras de una moneda unidas por el borde, sino dos monedas diferentes unidas por una bisagra literaria que se llamó Rafael Soler, cuya obra es el puente que las conecta.
No los voy a abrumar con otros descubrimientos que la lectura de esta novela está produciendo en mis reflexiones sobre la actual narrativa cubana. Sencillamente, agregar que, como toda obra de arte lograda, esta novela abre nuevos espacios, nuevas indagaciones y nuevas percepciones en la corriente general de la literatura cubana.
Y para terminar, queridos amigos, tengo una tercera razón para estar aquí: este es el lanzamiento, no de una novela, sino casi de un milagro. Encontrar fuerzas, aliento espiritual, voluntad de crear en las condiciones de agobio de tareas en que Abel ha estado inmerso en los últimos quince años, es obra de un verdadero escritor. Sencillamente así: de un verdadero escritor para quien la literatura es la propia vida.
Y para decirlo con Saint-Exupéry: si todas estas razones no fueran suficientes, tengo una más: Abel es mi amigo y no me hubiera perdonado nunca no haber estado junto a él en una ocasión como esta. Hay un epígrafe de José Lezama Lima que encabeza esta novela. Dice: «El gato copulando con la marta no pare un gato de piel shakesperiana y estrellada, ni una marta de ojos fosforescentes. Engendran el gato volante». Parafraseándolo podría decir: Un estudiante melenudo y rebelde combinado con una Revolución, no dan un funcionario atildado, ni un rebelde sin causa: dan un escritor como Abel Prieto.
Visitas: 84
Deja un comentario