
Hay escritores cuya muerte no es verdad porque desandan con sus libros la fortuna de la eternidad. Eliseo Diego es de esos, de los que con su voz caminan todavía por la Calzada de Jesús del Monte. En su libro nos entrega la profunda experiencia de un poeta que quiere edificar el sitio de la sobrevida, el sentido de su propia existencia.
En la Calzada de Jesús del Monte
que toda la vida es sueño
I
El primer discurso
En la calzada más bien enorme de Jesús del Monte
donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo
cansa mi principal costumbre de recordar un nombre,
y ya voy figurándome que soy algún portón insomne
que fijamente mira el ruido suave de las sombras
alrededor de las columnas distraídas y grandes en su calma.
Cuánto abruma mi suerte, que barajan mis días estos dedos de piedra
en el rincón oculto que orea de prisa la nostalgia
como un soplo que nombra el espacio dichoso de la fiesta.
Al centro de la noche, centro también de la provincia,
he sentido los astros como espuma de oro deshacerse
si en el silencio delgado penetraba.
Redondas naves despaciosas lanudas de celestes algas
daban ganas de irse por la bahía en sosiego
más allá de las finas rompientes estrelladas.
Y en la ciudad las casas eran altas murallas para que las tinieblas quiebren,
¡oh el hervor callado de la luna que sitia las tapias blancas
y el ruido de las aguas que hacia el origen se apresuran!
y daban miedo las tablas frágiles del sueño lamidas por la noche vasta.
Mas en los días el vuelo desgarrador de la paloma
embriagaba mis ojos con la gracia cruel de las distancias.
Cómo pasa mi nombre, qué maciza paciencia para jugar sus días
en esta isla pequeña rodeada por Dios en todas partes,
canto del mar y canto irrestañable de los astros.
Calzada, reino, sueño mío, de veras tú me comprendes
cuando la demasiada luz forma nuevas paredes con el polvo
y mi costumbre me abruma y en ti ciego descanso.
Voy a nombrar las cosas
Voy a nombrar las cosas, lo sonoros altos que ven el festejar del viento, los portales profundos, las mamparas cerradas a la sombra y al silencio. Y el interior sagrado, la penumbra que surcan los oficios polvorientos, la madera del hombre, la nocturna madera de mi cuerpo cuando duermo. Y la pobreza del lugar, y el polvo en que testaron las huellas de mi padre, sitios de piedra decidida y limpia, despojados de sombra, siempre iguales. Sin olvidar la compasión del fuego en la intemperie del solar distante ni el sacramento gozoso de la lluvia en el humilde cáliz de mi parque. Ni tu estupendo muro, mediodía terso y añil e interminable. Con la mirada inmóvil del verano mi cariño sabrá de las veredas por donde huyen los ávidos domingos y regresan ya lunes, cabizbajos. Y nombraré las cosas, tan despacio que cuando pierda el Paraíso de mi calle y mis olvidos me la vuelvan sueño, pueda llamarlas de pronto con el alba.
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