
Sobre la autora
Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de mayo de 1921), condesa de Pardo Bazán, fue una noble y aristócrata novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poetisa, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante española introductora del naturalismo en España.
Lectora infatigable desde los ocho años, a los nueve compuso sus primeros versos, y a los quince su primer cuento, «Un matrimonio del siglo XIX», que envió al Almanaque de La Soberanía Nacional, y que sería el primero de los numerosísimos cuentos —cerca de 600— que publicaría a lo largo de su vida.
Fue una precursora en sus ideas acerca de los derechos de las mujeres y el feminismo. Reivindicó la instrucción de las mujeres como algo fundamental y dedicó una parte importante de su actuación pública a defenderlo. Entre su obra literaria una de las más conocidas es la novela Los pazos de Ulloa (1886).
En 1908 comenzó a utilizar el título de Condesa de Pardo Bazán, que le otorga Alfonso XIII en reconocimiento a su importancia en el mundo literario; desde 1910 era consejera de Instrucción Pública; socio de número de la Sociedad Matritense de Amigos del País desde 1912. Dos años después se le impondría la Banda de la Orden de María Luisa, y recibiría del Papa Benedicto XV la Cruz Pro Ecclesia et Pontific. En 1916 el ministro de Instrucción Pública la nombra catedrática de Literatura Contemporánea de Lenguas Neolatinas en la Universidad Central.
Como homenaje en el aniversario de su natalicio, compartimos una selección de sus cuentos, considerados de los más relevantes dentro de su amplia producción narrativa.
Fragmentos de su obra
Instinto
Aquel año, las monjitas de la Santa Espina se habían excedido a sí mismas en arreglar el nacimiento. En el fondo de una celda vacía, enorme, jamás habitada, del patio alto, armaron amplia mesa, y la revistieron de percalina verde.
Guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban. Sobre la mesa se alzaba el belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas y, por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel y vuelve a salir y a entrar a cada minuto.
Pero lo mejor, allá en lo alto, era el portal, especie de cueva tapizada de papel dorado, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro y, en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos.
Todas las monjitas estaban allí, admirando, dando pareceres, babeándose de cariño ante el Jesusín, «que parecía un niño de verdad». En aquel solemne día, relajaba el convento su disciplina severa y se les consentía a las sores expresar su júbilo, tocando sonajas y castañuelas, zambombas y rabeles, armando un estrépito que en otro sitio se llamaría infernal, y bailando hasta hacerse rajas delante del belén, como habían bailado, de cierto, los pastorcillos inocentes, y como hasta saltarían de gozo los collados, porque era nacido el Redentor del mundo.
Y danzaban riendo, diciéndose cosas picarescas y chistosas, burlándose dulcemente las jóvenes de las viejas, que no eran las menos decididas para dar brincos y jalearse.
—¡Ay, mire sor Gertrudis, qué vueltas! Parece un trompo.
—¡Y qué lindos pies que luce!
—Ánimo, sor Consolación, deje ahí arrimada la muleta y eche un paso por el Niñito Jesús.
—Agarrarse todas de las manos, y a la rueda, rueda.
—¿Ese pandero, qué hace que no repica?
—¡A ver, el villancico!
Y unidas, las voces se elevaron, puras e ingenuas.
En el portal de Belén hay una piedra redonda…
—No, ése no vale nada… Vaya aquel otro:
En el portal de Belén todos a juntar en leña, para calentar al niño que nació en la Nochebuena.
Y el loco retintín de los panderos, el sonoro tableteo de las castañuelas, los desahogos de entusiasmo arreciaban, ensordecedores, mientras la casi paralítica sor Consolación, con su voz cascada y feble, no podía hacerse oír, al reprender:
—No sean escandalosas… ¡Que van a venir los guardias!
Mientras la juventud de las sores se desfogaba así, en una celda del mismo piso, la única ocupada en él, una mujer prestaba oído atentamente. Sería como de cuarenta y cinco años; estaba sin toca, el hábito roto; su corto cabello flotaba en mechones grises y su mirar denotaba extravío. Atendía al lejano ruido sorprendida, inquieta. ¿Qué pasaba?
Al fin sonó más alta la música discordante de las sonajas y panderos. ¡Música! ¡Canciones! ¿Por qué la dejaban encerrada cuando había música?
En repentino arrebato, golpeó la puerta, que por fuera tenía echado el cerrojo. La aporreó con manos y pies, frenéticamente. Y las que todavía danzaban ante el misterio se detuvieron, se miraron.
—¡Vamos, ya respiró sor Cruz!
—¡Fuera milagro que no alborotase!
—¿Qué hacemos, madre superiora? —Interrogó una monjita vivaracha, menuda, toda arrebolada por la animación del baile—. ¡Pobrecita! ¿La dejamos venir un instante al belén, que está precioso?
—No piense en eso, sor Rosa… ¡Pues buena se pondría así que viese al niñito! Ya sabe que como se le murió el suyo, el único, y a consecuencia de la pena entró en religión, tiene la cabeza… –la superiora se tocaba con el índice la sien–, y se altera hasta con las estampas del Niño Dios… Vaya allá un poco, a ver si la consuela… Dele su colación… Hágale creer que el ruido es en la calle… Y guarden ya silencio y, antes de bajar al refectorio, recemos tres avemarías, para que sor Cruz se ponga buena…
Se oyó el murmullo de la oración. Sor Rosa, a paso ligero, voló a la celda de la loca, descorrió el cerrojo vivamente y se acercó a ella, hablándole con ternura y mimo, como se habla a las criaturas.
—¿Qué tiene, hermana? Alégrese, que le voy a traer su colacioncita… Verá. Un pedazo de turrón, muy rico… Y mazapán, y peladillas, y naranja china, ¿sabe? Se chupará los dedos.
—Quiero ir a donde cantan…
—Si ya no cantan… Si fueron los pillos de la calle, que van por ahí con chicharras y zambombas.
—No, yo bien sé… Hay música en el convento —insistió la demente, queriendo echarse fuera de la celda, con ansia—.
—Paciencia, sor Cruz… Acuérdese de que manda el médico que no salga, que se puede acatarrar. Espere un momento, ahora subo la colación…
Y, como un pájaro, salió sor Rosa, volviendo al cabo de minutos con una cesta repleta.
—Bueno, ahí tiene muchas golosinas: coma y luego acuéstese tranquila, que mañana vendré a peinarle esas greñas y a ponerla muy guapa, para que asista a la misa, ¿eh?, siempre que tenga mucho, mucho juicio… Hasta mañana, sor Crucita, y que descanse bien.
Fuese la arrebolada monja, corriendo el cerrojo… Es decir, ella siempre afirmó haberlo corrido; pero tal vez sufriese una de esas distracciones que prueban que no es una máquina el cerebro humano.
La demente permaneció unos momentos indecisa. Alumbraba su celda un farol colgado muy alto, para que no lo pudiese romper. A su luz mezquina, destacábase, sobre la mesilla humilde, la cesta cubierta con blanca servilleta gorda. Con ese dominio del instinto material que se observa en los alienados, pensó en la colación suculenta y se figuró al turrón macizo, los mazapanes con rubias cabelleras de huevo hilado, la compota olorosa.
Un poco de saliva vino a sus fauces. Pero el recuerdo de la música resurgió y la curiosidad fue más viva que la gula. ¿Por qué música en el convento? Lanzose otra vez contra la puerta… ¡Oh, maravilla! La puerta cedió… Se abrió sobre el pasillo ancho, sombrío y glacial, por el cual avanzó a tientas la loca, guiada por un débil reflejo, una raya de claridad lejana.
También obedeció al empujón la puerta del recinto iluminado y la loca, admirada, se paró un momento en el umbral. El belén se presentaba a sus ojos, solitario, bajo el rayo de la estrella, fulgiendo entre los azules pabellones de tarlatana que figuran el cielo cercado de candelicas, dispuestas en arco a ambos costados. Una sonrisa de gozo se dibujó en el semblante de la pobre insensata. ¡Qué bonito! ¡La fuentecita, el agua que corre! ¡El automóvil, qué monada! ¡Y el cazador! ¡Pum! De improviso, una chispa más espiritual brilló en sus ojos. Un grito, casi un rugido de amor se exhaló de su garganta. ¡El niño! ¡Su niño, al que siempre está llamando en las largas horas de su tristeza infinita!
De un salto, sor Cruz se encaramó al belén. Pisando fuentes, puentes y figuras, desbaratando y destrozándolo todo, llegó hasta el portal, agarró al infante y lo cubrió de caricias violentas, ávidas. Medio le mordió. Luego, temerosa de que se lo arrebatasen, echó a correr hacia su celda, llevándolo abrazado.
Entre tanto, las arrancadas candelicas se desmayaron sobre los tules que con la estrella se habían volcado encima del portal. Un reguerillo de chispas devoró rápidamente el leve tejido y, luego, una corta lengua inflamada lamió las apolilladas maderas y cartones impregnados del aguarrás de la fresca pintura.
El convento dormía cuando se desenmascaró el incendio. El sereno vio el humo y aturdió a llamadas de aldabón enorme. La confusión fue como de naufragio. Sacaron en brazos a la paralítica sor Consolación y, en medio del terror y de los angustiosos chillidos, sor Rosa, sintiendo acaso un misterioso e indefinible remordimiento, pensó en sor Cruz.
—¡Ay mi Dios! ¡Misericordia, Virgen Santísima! ¡Va a morir abrasada! ¡El fuego es en su piso!
Y como alzasen los ojos hacia la reja de la celda de la demente, pudieron ver, sobre cortina de llamas y humo, un rostro aterrador y oír una voz que gritaba:
—¡Ahí va el niño! ¡Salven al niño!
Un muñeco de talla vino a rebotar en tierra a los pies de las monjas. La cara de la loca desapareció en el brasero.
Padre e hijo
Cuando al año nuevo de 1914 entró a saludar filialmente al de 1913, que estaba poco menos que dando las boqueadas, el médico, reservado y grave, secreteó a la niñera que acompañaba al nene:
—El pobre señor apenas puede resollar… Pero, como tendrá que aconsejar a su sucesor, vamos a administrarle una buena dosis de cafeína… Por eso no se ha de morir un minuto más pronto ni más tarde.
Con la droga reanimose el moribundo y parpadeó, y sonrió entre amable e irónico a la criatura, que era una monada, una figurita muy semejante al Amor, tal cual lo representan los cuadros de Boucher y los grabados de Volpato y Morghen. Sobre la piel, dulcemente bombeada por gentiles redondeces, jugaban hoyos menudos, traviesos, marcándose como improntas del dedo de Venus en las dos grandes hojas de rosa del nalgatorio y en las junturas de brazos y piernas. La cara era de gloria, luminosa, cándida y picaresca a la vez; la boca, un capullito entreabierto, y la testa, cargada de rizos de oro, parecía alumbrar el aire con un brillo y fulgor de tanta sortija rubia.
— ¡Hola, hola, picaruelo! ¡Qué animados venimos! —articuló el anciano, arropándose en la pelliza de nutria, no menos pelada y vetusta que su dueño, y además muy cochambrosa—. Parece que hay ganas de vivir, ¿eh?
— ¡Ya ve, papá!… contestó el nene, más despabilado que un candil.
—Ya, ya veo que tenemos ilusiones… Y, de fijo, planes, proyectos, ideas de reformas… y, además… convencimiento de que papá no ha hecho sino tonterías… ¿A que sí?
No se atrevió el pequeño a responder de plano; pero algo había de todo eso… algo había…
—Y lo más gracioso, ¡ejem!, ¡ejem! —tosiqueó el anciano, casi ahogado por una flema—, es que la humanidad opina igual que tú, criatura. A estas horas, en la tarde del día último, no habrá hombre que de mí no reniegue y que no confíe en ti. Yo he sido un pillo, y he dado pato, ¡y qué pato! Al fin, soy un año trece… Tú vas a remediar los males, a resolver los problemas que yo dejo planteados y más embrollados que nunca. Tú les traes en los bolsillos…
—No, eso no, porque no los tengo. Y el chico señalaba, riente, su desnudez.
—Bueno, pues en las manos o como sea… riquezas, venturas, salud y honra, y todos, al pensar en ti, piensan también en cambiar de conducta, en guiar mejor el automóvil de la vida para no estrellarse… Mira si es imbécil la humanidad.
— ¿Y si aciertan? —declaró el chiquillo engallándose—. ¿Por qué no he de ser más afortunado o más listo que tú, papá? Y, además, yo soy joven, y tú eres viejo, ¡muy viejecito!…
El año moribundo, al oír esto, soltó una risita fúnebre.
—Según eso, ¿tú crees que yo no he sido joven también?
—Pero hará mucho tiempo —murmuró aturdidamente el nuevo año—.
—Así que llegues a mi edad, te parecerá que se ha pasado la vida en un minuto… -suspiró el 13.
—Y yo nunca seré como tú, papaíto… —insistió el 14, terqueando—. Es imposible, ¿no lo conoces? Mírame. ¿Puedo volverme… así? ¿Por qué toses tanto? ¿Por qué pones esa cara tan triste?
—Tú deja que pasen trescientos sesenta y cinco días y la tendrás igual o peor —respondió el caduco—. Como que deben fotografiarme, y te darán una prueba tamaño promenade, y dentro de los trescientos, etc., te mirarás al espejo y me recordarás…
— ¡Ay, papá! No quiero… no quiero ser, perdona, tan feíto…
— ¡Si valiera no querer! Puede que seas más feo aún… Cada uno tiene su vejez, y cada vejez es más fea que las otras… Aguarda, presumido, aguarda. Se te pondrán los ojos lloricones, el pellejo plisado, el vientre como un odre vacío, la boca como un sumidero, la nariz mocosa…
— No, eso, ya a veces… declaró el chico, intentando sonarse, aunque pañuelo no lo llevaba.
—Tendrás una calva zapatera, un pescuezo fláccido, unas piernas de algodón en rama, y en las manos unas venas sobresalientes, azules, como viborillas, y unos dientes amarillos y sarrosos, que temblarán en las encías, y un estómago hediondo, y unos pulmones que se ahogan, y unos pies que tropiezan, y un corazón que se achica, y un cerebro que olvida y pierde los nombres y las nociones de las cosas… Y serás ridículo, impotente, miserable en todo y por todo…, ¡ejem, ejem, quenj, quenj!, como yo…, y lo único que desearás será irte a descansar a un nicho del gran Cementerio de los Años, en el Palacio del Tiempo, nuestro padre común… ¡Morir cuanto antes! ¡Morir!
El niño se chupaba un dedito, reflexionando. Todo ello debía de ser invención del taimado viejo para disgustarle, en venganza de que él venía a sustituirle. La vida, ¡vaya!, era guapa cosa; los que son jóvenes, tan jóvenes, y sienten en las venas una sangre cálida y bullente, no se mueren así como así, ni se les pone la cara tan rara, ni sufren esa tos que parece que se están deshaciendo por dentro en babas y en porquerías…
¡Bah! No había que hacerle caso… ¿Y de qué serviría hacérselo, además?
—Papá, no digas eso —susurró, al fin, cariñoso, pues era buenecito y le daba lástima el vejacón—. Tú vas a vivir todavía años… digo, años no… en fin, bastante… ¿Verdad, señor médico? Todos viviremos tan contentos y tan alegres. ¿No es eso, papaíto?
—Los niños precoces viven poco -declaró el médico, solemnemente-, pero los ancianos moribundos, menos todavía… ¿No ves, año incauto, cómo detrás de aquellos montes asoma la luna, que parece una placa de plata recién bruñida? ¿No oyes que suenan, melancólicas y majestuosas, en el eterno reloj secular, las horas de la noche última? Tu padre va a entrar en la agonía.
El viejecito parecía sumido en un coma, precursor del tránsito; pero las palabras del doctor le galvanizaron de pronto. Se estremeció hondamente; por segunda vez abrió los párpados y su mirar atónito chispeó.
—¡La agonía! —gritó con voz remontada—. ¿Quién habla de agonía? ¡No quiero morir!… ¡No quiero morir aún!… ¡Vivir, vivir un poco más!… ¡Doctor!… ¡Por compasión!… ¡La vida!
Y, agotado por el esfuerzo, recayó anhelante, en un acceso de disnea, contra el respaldo del sillón.
El niño volvía a reflexionar, metiendo la yema del índice entre las hojas de flor de los labios. Y volviéndose hacia la niñera, pronunció por fin:
—¿Ves, chachita? Me engañaba papá. ¡Maldita gana tenía papá de morirse!
Accidente
Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.
Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta.
Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.
—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra… Aquí, desde luego se gana.
—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l’amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera…
Y la vieja, entre dos chupadas, declaró sentenciosamente:
—El que con chiquillos se acuesta… Yo, ende viendo uno (que sea ajeno, que sea mi nieto), le levanto la ropa y le pego un buen azote…
No era verdad; el vecindario de aquel pobre barrio extramuros sabía que la bruja de la voz carrascuda, aun cuando tuviese el cuerpo muy lastrado de líquido, no se metía en realidad con nadie; pero andaba siempre alabándose de abofetear al uno y de destripar al otro. Y la tuerta, con expresión de malicia, guiñó su ojo viudo, sonriendo al escuchimizado rapaz.
Desde que sonó la hora cesaron las confidencias. La taciturnidad del trabajo monótono pesaba sobre los espíritus, adormilándolos, como si el aire que sus pulmones absorbían afanosamente en el trajín les barriese las ideas del seso. Su faena mecánica les atontaba quitándoles del pensamiento cuanto no fuese la repetición incesante, espaciada por la acción de alzar y bajar la piqueta, del golpe que había de socavar aquella trinchera formidable, desmontando tierra y más tierra, que llevaban los carros ni sabían los jornaleros adónde. ¿Qué les importaba, además?
El rapaz, Raimundo, trabajaba, lo mismo que las dos mujeres, por cuenta de un contratista, hombre agenciador, que hacía el negocio de proporcionar gente a los que tenían obras en planta, cobrando los jornales a peseta y abonándolos a real. ¡Vaya! Para eso, con él, seguros estaban de tener choyo todo el año.
No sospechaban, y si lo sospechasen no les importaría, que aquella tierra se destinaba a rellenar un parque en una quinta próxima. Nutrirían con sus jugos, en vez de ortigas y cardos, las plumeadas araucarias, las palmeras elegantes, las fragantes magnolias, las camelias indiferentes a todo en su charolado orgullo. La trinchera, abierta por la construcción del nuevo camino que a la estación conduce, es alta y muestra las zonas de color de las capas del terreno. El trabajo de excavación ha abierto en ella una cava, que ya ofrece sombra cuando el calor arrecia, en aquella hondonada que limitan dos taludes y que no refresca el abanicar del aire de la ría. Y los jornaleros truecan chanzas cuando se enteran de que ya los cobija el desmonte.
Luego, a darle a la piqueta, a darle duro. ¡A-hum! El rapaz se siente desfallecer de cansancio. Es fuerte el trabajo así, el primer día, sobre todo el primer día. Los brazos parece que se los han apaleado, de tanto como le van doliendo. Las compañeras se ríen.
—¡Mocoso! ¿Pensaste que era como jugar a la billarda?
El amor propio, el pundonor le reaniman. Alza la piqueta con más ánimos. Se acuerda del contratista, de la ojeada de desprecio con que le dijo al concederle jornal:
—Te tomo…, no sé por qué; no vas a valer; estás esmirriado; eres un papulito que siquiera puedes con la herramienta…
¿Esmirriado? Ahora se vería si las otras, las femias, hacían más… La tuerca notó el arrechucho del novato, y le dijo, maternal, bondadosota:
—No te mates, hombre, que igual ha de ser. El negocio no está en dar tanto piquetaso, sino en arrincar de cada golpe buena pella.
Y señalaba el hacinamiento a su lado, donde cada fragmento de terrón era doble de los que hacía caer Raimundo. El suspiro, sin responder, volviendo a la carga.
Un automóvil pasó, haciendo retemblar la tierra. No vieron sino la rotación deslumbrante de sus ruedas amarillas. Flotó en el aire un tufo de bencina, exasperado por el calor. Aún no se había disipado, cuando asomó por la carretera un cura de aldea, caballero en un borrico. Tan despacio avanzaba, que el jinete tuvo tiempo de observar sobre las cabezas de los tres jornaleros algo que le llamó la atención. Era una enorme masa de tierra, suspendida, por decirlo así, en el aire. La cueva, ahondada por la continua mordedura afanosa de las piquetas, no tenía ya más cubierta que aquella saliente costra, conmovida sin tregua, de desplome fatal, inevitable. Y en la imaginación del párroco se precisó la catástrofe, enlazada al recuerdo de una frase leída por la mañana, entre sorbo y sorbo de chocolate, en el diario integrista: «Socavan y socavan la sociedad, y se les vendrá encima cuando menos lo piensen». Refrenó a su rucio, cerró el paraguas de alpaca oscura y sin apearse arrimose al socavón, gritando:
— ¡Eh! ¡Vosotros! Que se os viene encima esa tierra. ¿Estades ciegos?
La alcoholizada le contestó pintoresca reata de injurias sobre el tema de la profesión. La moza tuerta solo refunfuñó:
—¡Nos deje en paz! Vusté no nos hace el trabajo.
Raimundo, por su parte, ni se volvió. Enfaenado, cayéndole una gota de cada pelo, sin aire ya para sus chicos pulmones, se puede creer que ni oiría. El zumbido de la piqueta, su retumbo mate contra la pared borrosa, era lo único que vagamente percibía, envuelto en el jadear de su anhelante pecho. ¡Cuándo serían las doce, señaladas por el paso del tren, para dejarse caer al suelo de golpe y mascar, ya medio dormido de cansancio, el corrusco de pan de maíz!
El cura, no obstante, seguía vociferando caritativos insultos.
—¡Bárbaros! ¡Brutanes! ¡Ni media hora tarde eso en venirse!
Y como la vieja se lanzase fuera del excave para replicar furiosa, se oyó un estrépito sordo, apagado; se alzó una nube de polvo rojo, y en seguida, un silencio siniestro, interrumpido por el rodar de los últimos terrones que caían de lo alto. De pronto, un escarabajeo, un pataleo, un trajín de fiera soterrada y que violenta las paredes de su entierro. Era la moza rubia, que vigorosamente perneaba, cabeceaba para salir de entre la masa de tierra de la impensada sepultura.
Acudieron al párroco y la bruja; la ayudaron; se le vio sacar primero la rodilla, después una pierna, al fin el tronco, y la faz lívida, con la respiración cortada; el único ojo, loco de espanto. Nadie pensó sino en ella. El rapaz no resollaba; al principio le olvidaron. Cuando se empezó a solevantar la tierra, porque acudieron vecinos de las casucas y tabernas desparramadas por el camino real, costó trabajo descubrirle; lo más fuerte del desplome había recaído sobre el pecho. Tenía los ojos inyectados de sangre, la boca y las orejas tapiadas con barro bermejo. Los pies parecían incrustados en la tierra, otra vez compacta.
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