Palabras de aceptación como miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua

Regreso a las novelas de Abilio Estévez (cinco hasta el momento) con la sospecha de que se trata de un cuerpo narrativo dominado por los espacios. Bastarían palabras centrales de sus títulos para confirmarlo: reino, palacios, archipiélagos. La acción y el destino de sus personajes, en especial de sus narradores, estará determinado por esos ámbitos en que han vivido, o por aquellos que encontrarán, incluso de manera casual, en algún instante de sus existencias. La relación que se establece con ellos, siguiendo a Gaston Bachelard, es de topofilia, es decir, quienes cuentan estos relatos:
Aspiran a determinar el valor humano de los espacios de posesión, de los espacios defendidos contra fuerzas adversas, de los espacios amados. Por razones frecuentemente muy diversas y con las diferencias que comprenden los matices poéticos, son espacios ensalzados. A su valor de protección que puede ser positivo, se adhieren también valores imaginados, y dichos valores son muy pronto valores dominantes. (Bachelard, 28).
Al menos en tres de esas obras, la zona de La Habana donde suceden los acontecimientos principales es la misma, con ligeras variantes, y se ubica al oeste, en «un poblado, Marianao, entre dos ríos, en el que había un cuartel general con nombre de ciudad de Carolina del Sur […]». (Tuyo… , 25). Como es previsible, se trata del ámbito amniótico de Abilio, el sitio donde vivió la infancia, la adolescencia y gran parte de su juventud.
Las novelas, sin embargo, suelen desbordarse, explorar más allá de esos límites. Hay siempre una obsesión por la ciudad, por esta ciudad, ensalzada o, con más frecuencia, detestada, aceptada, en última instancia, como inevitable para quienes nacieron en ella y aún la habitan.
En Tuyo es el reino la definición del espacio narrativo es más estrecha y singular: un conjunto variopinto de personajes, con ocupaciones, edades, orígenes diferentes entre sí, viven en un sitio llamado la Isla, donde, además, se definen dos zonas separadas por una puerta: el «Más Acá» y el «Más Allá». Se cuenta, avanzada la historia, la fundación de la casa que dio origen al lugar, edificio que sigue siendo el centro de ese microcosmos donde puede hallarse casi de todo: otras casas, un pequeño bosque con especies extrañas en el país, fuentes, una carpintería abandonada, senderos, toscas esculturas, realizadas por Chavito, que intentan reproducir piezas clásicas (El niño de la oca, Laooconte, el Apolo de Belvedere, la Venus de Milo, la Victoria de Samotracia…).
El dispositivo que pone en marcha la narración es el hallazgo, por varios de los personajes, de rastros de sangre, precedidos por ruidos procedentes de quién sabe dónde, visiones de cuerpos que se desplazan entre los árboles o que se fugan más allá de las ventanas. Luego sabremos que se trata del Herido, una suerte de san Sebastián asaeteado a quien los niños hallan en la carpintería, desnudo y envuelto en una bandera cubana. Llega a la Isla como una suerte de emisario que los pondrá en alerta sobre peligros inminentes que se ciernen sobre ese universo.
Con tales visiones, con el Herido, cuyas lesiones se van curando solas y cuya presencia perturba y descoloca a todos los que se ponen en contacto con él, en Tuyo es el reino ingresa otra dimensión dominada por lo imaginario, más que por lo fantástico. Regresando a Bachelard, al «valor de protección» de esos espacios propios, de esos refugios, «que puede ser positivo, se adhieren también valores imaginados, y dichos valores son muy pronto valores dominantes». (Bachelard, 28)
En un pasaje que insiste en esa dimensión imaginaria, se cuenta que la señorita Berta: «cree ver a un anciano con un paraguas que avanza con dificultad muy cerca del Hermes de Praxiteles. No puede ser, dice para sí la Señorita, y como dice “No puede ser”, el anciano desaparece». (Tuyo…, 93). La realidad, esa realidad, está dominada por la subjetividad de los personajes y, sobre todo, del narrador, cuya voz se hace presente una y otra vez, rasgando el velo que lo separa, por una parte, de sus personajes y, por otra, de sus lectores.
El tiempo de la fábula está bien delimitado: son los meses finales de 1958. En cambio, una y otra vez el narrador da las espaldas a la temporalidad. La Isla está enclavada en un archipiélago donde el tiempo y, con él, la Historia, transcurre en una sucesión a la que llamaré «normal», pero quienes viven allí están ajenos a esa cronología. Así como los espacios son cruciales, el tiempo es subestimado, acaso despreciado, con lo cual adquiere una importancia distinta, y con lo que se insiste en el carácter imaginario en que suceden esas vidas. «¿Qué importa la fecha?» —se pregunta el profesor Kingston en una conversación en que se trata de rescatar el momento en que fue levantado el primer edificio de ese lugar, y luego «aclara, socarrón, que la Isla es como Dios, eterna e inmutable». (Tuyo…, 19). Más adelante, bajo un torrencial aguacero, de noche, la señorita Berta «no sabe la hora ni tiene demasiada importancia (en este libro la hora nunca tiene demasiada importancia)» —confiesa el narrador. (Tuyo…, 93).
Ese desprecio por el paso del tiempo se va ampliando, y páginas más tarde envuelve no solo este espacio específico de la Isla sino el conjunto del país: «(las islas no son países sino barcos varados para siempre —y el tiempo, ay, no pasa en los barcos varados para siempre)». (Tuyo…, 154), y también es el recurso con el que se desnuda, de nuevo, el carácter ficcional de los sucesos que se están relatando:
Una de las virtudes de la literatura es quizás que con ella se pueda abolir el tiempo o, mejor, darle otro sentido, confundir los tres tiempos conocidos en un cuarto que los abarque a todos y provoque lo que podría llamarse la simultaneidad. (Tuyo…, 220).
El día final de ese tiempo de la fábula es el 31 de diciembre de 1958. Una vela, derribada de manera accidental por doña Juana, la anciana que permanece dormida desde hace años, provoca un incendio incontrolable que termina por devastar, para siempre (pensamos), la Isla, es decir, el espacio entrañable, el sitio donde estos personajes tienen no solo su vivienda sino donde están protegidos, salvados de las inclemencias de ese otro tiempo que cambiará radicalmente, esa misma noche y en los días y años sucesivos, la historia del país. La Isla ya no existirá el 1ro de enero de 1959, el lector no conocerá el futuro de esos personajes que, regresando a la metáfora marinera, han pasado de estar en un barco encallado a quedar abandonados a su suerte, como náufragos al pairo. Tampoco sabremos de los sucesos históricos que sacudirán ya no al archipiélago todo, sino a «ese cuartel con nombre de ciudad de Carolina del Sur», donde, por cierto, trabajan algunos de nuestros personajes. No hemos estado ajenos a lo que allí está ocurriendo:
Columbia es un hervidero, esto se viene abajo» —dice el capitán Alonso a Casta Diva—, cuyo esposo, Chacho, quien es militar y trabaja en el cuartel, lleva días postrado en la cama, y «no come, no habla, no se baña. (Tuyo…, 145).
En el epílogo, subtitulado «La vida perdurable» (es decir, eterna, inmutable), el narrador sale desenfadadamente a escena. Comienza contradiciendo a Flaubert, quien aconsejó: «no resulta saludable que el escritor deba estar en su obra como Dios en la Creación: presente pero invisible». De inmediato, confiesa: «solo yo puedo apagar el fuego: solo yo soy responsable de él […] Con romper unas páginas, la Isla volvería a la normalidad». (Tuyo…, 319).
Conoceremos, de inmediato, que ese narrador es Sebastián, el adolescente que vivió en la Isla, y que, años más tarde, al no detener el incendio con su poder omnímodo, reconoce que todo lo suyo «se hará polvo con ese fuego; tantos recuerdos, tanta dicha, el único lugar donde pude ser feliz». De tal manera que llega a pensar que su «vida verdadera, la real, fue aquella de la Isla». Reconoce que ese no tuvo que ser necesariamente el final de la historia, ya que «barajaba, como cualquiera sabe, cierto número de posibilidades. Podía no haberla tenido en cuenta». Mientras, espantados, los personajes huían del incendio o trataban de salvar lo que se pudiera, «ignoraban la confusión que se estaba produciendo en el país en ese preciso instante» en que el señor presidente de la República, Fulgencio Batista, «huía en un avión hacia República Dominicana con la familia y el dinero». (Tuyo…, 320).
Hasta este punto, atendiendo un consejo de Stendhal, Sebastián, el narrador, ha «tratado de mantener a los personajes al margen de la vida política». En este instante conclusivo, admite que:
(…) alguna relación debe de tener la huida del señor Presidente, el triunfo de los Rebeldes y el hecho de que doña Juana extienda la mano, voltee la vela y provoque el incendio que puso fin a los primeros once años de mi vida. (Tuyo…, 320).
Dice Bachelard:
La inmensidad está en nosotros. Está adherida a una especie de expansión de ser que la vida reprime, que la prudencia detiene, pero que continúa en la soledad. En cuanto estamos inmóviles, estamos en otra parte; soñamos en un mundo inmenso. La inmensidad es el movimiento del hombre inmóvil. (Bachelard, 221).
En el párrafo final de la novela, Sebastián admite que en el presente desde el que escribe no tiene «valor material». Pasea por su cuarto, se asoma a la calle «donde la vida resulta una alucinación» y cuando sale a la calle, nadie repara en él. Para existir, para ser, tiene que crear esos universos, ingresar en su inmensidad y apropiarse de ella: «Para sentir que vivo, regreso a la escritura», y al hacerlo, vuelve a estar en lo que fue la Isla, en ese pasado donde tuvo un espacio de protección que ahora solo está en él, quien a los efectos de la novela, ocupa «el lugar de Dios». (Tuyo…, 345 y 346). La realidad, su realidad ya perdida, ha quedado atrapada en aquel reino que es, a fin de cuentas, el de su memoria.
Aunque su protagonista, llamado Victorio, vivió en Santa Felisa, un barrio muy cercano al de la niñez de Abilio, en Los palacios distantes se abandona aquel ámbito donde está la génesis de su obra narrativa. Este nuevo personaje, nombrado así por Papá Robespierre porque nació el 26 de julio de 1953, habita un cuarto de lo que fue «un palacio de una familia de abolengo cuyo apellido ya nadie recuerda». Está allí, no sabe ya desde cuándo, y aunque «no se pueda decir que es feliz» (Los palacios…, 17 y 18), al menos está conforme con tener un techo que lo proteja.
Si Tuyo es el reino terminaba con el desplazamiento forzoso de los residentes en la Isla, la acción narrativa de Los palacios distantes comienza con un desplazamiento, con la pérdida definitiva de ese espacio mínimo en el que Victorio ha encontrado refugio, siendo ya, como es, un hombre mayor, solitario y homosexual, educado en un país y en una época en que debió reprimir o esconder sus preferencias sexuales. Mema Turné, vecina de su cuarto y responsable de vigilancia del CDR, le avisa que la semana próxima llegará la brigada que demolerá el edificio. Al día siguiente, al concluir su jornada de trabajo en el acueducto de Albear, a las cinco en punto de la tarde (se precisa), Victorio, siguiendo intuiciones, atendiendo más a sus necesidades que a sus deberes, decide abandonar todo cuanto ha sido su vida hasta ese instante y se convierte en un vagabundo, en un ser sin hogar.
Desde el mismo instante en que cierra la puerta de la oficina y, en otra acción imprevista, no explicada, «tira la llave al interior de una alcantarilla» (Los palacios…, 33), se dedica a caminar por La Habana, en recorridos extensísimos que, de ser esta una novela realista, tendríamos que catalogar como inverosímiles. Pero algo nos ha puesto sobre aviso acerca del tono que tendrán estas páginas. Antes, aún desde la ventana de su cuarto en el palacio venido a menos, ha creído ver en la azotea de la tienda «Flogar» a un niño o a un adolescente con paraguas y una maleta que, primero, marca algunos pasos de baile y después «salta a una azotea, luego a otra, hasta desaparecer» (Los palacios…, 21). Lo vuelve a ver al siguiente día, pero ahora se da cuenta de que no es un adolescente ni un niño, «sino un anciano pequeño, casi enano, y maquillado», que hace equilibrios sobre las maderas que sostienen el viejo edificio, y baila, manipula una marioneta «que lo reproduce con fidelidad prodigiosa». (Los palacios…, 26). Estamos ante un acto de magia, y más tarde conoceremos que ese anciano se llama don Fuco y, más que recorrer, domina los espacios de la ciudad, y se dedica a actuar tanto en fiestas como en funerales, en iglesias y en cementerios. En este momento en que lo vemos por segunda ocasión, «La Habana entera simula haberse callado para que bailen el payaso y su muñeco». (Los palacios…, 26).
Que ese ser parezca, primero, un adolescente o un niño, cuando en verdad es un anciano; que un anciano sea capaz de ejecutar acciones acrobáticas que serían (en la realidad) posibles solo para jóvenes, nos coloca de nuevo ante esos disturbios con el tiempo que ya estaban en Tuyo es el reino. Una mañana, cuando desanda las calles de la ciudad, «Victorio mira su reloj y comprueba que ha perdido el cristal, que la aguja de las horas ha desaparecido, que el minutero se ha torcido. Si no hay reloj, se dice, no hay tiempo, y, si no hay tiempo, he llegado a la eternidad». (Los palacios…, 60), certidumbre que será más intensa, más definitiva, cuando su destino se una con el de don Fuco.
Será en una funeraria donde ocurra el encuentro entre ambos. Victorio sobrevive de portal en portal, se refugia de la lluvia (omnipresente en estas novelas) en espacios públicos, come donde le regalan un plato de sopa o un pedazo de pan, duerme en parques y funerarias. En ese deambular, se encuentra con Salma, personaje situado en sus antípodas: joven, de cierta belleza, cuyo sueño es convertirse en una actriz célebre. Ejerce la prostitución y es explotada y progresivamente maltratada por el Negro Piedad, alias Sábanasagrada, su proxeneta.
Luego del encuentro con don Fuco en la funeraria, Victorio despierta en un lugar extraño: un teatro ubicado en un sitio secreto, al que se accede (o de donde se sale) mediante un mecanismo que se abre en la tumba de Giselle, parte de una escenografía.
Sin dejar de deambular por la ciudad, se instalará allí y conocerá que en eso que se llamó antes el Pequeño Liceo de La Habana actuaron todas las grandes figuras del ballet y de la ópera, durante visitas públicas, privadas o, por qué no, imaginarias a Cuba. Los palacios distantes tiene, como las demás novelas de Abilio, una intensa, exquisita banda sonora. Sus páginas «se escuchan, animadas por piezas de la música popular cubana, de la ópera y del ballet. Y en este Pequeño Liceo se conservan y suenan las voces de todos cuantos actuaron allí y cuyos camerinos, en algunos casos, permanecen intocados».
Perseguida por el Negro Piedad, Salma no demora en refugiarse con ellos.
De ese espacio mítico, dominado por las ensoñaciones de don Fuco, se irán apropiando Victorio y Salma. Un espacio de ensueño y de protección a un tiempo, salvado de las inclemencias de la ciudad, de sus durezas de diversa índole, del abandono y la agresividad. También, aislados de la Historia y de todo cuanto de ella emana, y, por supuesto, en:
(…) las ruinas del viejo teatro, el tiempo transcurre de modo diferente […] como si un minuto, nada más y nada menos que los sesenta segundos de un minuto, pudieran encerrar todas las horas de un día, y todos los días de un mes, y todos los meses de un año, y todos los años de un siglo. (Los palacios…, 128).
Para ellos, el teatrico contiene la eternidad.
Don Fuco los convierte en sus alumnos. Viejo, viejísimo (él mismo es incapaz de calcular su edad) y cansado, necesita legar el prodigio de su arte. Con las clases de don Fuco, Victorio:
(…) experimenta otra excitación aún más intensa, que no solo involucra al tiempo, sino al espacio, y resulta como si en esos momentos tiempo y espacio, esas dos misteriosísimas naturalezas, dependieran de Victorio. (Los palacios…, 128).
El encanto, la magia de ese universo excepcional se rompe cuando el Negro Piedad encuentra el escondite de Salma y quiebra la cápsula encantada. Si hasta ahora el poder del proxeneta se ha sustentado en su belleza, en su fuerza física y en su retorcido encanto, en el Pequeño Liceo aparece, para colmo, con uniforme de policía. Los símbolos, las alusiones, se atropellan unas a otras: Sábanasagrada mata a don Fuco y Salma mata a su explotador golpeándolo en la cabeza con un busto de José Martí.
Abandonan definitivamente su palacio sagrado, su refugio, pero conservan las enseñanzas de don Fuco, su herencia: el poder de la magia con el que regresan a la ciudad. «¿Crees que nos necesite?» —pregunta Salma a Victorio—, señalando «hacia la lejanía de edificios ruinosos y azoteas maltrechas». Él responde, convencido: «Ahora nos toca a nosotros», porque «La Habana era la única ciudad del mundo preparada para acogerlos». (Los palacios…, 272).
Si en Tuyo es el reino un incendio accidental (que coincide con el incendio de la Historia) expulsa a los personajes de su refugio, en Los palacios distantes la expulsión los conduce a la apropiación de un espacio mayor que los necesita a ellos. Los valores se han invertido especularmente de una novela a la siguiente.
Con El navegante dormido regresamos a un enclave preciso, ubicado, no podía ser de otra manera, al oeste de La Habana, aunque esta vez junto al mar, cerca de Baracoa, en un bungalow, sólido y ya antiguo, construido por un estadounidense que vivió allí y solía navegar por el golfo de México.
En las novelas de Abilio Estévez que suceden en Cuba siempre hay lluvias, refrescantes o devastadoras; en El navegante…, los aguaceros dominan su trama. Los personajes viven varios días bajo la amenaza de un ciclón, y es eso lo que marca el destino absurdo de uno de ellos. Es ese el conflicto dominante: el joven Jafet ha tomado un viejo bote y, desafiando el mar embravecido y los vientos crecientes, sale a navegar, suponemos que rumbo a los Estados Unidos, como tantos otros jóvenes, y ya no volverá a saberse de él.
Como en Tuyo es el reino, la comunidad que habita en esa casa está bendecida por una extraña armonía que pocas veces se quiebra. Con la familia Godínez como centro, no parece haber relaciones de dominación o de subordinación. Habrá, como es natural, discrepancias entre algunos de ellos, secretos que se ocultan unos a otros, la mayoría por actitudes o acciones motivadas por el deseo o por las tentaciones y, en un solo caso, por desavenencias políticas. Pero están salvados, al menos en lo aparente, de esas perversidades del poder que suelen determinar las filias, las fobias, las fidelidades y traiciones dentro de un universo, aún más si, como este, permanece cerrado a casi todas las influencias exteriores.
Estamos, una vez más, en un espacio de protección, mítico de otra manera. La Historia y sus efectos están presentes, sobre todo cuando se narra el origen de algunos personajes o se anticipa lo que será su vida futura. La noche del ciclón será en octubre de 1977, y los sucesos se narran treinta años después, según se establece en la primera página. Allí dentro, sin embargo, el tiempo, como es habitual en este corpus, está trastornado. Volvemos a encontrarnos con un reloj que no cumple sus funciones. Olivero ha regalado o tirado al mar todos sus relojes y solo conserva:
Un bellísimo reloj de péndulo que había sido de su madre y que, en rigor, no daba la hora, puesto que carecía de manecillas. Nunca, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, había tenido manecillas. Y según la madre, nunca las tuvo». (El navegante…, 62).
Curiosamente, el objeto tiene una historia ilustre, relacionada con Martí y con los tabaqueros de Tampa, donde nació el abuelo Barro, en una familia de cubanos emigrados. Pero ese recorrido del reloj es impreciso, se pierde en las sucesivas memorias de quienes lo han heredado. La madre, que es quien trasmitió ese saber a Olivero, «Nunca hacía referencia a la ausencia de manecillas». (El navegante…, 63).
Podemos suponer, como en las novelas anteriores, que de una u otra forma ese espacio mítico termina devastado, abandonado, pero tales acontecimientos apenas se narran. Valeria será quien cuente la historia, treinta años después, desde un apartamento del Upper West Side. Ha viajado a los Estados Unidos tratando de encontrar a su madre, Amalia Godínez, quien se fue de Cuba, definitivamente, en 1960. Los esfuerzos por interceptar algún punto de la vida azarosa de su madre en aquel país fueron infructuosos, y Valeria termina viviendo en Nueva York.
Allí conserva la única prueba material de la existencia de Jafet: una foto en que está, semidesnudo y remo en mano, sobre el Mayflower, el bote en el que saldrá de Cuba y del que jamás se tendrá noticias. Es decir, lo que queda es una imagen inmóvil que eterniza (hasta donde sea posible usar esa palabra) un instante de felicidad, de plenitud, y que permite sostener la memoria.
La narradora, protegida aún por una presunta omnisciencia, afirma que en aquel 1977:
(…) [c]on once o doce años, Juan Milagro tampoco podía sospechar que aquellos que se iban dejaban atrás una casa, con cuanto eso implica, con todos los recuerdos de una casa. Una casa es como una vida, pensaba Juan Milagro. La casa: el modo que encontraba la vida, con sus consecuencias y aspiraciones y recuerdos, de alzarse convertida en materia, de hacerse visible. (El navegante…, 39).
Los traumas que desatará la huida de Jafet, los acontecimientos de la Historia, que apenas están sugeridos, serán, más que el ciclón, los que pongan fin a ese espacio idílico en que las vidas de estos personajes, de acuerdo con estas reflexiones de Juan Milagro, se convirtieron en materia.
En Nueva York, Valeria vive en un apartamento que —dice la voz del narrador—, cualquier cubano querría tener. Allí, sin embargo:
(…) [s]e preguntará: «Después de todo, ¿qué hago aquí?». O mejor: «¿Cómo he venido a parar aquí?, ¿qué raro designio me ha hecho terminar en esta ciudad que es el centro del mundo?». Otras veces, en cambio, se preguntará: «¿Qué hice allá?». (El navegante…, 181).
«El recuerdo es la libertad del pasado» —dice Maurice Blanchot—, pero continúa: «lo que es sin presente tampoco acepta el presente de un recuerdo. El recuerdo dice del acontecimiento: esto fue una vez, y ahora nunca más». (Blanchot 24). Valeria y Sebastián se instalan en esa libertad de un pasado que nunca más será. Hasta donde sabemos (hasta donde ellos mismos describen ese presente desde el que narran) están solos. La soledad, que quizás sea el estado ideal para la creación literaria, sucede en el espacio y en el tiempo. Estoy solo o sola aquí, en este cuarto y en este apartamento donde no hubo nadie más ayer, donde no espero a nadie más mañana.
Perdida la casa y el ámbito todo donde crecieron, ambos narradores están descentrados, solos y, a la vez, protegidos por el poder de la creación.
Si las tres novelas que he releído hasta ahora cuentan la pérdida de esos espacios que llamo de protección o míticos, la trama de El bailarín ruso de Montecarlo comienza algunos pasos después, con la huida. Un habanero que se hace llamar Constantino Augusto de Moreas, de sesenta años, cojo, ha viajado a España para asistir a un congreso sobre José Martí, a cuyo estudio se dedica. Pero, en lugar de tomar un tren a Zaragoza, donde es la sede del congreso, va a Barcelona, donde no conoce a persona alguna y cuyas calles jamás ha pisado. Allí, con el poco dinero con que cuenta, se hospeda en una pensión venida a menos, casi en ruinas, cuyo nombre parece interrogarlo: «Quo Vadis». La única persona que atiende el lugar es una mujer gorda y madura, a quien el narrador (ya sabemos que es el propio Constantino) encuentra cierto parecido con «dos celebridades: Adelina Patti, y doña Emilia Pardo Bazán». (El bailarín…, 40). En lo adelante, así la llamará: Patti-Bazán. Entre ambos se establece una corriente de simpatía, reforzada porque ella canta, a solas o para él, con excelente voz, canciones cubanas.
El pobrísimo cuarto en que vivirá tiene un objeto que servirá como dispositivo para que ingrese esa otra dimensión imaginaria de los espacios que nos acogen: un cuadro sin cristal, cuya firma no es legible pero sí la fecha en que fue pintado, 1912. En él está representado un bailarín y a Constantino le parece un retrato de Nijinski. La visión del cuadro le provoca ensoñaciones y en la noche cree escuchar una música «[c]ercana y distante, como en un presente que verdaderamente se halla en el pasado, o en el futuro, o en ambos» (El bailarín…, 55). Aunque él mismo no puede asegurar si está dormido o despierto, está convencido de que escucha El pájaro de fuego, de Stravinski.
Pocas páginas después, oirá golpes rítmicos, acompañados de una voz masculina que marca el compás de los pasos: un ensayo de ballet, evidentemente, que Constantino no se atreve a interrumpir, pero que nunca verá en la realidad de su presente. Vuelve a sonar El pájaro de fuego y todo esto lo lleva a sus orígenes, ubicados, no podía ser de otra manera, en Marianao.
Regreso a Bachelard:
(…) la imaginación trabaja en ese sentido cuando el ser ha encontrado el menor albergue: veremos a la imaginación construir «muros» con sombras impalpables, confortarse con ilusiones de protección o, a la inversa, temblar tras unos muros gruesos y dudar de las más sólidas atalayas. En resumen, en la más interminable de las dialécticas, el ser amparado sensibiliza los límites de su albergue. Vive la casa en su realidad y en su virtualidad, con el pensamiento y los sueños. (Bachelard, 35).
A partir de esa noche, la novela se irá abriendo al pasado, en sucesivas analepsis provocadas, casi siempre, por estímulos sonoros o visuales relacionados con la danza. El centro de las evocaciones será el encuentro del joven Constantino con un bailarín que lo deslumbra. Sucede en San Miguel de los Baños, durante una zafra azucarera en la que nuestro protagonista está obligado a cortar caña. El edificio (el espacio) principal de ese pueblo casi abandonado es el Gran Hotel, «una ridícula reproducción del Casino que Garnier había levantado en Montecarlo». (El bailarín…, 97). Como tantos años después, será El pájaro de fuego lo que atraiga a Constantino hacia el sótano, donde encuentra a un joven hermosísimo que ensaya pasos de ballet ante pedazos de espejos y en medio de la mayor pobreza.
Visitará una y otra vez el sitio, que se convertirá en su refugio mientras permanezca en el campamento cañero, y, como es de esperar, la figura de este joven queda envuelta en las brumas de la incertidumbre. El muchacho contaba su «huida de Rusia, junto a Lifar, a través de la meseta de Transilvania». (El bailarín 108). Ya en Barcelona, Constantino da a esos relatos el calificativo de leyendas: «sospechaba que era un cubano, seguramente matancero, con muchos deseos de bailar, que se había creado una hermosa historia». (El bailarín…, 109). Uno y otro tienen su refugio en la imaginación, en la reconstrucción de un pasado imposible de revivir.
La noche de la Navidad, Patti-Bazán espera a Constantino con una cena y le anuncia que ha decidido cerrar el «Quo Vadis», donde, desde hace tiempo, él es el único huésped (lo que confirma el carácter de ensoñación de todo cuanto ha creído escuchar, ver u oler desde su habitación). Al llegar la primavera, parten juntos, dicen que hacia Montecarlo. Lo hacen atravesando bosques, pues el cubano rompió su pasaporte en el tránsito por Madrid.
Durante el azaroso viaje que va siendo hacia ninguna parte, «Constantino parecía, si cabe, el más feliz», ya que está confirmando algo que supo desde la adolescencia: «que el tiempo no avanza, que el tiempo no existe si no hay ruta, viaje, desvío, cuadrante, bitácora, barcos y trenes». (El bailarín…, 192).
Supimos desde qué lugares y en qué momentos de sus vidas Sebastián y Valeria escribieron Tuyo es el reino y El navegante dormido. En las líneas finales de esta novela, Constantino reitera que es el narrador, pero la historia concluye cuando caminan sin rumbo, bordeando las costas del Mediterráneo.
Lo escrito hasta ahora es, o lo supone, la justificación de los años de su vida. También de sus muertes, con las sucesivas e inevitables resurrecciones. […] Por supuesto, también el breve testimonio de una batalla, inútil como todas las batallas. (El bailarín…, 193).
¿Estaremos entonces ante una ficción absoluta? ¿Qué «insignificante secreto» se ha intentado bordear aquí? ¿El encuentro con aquel bailarín que lo deslumbró en la juventud y que recordará por siempre? ¿La ausencia de una libertad que solo en el espacio de la ficción puede disfrutar? ¿La felicidad encontrada en ese ámbito imaginario y, por tanto, imposible?
En Tuyo es el reino, el narrador asegura que «nunca, nadie puede escapar totalmente del sitio en que nació, un hombre que se va del sitio en que nació deja su mitad y solo se lleva la otra mitad que suele ser la más enferma». (Tuyo…, 102). ¿Es el caso de Constantino?
Poco antes del final, Patti-Bazán tropieza, cae y queda tendida en la tierra, de frente al cielo de la noche de marzo. Constantino sigue la mirada de ella, ve:
(…) [e]l cielo despejado, hondo-azul, centelleante, cubierto de brillos, de constelaciones […]. Con entusiasmo admito que a esto puede reducirse el gran descubrimiento: en un mismo segundo están coincidiendo varios cielos. Dicho de otro modo, están coincidiendo los cielos observados por mí durante años distintos. Enigmática mezcla de pasado y presente. Tres instantes diferentes, como la tríada sagrada. (El bailarín…, 186-187).
Es el poder supremo que Sebastián, en Tuyo es el reino, adjudica a la literatura. Esa revelación, ¿será el mínimo secreto que sostiene la vida del narrador, su inútil batalla? Recordemos a Bachelard: «En cuanto estamos inmóviles, estamos en otra parte; soñamos en un mundo inmenso».
Se nos ha afirmado que ese, Constantino Augusto de Moreas, es un nombre falso, digamos que un disfraz. Existe alguien real, entonces, detrás de esa máscara, un personaje que, como aquel joven bailarín, enriquece su biografía con peripecias que jamás vivió, que jamás vivirá, y esas peripecias suponen viajes, sucesivos desplazamientos o huidas, hasta ese instante mágico en que se ha encontrado el infinito. La literatura, la escritura, puede ser ese hallazgo de lo inagotable. «Soñamos viajar por el universo», escribió Novalis
¿El universo no está entonces en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. Hacia el interior conduce el camino misterioso. La eternidad está en nosotros con sus mundos, pasado y futuro. (Blanchot, 128).
Archipiélagos tiene varios puntos en común con Tuyo es el reino y con El navegante dormido. Estamos de regreso en Marianao, en los alrededores de Columbia, los personajes viven en un pequeño barrio donde se establecen relaciones parecidas a las que existen en esas dos novelas anteriores, aunque aquí no se trata de un sitio más o menos autónomo o cerrado, menos de una casa única y aislada. También el narrador se presenta desde la línea inicial. Es el primero de una lista titulada «Personas de la historia», en la que se informa, además, que nació en 1917.
La principal diferencia está en la amenaza que se cierne sobre la comunidad, a fin de cuentas el dispositivo que pone en movimiento la trama. En esta ocasión se abandona por completo el consejo de Stendhal y la política entra desembozadamente: estamos a inicios de agosto de 1933, es decir, en medio de la crisis política conocida como Machadato, y esa crisis, de una forma u otra, alcanza a todos los personajes.
Uno de los espacios principales de ese pequeño universo es la fonda «La Estrella de Occidente», propiedad de Nino, donde, además de su esposa Filita, permanecen la empleada, María Esparraguera, y donde tocan y cantan Antares, guitarrista ciego, y Penumbra. Cerrados los establecimientos durante esos días de violencia e incertidumbres, la mayoría de los vecinos pasan por allí a aliviarse con una cerveza, a escuchar algo de música, a conocer noticias y rumores y a consolarse unos a otros. En el sótano de la fonda, incluso, encuentra refugio el coronel Maximino Blanchet, jefe del observatorio de Columbia y propietario de una mansión cercana.
En Tuyo es el reino había un terreno unitario, delimitado, de cierta autonomía, todo lo cual permitía que se le llamara la Isla. Aquí son un conjunto de casas cercanas unas de otras pero muy diversas, desde la mansión de los Blanchet hasta el varaentierra que acoge a Teo Martinica. Son, entonces, islitas que, unidas, forman un archipiélago.
Inmersos en la crisis, varios personajes se preguntan sobre su pertenencia a esos espacios, sobre los límites en que están enmarcadas sus vidas. Así, Ezequías, el boxeador, interroga a su madre de crianza, la anciana Japón: «Para ti, ¿el mundo es esto? […] y señaló el patio, la ceiba, el humo que se escapaba…». (Archipiélagos, 89). Y sí, ese es el mundo que ella conoce, al que se reduce o donde se realiza su vida. El mismo Ezequías se responde muchas páginas después:
Se diga lo que se diga, el mundo no es un universo ni una galaxia ni un planeta; el mundo es una esquina, un parque, un patio, unas cuantas calles pedregosas, sin asfaltar, con gallinas y chivos […] Ah, y los muertos, claro está. Los muertos, los desaparecidos, que cuando mueren y desaparecen matan y desaparecen algo de quienes los acompañaban. (Archipiélagos, 150).
La razón del título, sin embargo, tiene más que ver con la imaginación y las expectativas de José Isabel. En líneas que explican los límites que se pone a sí mismo Ezequías, dice el narrador: «Si tú ignoras que existen países y ciudades, entonces crees que el lugar donde vives es el centro del mundo. Tu tierra es toda la tierra». (Archipiélagos, 230). Por eso, «dos o tres años antes de cumplir los dieciséis, me dio por inventar archipiélagos» (Archipiélagos, 228). Lo revelador es que José Isabel no pretendía escapar de ese territorio donde nació y está creciendo, sino expandirlo hasta que se convirtiera en el núcleo de un universo mucho más vasto:
Buscaba comprender un pensamiento adánico, por decirlo así, en donde los límites estuvieran compuestos por los dos ríos y la playa de Marianao, y, a partir de ese centro, fundar un mundo diferente. (Archipiélagos, 230).
Para comprender sus propias pretensiones (en última instancia, sus angustias) retrocede algunos siglos, se coloca en el lugar de los que fueron jóvenes navegantes en un planeta que estaba reconociendo sus dimensiones:
Los que en aquellos años posteriores a la Conquista partían de Europa con rumbo a lo Desconocido tenían la impresión de que tras cinco o seis días de navegación despertaban […] sin haber envejecido, con el mismo ímpetu y la misma esperanza, como si los años hubieran pasado solo para el mundo. Viaje hacia el verdadero futuro. (Archipilelagos, 262).
Pero resulta que, antes, ese mismo personaje-narrador nos ha dicho: «Nací para alejarme. Si el hombre no tiene raíces por naturaleza, yo carezco de ellas más que ningún otro hombre». (Archipiélagos, 44). Y aún más: «Yo también nací en la misma región americana. Sin embargo, mi lugar es el mundo». (Archipiélagos, 442).
Al igual que Sebastián y que Valeria, José Isabel recupera estos acontecimientos y personajes de su pasado años después, luego de haber viajado por varios países y de reconocerse un superviviente, no sabe bien de qué. No está en Marianao, ni en La Habana, ni en Cuba. Como Valeria, vive en los Estados Unidos. No en una gran ciudad, sino en Alburgh, Vermont, en el campo, junto a un lago, en una pequeña casa de madera. Lo suponemos —como a aquellos—, solo, dedicado al final de sus días a revivir, a recontar.
A pesar de que muchos de los personajes reniegan de ella, las novelas (mejor: la obra toda) de Abilio Estévez indaga también en la política, sobre todo en la cubana. Quizás el punto más intenso de esa dimensión sea la dura discusión, en El navegante dormido, que se provoca cuando Elisa, la única a quien es posible catalogar como «revolucionaria», reprocha a su padre, José de Lourdes, haberla llamado con el nombre de la primera esposa de Fulgencio Batista, quien, para colmo, asistió a su bautizo en el Wajay. Es evidente que el punto de vista autoral está con Andrea, quien se hace escuchar con un manotazo sobre la mesa para quitar la razón a padre y a hija: «Los dos olvidan que este espanto que hoy vivimos es única consecuencia del espanto y la podredumbre que vivimos ayer» —dice—, concluyente (El navegante…, 345).
Podemos colocar en estas coordenadas de la política, del desencanto por el destino de Cuba, tanto esos períodos de encierro, de refugio en espacios míticos, como la pulsión constante por la huida que mueve a personajes principales de estos relatos, seres que desconfían o rechazan tanto las revoluciones como los nacionalismos de cualquier signo.
Sin renunciar a esa lectura, que me parece indudable y esencial en la cosmovisión de Abilio, propongo otro nivel más esencial, más universal: a fin de cuentas, el que siguen los narradores de tres, quizás cuatro de esas novelas, ¿no es el recorrido vital a que estamos destinados todos los seres humanos, de una forma u otra? Primero, la permanencia más o menos idílica o placentera (para usar una palabra más significativa) en un espacio mínimo, donde, aún con una pobre conciencia de lo que nos esperará más allá, comenzamos a existir, nos creemos protegidos, a salvo de las inclemencias del exterior (sean ciclones o tormentas políticas), núcleo al que siempre quedaremos espiritualmente atados, no importa cuán lejos estemos de él, y luego la inevitable salida a eso otro, siempre ajeno, amable u hostil, donde transitaremos hacia un futuro incierto, en constante fuga, hasta el instante de fundirnos con la eternidad: con esos cielos sucesivos en los que se superponen pasado, presente y futuro, porque allí, definitivamente, ya el tiempo carece de importancia.
Estos narradores se instalan en el espacio ficcional de la literatura, viven en ella, por ella y para ella, porque ese es su refugio, el sitio donde, a la vez que están protegidos, pueden dialogar con lo infinito, con aquello que se expande más allá de nuestras vidas: con esos otros espacios, con esos otros tiempos que podemos imaginar, soñar, construir, pero en los que ya, definitivamente, no estaremos. Más que contra la muerte, estas novelas lidian con ella desde ese único espacio desde el que lo inabarcable, lo fatal, se puede visitar impunemente.
Sé, porque lo conozco desde hará pronto medio siglo, que esa manera de concebir las relaciones entre la vida, la realidad y la literatura se debe, en buena medida, a las enseñanzas de Virgilio Piñera, a quien se rinde tributo en varias de estas novelas. La amistad entre ellos comenzó el sábado 19 de julio de 1975[1], cuando Abilio Estévez era muy joven, es decir, durante años de formación, de absorción intensa de influencias, lecturas, experiencias vitales. Piñera atravesaba, como se sabe sobradamente hoy, ese oscuro período en que fue marginado, negado, y encontró una vez más en la literatura su refugio, su espacio de protección, en el que Abilio también ingresó.
Allí estaba desde antes, desde aquel día de 1955 en que Virgilio le preguntó «¿Te gusta hacer cosas con la mierda?» (Arrufat, 17), quien ya había transitado por enseñanzas cercanas a las que esperaban a Abilio en la década de los 70. Esas afinidades electivas, obviamente, estarían marcadas por las singularidades de sus respectivos caracteres, pero tenían en común el estar instaladas en ese reino de relativa autonomía.
En su Virgilio Piñera: entre él y yo, Arrufat reflexiona sobre la naturaleza compleja que suelen tener las relaciones entre escritores, condicionadas, entre otros factores, por la inseguridad ante la obra terminada y también, dice con franqueza, por la envidia. Con estos cuatro adjetivos, «creadora, crítica, dolorosa, acerba», calificó poco después su amistad con Piñera (Romero, 12).
En su testimonio, confiesa que, luego de la muerte de su entrañable amigo, comenzó a leerlo «como nunca antes lo había hecho, con diaria lentitud y dedicación, sin preocupaciones extrañas a la lectura», y, al hacerlo, ingresó en un estado, digamos, de ensoñación, durante el cual su «antiguo reloj de péndola dejó de sonar, al menos para mi oído». También, «[l]a habitación, el sillón donde leo, se tornaron invisibles» y su «presente quedó como borrado» (Arrufat, 7), hasta el punto en que, dominado por personajes y situaciones procedentes de la obra de Virgilio, se pregunta: «¿Sería una ficción el yo?». (Arrufat 8).
A Virgilio y a esa fe en la literatura que los unió dedicó un párrafo al recibir el Premio Nacional de Literatura:
Lo que a nosotros corresponde (o a mí) es realizar nuestra obra, ser fieles a ella. Aprendí con el ejemplo de Virgilio Piñera que, para un verdadero escritor, su oficio es un absoluto, el oficio más elevado y al que no se debe traicionar. Bien merece la persistencia y la espera. Vivos o muertos, realizada la obra, ocupará su lugar. (Romero, 349).
«La sociedad con escritores muertos, acrecentada en mi caso por la amistad, se cuenta entre las más inquietantes, misteriosas experiencias que podemos tener», escribió Arrufat, y acudió a un término militar, empleado por Unamuno («la estantigua, la hueste antigua»), para nombrar «la procesión de los muertos, formada por aquellos que hemos leído, cuya lectura nos ha marcado, y por los difuntos que tratamos en vida y algo significaron para nosotros». (Arrufat, 9).
En esa «hueste antigua» ingresó Antón Arrufat y, como él lo predijo, lo leeremos y recordaremos:
(..) [s]in rigor cronológico ni causalidad racional», y en «ciertos días plenos, a ciertas horas peculiares», participará «en nuestra intimidad hasta un grado conmovedor. (Arrufat, 9).
Bibliografía:
- Arrufat, Antón: Virgilio Piñera: entre él y yo, Ediciones Unión, La Habana, 1994.
- Bachelard, Gastón: La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México, 1997.
- Blanchot, Maurice: El espacio literario, Paidós, Barcelona, 2012.
- Estévez, Abilio: Tuyo es el reino, Tusquets Editores, Barcelona, 1997.
- __________: Los palacios distantes, Tusquets Editores, Barcelona, 2002.
- __________: El navegante dormido, Tusquets Editores, Barcelona, 2008.
- __________: El bailarín ruso de Montecarlo, Tusquets Editores, Barcelona, 2010.
- __________: Archipiélagos, Tusquets Editores, Barcelona, 2015.
- Romero, Cira: En boca de otros. Sobre la obra de Antón Arrufat, Ediciones Matanzas, Matanzas, 2019. Selección, prólogo y notas de Cira Romero.
[1] Debo la precisión, por supuesto, a Abilio.
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Véase también en Cubaliteraria:
Arturo Arango, miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua
Arturo Arango Académico, discurso de recibimiento de Arturo Arango a la ACuL por parte del escritor Reinaldo Montero
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