A veces estamos demasiado dispuestos a creer
que el presente es el único estado posible de las cosas.
Marcel Proust
Una magdalena acompaña el té, mientras el narrador —alter ego del autor—, contempla un cuadro impresionista. Y el dulce mojado tiene una fragancia a limón y sabor a mantequilla.
Ha muerto su madre hace un año y solo escribe, porque ha cumplido los 51 y no es nadie, solo una sombra que se esconde en un cuarto acolchonado para aislarse y crear de noche y dormir de día, come poco, casi nada. Solo tiene un sinfín de cartas donde está su vida, porque sabe que sin ella nadie entenderá su obra. Sabe también que la muerte es inminente, y su obra es eso, la filosofía de la muerte, las relaciones sociales, la burguesía en donde se ha movido, el idílico primer amor y la homosexualidad que siempre ha ocultado.
Su ritmo es abigarrado, como un rap que martilla sin parar hasta ahogarse, es el sonido de su asma, quien lo visitara por primera vez cuando contaba apenas nueve años. Conoce de su neurosis, siempre acompañada de fiebres, de alergias diversas, esa que le hace olvidar y cambiar palabras.
Se pierde entre el tiempo que no le alcanzará porque lo ha extraviado entre prostíbulos, casas de citas, fiestas glamorosas, la lujuria de la carne, por todo eso lo han juzgado impidiéndole publicar, pero nunca ha sido un fracasado. No le importa si es presente o pasado, el futuro inmediato solo dicta. Es una confesión sexual, una aceptación y negación de esta, es una cohibición de lo religioso.
Crea una caricatura grotesca de todos sus personajes: se venga del padre, ausente, que no lo entendió y le obligó a graduarse de abogado. ¿Acaso su libro es un manifiesto de leyes? Habla de todo lo que han leído y visto sus ojos: pintura, arquitectura, conversaciones entre diferentes clases sociales. Habla de Francia; subraya la guerra.
Pero el novel escritor no concluye su novela, serán 7 tomos, dos no los verá publicados. Su manuscrito —que ha rectificado hasta el cansancio— se venderá como ningún otro, a 663.750 dólares. El 18 de noviembre de 1922 muere ahogado con los pulmones llenos de aire, de bronquitis mal tratada: muere Marcel Proust en el 102 del Boulevard Haussmann en París, la casa que vio nacer una obra cumbre de la literatura, que sería poco decir francesa, mejor universal: En busca del tiempo perdido.
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