Se cumple este 30 de agosto, un cuarto de siglo de la muerte de José Soler Puig, el más santiaguero de los escritores cubanos, el que colocó a su ciudad como protagonista de su obra y tejió en torno de la urbe oriental la trama de su vida.
José Soler Puig no es, por suerte, de los autores olvidados, ni de los que sufre por la acción erosiva de la indiferencia. Al contrario, el interés en cuanto escribió se acrecienta y sus libros, en tiempos tan difíciles, gozan del favor de los lectores. Recibió en vida los mayores reconocimientos: la Distinción por la Cultura Nacional en 1981, la Orden Félix Varela de Primer Grado en 1982, el Escudo de la Ciudad de Santiago de Cuba y el Premio Nacional de Literatura en 1986.
Tuvo que vencer su natural modestia cuando a los 43 años, y de la noche a la mañana, se convirtió en un escritor famoso, al menos dentro del panorama literario de la Isla y sus contornos, al ganar el género de cuento en la primera edición convocada por el Concurso Casa de las Américas, de 1960. Entonces los concurrentes al acto pudieron distinguir la estructura huesuda, alta y cetrina del casi desconocido autor santiaguero, ejemplo de tenacidad, de trabajo gozoso y de talento en el ejercicio diario de la escritura.
De aquella novela, titulada Bertillón 166, apuntó Alejo Carpentier, uno de los jurados del premio:
Desde las primeras líneas del relato, el autor nos arroja, sin preámbulos ni disquisiciones, en pleno drama: drama que es el de la resistencia, de la lucha contra la tiranía, en Santiago de Cuba. La acción se traba rápidamente, mediante un montaje cinematográfico de escenas cortas, de peripecias de una dinámica propia, que expresan lo esencial de un acontecimiento colectivo, con la mayor economía de medios.
En 1964 esta obra había sido traducida al ruso, alemán, chino, polaco, búlgaro, húngaro, albanés, checo, rumano y ucraniano.
¿Y quién era este hombre perfectamente desconocido hasta entonces?
Soler Puig nació en 1916, hizo estudios hasta el nivel secundario en Santiago de Cuba y a los 17 años comenzó a escribir, lo cual no quiere decir que de ello viviera: fue jornalero, vendedor ambulante, cortador de caña, pintor de brocha gorda…; en incesante ir y venir, residió en Guantánamo, Isla de Pinos, Gibara.
En 1958 se trasladó a La Habana y cuando regresó a Santiago saldó una deuda consigo mismo poniéndose a estudiar en la Escuela de Letras de la Universidad de Oriente.
Escribió además obras de teatro, entre ellas El macho y el guanajo, puesta en escena por el conjunto dramático de Oriente. Al ocurrir el ataque artero por Playa Girón se incorporó al equipo de filmaciones del Icaic para recoger en vivo las acciones bélicas y entre 1961 y 1963 publicó varias narraciones, de estos hechos, en las revistas Bohemia e INRA.
Radicado por algún tiempo en La Habana, escribió guiones para la radio y el cine. Al tiempo llegan nuevas novelas, cada una seguida por la expectación: En el año de enero (1963), tiene como tema los primeros tiempos que suceden al triunfo de la Revolución; El derrumbe (1964), El pan dormido (1975), El caserón (1976). Esta última, en opinión de José Antonio Portuondo: «nos trae de nuevo a la realidad rampante de cada día, a la visión sin atenuaciones de la existencia cotidiana, sin perjuicio de utilizar, para su más fiel transparencia, recursos técnicos de la antinovela y de lo real maravilloso.»
Luego vendrán Un mundo de cosas (1982), que mereció el Premio de la Crítica, El nudo (1983), Una mujer (1987). José Soler Puig afianza su manera de narrar en nuevas obras. En 1988 los Estudios Siboney, de Santiago de Cuba, editaron el disco Encuentro con Soler Puig, con fragmentos de su vida y sus novelas en su propia voz. En opinión de la narradora Laidi Fernández de Juan: «No es posible hablar de Literatura Cubana (de cualquier época) sin acudir a sus creaciones [las de Soler Puig]. Si tuviéramos que escoger cuatro nombres de autores nuestros cuyas novelas marcan pautas y estilos, sin duda serían Cirilo Villaverde, José Lezama Lima, Alejo Carpentier y José Soler Puig.»
He aquí el párrafo con que abre Bertillón 166:
Las campanadas del reloj de la catedral resonaron entre los muros centenarios, rebotaron, cruzando el parque, en el nuevo edificio colonial del ayuntamiento y se esparcieron sobre Santiago. Las siete. El sol lanzaba sus recién nacidos rayos sobre el grasoso azul triste del cielo. Dos aviones de propulsión se disparaban por los aires, dejando muy atrás el trepidante silbido de su fuerza. Dos mujeres, de luto, subían, poniéndose los velos, la empinada escalinata de la iglesia. En sus ojos había la roja huella de una noche de vela y su respiración era entrecortada. Buscaron los aviones con expresión de ansiedad. No lograron verlos y volvieron su atención a los escalones. El pordiosero Nemesio, serio y callado, extendió la diestra y, con la mano izquierda, levantó unas pulgadas sobre sus canas el sucio sombrero de paño. Abría y cerraba la boca, masticando en seco. Las mujeres siguieron de largo, ignorándolo.
Ahora está en condiciones de juzgar mejor a este maestro de la novela a quien Laidi Fernández de Juan retrata en una frase que pudiera encajarle de honroso epitafio: «el santiaguero prodigioso.»
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