Quién redacta, sea escritor o escribidor, no importa; sea crítico o diletante, no importa; difícilmente consigue desprenderse de sus preferencias, gustos, aficiones. Así pues, confieso de entrada mi admiración por Juan Clemente Zenea, por su obra, por su muerte heroica y absurda, por su accionar incomprendido. Se cumplen ahora 150 años de su fusilamiento el 25 de agosto de 1871, y soy de los que en fechas de Feria Internacional del Libro, cada año, me detengo humildemente a rendir tributo en el lugar exacto (está señalizado) de su inmolación ante las balas españolas, en la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña, donde cayó un cubano tan especialmente dotado para la poesía.
Controversial, admirado por unos, denostado por otros tiempo atrás, leído por muchos, envidiado a veces, del bayamés Juan Clemente Zenea afortunadamente nunca se dejará de hablar. Su estatus de poeta de primera línea, su vida sentimental, reflejada en su obra, y su condición de mártir final y justamente colocado del lado independentista, siguen siendo temas de interés para estudiantes y estudiosos. Su lirismo, sensibilidad y dominio del verso transparentan el talento de un auténtico poeta.
Aun cuando la más conocida de sus composiciones está contenida en su libro Cantos de la tarde, de 1860, donde se incluye la elegía Fidelia (¡Bien me acuerdo! ¡Hace diez años! /¡Y era una tarde serena!/ Yo era joven y entusiasta,/ pura, hermosa y virgen ella!…), evoca a otra dama, a Fidelia, es con una joven actriz norteamericana nombrada Adah Menken, con quien Zenea protagoniza un idilio borrascoso, que sin duda clasifica entre los amores más difíciles de la literatura cubana.
Todo ocurrió más o menos así: Adah llegaría a ser una celebridad, pero cuando se presentó en La Habana de 1851 era apenas una adolescente que no había cumplido aún 16 años. Sí tenía, pese a la juventud, una cultura que sobrepasaba la de la media de las chicas de su edad y el acontecer mismo de la vida artística desde edades temprana había conformado una personalidad atrayente. Arribó con una compañía, ella era una de las integrantes de The Theodore Sisters.
Durante su presencia en La Habana conoció a Juan Clemente Zenea, quien ya escribía versos, era solo tres años mayor y se ganaba la vida en quehaceres periodísticos. Su amistad con la joven Adah se hizo cada vez más íntima, la visitaba a diario, salían, recorrían la ciudad, se leían versos uno al otro. Con Adah perfeccionó Zenea sus conocimientos de los idiomas inglés y francés, que para ella, nacida en Nueva Orleans en 1835, eran lenguas maternas.
Varios meses permaneció la artista en La Habana, pues la compañía partió hacia Estados Unidos y el romance quedó aplazado. Poco después Zenea, se implicó en el proceso seguido contra el impresor Eduardo Facciolo —ejecutado en 1852 por la publicación del periódico separatista La Voz del Pueblo Cubano—, notó que huir de Cuba era la manera más segura de conservar su vida y embarcó hacia Nueva Orleans, donde se reencontró con Adah, por lo que el idilio se reanudó por algún tiempo más.
Escribe Cintio Vitier que «Adah Menken será la experiencia plena del amor carnal y espiritual».
Del verde de las olas en reposo
el verde puro de sus ojos era,
cuando tiñe su manto el bosque hojoso
con sombras de esmeralda en la ribera.
En el exterior, Zenea prosiguió su propaganda separatista, mientras escribía constantemente (por lo común contra el régimen colonial español). Se le condenó a muerte (reo de traición, se le llamó) en ausencia y no regresó hasta ser amnistiado en 1855. En La Habana enseñó idiomas, publicó sus poemas y se relacionó con otros autores.
Espíritu perfeccionista, Juan Clemente gustó de trabajar esmeradamente su producción poética. Regresó a Nueva York en 1865, viajó por México —allí fue redactor del Diario Oficial— y volvió a Cuba cuando tuvo conocimiento del alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes.
Sirvió al movimiento revolucionario nuevamente desde el extranjero y a través de su pluma de periodista. Hallándose en Estados Unidos se le encargó una misión en el campo insurrecto, y pese al salvoconducto que le expidieron las autoridades coloniales para moverse entre las líneas cubanas, las fuerzas españolas lo detuvieron cuando intentaba partir, lo juzgaron y ejecutaron el 25 de agosto de 1871.
En prisión, donde permaneció por varios meses, escribió los poemas contenidos en Diario de un mártir:
No busques, volando inquieta,
mi tumba oscura y secreta.
Golondrina, ¿no lo ves?,
en la tumba del poeta
no hay un sauce ni un ciprés.
«Los que lo mataron sabían instintiva y perfectamente que Fidelia era Cuba, que Adah Menken era Cuba, que el infinito de los ecos era Cuba, que Zenea era Cuba. Y por eso, inútilmente, lo mataron.» Son palabras del eminente crítico Cintio Vitier que bien pudieran servir de epitafio para el mártir cuyo monumento se alza en el extremo norte del Paseo del Prado, retador de los vientos, los oleajes y de cuantos un día cuestionaron su cubanidad.
Visitas: 142
Deja un comentario