Para los cubanos es una dicha y honor tener como compatriota a la ilustre escritora Dulce María Loynaz. Con ella nos sucede lo que con los grandes: pasa el tiempo y su obra se acrecienta, pasa el tiempo y su presencia se afianza en la memoria, pasa el tiempo y Dulce María sigue aferrada en la preferencia de los lectores.
Se cumplen ahora 26 años de su partida física, y la poetisa se nos descubre cada vez más en otras aristas de su quehacer literario. Dulce María fue una periodista consumada, una prosista elegante, y tuvo una vida tan llena de episodios extraordinarios que conocer algunos de ellos deviene ejercicio para el intelecto.
Todo cuanto a ella concierne es de interés para sus devotos admiradores. Sin pretenderlo, y seguramente ajena a ello, se tejió en torno a su personalidad una leyenda de soledad, aislamiento y elegancia, todo cierto, que la insigne poetisa ya en sus años altos fue develando poco a poco en contadas entrevistas y en sus memorias, Fe de vida, publicadas por vez primera en 1995.
A Aldo Martínez Malo, el acucioso investigador pinareño (ya fallecido) que con admiración y respeto penetró en su intimidad familiar, hizo en 1993 estas confesiones:
Conocí el primer amor a través de un hilo telefónico, a través de una voz desconocida que venía por aquel hilo y que habría de convertirse con el tiempo en el «fantasma de mi oído». Aún sigue siéndolo cuando ya la boca que la articulaba se ha deshecho bajo la tierra. Tenía entonces 17 años y no era fácil llegar a mí. Siempre estuve muy guardada porque los míos pensaban que solo desgracias podrían sobrevenirme del trato con el mundo. Pero debo aclarar algo que no todo el mundo conoce: y es que si bien Pablo Álvarez de Cañas fue mi primer amor y mi primer novio, no fue, sin embargo, mi primer esposo. Muchos años después de conocerle, de luchar en vano con la terrible oposición de mi familia (…), muchos años, en fin, después de despedirme de él (creía yo para siempre), contraje matrimonio con mi primo Enrique de Quesada Loynaz. Este matrimonio solo significó un cambio de clausura, lo cual después de todo no me importó mucho, porque siempre he creído que yo hubiera hecho una buena monja. No de las de ahora que juegan tenis y manejan automóviles, sino de las antiguas. Aun voy a añadir, tal vez para sorpresa de muchos, que aquellos siete años que duró mi matrimonio y mi reclusión en una preciosa quinta colonial llamada La Belinda (ubicada en las afueras de La Habana), en medio de una gran paz y en pleno contacto con la naturaleza, fueron siete años perfectos. Lo fueron hasta que un día me di cuenta de que me iba haciendo vieja, que había vivido siempre para los demás y había escrito muchas cosas que nadie leía y aún no sabía si tenía yo misma otro destino que cumplir en el mundo (…) Y tras sostener una gran lucha (esta vez conmigo misma y fue la más dura de todas), pedí a mi esposo que me devolviera la libertad, y así lo hizo…
En noviembre de 1943 se dicta sentencia firme mediante la cual queda divorciada de Enrique de Quesada Loynaz, con quien casara el 16 de diciembre de 1937. Entonces:
Decidí hacer lo que se hace en estas circunstancias, emprender un largo viaje, y las tierras escogidas fueron las de Sudamérica que aún no conocía, y esa fue la oportunidad que aprovechó el hombre que había sido mi primer novio, para seguirme por todo el continente (…) Él permanecía soltero y había jurado no casarse con nadie más que conmigo (…) Así, pues, comprendí que había sido inútil oponer tantos obstáculos y por tantos años a la fuerza del destino, y al regreso de aquel viaje me casé con él (…) ya éramos muy mayores, él tenía cincuenta y tres años y yo estaba próxima a cumplir cuarenta y tres. Habían transcurrido 26 años, dos meses y 18 días desde la lejana tarde en que nos conocimos allá por el año 1920.
El matrimonio con el periodista Pablo Álvarez de Cañas se materializa el 8 de diciembre de 1946 y entonces ella adquiere su casa del Vedado, la mansión de la esquina de 19 y E donde hoy radica el Centro Cultural Dulce María Loynaz.
El 10 de octubre del año siguiente el Estado cubano le confiere la Orden Nacional de Mérito Carlos Manuel de Céspedes, en el grado de Dama, que años después elevaría al grado de Comendador, en tanto España le otorga la Cruz de Alfonso X El Sabio. En 1959 se la elige miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua. ¿Tenemos pues, idea de quién es ya Dulce María Loynaz?
En 1961 Pablo Álvarez de Cañas viaja al extranjero y no regresa hasta 1972. Dos años después, el 3 de agosto de 1974, muere en La Habana. Ella lo sobrevive hasta el 27 de abril de 1997. Dulce María tiene 94 años al morir. Ya le han antecedido sus hermanos Enrique, Carlos Manuel y Flor.
Hacerse popular en su majestuosa senectud, porque de seguro tuvo conciencia de ello, debió representar una experiencia acerca de la cual nunca pensó Dulce María Loynaz. Otra cosa es la celebridad, que en el mundo de habla hispana sí la palpó desde mucho antes de que le llegaran importantes premios.
Dulce María publicó sus primeros poemas en La Nación, hacia 1920, época por la que viajó a Estados Unidos y a Europa, en periplo que abarcó hasta el exótico Egipto, que le inspiró su célebre Carta de amor a Tut-Ank-Amen. En realidad, la hija mayor del brigadier del Ejército Libertador Enrique Loynaz del Castillo—autor del Himno Invasor—, recorrió el mundo todo. En sus andares llegó hasta Turquía, Siria, Libia y Palestina, Suramérica, México e Islas Canarias, que la declarara Hija Adoptiva, nada de extrañar de tener en cuenta que escribió Un verano en Tenerife, seductor libro de viajes.
Abogada de profesión y encasillada a veces como poetisa, se olvida su labor prosística, con la novela Jardín—editada en España, 1951—, Un verano en Tenerife, ya citado, y varios trabajos ensayísticos expuestos en ocasiones a la manera de conferencias. Su obra poética, tampoco extensa, goza de gran preferencia entre lectores y lectoras: Canto a la mujer estéril, Versos, Juegos de Agua, Poemas sin nombre, Últimos días de una casa, Poesías escogidas…
Todo un enigma para quienes no la conocieron, quienes sí compartieron en el reducido grupo de sus afectos la recuerdan poseedora de una bondad profunda, si bien a veces triste.
En cuanto a premios llegó más lejos que cualquiera de sus contemporáneos. En 1992 se le otorgó el Miguel de Cervantes, considerado el Nobel de las letras españolas. En Cuba recibió el Premio Nacional de Literatura 1987 y la Orden Félix Varela de Primer Grado. La Universidad de La Habana le otorgó un doctorado Honoris Causa. Dirigió la Academia Cubana de la Lengua y en 1968 accedió a la Real Academia Española de la Lengua, en calidad de miembro.
Es considerada la más importante de las voces líricas cubanas del siglo XX y también la más universal. Cubaliteraria se honra en recordarla.
***
Ver también «Dulce María Loynaz y Miguel de Cervantes, como mirto y laurel entrelazados…»
Visitas: 241
Deja un comentario