«Escribía a sus amigos como les hablaba; las imágenes florecían bajo su pluma como en sus labios», opinaba Enrique José Varona acerca de la manera en que Martí engarzaba las palabras.
El abundante intercambio epistolar del héroe es fuente de la que emana el hombre tal cual es: íntegro, apasionado, versátil y a un tiempo consagrado a la independencia de Cuba.
Dos amigos de adolescencia lleva José Martí en el corazón. Uno es su compañero de clases, aquel por quien se disputa la responsabilidad de una nota que ha de costarle sentencia a seis años de prisión bajo la acusación de infidencia: Fermín Valdés Domínguez. El otro es Rafael María de Mendive, poeta y patriota, mentor espiritual del joven Pepe.
A Valdés Domínguez lo une amistad fraterna. Es «Fermín», «Mi Fermín», «Fermín queridísimo», o simplemente «Hermanote», a quien en marzo de 1895 escribe: «Sírvate esta carta para saber que en las mayores obligaciones y penas es tuyo, y te recuerda sobre todos, tu José Martí».
Al director de la Escuela de Instrucción Primaria Superior Municipal de Varones de La Habana le da trato de «Señor Mendive», que en él va mucho más allá de la fría fórmula para convertirse en dictado íntimo cuando se despide como «discípulo e hijo». Es al maestro Mendive a quien escribe el 15 de enero de 1871, dos horas antes de partir desterrado a España: «Mucho he sufrido, pero tengo la convicción de que he sabido sufrir. Y si he tenido fuerzas para tanto y si me siento con fuerzas para ser verdaderamente hombre, solo a Ud. lo debo».
Tres latinoamericanos pueden preciarse de la amistad de Martí. Con ellos cruza cartas y reflexiones acerca del presente y futuro político cubano.
A Enrique Estrázulas, uruguayo, dedica, compartidamente con Manuel Mercado, sus Versos Sencillos. Le llama siempre «Mi señor», pero el cariño traspasa la mera cortesía cuando al bromear le dice «gran perezoso» o le envía «un abrazo en redondo a toda su prole».
A Federico Henríquez Carvajal, político dominicano y colaborador de la causa cubana, lo titula «amigo y hermano». A él se dirige desde Montecristi, el 25 de marzo de 1895: «De Santo Domingo ¿por qué le he de hablar? ¿Es eso cosa distinta de Cuba? ¿Ud. no es cubano, y hay quien lo sea mejor que Ud.? ¿Y Gómez, no es cubano? ¿Y yo, qué soy, y quién me fija suelo?».
Finaliza la carta con un presentimiento: «[…] si caigo, será también por la independencia de su patria».
Es Manuel Mercado, mexicano, el «queridísimo hermano» al cual redacta su carta inconclusa ―y testamento político―: «Por acá yo hago mi deber».
De los grandes patriotas de la guerra, lo unen profunda amistad y sincera admiración a Máximo Gómez y a Antonio Maceo, a Julio Sanguily y José Maceo, a Bartolomé Masó, a José Miró Argenter y a muchos otros.
Pero dos le merecen especial afecto.
Juan Gualberto Gómez, con quien sostiene correspondencia copiosa, es el «amigo queridísimo», el conspirador de absoluta confianza a quien expresa: «Ud. es uno de mis orgullos». Con Juan Gualberto mantiene constantes vínculos en las jornadas que anteceden al alzamiento de 1895.
El otro gran afecto es el mayor general Serafín Sánchez Valdivia, antiguo maestro de escuela quien mucho se le parece en virtud y energía. «Mi muy querido Serafín», así acostumbra encabezar su correspondencia al héroe del Paso de las Damas, también muerto de cara al sol. Una hermosa carta en verso le escribe Martí en 1895, de la cual entresacamos un fragmento:
[…] Y en cada espiga del trigo
de estas penosas cosechas
verá, quien mire a derechas
«don Serafín es mi amigo» […]
«Gonzalo querido» no es sino Gonzalo de Quesada, «puro hijo» y colaborador en el que deposita encargos para él muy preciados. Desde Montecristi le escribe el 1ro de abril de 1895, día en que embarca rumbo a Cuba: «De mis libros no le he hablado. Consérvelos, puesto que siempre necesitará la oficina, —y más ahora― a fin de venderlos para Cuba en una ocasión propicia […]». En esta carta, considerada testamento literario, dispone lo que Quesada debe hacer con su numerosa papelería, pues «De Cuba, ¿qué no he escrito? Y ni una página me parece digna de ella: sólo lo que vamos a hacer me parece digno». Y más adelante: «Ya Ud. sabe que servir es mi manera de hablar».
Larga amistad lo une a José Dolores Poyo, director de El Yara en Key West. «Poyo querido» es el destinatario de una frase cardinal del pensamiento martiano: «Es la hora de los hornos, en que no se ha de ver más que la luz».
Cartas en que revela su amistad, respeto y solidaridad cursó también Martí a varias mujeres: a Carmen Miyares de Mantilla, con cuya familia se hospeda durante la estancia en Nueva York; a Bernarda Toro de Gómez, esposa del Generalísimo, a quien camino ya a Cuba, el 11 de abril de 1895, asegura: «Y por Ud., Manana, aunque no fuera por él, querré y mimaré siempre al compañero de su vida».
Acerca de lo que la amistad, prodigarla y recibirla, significó en la vida de Martí, nada mejor que sus palabras, epílogo de este capítulo:
Tiene el leopardo un abrigo
en su monte seco y pardo:
yo tengo más que el leopardo
porque tengo un buen amigo.
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