La Habana, 2024. Estoy sentado en el parque releyendo otra vez Festín de los patíbulos (2009) de Abel González Melo. Espero una guagua que no llega, mientras avanzo rápidamente por las páginas del libro despertando una época ya vivida. Y en este ejercicio de relectura alimento con las palabras de Abel fragmentos de mi memoria, imágenes distintas que se combinan en ese continuo calidoscopio que llamo recuerdo.
Entonces oigo, filtrado entre las conversaciones de los transeúntes del parque, el diálogo que sostienen Abel y su madre sobre el libro, aún en gestación, allá, en los altos de la casa en La Víbora, y atravieso la tipografía Times New Roman para entrar en los escenarios de Buendía, El Público y Argos Teatro. Releo, hay tiempo en esta casi infinita espera de la guagua para volver atrás.
El pórtico del libro, primera zona de sus siete estancias, me detiene. Dice Abel:
A diferencia del cine, la literatura o la pintura, el teatro nace y muere en su fisicalidad. Se destruye en sí mismo, es alfa y omega de su propia materia volátil. Transcurre durante un rato y luego permanece sólo en la memoria del espectador. De ahí que el ejercicio del criterio para el arte escénico esté atravesado por una impiedad, una dificultad en movimiento que construye la energía –de los cuerpos de los intérpretes, de las luces, de la música, de la escenografía– y luego la aniquila.
Podría objetarse que el teatro perdura en los textos, inevitables testigos de la historia de la humanidad, pero eso supondría entenderlo exclusivamente en su carácter literario, en su marco escrito, desdeñando su razón primera: la representación (González Melo, pp. 11-12).
Pienso en la inversión de destinos entre el libreto teatral y el guion cinematográfico, textos hechos para su representación y que, sin ese destino, su vida quedaría trunca. El guion cinematográfico, tal como se percibe hoy, casi muere cuando la película se proyecta, ya que el filme perdura, al contrario de la puesta teatral, que en cada representación desaparece, y hay que volver siempre al libreto para que la obra renazca como una nueva Ave Fénix. La historia del cine es, a diferencia de la del teatro, una historia de películas y, en el mejor de los casos, de un diálogo entre las mismas. Me deleito imaginando que converso con el Abel de hace quince años, aunque nunca tuvimos esta charla. Aun así, voy al libro y veo que me dice:
Festín de los patíbulos no es, por tanto, un libro de historia. Y tampoco es un libro de crítica. No tiene la fina urdimbre de un tratado que husmea hasta en lo mínimo, ni quiere ser la descripción o la valoración a secas del fenómeno escénico de nuestros días. He lidiado con un extremo y otro y he perseguido retratar, cuestionarme, el universo al que he asistido como público desde mediados de la década de los 90 del pasado siglo hasta hoy, mediante el desmontaje de tres núcleos esenciales.
Establezco una marca dentro del movimiento teatral cubano al recorrer la obra de Flora Lauten (1942), Carlos Díaz (1955) y Carlos Celdrán (1963) como directores, al frente de sus grupos Buendía, El Público y Argos (González Melo, p.13).
Hurgo entre las dos proposiciones que plantea el texto: la primera, una confesión donde el autor devela la forma de la escritura, el punto de vista del narrador que declara colocar su mirada entre la del crítico y la del público, pero, en cualquier caso, siendo un testigo de la escena y el montaje.
Esto último se descubre al leer el libro y ver la participación del ensayista como dramaturgo, en alguna de las obras analizadas. La segunda proposición es una ruta (Lauten-Díaz-Celdrán) por el teatro cubano entre el final del siglo XX y principio del XXI. Tal sendero dibuja el teatro cubano como un continuo de influencias entre directores y grupos teatrales.
Así, entre los caminos que se bifurcan por el teatro cubano, desde el grupo Teatro Estudio, fundado por Vicente y Raquel Revuelta, en el cual estarían Roberto Blanco y Flora Lauten, se abre una ramificación a través de Lauten y su grupo Buendía, ese ramal llega a Carlos Celdrán, que fue alumno de Vicente Revuelta y luego de Flora Lauten, antes de fundar Argos Teatro. Y, también, del ramal que abre Roberto Blanco, se desprende Carlos Díaz, quien fue su asistente de dirección.
Trenzado este mapa teatral que visualiza Abel, yo agrego al propio Abel González Melo, que fue discípulo de Lauten, Díaz, y Celdrán. Y por eso su escritura no solo se torna en el testigo que exige la crítica teatral por lo efímero de la puesta –que hace que el criterio ideal nazca de reiteradas visitas a la obra, es decir, de la visión de una sumatoria de puestas–, sino también en el participante que da fe del hecho escénico. El “desmontaje” que realiza el libro parte de una experiencia íntima que exige ser juez y parte, mirar desde adentro el teatro sin perder la mirada del receptor por excelencia del espectáculo: el público.
La ruta de Abel
La guagua acaba de llegar cuando me coloco en la ruta de Abel hacia el interior del teatro por Flora-Díaz-Celdrán, tres poéticas distintas, cada una enunciada en un capítulo. Y cada capítulo, a su vez, estructurado con un texto inicial que recorre en el tiempo las puestas del grupo en cuestión y luego un conjunto de ensayos que se detienen en las obras. Entre el punto de la oración anterior y el comienzo de esta han pasado días. Escribo esta línea en casa de Chachi, parafraseando a Eliseo Diego. No dejo de pensar que mi acercamiento al teatro cubano actual como espectador, como amateur, está marcado por esa ruta que traza Abel, y sin dudas por su influencia.
Al referirse al Buendía, Abel destaca que la intertextualidad del grupo alcanza una plenitud en Otra tempestad. Veo en el texto de Abel cómo La tempestad se cubaniza, en la fusión de lo europeo y lo africano, la influencia del Calibán de Fernández Retamar, y cómo toda esa intertextualidad se integra a un ritual dramático a través del cual los mitos confluyen y se actualizan para el público. Imagino en ese proceso la expresión de una lógica caribeña, que el texto Otra tempestad (Raquel Carrió y Flora Lauten, 2000) me confirma. Esta lógica se puede expresar como «el tercero incluido», donde confluyen, en una realidad, realidades de distintos órdenes, en el caso de la obra, distintos mitos recontados.
«La Lógica del Tercero Incluido (Basarab Nicolescu, físico, 2002) nos dice que existe un nivel de Realidad en el que A es sólo A, y B sólo B, pero que también existe otro nivel de Realidad, aquel en el que A es A y esa misma A es B, donde cabe la identidad misma y la que se niega a sí misma».
Es posiblemente en el símbolo, avivado por los rituales de la representación, donde el grupo acuñe de forma más evidente su impronta en el público y cree esas «realidades» múltiples. Hablo aquí por mi experiencia, pero lo hago mientras leo las experiencias de Abel ante la puesta de Charenton, texto de Raquel Carrió y Flora Lauten a partir de la obra Marat-Sade de Weiss. Otra vez, varios mitos culturales, los mitos de la revolución – Sade, Marat, Jacobo Roux, Carlota Corday o Toussaint–,reunidos en un espacio aislado, el manicomio, mezclados en una doble teatralidad (en este caso el teatro dentro del teatro). Al agregar como personaje a Toussaint, líder de la revolución haitiana, el Caribe negro se fusiona con lo europeo igual que en la Otra tempestad.
Si el Buendía nos sumerge en un entramado de símbolos y ritualidad que remite a la antropología teatral de Eugenio Barba, el grupo El Público nos arrastra hacia el carnaval, a una liberación de la carne a través del desnudo y lo sexual, específicamente desde una poética homoerótica. Cuando fui por primera vez a El Público, ya su estética estaba conformada, Carlos Díaz era célebre por su desenfado, por su subversión de la moral del cuerpo reinante en los espectáculos cubanos – en cierta medida, contrarios al espíritu de la cultura popular–.
Entonces, no conocía la evolución de Carlos Díaz como director, ni la del grupo que comanda, y es algo que ignoré hasta mi lectura de Festín de los patíbulos, y hoy lo vuelvo a recordar.
La mirada de Abel recorre el desarrollo del grupo desde la trilogía de teatro norteamericano –Zoológico de cristal, Un tranvía llamado Deseo, Té y simpatía– hasta La Celestina, enfocando la poética de Carlos Díaz desde un discurso sobre la masculinidad, que se replantea los roles de género, las tensiones dramáticas y la imagen de la sociedad.
En el texto dedicado a La Celestina, «Truhanes», Abel desciende a un nivel más primario de la gestación de la puesta, el libreto. Su participación, junto a Norge Espinosa, en la reescritura del clásico La Celestina de Fernando de Rojas para El Público, le permite analizar las diferencias de intenciones entre el original y la reescritura, y hablar del oficio del dramaturgo, generalmente invisible ante la puesta, la escenografía, y en este caso los cuerpos desnudos de los actores.
El itinerario del libro comienza su cierre al llegar a Argos Teatro. Al igual que con los otros autores, el texto introductorio recorre la obra de Carlos Celdrán y del grupo Argos. Visto en el tiempo, este camino se puede leer como el viaje hacia el realismo en la actuación y en la puesta. Lo pienso mientras leo los ensayos recogidos en el libro, mientras recuerdo a sus actores que han sido mis actores, el minimalismo y la funcionalidad racionalista de su puesta.
Me detengo en el texto «El príncipe y el mendigo: Chamaco por dentro», donde el estudio de la puesta se vuelve confesional, porque aquí Abel habla de su obra, Chamaco, pero revelando sus métodos de trabajo para un teatro de base realista: el proceso de investigación, la trasmutación de la realidad estudiada en un artificio representativo de esta a través de la escritura teatral.
La obra deviene una sociología teatral cuya dramaturgia devela, a través de las relaciones de los personajes y la evolución del drama, el tejido profundo de la sociedad. En Chamaco, Abel González Melo y Carlos Celdrán se encuentran, lo cual establecerá una intensa colaboración y Argos será desde entonces su casa, como lo es la de la calle Lagueruela, en La Víbora.
Luego de esta ruta central, el libro se abre a otros caminos, de hecho, titula esa última parte «Otras poéticas», donde ensaya sobre los grupos Estudio Teatral de Santa Clara, de Joel Sáez; Teatro de las Estaciones, de Rubén Darío Salazar; Teatro de la Luna, de Raúl Martín; Teatro D´Dos, de Julio César Ramírez. Y luego de estas bifurcaciones, el libro cierra con un título provocativo, «Teatro y crisis». Vuelvo a esas palabras con que inicia el texto:
El curso natural de la existencia impide que se pueda confiar en que un proyecto artístico-humano como el teatro, imprescindible ejercicio colectivo, se mantenga vivo en sus materias físicas. Diversas razones atentan contra su estabilidad y su permanencia en el ámbito concreto de Cuba: el tránsito de actores y técnicos de una compañía a otra, el abandono de las labores artísticas de los profesionales y su dedicación a otras actividades que les brinden mayor solvencia económica dentro del país, y sobre todo la migración sistemática de intérpretes (González Melo, p. 155).
Los problemas que Abel detectaba entonces se han agudizado a niveles insospechados. A lo dicho quizás habría que agregar que la migración ha sacado de la isla a dramaturgos y directores, al punto de que los colectivos que funcionaban en el país han comenzado a nuclearse en el extranjero. El teatro de la diáspora crece.
Volver a Festín de los patíbulos puede ser el retorno a otra época, un viaje a aquel momento floreciente, que inspirará el teatro del mañana. No hay que olvidar que, como bien dice Abel: «El teatro es hijo de la crisis».
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