Capítulo final de Cervantes, el soldado que nos enseñó a hablar
Dulce edad de las barbas de plata, serena vejez. Ya saludaban todas las mozuelas al señor Cervantes cuando iban a llenar sus cantarillos a la fuente. Su nombre era popular. La última hermana se le murió también y su hija Isabelita, casada, no era tanto consuelo para su vejez como había esperado Miguel de Cervantes.
Un día del año 1616, Miguel tuvo que volver a Esquivias por asuntos de doña Catalina. Doña Catalina había cumplido su promesa desheredándolo en favor de su hermano el cura. Poco importaba esto ya. ¡Con qué gusto volvió a mirar a Toledo y su «peñascosa pesadumbre, gloria de España»! Y cómo se quedó mirando el río que ciñe la ciudad y cómo suspiró al tener que alejarse sin detenerse en aquella Posada de la Sangre que tan en la suya había quedado. Sintió pena al alejarse de lo que tanto había apreciado y le penó aún más el no poder alcanzar La Mancha, y mucho menos la lejana Andalucía. Pero los caminos se habían acortado definitivamente para Miguel.
— Señor Cervantes, sería bueno regresar. Los que van hacia Madrid se impacientan.
Con trabajo separó sus ojos, diciéndoles con sus palabras escritas: «No es la fama del tajo tal que la cierren límites ni la ignoren las más remotas gentes del mundo…» Luego montó en su cabalgadura y salió el tropel de camino por la Puerta Visagra.
Quince leguas separan Toledo de Madrid. Suele picar el sol. A Miguel le distraía de la pesadez del camino el mirar el vuelo de las urracas blancas y negras, escritoras del paisaje, y sus ojos se reposaban; también miraba a las mujeres sobre las tierras pardas, resguardadas por los pañuelos blancos. Pareciera que el viajero quisiera quedarse con los tonos sedientos de las tierras toledanas, con los perfiles gredosos de los alcores, con los rostros que se cruzan con él. Son iguales a los que dejño escritos para siempre en sus libros, hijos pobres de la tierra española, santa hermandad de los pequeños y desamparados. Con sus muchos pensamientos iba Miguel haciendo camino cuando oyó voces y sintió que le sujetaban la brida rogándole que se detuviera.
El muchacho gritaba:
— Deténgase, mi señor Miguel de Cervantes, gloria de nuestras letras, honor de España.
Y se bajó de su asno con tanta prisa que dio con su cuerpo en tierra.
Rieron todos, se levantó el estudiante, sacudiéndole el polvo, y gritó más que dijo su emoción por hallarse nada menos que ante el autor del Quijote:
— No dé un paso más, vuestra merced, sin que yo le bese la ñnica mano viva que le dejó el destino.
Le complació a Miguel el divertido homenaje del muchacho y le rogó que en ve de besos se sentase en su burro para seguir juntos en camino, ya que ambos se dirigían a Madrid.
— Sigamos y yo seré vuestro escudero y Miguel de Cervantes mi don Quijote.
— Pues en cuanto veáis una venta, mesón o cosa parecida, deténgase, señor escudero, porque estoy sediento de beber agua.
— En la primera venta beberemos agua y vino, y me armaréis caballero, y nos quitaremos algo de esta tierra pegajosa que se pega al pulmón.
— Este trabajo de viajar antes no era nada, pero ahora… con mis sesenta y tres años…
— ¿Y cuñantos años tendrá por ahora don Quijote?
— Pues tantos como yo.
— ¿Y nunca le daréis sociego y calma? ¿Siempre será su destino caminar hacia descomunales aventuras?
— No, pronto lo veréis morir.
— ¿Morir?
— No sin antes toparme con una moza brava, Dulcinea —rió Miguel.
— Toda ella hecha de pensamientos inmortales.
— No, toda carne y hueso, con más fuerza que un ternero y más orgullo que un halcón. ¿Véis aquellas tres mozas cabalgando sobre tres pollinos, que se acercan a nosotros? Pues Dulcinea es como una de ellas.
— ¿Cómo cuál? ¿Cómo esa que va en el centro con adornos rojos en las trenzas oscuras?
— No, como la otra, la que lleva saya verde y jubón de bayeta.
— Pues es la más fea de las tres.
— ¿Y para qué sirve la imaginación del hombre, si no es para volverla hermosa? En el sueño de don Quijote no tiene par.
No muy ocnvencido, el muchacho se acercó a las mozas. Iban cantando y apartaron de su camino al estudiante con malos modos.
— Apárteses noramala del camino, déjenos pasar, que llevamos prisa.
— Princesa de la hermosura, yo soy Sancho el escudero y aquel caballero es don Quijote, vuestro caballero cautivo que se ha quedado sin pulso al veros.
La moza brava echó su pollino sobre el estudiante.
— Mira que te estrello, burra de mi suegro. Mirad con qué se vienen los señoritos ahora a hacer burla de unas aldeanas, como si no supiéramos echar pullas como ellos.
Miguel de Cervantes, por seguir la broma, rogó al mozo:
— Levántate, Sancho, que ya veo que la fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados todos los caminos por dinde pueda venir algún contento.
La moza, hecha una furia, se encaró con el caballero.
— Toma que mi abuelo. Amiguita soy yo de oír requebrajos.
Y al tirar del ronzal se le espantó el asno y todos los ani,ales corrieron, y cayó al suelo una de las mozas, a la que levantaron con gran regocijo de los caminantes.
— Vamos, dejñemoslas ir. Si la llamase Dulcinea volvería a insultarme, porque ella no sabe cómo la llama el amor ni ninguna mujer sabrá jamás el nombre que le da, dentro de su corazón, el hombre enamorado.
Quedaron silenciosos para todo el resto del camino y al llegar a Manzanares, río pequeño que cabalga un puente muy grande, el mozo se despidió con los mismos transportes del principio y Miguel le rogó antes de separarse:
— Si contáis esta historia no digáis que habéis hecho el camino con don Quijote, sino con el caballero de la triste figura.
poco después, Cervates dedicaba la Segunda Parte de las Aventuras de don Quijote al conde de Lemos. La aparición fue triunfal.
— Ves, Catalina, en esta parte mi don Quijote muere honesta, buena y cuerdamente, como deseo yo morir.
Doña Catalina, que ya vestía habito de terciaria franciscana, lo miró con cierta amargura. ¿Ahora ue vivían, morir? Su marido todo lo había hecho siempre al revés.
Madrid se puso por quellos días muy alegre. Bodas reales. Los embajadores franceses que habían venido a contratar el casamiento preguntaron al ilustrísimo arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, último protector de Cervantes, sobre los nuevos libros que producían los ingenios españoles.
— Han leído ya nuestras excelencias la segunda parte del Don Quijote de la Mancha?
Los franceses alabaron mucho el libro, preguntando a su vez:
— Y cómo es don Miguel de Cervantes?
— Pues un hidalgo pobre y viejo.
— ¿Cómo es esto posible? A un hombre así, si no le enriquecieron sus obras, la nación debiera haberlo enriquecido.
Lo que el embajador de Francia no supo fue que, mientras cantaba Madrid, aquel viejo que agonizaba había escrito: «Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo…».
Miguel de Cervantes, encorvado sobre el papel, ensayaba la dedicatoria de su último libro. Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Un amigo que entró a verlo le contó lo que habían dicho los embajadores franceses, pero Miguel le replicó:
— Más me gusta lo que me ocurrió con el estudiante que casi se cayó del burro al reconocerme.
Y se rió con su risa de muchacho, pues de su mucho estar entre andaluces, encontraba con facilidad la cara alegre de las cosas.
Cada día sentía más sed. Se le escababa el corazón precisamente cuando la fama empezaba a encargarse seriamente de propagar su nombre. A su memoria regresaban, con frecuencia, los tiempos de los trabajos duros y más que nunca, aquel viejo maestro López de Hoyos, quien le habñia lanzado a la aventura de las letras en el momento de la muerte de la reina Isabel de Valois, esposa de Felipe II, pues a él le encargaron las alegorías y alabanzas para colocar en las iglesias, y ¿quiénes mejor que sus discípulos para las honras de estos funerales? ¡Ah! Si él hubiera conocido a la reina muerta, otro soneto mejor hubiera hecho. Pero, ¿cómo iba a conocer reinas aquel muchacho pobre, espigado y fantasioso con la gorrilla derribada sobre la sien?
¡Ay, cuánta sed ha sentido siempre Miguel! Apoya sobre su pecho, que respira mal, el muñón muerto. Vuelve don Juan de Austria. Sed, ¡cuánta sed…! De nuevo los días argelinos, los amontonamientos de la miseria y la podredumbre que rodeaba a los cautivos… ¡Ah, cuánta sed siente! Pobre cirujano Rodrigo de Cervantes, generosa y fuerte madre doña Leonor Cortinas… ¡Cuánta sed! Y Portugal con la gloria renacentista de Galatea, y Ana Franca e Isabelita. dadme agua. Dame agua, Catalina, mujer. Y sus aventuras de alcabalero por los campos de España, también siempre escasos de agua y felicidad… ¿Recuerda Sevilla? Sí, pero ya no tiene sitio para el rencor. Tomás Gutiérrez, Mateo Alemán… y aquella triste historia de Valladolid… ¡Cuánta sed! ¿Se concluye alguna vez la sed de la vida?
— Isabelita, agua.
Y escribió: Puesto ya el pie en el estribo…
— Eso ya lo escribiste en la dedicatoria al conde de Lemos… Después se adormeció.
«Como las cosas humanas no sean eternas […] especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba».
El cura le dio la extremaunción.
Volvía de su inventor el pensamiento postrero a sus hijos, que son libros tan queridos hijos como los de la sangre: don Quijote y Sancho, la sobrina, el ama, el cura, Sansón Carrasco, Altisidora, los duqes… el rucio, Rocinante… Dulcinea. Sí, dulcinea fabricada con las voces más puras del idioma castellano. Don Quijote moría dentro de Miguel y Miguel de Cervantes aún sostenía diálogos sobre las almohadas que le aliviaban su cabeza:
— Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
Sollozaba Sancho junto a su amo Miguel y se le caían las lágrimas como goterones.
— ¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más…
Luchaba Miguel de Cervantes con la muerte, sintiendo la pena de ver a don Quijote expirando. Jamás le había parecido el caballero de su invención tan buen paladín, tan de acuerdo con su conciencia, tan dentro de la más noble locura española, la de dejarse sin pena ir hacia la mar que es el morir…
— Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.
Se acercaron a oír si aún hablaba, su mujer, su hija, su sobrina… Cervantes se había callado para siempre, pero su boca sonreía aún. Sonreía al sueño más inalcansable que soñó, a la sin par y nunca suya Dulcinea que le llegaba hasta el corazón con el último temblor de la sangre.
Cuando los Hermanos de la Venerable Orden Tercera se hicieron cargo del muerto ilustre, lo llevaron a entrerrar al convento de las trinitarias. No pusieron nombre ni lápida, tal vez por humildad, seguramente porque ya no le hacía falta. La Gloria y la Fama sostendrían desde quel instante, y ya para siempre, mientras el idioma castellano exista, el nombre de Miguel de Cervantes.
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