Conocí personalmente a Carilda Oliver Labra hace unos treinta años. Yo hacía un reportaje sobre Matanzas y la llamé por teléfono para incluirla de alguna manera en el relato. Me dijo que fuera a verla esa noche. ¿A las ocho, a las nueve? No, más tarde, después de las once, a las doce acaso. La autora de Desaparece el polvo vivía al revés.
Recibía o leía hasta bien entrada la madrugada y luego dormía hasta la hora del almuerzo. Era, con sus casi 70 años de entonces, una mujer llena de vida que había sabido sobreponerse a todas las contrariedades con sus ojos maravillosos, sus gatos elusivos y su risa explosiva. “Por más que lo intento, no logro enamorarme de un hombre de más de 60… Todos son de ahí para abajo”, me dijo aquella noche.
Añadió: “El erotismo no es la parte más sólida de mi obra, pero es lo que más gusta a la gente y no voy a negárselo, aunque pienso que soy una poetisa esencialmente elegiaca y que incluso en mi poesía erótica hay mucho de elegía…Yo he sufrido intensamente con mi soledad, con mis muertos, con toda mi familia fuera de Cuba. Aprendí a vivir con esa tristeza, pero tengo fe en que cada nuevo día me traiga algo bello. No necesito de mucho para vivir, pero, eso sí, no vivo en el pasado, estoy demasiado viva para recordar, aunque los recuerdos ayuden a vivir”.
Gabriela Mistral expresó en los años 50 que la poesía de Carilda era “profunda como los metales y dura como el altiplano”. Pablo Neruda le dedicó asimismo los mayores elogios, y Ernest Hemingway —para seguir moviéndonos solo entre premios Nobel— se prendó más de los ojos que de la obra de la poetisa. En una ocasión en que visitó Matanzas, ella le entregó, en nombre de la alcaldía local, la llave de la ciudad, “un pedazo de acero níquel desmesurado, grosero y feo, embutido en una caja de madera”, recordaba ella, y el narrador de Adiós a las armas, mirándola fijamente, le dijo: “Usted no va a necesitar de esa llavecita para abrirme el corazón”, y la invitó a pasarse unos días en su finca de La Habana. “Pero yo no fui”.
Su poema “Me desordeno, amor, me desordeno”, que se veía obligada a recitar cada vez que concurría a un acto público o la requería la TV, unido a otros del mismo cariz, le dieron, pese a la castidad de su poesía, un halo de poetisa erótica que complementaba muy bien su imagen, yo no sé hasta qué punto, de mujer fatal.
Una vez, se casó con el hombre que luego de pretenderla, intentó suicidarse cuando ella le dijo no, y que se suicidaría de verdad después de que la pareja se separara, dando pie a los peores comentarios de ciudad pequeña y provinciana. Tiempo después Carilda se casaba de nuevo con un tenor al que llevaba 19 años, y reaparecieron los comentarios. Pero la felicidad esa vez duraría poco: un accidente sumió al hombre en una invalidez progresiva y le provocó la muerte tras una lenta agonía.
“Yo he amado mucho y en un hombre amé a otro, en otro amé el primero y amo el recuerdo de los dos hombres”, dijo en una ocasión la autora de Al sur de mi garganta, pero precisada a decir a cuál amó más, se escurrió por la tangente. Respondió: “A un amante que mantuve oculto durante mucho tiempo”. Con “Me desordeno, amor…” (1949) provocó todo un escándalo y hasta el propio obispo de Matanzas fue a verla a su casa para decirle que no se explicaba cómo una muchacha decente y de buena familia se atrevía a insultar, con un poema como ese, a la sociedad.
Pero Pablo Neruda haría una valoración justa de ese texto. Dijo: “No recuerdo otro soneto con tanta gracia y picardía ni tampoco con más castidad”, y Carilda puntualizaba que el chileno se desternillaba de risa cada vez que ella le leía sus versos, sobre todo aquel de “Te toco con la punta de mi seno”.
Al día siguiente, en compañía de Urbano Martínez, su biógrafo, almorzamos con vino en El Louvre, el restaurante de más tradición y renombre en la ciudad, pero entonces abandonado a su suerte. Después dimos un paseo. Caminar Matanzas con Carilda era todo un acontecimiento. Nunca quiso vivir en otra parte y la gente, sintiéndola suya, la detenía para saludarla, preguntarle por tal o cual poema o hacer que le hablara acerca de sus planes. Sentía que tenían ese derecho.
-Matanzas es azul. Parece envuelta en una neblina azul que se acentúa al amanecer —le dije, ya en el bar de la Unión de Escritores. Nos acompañaba un grupo de jóvenes pintores y poetas.
-Esa neblina es el espíritu de Milanés, que vuelve —respondió. Aludía desde luego a uno de los grandes románticos cubanos a quien un amor imposible sumió en una locura ensimismada que le cerró su camino de manera inexorable. Añadió:
-Es una niebla que se hace más densa sobre el San Juan, el río que amaba Milanés y por cuyas márgenes gustaba de pasear ese otro grande la poesía que fue José María Heredia. Es el río más triste del mundo.
Entre las frustraciones que he sufrido en mi ya larga carrera de periodista, quizás la más punzante sea la de no haber hecho a Carilda la entrevista que merecía. La visité varias veces en su casa, asistí más de una vez a sus tertulias, la acompañé por lo menos en dos de sus cumpleaños, Intercambiamos libros y cartas, pero la entrevista se fue postergando quizás porque estábamos convencidos de que siempre habría tiempo para hacerla. Ya no es posible. Ahora Carilda ha muerto y, tal como quiso, aunque sea metafóricamente, tiene toda la tierra cubana sobre su tumba.
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