La novela: María (1867)
Isaacs publicó en vida tres ediciones de María supervisadas por él. La primera se editó en Bogotá, en la imprenta de Gaitán, en 1867; la segunda, a cargo de don Fernando Pontón, en la imprenta de Medardo Rivas, Bogotá, 1869. Ignacio Rodríguez Guerrero propone que debe ser tenida como tercera edición de la novela la de Santiago de Chile, de 1877, en la imprenta de Gutenberg; sin embargo, figura como tercera edición de María, la de Medardo Rivas, de 1878. En esta edición Isaacs anunciaba una definitiva para 1891 con anotaciones, adiciones y correcciones. Ésta sólo aparecería muchos años más tarde, en 1922 (Bogotá, Camacho Roldan y Tamayo), y por haber sido manipulada no es en absoluto fiable.
Junto a estas tres, corregidas por el autor, existen otras dos ediciones críticas importantes: la de Mario Carvajal, publicada en Cali, en 1967, con motivo del centenario del autor, hecha sobre el cotejo de las tres ediciones, y la de Donald McGrady, basada en el original de la postrera edición de María incluido en un ejemplar de la tercera versión auténtica (Barcelona, Labor, 1979). En 1978 aparece una nueva edición de la novela, basada en la confrontación de las anteriores, en Biblioteca Ayacucho (Caracas), a cargo de Gustavo Mejía, quien posteriormente ha publicado otra más divulgativa en Madrid, Editorial SGEL, 1983. Todo indica que, desde que apareció su novela, Isaacs la reelaboró tres veces para las ediciones publicadas en Bogotá en 1869 y 1878; y ello tras un largo proceso de creación que se remonta a 1864, en que comenzó a redactarla cuando trabajaba como inspector de obras en el campamento «La Víbora».
El tema del amor pasión. Figuración de la mujer
La crítica ha venido reiterando la filiación literaria francesa de la novela de Isaacs desde que por primera vez José María Vergara y Vergara pusiera de manifiesto su semejanza con Atala de Chateaubriand y con otras novelas de su especie, como Pablo y Virginia, de Bernardin de Saint-Pierre, y Graziella y Rafael, de A. de Lamartine.
En Chateaubriand ve Anderson Imbert el precursor más directo de Isaacs, él le enseñó «a orquestar estéticamente su vago erotismo» y en la novela aparece como «un numen de los amores de los dos adolescentes». La prueba más evidente para la crítica se localiza en el episodio de la lectura de Atala (cap. XIII), cuyo final trágico se convierte en un presentimiento para Efraín y María.
Más que rastrear semejanzas y paralelismos con las obras francesas me interesa descubrir la posible autenticidad de María dentro de los límites de una moda literaria definida por Albèrès como «el culto de la emoción bajo el ropaje de la virtud», que amanece en el siglo XVIII y recorre todo el siglo XIX. Conmover al lector es la llave de oro de esta literatura, por eso escribe Isaacs en el prólogo refiriéndose a las páginas de la novela: «Leedlas, pues, y si suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente». Tal vez el hecho de que la historia sentimental de Efraín y María forme parte de una tradición elevada a tópico literario ha desviado la atención de otros valores de la novela, mas si intentamos una lectura liberada de prejuicios admira descubrir su cohesión interna en el engaste armónico de las piezas: el idilio amoroso, el paisaje y la sociedad.
El amor-pasión —cuyo modelo en la literatura occidental sería la leyenda de Tristán e Isolda— deriva en la poesía europea de la poesía trovadoresca provenzal del siglo XII que exalta el amor desgraciado. La lírica provenzal, aunque cante a una mujer con apariencia física, siempre busca en ella el eterno femenino. La repercusión de estas fórmulas amorosas en toda la literatura europea alcanza a nuestro siglo. Muchas de las grandes novelas de amor que conocemos no son sino derivaciones y profanaciones de aquella leyenda primitiva. En este catálogo se incluye María, novela que, al menos en parte, conserva elementos pertenecientes a esta tradición: el amor de la primera juventud, la amada como mujer ideal espiritualizada y pura, la separación y el obstáculo que impiden la felicidad de los amantes, el aura de fatalismo y el amor truncado por la muerte.
«¡Ah los que no habéis llorado de felicidad así —exclama Efraín—, llorad de desesperación, si ha pasado vuestra adolescencia, porque así tampoco volveréis a amar ya!» (cap. VI). El amor pasión sólo se manifiesta en su pureza anímica durante la adolescencia, momento en que el dolor y la felicidad se experimentan con una intensidad irrepetible. Es el amor de la philia o amistad espiritual que todavía no piensa en la posesión sino que se mantiene en la emoción y el sueño o en el juego de las miradas y las voces. Efraín capta en la mirada de María todo lo que ella no puede y no se atreve a decirle. Es un lenguaje apenas sin palabras y, no obstante, ambos se estremecen con el roce de los cabellos, de las manos, la proximidad del aliento o la modulación de la voz. De la misma manera, ese amor que rehúye la posesión física enmascara la pasión tras los ritos del fetichismo amoroso de que habla E. Anderson Imbert, presentes en la tradición de la literatura amorosa occidental: las flores, la sortija, el guardapelo y el pañuelo.
Las flores como objetos inherentes al amor se introducen en el tercer capítulo y a través de ellas confiesa su amor Efraín. El rosal será símbolo de la constancia de aquél cuando se encuentre lejos de María (cap. XLV), y las azucenas que ella siembra bajo la ventana de su cuarto ilustrarán amorosamente la torpeza de las palabras cuando le escriba; es ella también quien perfuma el baño de su amado con las flores recogidas por la mañana (cap. IV). Además del consabido simbolismo amoroso, Valérie Masson de Gómez atribuye a las flores la condición de «símbolos sexuales por medio de los cuales se vislumbra… el mal encubierto erotismo de Isaacs-Efraín».
De forma más circunstancial aparecen otros objetos vicarios del amor diseminados en la novela: el intercambio de sortijas para legitimar la promesa de matrimonio (cap. XLVII), el pañuelo perfumado de María, que servirá a Efraín de estímulo erótico en sus noches (cap. XXIX), y los mechones de cabellos; en el capítulo XXXI, María le ofrece a su amado el bucle prometido, a cambio, le pide un mechón para conservarlo en el guardapelo junto con los de su madre.
En María, novela que respeta la ortodoxia católica, se superponen dos imágenes de la mujer: una como objeto ideal que enciende la pasión del amante y otra casi virginal que le infunde un «castísimo delirio»; con frecuencia se la compara con la Virgen de la silla de Rafael o con una reina y se la envuelve en un aura de religiosidad. Otro detalle del mismo orden es el vínculo entre Juan, hermano menor de Efraín, y María, a quien ella suele llevar en brazos o sentado en el regazo a semejanza de la efigie mariana.
La historia comienza con el regreso de Efraín al Cauca después de seis años de ausencia (también en el amor cortés de la literatura provenzal existían regresos a la casa paterna) y concluye con su regreso de Londres al conocer la gravedad de María. En la sintaxis narrativa del relato ambos forman parte de una gran secuencia: el primero abre la posibilidad de una relación amorosa entre los protagonistas, el segundo la cierra. Entre la felicidad del principio y el abismo final se han ido concatenando un cúmulo de circunstancias que conducen al relato hacia la conclusión inevitable. Es lo que, en síntesis, constituye el obstáculo. Denis de Rougemont observa que no es posible concebir una pasión declarada en un mundo en el que todo está permitido, pues la pasión supone siempre entre el objeto y el sujeto un tercero que se interpone: un rey Marcos que separa a Tristán e Isolda. El obstáculo suele ser social (costumbres morales o razones políticas) hasta el punto de confundirse con la propia sociedad, aunque ésta aparezca simbolizada a menudo por un dramatis persona por necesidades narrativas y de la retórica del relato. En María el obstáculo es tanto un estado como una persona: la enfermedad de María y el padre de Efraín. Puede parecer una arbitrariedad relacionarlos, sin embargo, de alguna manera María llega a ser víctima del proceso obstaculizador del padre. Curiosamente la crítica —en su mayor parte— ha pasado por alto la dimensión exacta del padre; así, Seymour Menton al describir su personalidad, destaca el culto a la educación que «explica sus consejos bastante cuerdos respecto al amor de Efraín y María», el buen trato dado a los esclavos, y su «actitud liberal». Pero olvida que es el principal escollo que se interpone a la felicidad de los amantes ya desde el comienzo mismo de la novela, cuando, después de visitar las haciendas del Valle, el padre le anuncia su intención de enviarlo dentro de cuatro meses a estudiar a Europa para concluir sus estudios de medicina. El personaje-narrador comenta: «¡Cuán feliz hubiera yo vuelto a ver a María, si la noticia de ese viaje no se hubiera interpuesto desde aquel momento entre mis esperanzas y ella!» (cap. V).
No se trata de presentar una imagen negativa de la figura paterna en el texto. Tal conclusión desvirtuaría tanto la novela como la intención del autor. En contraposición con los ejemplos sobre su función obstaculizadora existen otros muchos que encomian la bondad, justicia y generosidad del personaje. Se trata simplemente de mostrar la pervivencia de un elemento sustancial en el amor cortés: el obstáculo asociado a una figura que ostenta la máxima representatividad social; en el mito de Tristán corresponde al rey Marcos, en María, a la más alta autoridad de una familia que es el núcleo integrador de los demás componentes sociales.
Asimismo la idea de fatalidad que vertebra el amor de Tristán e Isolda reaparece en el libro de Isaacs. Aquella pareja inmortal jamás se hubiera enamorado de no intervenir un agente externo: el filtro. En la novela de Isaacs no aparece —ni puede aparecer— el filtro, el amor es voluntario y ninguno de los protagonistas desea la muerte. En estos aspectos ignora el mito. Un hecho, sin embargo, los une: la idea de fatalidad subyacente en el filtro. No otra función corresponde al ave agorera —inspirada en «The raven» de Poe— que con su negro aleteo, sentida como una amenaza implacable, produce un oscuro terror en los protagonistas (caps. XV, XXXIV, XLVII, XIII y LXV).
El paisaje
El valle
Durante más de un siglo la novela hispanoamericana se ha dedicado a descubrirnos su propia geografía en las historias que contaba, pero muy raras veces alcanza el equilibrio armónico de María en lo que respecta a la relación hombre y paisaje. Mario Carvajal, con una intuición finísima, captó la perfecta simbiosis entre el paisaje y la protagonista en la novela que ha inmortalizado el Valle del Cauca convirtiéndolo en «comarca de amor y de ensueño». Carvajal denomina «encarnación misteriosa del paisaje»a esta identificación mágica entre la mujer y la naturaleza. Seymour Menton ha reparado en la importancia estructural que posee la enumeración de aves, flores y aguas; la misma que se adjudican los ríos: el Zabaletas, el Amaime y, al final de la novela, el Dagua. El rumor del río Zabaletas y de otros arroyos y ríos subsidarios se filtra por la anécdota central al tiempo que las confidencias de los protagonistas reverberan en sus aguas. Cuando la partida de Efraín está próxima, su felicidad le parece tan transitoria como la fugacidad del agua fluyente: «Sentado en la orilla del río veía todas sus corrientes a mis pies, pensando en las buenas gentes a quienes mi despedida acababa de hacer derramar tantas lágrimas; y dejaba gotear las mías sobre las ondas que huían de mí como los días felices de aquellos seis meses» (cap. LII). El Amaime y el Nima se asocian a la enfermedad de la protagonista. Cuando Efraín sale en busca del doctor Mayn la crecida del Amaime, cuyo sonido ya no es rumor sino estruendo, pone en peligro su vida; en contraste, las ondas del Nima, que atraviesa luego, le parecen «humildes, diáfanas y tersas». Por último, el impetuoso Dagua es el río simbólico que por el infierno verde conduce al protagonista a la región de los muertos.
El paisaje de María existe como presencia física subjetivada por el protagonista y acompasada con los vaivenes de sus estados de ánimo. Uno de los instantes predilectos es el amanecer. La identificación de la naturaleza con el estado de ánimo de los personajes culmina en un antropomorfismo: «En medio de aquella naturaleza sollozante, mi alma tenía una triste serenidad». La necesidad de mantener un diálogo telepático con la naturaleza en momentos de exultante alegría o desoladora tristeza se convierte en un elemento recurrente en la novela. Muchas descripciones, por ejemplo en el capítulo XXXIX, anticipan rasgos impresionistas en la combinación de las sensaciones auditivas y cromáticas que más tarde se convertirán en uno de los máximos postulados estéticos del poeta modernista. Isaacs aplica toda la gama de colores, desde el azul de cielo y los tonos pálidos, para el paisaje del Valle, hasta los más fuertes, rojo, negro y amarillo, para la selva.
La selva
Dueño del arte descriptivo, el escritor colombiano depara a cada paisaje lo suyo: al Valle, la emotividad, acompasando su ritmo a la cadencia anímica del protagonista; a la selva, una descripción más objetiva y distante. El autor ha sabido captar de la selva la belleza y los peligros, dos atributos que fascinan y espantan respectivamente: la flora y la fauna; de ellas nacerá la novela de la selva; son las mismas descripciones —sin rozar aún los linderos del naturalismo— que encontraremos en La Vorágine. Sustantivos como «majestad» y «galanura» servirán para determinar la variedad incontable de palmeras: la pambil, la milpesos, la naidí, asociada a una mujer seductora, junto a otras variedades de árboles como el naguare y el piáunde, los reyes de la selva por su formidable altura.
La selva, en su eterno ciclo de muerte y regeneración, oculta también peligros mortales para sus violadores, como las serpientes guascama, chonta, viejota o verrugosa, luego protagonistas de los cuentos de Quiroga, y los murciélagos vampiros, verdaderos asesinos selváticos que hostigarán a Arturo Cova en La Vorágine. En cambio, las aves, compañeras inolvidables de Efraín en el jardín de su hacienda, aquí apenas se dejan ver. Por su descripción de la selva María constituye un eslabón preliminar de toda una saga novelística en la literatura hispanoamericana conocida bajo el rótulo de «la novela de la selva», que agrupa un conjunto de obras como La Vorágine, de José E. Rivera; Toa, de César Uribe Piedrahita; Los pasos perdidos, de A. Carpentier; Canaima, de Rómulo Gallegos; La Casa verde, de M. Vargas Llosa; El Camino de El Dorado, de A. Uslar Pietri, y Maladrón, de M. A. Asturias, entre otras. Precisamente, —como constata Lydia de León Hazera— los orígenes de la novela de la selva se remontan al romanticismo, en que la visión de la naturaleza «se vuelve emotiva», situación que alcanza al siglo XX. Sin embargo, la inquietud por el paisaje americano es deuda que tenemos con el siglo XVIII, cuando el espíritu de la Ilustración y el Enciclopedismo fomentaron el interés por la naturaleza y la geografía americana con fines de orden pragmático y también cultural. Recordemos la importantísima labor ejecutada por la Expedición Botánica (1783), a cargo del gaditano José Celestino Mutis, en territorio colombiano.
Es mérito de Isaacs haber manejado toda la escenografía romántica de amaneceres y crepúsculos, de tópicos como el resplandor lunático, la inocencia del primer amor, la fatalidad del destino, el ave agorera, etcétera, sin disfrazar entre tanta guardarropía la belleza autóctona del paisaje colombiano.
Estructura y registros verbales
La estructura de María se articula sobre un edificio de paralelismos y dualidades, algunas de ellas antitéticas, que presuponen una conciencia muy clara del plan de la obra y de su elaboración artística. No hubo improvisación en Isaacs, de ahí la eficacia —que no la gratuidad de esas correspondencias entre la historia central y las secundarias—. Seymour Menton sugiere una posible influencia judaica: «Más difícil de comprobar pero no por eso menos importante como explicación de la dualidad, es el origen judío de Isaacs. Hijo de converso casado con cristiana y educado como cristiano, Isaacs, si se juzga por María, tiene muy presente su doble cultura» (Seymour Menton, «La estructura dualística de María», en el Boletín del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, XXVIII, 1973, pág. 251).
Otro aspecto importante a tener en cuenta es la manera en que se presenta la novela como el libro de los recuerdos de Efraín. La narración es en primera persona, aunque no se trata de una primera persona pura, pues el narrador no es el autor, si bien lo representa; la consecuencia más inmediata es una limitación en el punto de vista de tal modo que toda la información recibida por el lector procede de ese personaje y del conocimiento, siquiera parcial, que tiene sobre los otros personajes. De este modo se produce una ilusión de realismo muy difícil de reproducir en una narración escrita en tercera persona.
Por otra parte, María es la evocación nostálgica de la infancia y juventud del narrador, de ahí que se trate de una narración ulterior en tiempo pasado, de ahí también la atmósfera de idealización que envuelve la historia, el paisaje, las vivencias. Dos aspectos contribuyen a crear esa atmósfera: las referencias espaciales y temporales. En lo espacial, Isaacs combina la proliferación enumerativa de lugares —aún de difícil localización geográfica para el lector actual— con la ambigüedad en que suele dejar otros de nombre conocido, como la hacienda «El Paraíso», donde ocurre la acción central, o las otras haciendas del padre, apenas aludidas. De este modo comparte con la estética romántica la afición por lo vago e impreciso. El tiempo de la historia resulta de una gran precisión por ser decisivo para la trama de la novela. Puesto que la acción queda supeditada al viaje de Efraín, la conciencia del paso del tiempo se agudiza en los personajes a medida que aquél se hace inminente, y el narrador repara en numerosas ocasiones en objetos como el reloj o la lámpara que se consume: «[…] dio las dos el reloj: él había medido también las horas de aquella noche angustiosa víspera de mi viaje; él debía medir las de la última que pasé en la morada de mis mayores» (cap. LXIV). La concreción temporal no impide, sin embargo, que algunas fechas sean contradictorias.
Isaacs fue novelista sin dejar de ser poeta y escribió una novela, para muchos, poemática: la cohesión de su estructura interna, la alternancia del lenguaje poético con el de la prosa y el tono elegiaco reivindican ese calificativo. José Ángel Valente afirma que el lenguaje de María tiene dos caras, como la novela misma. «De un lado, al estilo moroso, retardatario de la elegía o las transparentes descripciones del paisaje; de otro, el estilo rápido, conversacional, lleno de criollismos, de los episodios costumbristas que se intercalan» («María, novela americana», Clavileño, Bogotá, 1955, a. VI, n. 35, página 55).
En María se distinguen varios niveles de lenguaje de acuerdo con el propósito de infundir autenticidad y reforzar el realismo ambiental circunscrito al Valle del Cauca. Los registros verbales están en correspondencia con los estratos sociales. La familia de Efraín, en consonancia con su posición, representa el habla culta y sus diálogos son más convencionales y retóricos que aquéllos en que intervienen personajes populares. Frente a lo que pudiera prejuzgarse por ser una novela romántica, María no adolece de afectación exagerada. Admira la reticencia y la contención emotiva en los diálogos de los protagonistas:
—«No te ha dicho el doctor que no tendré ya novedad?
—Sí —le respondí—. Y me ha prometido no dejar pasar dos días seguidos en estos quince sin venir a verte.
—Entonces no tendrás que hacer otro viaje de noche. ¿Qué habría hecho yo si…?
—Me habrías llorado mucho, ¿no es verdad? —repliqué sonriéndome.
Miróme por algunos momentos, y yo agregué:
—Puedo acaso estar cierto de morir en cualquier tiempo convencido de…
—¿De qué? —Y adivinando lo demás en mi mirada—:
—¡Siempre, siempre! —añadió casi en secreto, aparentando examinar los hermosos encajes de los almohadones». (cap. XVI)
Mas cuando el autor pretende matizar la condición social de los personajes a través del habla o describir las costumbres incorpora abundante número de provincialismos, modismos y giros coloquiales.
El episodio de la boda de Bruno y Remigia interpola diversos elementos folklóricos: instrumentos musicales, cantos, danzas, indumentaria, etc. (cap. V); en la visita de Efraín a Emigdio, peculiaridades de la vivienda, atuendo de la pareja de negros y de Emigdio cuando llegó a Bogotá, y provincialismos como: so mula, ¡carrizo!, ¡tubo!, pasas monas (cap. XIX). En la secuencia de la cacería se describen detalles costumbristas relativos a la comida, provisiones y aperos de caza. De la familia de José es él quien utiliza más giros pintorescos: ¡Hubi!, ¡si es mecha!, Timanejo; Braulio emplea el diminutivo gatico (cap. XXI).
Tal vez las anomalías fonéticas y peculiaridades lingüísticas más señaladas se presentan en el habla de la familia de Custodio (caps. XLVIII y XLIX): pérdida de la d final e intervocálica (usté, echao, empeñao, estao, costao, verdá), arcaísmos (argora), deformaciones fonéticas a base de contracciones y elisiones (hastora, lagua, lalma, onde, deónde, ory), diminutivos en —ico (pacatica, mulatico) y tendencia a los diminutivos adverbiales (enanticos, nadita), entre otras.
Por último, la lengua de los bogas. Entre otras singularidades presenta: pérdida de consonantes finales (Jesú, despeja, cantemo, empezó, señó, pué, vamo, mata); pérdida de d y dr intervocálicas (dao, alabao, compae), de consonantes s, r a final de sílaba (oite, bailala, velo), epéntesis o añadidura de sonidos (busté), de equivalencia acústica r = l (Ansermo, carrizar, branco) y asimilación de dos vocales en una (rumatismo). Efraín, en su acercamiento a estos personajes de rango social inferior, prodiga los provincialismos y utiliza una modalidad de habla más llana que cuando se halla entre los suyos.
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Fragmentos de texto y tomado de Instituto Cervantes.
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