Hace —quién lo diría— cincuenta años que me encontré por primera vez con Enrique Serpa, o mejor dicho, con su obra narrativa. Yo estudiaba magisterio en la Escuela Normal de La Habana, cuyo claustro se honraba con la presencia de Juan Marinello, Lino Novás Calvo, Ernesto García Arzola y otros grandes escritores y profesores. Por esos días, uno de esos profesores, Carlos Fernández Cabrera, también cuentista, me hizo llegar la Antología del cuento en Cuba, de Salvador Bueno, que me puso, sorpresivamente, en contacto con la historia del cuento cubano del siglo XX. Recuerdo que me leí aquel libro con apasionado fervor, porque cada cuento antologado despertaba en mí resonancias que, era evidente, iban a acompañarme toda la vida e incidirían notablemente en mi futura vocación de escritor. De aquel libro recuerdo siempre, con particular simpatía y admiración, dos cuentos: «La noche de Ramón Yendía», de Lino Novás Calvo, y «Aletas de tiburón», de Enrique Serpa.
Aquel cuento de Serpa tenía uno de los comienzos (López Sacha le llamaría hoy «el imán») más extraordinarios de la cuentística cubana: «Felipe tuvo la oscura sensación de que el estrépito del despertador lo perseguía, como un pez vertiginoso, entre las aguas del sueño», que aprendí de memoria instantáneamente y nunca olvidé; además, poseía esa carga trágica y esos personajes marginados, pescadores, gente miserable en lucha angustiosa por sobrevivir, el mundo de los humillados y ofendidos, tan característico —como luego aprendí— de la obra de Serpa.
Luego supe que Serpa había nacido en La Habana en 1900; que había sido compañero de Rubén Martínez Villena en la Escuela 37 del Cerro, la misma (feliz coincidencia para mí) donde más de cuarenta años después estudiara yo el idioma inglés. Y que como muchos escritores de la época transitó por un periplo vital lleno de vicisitudes, pobrezas, miserias: aprendiz de zapatero, tipógrafo, mensajero de tintorería, pesador de caña, oficinista. No tengo referencias de que haya cursado estudios universitarios. (Creo que en algún momento habrá que hacer un estudio sobre esta circunstancia en tantos autores del período: pienso en Novás Calvo, en Montenegro, en Luis Felipe Rodríguez, que fueron eminentemente autodidactas). Hay un detalle importante por estos años: trabajó en el bufete de don Fernando Ortiz entre 1920 y 1921, por donde cruzaron Martínez Villena y Pablo de la Torriente Brau, y como joven inquieto en una época que comenzaba a ser convulsa, participó del Grupo Minorista y comenzó a trabajar en la prensa de la época: El Mundo, Social, Revista Bimestre Cubana, Gaceta del Caribe, Carteles, Bohemia, entre otras.
Ya en 1937 publica los cuentos de Felisa y yo, y en 1938 gana el Premio Nacional de Novela con Contrabando. Además de algunos libros de periodismo, publicó en 1951, Noche de fiesta, cuentos, y en 1956, La trampa, novela. Serpa murió en 1968.
Hay que tener en cuenta que durante la década de los treinta, hay un crecimiento de la conciencia social entre los escritores: en Cuba es el período del derrocamiento de la dictadura de Machado, la ascensión del nuevo dictador Batista; son los años de la Guerra de España, de los Frentes Populares. En esos años John Dos Passos escribe algunas de sus novelas más comprometidas socialmente; Hemingway escribe Tener y no tener y Por quién doblan las campanas; Malraux, La condición humana. Eso puede explicar de alguna forma el interés de Serpa por sus ambientes. Como ha señalado algún crítico:
Sus obras son de márgenes, de periferias culturales, y reproducen un tipo de existencia capaz de incorporar la visualidad de la alucinación —alcohol, mariguana y otras delicias del hampa cubana— a la par que se insertan en un realismo que es como un antepasado posible del actual realismo sucio.
En el fondo, creo yo, de ese mundo sombrío, lleno de prostitutas, sexo barato, pescadores, marinos, que pululan los bares de los muelles y que van creando una atmósfera que Serpa sabe recrear magistralmente de forma descarnada, casi expresionista, pero a la vez con un lenguaje objetivo que supera el naturalismo para ofrecernos una imagen objetiva de realismo; bajo ese tejido aparentemente desesperanzado, late un margen lírico, tal vez una esperanza, que devela el poeta que era, en lo más íntimo, Enrique Serpa.
Qué bueno que lo rescatemos, esta vez en soporte digital, en un hermoso sitio, austero, preciso, que nos pone en contacto con su biografía, su obra, bibliografía, los premios, valoraciones y una profusa galería de fotos. Porque releer a Serpa es reencontrarse con un clásico, con uno de los narradores más importantes del siglo XX cubano, de los que conformaron la tradición narrativa de esta isla. Desde esa tradición, sus personajes, sus ambientes, lo más logrado de su obra, permanecen, incólumes, como logros imperecederos de valor universal.
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Texto incluido en El libro de las presentaciones, publicado por Editorial Oriente en 2018.
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