Palabras leídas por el poeta Ricardo Alberto Pérez en «El Autor y su Obra» dedicado a Rigoberto Rodríguez Entenza
En su libro El cazador celeste, el escritor italiano Roberto Calasso nos convoca a un tema inquietante a partir de la siguiente reflexión: «¿Cómo podía lo invisible volver a ser visible? Golpeando el tambor. Esa piel tensa de un animal muerto era la cabalgadura, era el viaje, el torbellino dorado».
Después de realizar un revelador recorrido a través de gran parte de la escritura poética de Rigoberto Rodríguez Entenza, no dudo en ubicarlo en ese propósito que tan claramente señala Calasso; y es que, ciertamente, estamos ante un poeta con una asombrosa capacidad de entender la energía y el poder transformador de los procesos naturales. Con esa virtud solo le queda ordenar, al gusto de su mente, la ocurrencia de los eventos y su impacto en el interior de los seres. Entonces, a esa gestión, ¿podría llamársele poesía? En lo personal creo que sí, opinión confirmada cuando verso tras verso uno siente el aliento lejano, pero penetrante, de aquellos grandes poetas griegos equívocamente llamados Filósofos Presocráticos.
Todo tiene que ver con un fenómeno o proceso esencial que identificamos como memoria, ese pozo insondable que, con frecuencia, nos interpone obstáculos a la hora de recuperar todo el material que necesitamos en el trance de acceder a la claridad necesaria para edificar un pensamiento coherente, que rehaga lo factuo de la linealidad y sea capaz de conducirnos a la auténtica metáfora. Recuperar toda esa memoria y sobre todo hacerla funcionar imbricada con una sensibilidad bien contemporánea será un excelente comienzo para llevar a cabalidad dicho propósito.
Queda probado que lo muerto no muere más; en el caso específico del animal, este deja su piel para que los humanos escuchen para siempre las proyecciones de su eco; el poeta cosmogónico sabe de eso, es un excelente contemplador y ni siquiera las circunstancias más adversas lo sacan de esa aparente serenidad; se trata de un constructo que se alimenta de legados, de venas líricas a partir de las cuales nuestra lengua se ha enriquecido una y otra vez —dígase Salinas, Borges, Paz—.
Estamos ante una poesía donde, la energía que genera el pensamiento, va desplegando un ritmo muy singular, capaz de fundir en una suerte de melodía las experiencias más particulares con una inclemencia constante de la universalidad. Ese yo poético se decide por el equilibrio, cada página ganada funciona como una puesta en escena limpia, eficaz, certera, pero siempre sin desligarse de la emoción.
En los textos de Rigoberto Rodríguez Entenza se asiste a un ensamble espontáneo entre los objetos y los acontecimientos que los contienen, allí él esculpe desde las oportunidades que el lenguaje le va dejando, las ranuras exactas para que la convivencia se transforme en un acto prácticamente mágico. Con esa clavija medio zen —que unas veces se muestra con timidez y otras se esconde con desenfado— logra tensar el rostro de lo apacible, logrando para sí la ventaja de todo lo que generan los opuestos.
Entre las libertades que ofrecen los territorios de sus poemas, se encuentra la de propiciar un intercambio absolutamente desprejuiciado entre las diferentes naturalezas de las cosas: que lo efímero de pronto pueda conectarse o instalarse en lo trascendental en relaciones que promueven distintas versiones sobre el sentido y la identidad. Justo una de las cosas que más sorprende es cómo las situaciones surreales alcanzan la a volverse creíbles y quedar «marcadas como grutas de óxido en el silencio».
Expresar la poesía a través de una prosa que respeta la ficción y es capaz de producir ambientes y situaciones dignos de esa literatura tipo brújula —que ordena con serenidad aquellos límites frágiles entre lo que es y lo que no es, de los cuales somos rehenes conscientes e inconscientes—, es una de las virtudes de la escritura de Entenza, que aparece enriqueciendo la solidez de sus libros. Prosas donde nuevamente se advierte el peso de lo filosófico, el don de la sorpresa y la espesura gozosa de lo intertextual que ceba la intención del lector, y cada vez lo obliga a ir un poco más lejos; algunas de ellas nos regalan el tono sutil y casi siempre revelador de la lírica del Oriente, en esta oportunidad moteado por un poco de esa luz que se desprende de la bien conocida ansiedad insular.
Desde sus espléndidas metáforas este poeta nos convida abrir el cuerpo, a que este soporte, y que el posible sacrificio sea fuente del aspirado mejoramiento; su lenguaje que nos provoca, nos estimula y finalmente nos acompaña, sitúa nuevamente a la poesía en el mapa de la resistencia ante la ascendente pérdida de la capacidad expresiva, provocada entre otras cosas por el bombardeo simbólico del poder.
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Ver también: «Rigoberto Rodríguez Entenza: “la poesía como un acto de fe”».
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