«Allí donde el cuerpo está escribiendo en libertad escribe la metáfora…».
Luisa Valenzuela
Creo oportuno insistir: poner el cuerpo en la escritura es insertar la escritura en el cuerpo. Y así, como un texto no es una realidad monolítica, sí se manifiesta como una construcción compleja, espinosa, sedimentada, o como lo nombrara Barthes[1], feuilletée (de múltiples hojas superpuestas). En tanto proceso y producto lingüístico, el texto constituye una suerte de tejido cuya trama a la vez que entrelaza numerosos hilos, se desplaza y enriquece por el enmarañamiento de estratos heterogéneos. Así es: un texto comprende tantos estratos que la mirada del lector puede diversificar su perspectiva y demanda de significación. Dicho de otra manera, un texto puede suscitar numerosas aproximaciones más o menos intrincadas; o como lo diría Luisa Valenzuela[2], al escribir con el cuerpo también se trabaja con palabras. A veces formuladas mentalmente; otras, apenas sugeridas. Pero no se trata ni remotamente del tan mentado lenguaje corporal, se trata de otra cosa. «Es un estar comprometida de lleno en un acto que es en esencia un acto literario». Tratando de facilitar la comprensión de esos caminos que se cruzan entre texto y danza, tal como adelantamos en la primera entrega de esta serie, reviso tres de las cinco distinciones que el profesor Michael Bernard propusiera en su ensayo «El proceso de creación coreográfica»:
- La primera, la más evidente y manoseada, es innegablemente la aproximación semántica: en este caso, el texto es alcanzado solo por el sentido y/o las significaciones que él vehicula. De este modo, pueden denotar la originalidad de una situación psicológica o social, de una historia o de un destino individual o colectivo, de una relación intersubjetiva dramática o cómica, de uno o varios personajes, de un pensamiento —subyacente o desarrollado—, de una narración, etcétera. Será fácil establecer correspondencia con determinados ejemplos coreográficos. Pero, más interesante me parece destacar el uso que muchos coreógrafos contemporáneos hacen del sentido interpretado o de las significaciones enunciadas. Ahora bien, en el caso de la lectura semántica, el coreógrafo pareciera confrontar tres soluciones o posibilidades de trabajo artístico: ya sea figurar, ilustrar, enriquecer de imágenes el sentido al traducirlo en una fuente de formas o figuras visibles inmediatamente identificables; ya sea significando y/o simbolizando el sentido por la puesta en acción de un proceso cognitivo indirecto de asociación de ideas suscitadas en la conciencia del espectador o, ya sea, al expresar una tensión afectiva o pulsional subyacente al sentido del texto: en este caso, las modalidades coreográficas son de orden no solo mímico y fónico, sino temporal y rítmico por el empleo privilegiado de aceleraciones o de movimientos retenidos, lentos, contenidos; por el uso de extensiones o flexiones, de caídas o de saltos y, más generalmente, de rupturas. Dicho de otra manera, el sentido inteligible del texto inducido por la lectura se transforma en una intensidad afectiva, sensorial y kinestésica como si se desencadenara de un segundo sentido. Tal como se produce en la pieza Dador,de Rosario Cárdenas, al trasmutar (la coreógrafa) la significación de la textualidad lezamiana en las secuencias motrices articuladas y expresivas resueltas a evocar un fin.
- Pero, más allá del modo de aproximación semántico de la fuente textual, el coreógrafo puede también optar por un segundo tipo de lectura que Bernard calificaría de «estética», según el sentido tradicional de la palabra definida por Kant[3], es decir, como modalidad de un juicio de gusto y, por la misma subjetividad, ligado a un sentimiento de placer desinteresado, procurado por eso que creemos deber llamar «lo bello». O sea, esta lectura está relacionada, ante todo, al «placer del texto», a la satisfacción provocada por las cualidades y calidad literaria interior o por la orquestación lingüística, en suma, a su dimensión formal, a la vez plástica y musical o, si lo preferimos, figurale y jouissive (imaginativa y deliciosa), como lo llama Roland Barthes. En este caso, el coreógrafo está instado a operar la conversión del goce y disfrute de la experiencia visual, auditiva e intelectual de la lectura en aras de su materialización igualmente visual, auditiva y significante de formas humanas motrices individualizadas en relación con un ambiente escénico, un decorado, vestuarios, trastos objetuales, iluminación y un contexto sonoro. Así, por ejemplo, el modo de lectura y de conversión realizada por Marianela Boán en el espectáculo «La carta»[4], el juego simultáneo de la dicción del texto por su autora que es a su vez coreógrafa e intérprete. De donde la complicidad, la connivencia reforzada por la imbricación de la voz de la escritora-coreógrafa-intérprete, las voces ficticias de su texto, de su propio imaginario y de su visualización musical por la elección conjunta de un estilo de escritura coreográfica, de una letra musical (bien conocida) y de una escenografía (una mesa) particular.
- Por lo tanto, este modo de lectura es acompañado frecuentemente de una tercera forma de aproximación que pudiera llamarse «creador de ficción». Para designar aquí no la dimensión del placer sensorial y afectivo del texto, sino más bien su poder de inducción imaginaria. En esta óptica, el texto serviría esencialmente de catalizador de imágenes en el doble sentido de palabra distinguido por Bachelard[5], a saber, la imagen percibida de la realidad y la imagen imaginada o ficcionada creada como producto irreal. El texto solicita entonces imaginación reproductiva e imaginación creadora o «imaginación imaginante». El ojo de la coreógrafa o del coreógrafo recorre el texto y no focaliza sobre la significación ni sobre el carácter formal y estético, pero sí sobre el poder imaginante. La proliferación de imágenes de órdenes diversos deviene el nervio y el detonante de su proyecto coreográfico. Toda dificultad reside ahora en el riesgo, por una parte, de debilitar la imagen imaginada dentro de la imagen visible dadas para percibir (como, por ejemplo, figurar las imágenes oníricas y su dinámica evanescente sobre y en el entramado material y espacial de una escena); por otra parte, de diluir la línea creativa del proyecto imaginario en la profusión incontrolable de imágenes disparatadas. Así, por ejemplo, la lectura de Macbeth de Shakespeare por la coreógrafa Pina Bausch es el pretexto para una yuxtaposición de imágenes visibles extrañas, raras, del temor que atañe la intensidad imaginaria inherente al texto shakesperiano.
Al proponer indagar en la relación danza-texto, no dejo de reconocer que es una irresistible provocación, justo cuando el arte de la danza ya ha atravesado el umbral del siglo XXI y los caminos de la fabulación andan por quién sabe dónde: por una parte, la danza aparenta, para algunos, no querer ser más la danza que es y, por otra parte, el texto no deja de re-construirse no solo en la pluralidad de sus niveles, de la multiplicidad de formatos y soportes de escritura y lectura, sino más radicalmente en la inestabilidad de su producción editorial modo imprimerie. ¿Qué es sino la imagen que nos sirve de pórtico en esta segunda entrega? La creadora uruguaya Tamara Cubas (quien ha mostrado su trabajo coreográfico en nuestro país), de manera protésica, hace que la corporeidad de la danza alcance el muro que soporta las notas textuales que, a modo de didascalias, se vuelven acción narrante del acontecimiento. Pues allí, «donde el cuerpo está escribiendo en libertad escribe la metáfora».
[1] Roland Barthes : Le plaisir du texte, Le Seuil, 1973, pp. 100-101; 34-37; 81-99 y 102-105.
[2] Luisa Valenzuela: «Escribir con el cuerpo», Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2018, en:
http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc0933371.
[3] E. Kant: Critique de la faculté de juger, Vrin, traducción A. Philonenko, 1965, 1ra parte, 1ra sección, libro I, p. 49.
[4] «La carta», espectáculo unipersonal que recrea la situación de la familia cubana en una etapa de desintegración, ruptura y cambios. Durante la performance, la bailarina lee un texto (la carta), dialoga y acciona, según lo que «dice» el texto.
[5] Gastón Bachelard : L’Eau et les Rêves, José Corti, 1942, pp. 23-24; La Terre et les Rêveries de la volonté, José Corti, 1948, pp. 3-4. El concepto de imagen se presta a numerosas confusiones, ya lo referiremos en la entrega siguiente. Es evidente que este concepto para G. Deleuze, por ejemplo, no tiene una simple distinción pues para él y en la hipótesis de Bergson, no hay dualidad entre la imagen en la conciencia y un movimiento o una cosa al exterior, pero sí una identidad total entre imagen, movimiento y cosa.
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Ver también Danza y texto: caminos hacia la lectura (I)
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