
Sobre el autor
En la noche del 25 de octubre 1938, tras escribir su último poema «Voy a dormir» y dejando solo una escueta nota en la que ponía «… Adiós, No me olviden. No puedo escribir más…», Alfonsina se suicidó en Mar del Plata, legando una obra profunda con la que logró ser reconocida en un mundo de hombres por su escritura y sus ideas; y una voz propia, irónica y crítica de la sociedad de la época, con la que rompió los estereotipos de la mujer e incitó a la reflexión de sus lectoras.
Meses antes, el 26 de enero de 1938, había recibido una invitación importante del Ministerio de Instrucción para participar en un acto que reuniría a las tres grandes poetisas americanas del momento, en un encuentro sin precedentes: Alfonsina, Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral. La invitación pedía hacer en público la confesión de su forma y manera de crear, y Alfonsina preparó su intervención en un día, sobre una maleta que puso en sus rodillas. Tituló su conferencia: Entre un par de maletas a medio abrir y las manecillas del reloj, texto que compartimos con nuestros lectores en el aniversario luctuoso de esta voz imprescindible de las letras latinoamericanas y universales.
Fragmentos de su obra
Entre un par de maletas a medio abrir y las manecillas del reloj
Recién ayer de tarde tuve comunicación de que el señor ministro de este nobilísimo país, que respeto particularmente, me invitaba a concurrir a este acto para hablar al lado de dos grandes poetisas amigas.
Quiero agradecer aquí tal deferencia y confesar que, el deseo de acercarme a ellas y cobijarme a la sombra de sus palabras, me animó a lanzarme hacia Montevideo sin tiempo para ordenar mis ideas y llamar al duendecillo de la inspiración que, cuanto más timbre se le toca, menos acude.
Mi presencia aquí quiere significar un homenaje a la uruguaya y la chilena; a Gabriela y Juana, y en ellas mi adhesión a la mujer escritora de América; mi fervor por su heroísmo cuya borra conozco y mi recuerdo inclinado para las mayores desaparecidas y las que, ausentes corporalmente en esta tribuna, están en ella por el valor magnífico de sus obras.
No entraré a tratar el tema de cómo me hice poetisa; entre mis maletas a medio abrir y la manecilla del reloj que apura, ordeno velozmente esta charla escrita. No: entrar en aquel tema significaría rever mi vida. Dejad que el muerto se quede solo, abrazado a su humedad subterránea; mi brazo no tiene fuerzas, en tal angostura de tiempo, para levantar el pesado cuerpo inerte.
Mejor será volar un poco con el vuelo ligero de los pájaros que dejé esta mañana en Colonia, cuyas aves, para mí desconocidas, logran hacer entreabrir los párpados exhaustos.
Poco importará aclarar si mi verso se coló por la rotura de las toxinas que tenía mi bisabuelo X o mi abuela R, o si Dios instaló en mí —como en todo artista— una sucursal suya de suburbio; o si a la glandulilla interna Z, se le dio por armar una revolución en su maleta. El hecho es que, como en otros despierta tarde, y no por tal circunstancia menos acosadora, la afición por la palabra escrita se reveló en mí madrugante.
Van algunos recuerdos pintorescos al acaso.
Estoy en San Juan; tengo cuatro años; me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa, muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo del ojo el efecto que causa en el transeúnte.
Unos primos me avergüenzan gritándome que tengo el libro al revés y corro a llorar detrás de una puerta.
A los seis, robo con premeditación y alevosía el texto de lectura en que aprendí a leer. Mi madre está muy enferma en cama; mi padre perdido en sus vapores. Pido un peso nacional para comprar el libro. Nadie me hace caso. Reprimendas de la maestra. Mis compañeras van a la carrera en su aprendizaje. Me decido. A una cuadra de la escuela normal a la que concurro, hay una librería.
Entro y pido: El Nene. El dependiente me lo entrega: entonces solicito otro libro cuyo nombre invento. Sorpresa. Le indico al vendedor que lo he visto en la trastienda. Entra a buscarlo y le grito. Allí le dejo el peso y salgo volando hacia la escuela. A la media hora las sombras negras, en el corredor, de la directora y de aquel, encogen mi corazoncillo. Niego; lloro; digo, que dejé el peso en el mostrador; recalco que había otros niños en el negocio. En mi casa nadie atiende reclamos y me quedo con lo pirateado.
Crezco como un animalito, sin vigilancia, bañándome en los canales sanjuaninos, trepándome a los membrillares, durmiendo con la cabeza entre pámpanos. A los siete años me aparezco en mi casa a las diez de la noche, acompañada por la niñera de una casa amiga a donde voy después de mis clases y me instalo a cenar.
A los ocho, nueve y diez, miento desaforadamente: crímenes, incendios, robos, que no aparecen jamás en las noticias policiales. Soy una bomba cargada de noticias espeluznantes; vivo corrida por mis propios embustes; alquitranada en ellos; meto a mi familia en líos; invito a mis maestros a pasar las vacaciones en una quinta que no existe; trabo y destrabo; el aire se hace irrespirable; la propia exuberancia de mis mentiras me salva. En la raya de los 14 años, abandono.
A los doce escribo mi primer verso. Es de noche; mis familiares ausentes.
Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo cuidadosamente y lo dejo debajo del velador para que mi madre lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso: a la mañana siguiente tras una contestación mía levantisca, unos coscorrones frenéticos pretenden enseñarme que la vida es dulce.
Desde entonces los bolsillos de mi delantal, los corpiños de mis enaguas, están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan.
Desde esa edad hasta los quince, trabajo para vivir y ayudar a vivir. De los quince a los dieciocho, estudio de maestra y me recibo Dios sabe cómo. La cultura literaria que en la Normal absorbo para en Andrade, Echeverría, Campoamor.

A los diecinueve estoy encerrada en una oficina; me acuna una canción de teclas; las mamparas de madera se levantan como diques más allá de mi cabeza; barras de hielo refrigeran el aire a mis espaldas; el sol pasa por el techo pero no puedo verlo, bocanadas de asfalto caliente entran por los vanos y la campanilla del tranvía llama distante.
Clavada en mi sillón, al lado de un horrible aparato para imprimir discos dictando órdenes y correspondencia a la mecanógrafa, escribo mi primer libro de versos, un pésimo libro de versos. ¡Dios te libre, amigo mío, de La inquietud del rosal! Pero lo escribí para no morir.
¿Era verdad lo que expresé más tarde, en mi tercer libro de versos, irremediablemente, también malo, diciendo?:
Pudiera ser que todo lo que en verso he sentido no fuera más que aquello que nunca pudo ser, no fuera más que algo vedado y reprimido de familia en familia, de mujer en mujer. Dicen que en los solares de mi gente, medido estaba todo aquello que se debía hacer; dicen que silenciosas las mujeres han sido de mi casa materna. . . ¡Ah!, bien pudiera ser. . . A veces, en mi madre, apuntaron antojos de liberarse, pero se le subió a los ojos una honda amargura, y en silencio lloró. Y todo esto mordiente, vencido, mutilado, todo esto que se hallaba en su alma encerrado, pienso que sin quererlo, lo he libertado yo.
¿Fue verdad, también lo que, en tiempos de mi libro Ocre, confesé, desconociendo la mayor parte de mi obra anterior?
Me faltaba un amor y ya lo tuve; una infamia también, y di con ella; un engaño, y lo hallé; la savia sube a cupular mi vida en una bella rama cargada que pesarme siento, y empiezo a madurar: estate atento.
¿Mi poesía, era, pues, rebeldía, desacomodo, antigua voz trabada, sed de justicia, amor del amor enamorado, o una cajita de música que llevaba en la mano, y sonaba sola, cuando quería sin clave para herirla?
¿No es, por otra parte, el poeta, un fenómeno que en sí mismo ofrece pocas variantes, una antena sutilísima que recibe voces que le llegan no se sabe de dónde y que traduce no se sabe cómo?
Desde luego que interesa al vivo conocer cómo lo hirió la honda; sus rechazos; afinidades; los vientos perturbadores; tormentas; interferencias; los buenos y malos obreros afinadores, retardadores o amplificadores que modificaron la transmisión.
Sabido es que el carácter individual y las circunstancias en que este se despliega son los reguladores de la obra de un escritor; pero entrar en tales meandros, respecto de la modestia mía, me es hoy materialmente imposible por falta, repito, de tiempo para escarbar y cepillar mis recuerdos e ideas.
La médula de esta charlilla pretende ser la lectura de cinco poemas que escribí en tierra uruguaya y su delgada historia.
Poesías breves, dispuestas en forma de soneto; una cuarteta inicial de exposición; la segunda, nudo; los tercetos, el desenlace. Pero de rima disonante. Antisonetos, me permití llamarlos en una colaboración que de otra serie del mismo talante publiqué hace poco en La Nación de Buenos Aires.
La denominación puede discutirse; o no tomarse en cuenta. Los iré leyendo por orden de alumbramiento:
El primero, «Barrancas del Plata en Colonia», es una impresión entre subjetiva y objetiva de aquel paisaje. Lo escribí la tarde de mi llegada a este país amigo. Salí del hotel un tanto triste a vagar por los caminos. Olor agudo a retama y boñiga. Distraída. De pronto observé los cardos de las laderas: en sus lámparas mortecinas empezaba a quemarse la tarde. Puntas de tragedia en mi garganta y el receptor abierto. En seguida pensé, los sapos están redoblando. Vi mi propia sombra muy alargada barrer las cicutas: la raíz del verso estaba apresada. Corrí a mi alojamiento a buscar un lápiz. El viento me llevó el sombrero. Cuando subí a la terraza, adonde daba mi habitación, cielo y río eran un solo desborde morado. Un pino los unía atravesándolo en eje. Y el verso dice:
Barrancas del Plata en Colonia Redobles verdes de tambor los sapos y altos los candelabros mortecinos de los cardos me escoltan con el agua que un sol esmerilado carga al hombro. El sol me dobla en una larga torre que va conmigo por la tarde agreste, y el paisaje se cae y se levanta en la falda y el filo de las lomas. Algo contarme quiere aquel hinojo que me golpea la olvidada pierna máquina de marchar que el viento empuja. Y el cielo rompe dique de morados que inundan agua y tierra; y sobrenada la arboladura negra de los pinos.
Dos días después, a eso de las once de la noche, estaba en el jardín meciéndome en una hamaca de niños. Estrellas bajas y granadas. Luna amarillenta y bruñida. En el extremo del espigado árbol cantaba una cigarra. ¿Qué sentido tiene su canto?, pensé. Dispuse el oído: Llama —dije— está llamando a alguien. . . grillos. . . Tras esta idea: la cigarra está llamando a los grillos, el verso se precipitó en pendiente y la pluma corrió antecediendo casi al pensamiento. Me demoré en la palabra Orión. La dejé por conocida. No tiene título aún:
Cigarra en noche de luna. . . Mitin de grillos. . . Poemita para un niño imaginativo. . . o cualquier otro. Atalayada, agita la matraca de su voz, que traspasa el horizonte del árbol, la cigarra, y llama a mitin a los grillos en camas de rocío. Sobre los tanques frescos de los sapos los grillos mueven verdes batallones; manda la capitana chilladora y cercan los balcones de la luna. Con peluca de nieve, la levita de Orión abotonada, y muy azules, una mano de azufre, otra de yeso, la luna dobla el cuerpo saludando; y los grillos levantan, bayonetas, hacia su reina las agudas patas.
La antena dejó de funcionar: playa, caballos, nuevos rincones por descubrir. Pero hay una alameda hermosa que conduce del Real de San Carlos al balneario.
Gustaba discurrirla, enfundada en unos pantalones de pana de jardinero que se pusieron de moda últimamente. Me veía con ellos muy ridícula, pero el paso largo que el pantalón permite, calmaba mis recelos. Con mi bastón rústico, pues, por la senda de pinos sombrosa y perfumada. . . Acostarse allí debajo del árbol, la cabeza sobre el colchón de hojuelas doradas. . .Sí. . . No. . . ¿Y el auto que pasa? . . . ¡Qué más da! Tirada por fin al pie del árbol, las piernas en libre juego, mirando el cielo cribado por las ramas. Fulminante la sensación: yo trepé un día por un árbol y en su copa di chillidos. . . Nada más que esta idea. El verso no tuvo fuerzas para brotar. Lo abandoné.
Una semana después un hecho cualquiera —poco importa— me apagó la tierna alegría salvaje conquistada a sol y agua. La antena sacudida captó la segunda estrofa. No sin dificultad construí los tercetos, tanto que el último tiene una variante:
Pie de árbol No sé cuando. . . por una arboladura como esta yo trepaba acelerando y a cuatro manos descendía a tierra la lengua alegre de jugosos frutos. Y vi una caballada por el aire de negra crin y a látigos de fuego azuzar sus turbiones de tormenta; y yo chillé con voz no articulada. Y huía; y con los otros, apretados en un montón de bestias temerosas, nos detuvimos quietos y encogidos. . . Y sacudió la tierra el paso rudo de una mole animal que se metía en un túnel abierto en la espesura.
Y el mismo día, a la tarde, por la huella que abrió este verso, se deslizó otro. Venía de la playa, agitada, corriendo, echando pompas de jabón verbales según mi costumbre. Una persona para mí querida estaba sentada en la sala; me acerqué a hablarla, no contestó: hacía solitarios con una baraja; tenía la frente herida de un tajo ceñudo. Me senté a la ventana. Miré el cielo; vi muy lejos su fino azul con campos rosados; y, muy bajas, gruesas nubes que parecían dividirlo como lo está, en continentes y mates, el globo terráqueo; y debajo, pájaros obscuros que esmaltaban los parques azules; y sobre mi cabeza la línea sombría de los pinos. Miré al soslayo. La boca enemiga seguía apretada y dura. ¡Oh contraste entre cielo y boca! ¡Oh planos descendentes! Había escasa luz en el salón; tomé la pluma y sin ver nada tracé en gruesos caracteres el verso para poder leer luego mis propias palabras.
Planos en un crepúsculo Primero había una gran tela azúrea de rosados dragones claveteada; muy alta y desde lejos avanzando, pero recién nacida y pudorosa. Y más abajo, grises continentes de nubes, separaban los azules; y más abajo, pájaros obscuros bañábanse en los mares intermedios. Y más abajo aún, ceñudo el bloque de milenarios pinos susurraba una canción primera de raíces. Y estaban, más abajo todavía, prendidos a la tierra los humanos rechinando los dientes y herrumbrosos.
¿Qué dulce, inesperada comunicación abrió los canales de la poesía que escribí anteanoche? Se dice que uno es poeta: pero observándose en el espejo se advierten los propios perfiles zoológicos. Hay una buena mandíbula, trituradora. No pasa nada. Unos ingleses comen con whisky; aquellos niños enfloran la trepadora de la risa. Se pide una lista. . . arroz a la valenciana. . . dorado a la manteca. . . etc.
No pasa nada. La muela del tiempo come silenciosa. . . Pero, ¿quién ha entrado? Ni cómo se llama, ni qué hace, ni de dónde viene; tiene una piel quemada al oro; una mirada de pozo ardido. Ocupa la mesa de enfrente. Y la mano del poeta —de la poetisa en este caso— corta la corola de un laurel rosa. Nada todavía. La flor reposa entre los dedos. Pobrecilla, se muere sin quejarse. . . Nada todavía. Hay sin embargo una raya en la mano, una hendidura minúscula de la piel; la flor de laurel la sombrea: ¡he aquí el punto vulnerable! . . . El poeta come apenas, sube a su cuarto, deja la flor sobre la mesilla. No ha muerto aún: levanta un pétalo heroico. . . Y escribe mirándola:
Flor en una mano También sedosos pétalos abrían; y eran cinco. Crecido su rosado entre los dedos reposaba blanda casi dormida ya en el sueño fuerte. Sombreaba los canales diminutos de la mano, sepulcro de sus horas; y como un cuerno alzaba un petalillo más allá de los otros resignados. ¡Cuán gemelos sus pálidos perfiles! y esa, sin huesos, dócil a los vientos, la cabeza entregada en los caminos. Y esta, ungulada, presta a la rapiña, con lacres de Satán, y aleccionada en viejas artes negras sabedoras.
Dice para terminar que, a excepción de este último verso, los otros son un tanto diferentes a mi manera habitual. Ha bastado un color, un olor, un aletazo de viento distinto para que la transmisión se haya alterado un tanto.
Porque hace unos dos meses, desde la otra orilla del Plata, la mía, escribí una impresión de este río de acento muy distinto al de la primera poesía que acabo de leer: me parece de algún interés establecer la comparación; he aquí el verso:
Río de la Plata en arena pálido ¿De qué desierto antiguo eres memoria, que tienes sed y en agua te consumes, y alzas el cuerpo muerto hacia el espacio como si tu agua fuera la del cielo? Porque quieres volar y más se agitan las olas de las nubes que tu suave yacer tejiendo vagos cuerpos de humo que se repiten hasta hacerse azules. Por llanuras de arena viene a veces sin hacer ruido un carro trasmarino y te abre el pecho que se entrega blando. Jamás lo escupes de tu dócil boca: llamas al cielo y su lunada lluvia cubre de paz la huella ya cerrada.
Bien. Cierro. Y ahora, gracias Gabriela, gracias Juana, por existir sobre la tierra y respirar a mi lado.
Si pudiera ensancharía nuestras seis manos unidas en un círculo que, partiendo del Atlántico, ensartara la Cordillera y enfilara la Pampa.
Ancho es el mundo y en él todos caben; y el que, pueblo o individuo, traiga el mensaje más alto, lo supremo se lo acreciente.
[1938]***
Texto incluido en el libro Alfonsina Storni: Urbanas y modernas. Crónicas periodísticas de Alfonsina Storni, coord. de Mariela Méndez, Graciela Queirolo y Alicia Salomone; pról. de Berta García Faet. Valencia: Barlin Libros 2019
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