Ernest Hemingway consideraba a Enrique Serpa (1900-1968) como «el mejor novelista de la América Latina». La aseveración parece exagerada. Lo que está fuera de duda es que Contrabando, publicada originalmente en 1938, constituye una de las mejores novelas escritas en español de todos los tiempos. Cuenta Loló de la Torriente que una tarde Hemingway le preguntó por dónde andaba Serpa. Acababa de leerse la novela y quería hablarle.
— ¡Ah! Anda por muchas partes —respondió la futura autora de Mi casa en la tierra. Y añadió que podía estar por el bar Panamerican, en la calle Bernaza no. 1, el primer establecimiento de su tipo en La Habana provisto de aire acondicionado, lo que le robó buena parte de la clientela al Floridita. O quizás por El Templete, el bar restaurante de la Avenida del Puerto especializado en pescados y mariscos, o por el periódico El País, en la Calzada de Reina.
El escritor de Fiesta pidió a la columnista del diario El Mundo y la revista Bohemia, que llevase a Serpa el día siguiente al Floridita. Cuando llegaron, Hemingway estaba en la barra con un vaso de whisky en la mano. Loló le anunció la presencia del novelista cubano. Hemingway, sin soltar su vaso, condujo a los recién llegados a una mesa. Ya sentados, clavó sus ojos en los de Serpa y le espetó:
—Oiga, amigo, ¿por qué pierde usted su tiempo como periodista?
Recordaba Loló que Serpa, rápido como el vuelo de una gaviota, respondió con su voz ronca y cascada:
—Porque aquí no pagan veinte mil dólares por un cuento corto para el cine, ¿sabe usted? Y mi familia y yo también comemos.
Ante lo cual, sigue ella en sus evocaciones, Hemingway afinó su lenguaje, dulcificó el rostro, soltó una insolencia en español y, en apariencia, aceptó de buen grado el puntillazo al decirle:
—Es usted el mejor novelista de la América Latina y debe dejarlo todo para escribir novelas.
La charla, tragos van y tragos vienen, se prolongó hasta las diez de la noche. Al día siguiente, concluía Loló su relato, Hemingway estaba en Cojímar pescando, con dos muchachos en su lancha, y Serpa trataba de cazar una noticia en la sala de prensa del Palacio Presidencial.
CUARTILLO PA’ TIÑOSA
Una conversación más o menos similar sostuvo el autor de Tener y no tener con otro escritor cubano, José María Carballido Rey, a quien exteriorizó la misma preocupación.
Carballido fue un destacado humorista. Sus libretos para radio y televisión gozaron de una aceptación popular invariable. Pero esa fue solo la más conocida faceta de su quehacer creativo porque este escritor nacido en 1913 sigue siendo un nombre imprescindible en cualquier antología de cuentos cubanos que se respete. Aunque no publicó su primer libro El gallo pinto hasta 1965, comenzó a escribir en los años 40 y tres años después mereció una especie de consagración cuando su cuento «El entierro» obtuvo por unanimidad el Premio Hernández Catá, el más importante y codiciado de los galardones literarios de entonces.
Confesó, en 1986, al autor de esta página:
Hemingway me dijo un día: —Leí su cuento «Cuartillo pa’ tiñosa» y pienso que usted es un señor cuentista, pero he oído una noticia desagradable sobre usted: me dicen que escribe para la radio y eso es malo, muy malo para un escritor. Abandónela y dedíquese exclusivamente a su obra—. Yo guardé silencio por no decirle a Hemingway lo que debía, esto es, que yo tenía una familia que mantener y que en Cuba no se podía vivir de la literatura.
Pese a esos acercamientos amistosos con sus consabidos consejos y preocupaciones, Ernest Hemingway no parece haber intimado mucho con escritores cubanos. Quizás Lino Novás Calvo, el autor de Pedro Blanco el Negrero y La noche de Ramón Yendía, fuera una excepción, pero no olvidemos que Novás, el traductor al español de El viejo y el mar, por decisión expresa de Hemingway, era un gallego nacionalizado cubano. No aparece ninguna obra suya en la biblioteca de Hemingway, mientras que Enrique Serpa es, por sus libros, el cubano más ampliamente representado en las estanterías de finca Vigía. Algunos de esos libros están dedicados y otros, como Contrabando, no. Norteamérica en guerra lleva impresa la dedicatoria Martha Gellhorn.
En la papelería de Serpa, que a la muerte del narrador quedó en poder de su hija, ya también fallecida, obra una carta de Martha Gellhorn, la tercera esposa de Hemingway, en la que pide a Max Perkins, editor de su marido, que traduzca Contrabando y procure el modo de publicarla. Hace algo más de cinco años, un ejemplar de la primera edición de For whom the bell tolls (Por quién doblan las campanas) dedicado por Hemingway al cubano en agradecimiento por el envío de Contrabando registró, hasta dónde conoce el cronista, una oferta de 78 000 dólares en una subasta on line. Se ignora el camino que hasta ahí recorrió ese libro desde la biblioteca de Serpa, donde supuestamente estuvo alguna vez. ¿Estuvo en verdad? Clara Elena Serpa decía, enfática, que nunca lo vio, que en la biblioteca de su padre todos los libros estaban en español y que cuando ella quiso leer Por quién doblan las campanas recurrió a la traducción. Hay algo más importante aún, señalan especialistas. Es la influencia que Serpa parece haber ejercido en Hemingway.
Escribe al respecto la investigadora Gladys Rodríguez, ex directora del Museo Hemingway en Finca Vigía y una de las investigadoras que mejor conoce vida y milagros del narrador norteamericano en Cuba:
―Hemingway se refiere por primera vez al tema que desarrollará en El viejo y el mar (1952), en la crónica «En las aguas azules» (1936). Enrique Serpa, en el cuento «La aguja», publicado en la revista Carteles el 6 de mayo de 1934, narra la historia de un viejo pescador que no conseguía subir al barco aguja alguna. Padre e hijo persisten hasta encontrar un hermoso castero. Se entabla una cruenta pelea que pagan con la vida.
Comparemos las fechas del cuento de Serpa y la crónica de Hemingway: «La aguja» (1934) y «En las aguas azules» (1936). Dos años de diferencia entre la publicación de uno y del otro. Existe coincidencia en el tema y diferencia cronológica entre ambas. En Contrabando (1938), de Serpa, y Tener y no tener (1937) de Hemingway también encontramos puntos de contacto―.
Gracias a la investigación acometida por especialistas del Museo Hemingway se conocen los libros cubanos depositados en los estantes del gran narrador norteamericano, algunos de ellos dedicados.
Se trata de obras de Regino Pedroso, Ramón Guirao, Ezequiel Vieta, Víctor Agostini, Jorge MañachEstampas de SanCristóbal, Alcides Iznaga, Emilio Roig de Leuchsenring, Félix Pita Rodríguez, Fernando Ortiz, Antonio Núñez Jiménez, además del ya aludido Serpa. Y otros menos conocidos como Abelardo Moreno. Figura la autobiografía del boxeador cubano Evelio Mustelier, Kid Tunero. Del siglo XIX aparece la Condesa de Merlín. Dedicado por su autor, un ejemplar de Los independientes de color (1951). De Juan Manuel Planas, un escritor hoy olvidado, figura, dedicado, su libro La corriente del golfo (1926) que se tiene como la primera novela de ciencia ficción publicada en Cuba. No goza de calidad artística. Es fruto del trabajo de un científico dedicado a la geografía, asegura Gladys Rodríguez. Del propio autor aparece asimismo Flor de manigua (1926).
No hay en la biblioteca un solo libro de Nicolás Guillén, aunque en el museo se conserva una foto en la que se ve al autor de La paloma de vuelo popular de visita en finca Vigía en compañía de los escritores españoles Rafael Alberti y su esposa María Teresa León. Guillén y Hemingway se conocieron en Madrid en 1937 durante el II Congreso por la Defensa de la Cultura, aunque no parece que haya existido una relación posterior. En una foto de los días del congreso, ambos posan para la cámara. Hemingway pasa su brazo izquierdo sobre los hombros del cubano y en ella aparecen asimismo el norteamericano Langston Hughes y el periodista ruso Mijail Koltsov, que serviría a Hemingway de modelo para Karkob, personaje de Por quién doblan las campanas. En esa época debe haber conocido además a Félix Pita Rodríguez, delegado asimismo al mencionado evento, relación que no parece haber fructificado.
De Alejo Carpentier aparece en los estantes de la biblioteca de finca Vigía El reino de este mundo, en inglés, The kingdom of this world, en edición de 1957. Carpentier contaba que la última vez que vio a su ilustre colega fue en el Floridita.
—Muy solo. Nunca había visto a nadie tan triste. Se tomó un Colonial completo y ni me saludó. Me voy de aquí, me dijo —recordaba.
Es la última imagen, real o imaginada, que el autor de Los pasos perdidos decía guardar de Ernest Hemingway.
Un día de finales de 1959 Fernando G. Campoamor esperaba a Hemingway que llegaba en avión a La Habana.
—Ah, Ernesto, me dice Carpentier que tiene interés en saludarte, que piensa pasar por la finca.
— ¿Quién? ¿George Carpentier?
—No, Alejo, Alejo Carpentier, el escritor cubano.
Hemingway había confundido al autor de El reino de este mundo con el campeón de boxeo.
Precisaba Campoamor.
—Ernesto no conocía a Alejo Carpentier.
No existe en finca Vigía ninguno de los libros que publicó Carlos Montenegro, autor de Hombres sin mujer (1938) crudo retrato del sistema penitenciario cubano, en especial la Cárcel de La Habana, en el Castillo del Príncipe. Se habla de su amistad con Hemingway; relación que hoy no puede documentarse. Años antes, en 1927, el narrador norteamericano había dado a conocer, con igual título, su segundo libro de cuentos, que nada tiene que ver con la temática que aborda el cubano.
Aunque Hemingway decía conocerlo y lo citaba —le llamaba de manera invariable «el general José Martí»— no existe en su biblioteca ningún libro escrito por el Apóstol de la Independencia de Cuba. Sí figuran en los estantes La adolescencia de Martí (1944) y El temperamento de Martí (1948) ambos de la autoría de Antonio Martínez Bello. Además, Martí en Estados Unidos, del Servicio de Información de ese país, y Memoria de José Martí, de la Comisión Central Pro Monumento a Martí, 1938.
TRAZOS DE UN DIBUJANTE
Lo mismo sucede con los pintores del patio. Publicó en 1935 un folleto no exento de interés sobre el cubano Antonio Gattorno, un pintor hoy olvidado, pero no hay en la residencia habanera del escritor una sola obra de ese artista. Tampoco las hay de otros pintores cubanos, salvo, en el cuarto veneciano de la casa de vivienda de Finca Vigía, el «Retrato de Papa», obra del aficionado Enrique Villareal, hermano de René, empleado de confianza en el predio.
Hace en sus páginas sobre Gattorno esta aguda observación sobre la dura e incierta vida de un artista en un medio subdesarrollado:
―Cuba es un país más para dejarlo que para regresar a él (…) España es una herida abierta en el brazo derecho que no puede cerrarse porque le entra polvo, en tanto que Cuba es una bella úlcera en otra parte (…)
¿Por qué es un lugar para dejarlo? Porque un pintor no puede nunca ver un gran cuadro con que enjuagarse la mente y alentar su corazón; porque si llega a ser un gran pintor, no lo sabrá nunca, ni comprarán bastantes cuadros suyos para darle de comer. No hay allí ni siquiera quien pueda fotografiar adecuadamente un cuadro ni quien lo reproduzca como debe ser reproducido. ¿Por qué es un sitio a donde se regresa? Porque se nació allí, y todo artista debe al lugar que más conoce el destruirlo o perpetuarlo―.
Juan David retenía a Hemingway a través de un par de anécdotas insuperables. Desde su butaca de la barra de El Templete, en la Avenida del Puerto, el caricaturista cubano observaba al novelista, sentado a una de las mesas del restaurante. Comía y conversaba plácidamente con una señora, Mary Welsh, con la que contraería matrimonio, en La Habana, el 4 de marzo de 1946 para convertirla en su cuarta y última esposa. A David llamó la atención lo romántico de la escena; tenía además la pareja un motivo para celebrar y que hizo que el dibujante, muchos años después, pudiera precisar la fecha con exactitud: era el 9 de mayo de 1945 y ese día, con la capitulación de la Alemania nazi, se ponía fin a la II Guerra Mundial.
Un retratista ambulante entró en escena. Situado a prudente distancia, hizo un retrato del narrador, se acercó a su mesa para entregárselo y con la socorrida frase de ―Ayude al artista cubano―, interrumpió su conversación con Mary. En ese tiempo, muchos dibujantes, cantantes, decimistas, gaiteros, contorsionistas, bailadores, improvisadores, intérpretes de uno u otro instrumento musical, parias en su propia patria, no tenían otra forma de ganarse la vida. Hacían lo suyo, a veces hasta a bordo en un ómnibus, sin que nadie se los pidiera y luego, a suerte y verdad, y a la voz de ayude o coopere con el artista cubano, «pasaban el sombrero» para recaudar lo que buenamente quisiera dárseles; si es que se les daba.
Viéndose interrumpido, roto el momento que vivía con la que sería su esposa, Hemingway reaccionó de muy mala manera. Hecho una furia, estrujó entre las manos el papel con el dibujo y lo arrojó luego al piso.
―Mi hijo los hace mejores― espetó Hemingway al infeliz dibujante que siguió con tristeza el destino de su pieza. El vituperado artista, con una gran dignidad, respondió:
―Pero su hijo tiene dinero para pagarse los estudios. Yo, lo que sé, lo aprendí solo. Si hubiese tenido dinero sería otra clase de dibujante―.
No dijo más y salió de El Templete. Hemingway no volvió a tocar la comida.
Llamó a David y le preguntó si conocía a aquel hombre. Vagamente, respondió el caricaturista. Hemingway salió a la calle, a buscarlo. Regresó al salón sin haberlo encontrado. Sacó entonces un billete de veinte pesos y se lo pasó al capitán del restaurante a fin de que lo entregara al sujeto tan pronto apareciera por allí. Le pidió además que lo disculpara.
La otra anécdota de David con relación a Hemingway tiene también a un caricaturista en el protagónico.
Sucedió el 17 de noviembre de 1956 en el ya desaparecido Palacio de los Deportes, en Paseo y Mar, en el Vedado, cerca de donde se edificó después el hotel Havana Riviera. Ernest Hemingway acudió al lugar con el fin de recibir la medalla de San Cristóbal de La Habana, que le concedería el gobierno provincial en reconocimiento a sus méritos de escritor y por su larga residencia en la capital, y vio en exhibición una caricatura que mucho lo disgustó. En ella, el autor de El viejo y el mar aparecía como un dios Neptuno con tridente y su correspondiente trago en las manos emergido de los mares. Junto a la caricatura se hallaba su creador, Conrado W. Massaguer, y Hemingway, sin perder un minuto, se abalanzó sobre el artista y lo agarró por el cuello al tiempo que lo amenazaba con su puño derecho.
― ¡Oye, detente! ¡No puedes tratar así a ese hombre que es un gran caricaturista y una gloria de Cuba!― se oyó decir de pronto.
Hemingway, sin soltar a Massaguer, miró a quien lo interpelaba.
― ¿Y tú quién eres?― preguntó, no porque no conociera a quien le reclamaba, sino para decirle que no tenía por qué meterse en un asunto que no era el suyo.
―Soy Juan David, el caricaturista.
La furia de Hemingway no parecía disminuir, más bien se acrecentaba. Se olvidó de Massaguer y, puños en alto, se volvió hacia su interlocutor. David, con más de seis pies de estatura, era más alto y más joven que Hemingway, se puso también en guardia.
―¿Y vienes a hacerme otra caricatura?
―No, vengo a saludarte― respondió David.
El escritor hizo entonces un gesto como de quien pide tiempo y dijo enseguida:
―Pues vamos al bar.
Aquí acabó el incidente. Es esta una anécdota muy repetida y siempre mal contada. Se ha dicho asimismo que Hemingway y Massaguer se liaron luego a trompadas a lo largo de la Avenida del Puerto. No lo creo. ¿Para qué trasladarse a la Avenida del Puerto cuando pudieron haberlo hecho, a la salida misma del Palacio de los Deportes, en la línea de la costa que ocupó luego la continuación del Malecón y que entonces estaba casi desierta? Por otra parte, pienso que un hombre de salón y gabinete como fue Massaguer y con 67 años de edad entonces no le aguantaba a Hemingway un solo puñetazo.
―La verdad del asunto― decía Juan David ―es que a Hemingway no le gustaban las caricaturas. Yo le hice unas cuantas que aparecieron en importantes publicaciones y nunca me dijo nada acerca de ellas. No hubo de su parte un solo comentario a favor ni en contra.
Juan David es el caricaturista cubano más importante del siglo XX. Hablo de caricaturista personal. ―Mientras más talento creador derrocha, más líneas convencionales ahorra. Tiene estilo propio, suyo, inconfundible, inherente, ínsito, pero tiene también enjundia alusiva y elusiva―, dijo Raúl Roa de este artista que en cincuenta años de labor profesional legó unas cinco mil caricaturas personales y alrededor de quince mil dibujos políticos y de sátira social, ―una de las obras plásticas, más grandes de su tipo en el mundo― dice René de la Nuez
PASEO POR LA HABANA
En La quinta columna, la única pieza teatral que escribió en su vida, Hemingway evoca los amaneceres habaneros, las noches en el cabaret Sans Souci, en La Lisa, los bailes en el Upper Deck del hotel Royal Palm, situado en la esquina de San Rafael e Industria, y los desayunos en la playa de Jaimanitas, al oeste de la ciudad. A veces «levanta» a alguna puta en el cabaret Kursaal o acude a topes de pelota vasca, en el frontón de la esquina de Concordia y Lucena, en Centro Habana, el llamado Palacio de los Gritos y también en el frontón Habana-Madrid, que le gusta menos. El jai alai o la pelota vasca fue en cierto momento su deporte favorito, mientras que el juego de cubilete le permitía matar el tiempo en la barra.
Se aficionó a la guayabera, esa prenda que, decía Guillén, se adapta a la manera cubana de sudar. No era raro que la combinara con unas bermudas, como cuando recibió en finca Vigía a Eduardo VIII, ex rey de Inglaterra, entonces Duque de Windsor, y su esposa Wallis Simpson.
Se sabe que gustaba de las llamadas fritas de Marianao, aquella hilera de bares y centros nocturnos de mala muerte: El Niche, Choricera, Pompilio, Panchín… erigidos en la acera sur de la muy aristocrática Quinta Avenida, entre las rotondas de las calles 112 y 120, frente al muy exclusivo Habana Yacht Club y al Coney Island Park, y que pese a lo precario de sus construcciones atraían a un público cada vez más numeroso de cubanos y extranjeros, lo que hace decir a muchos que era la única zona capitalina verdaderamente turística. Delante de esos centros, en la propia acera, se alzaba todo un tinglado de puestos de fritas, uno al lado del otro, que terminaron dándole nombre a la zona. Detrás, disimulados por los ficus, había un número impreciso de posadas y prostíbulos. Uno de ellos, muy famoso, a la altura de la calle 112, se llamaba Mi Finquita.
Con un carácter impuesto por lo popular y hasta populachero, escribía el musicólogo Leonardo Acosta, la zona de la playa de Marianao se convirtió en otro foco de la vida nocturna habanera, donde sonaba lo más estridente y arrebatado. Jorge Mañach les dedicó una de sus Estampas de San Cristóbal, y Lino Novás Calvo las escogió como escenario de uno de sus más célebres reportajes. Pennsylvania era el sitial de la vedette Tula Montenegro, que a sus cualidades vocales unía una anatomía descomunal. En algunos de aquellos tugurios estaba Teherán, que había cosechado éxitos en el Cotton Club, de Broadway, mientras que en Choricera, El Niche o en Los Tres Hermanos y ocasionalmente en el Rumba Palace montaba Silvano Shueg Hechavarría, el célebre Chori, sus espectáculos escalofriantes con aquella música que sacaba de timbales, sartenes y botellas, .mientras que en el público, gente como Marlon Brando, Libertad Lamarque, Errol Flynn, Agustín Lara, Tennesse William, María Félix…aplaudían a rabiar.
Por sus precarios escenarios pasaron figuras como Benny Moré, Antonio Arcaño, Arsenio Rodríguez, Zenén Suárez, Carlos Embale, Tata Güines y, se dice, un muy joven Juan Formell con su amigo Changuito y decenas de artistas no tan conocidos como Evelio Rodríguez, El Trovador Espirituano, la sevillanita Obdulia Breijo o el olvidado travesti Musmé. Más allá de lo anecdótico, algún día habrá que valorar cuánto deben el son y la rumba, y la rumba de cajón, a aquella escuela de músicos populares y a ese escenario imprescindible que para la música cubana fueron las fritas de Marianao de la Quinta Avenida.
Hemingway parece haber admirado a La Lupe, de quien dijo que era la creadora del arte del frenesí. Si no la vio por televisión, debió verla en La Red, el club de 19 esquina a L, en El Vedado, un establecimiento de noventa capacidades donde la artista fue el acabose por su comportamiento desenfadado e irreverente. Acometía Ódiame, de Rafael Otero, y Juguete, de Bobby Capó, y mientras cantaba se quitaba los zapatos, apaleaba al pianista, se pegaba a la pared como una hiedra, imprecaba, gemía y gritaba como una posesa. Claro que tuvo detractores que hablaron incluso de su estilo esquizofrénico, pero público y crítica no tardaron en reconocer que estaban en presencia de la estrella más personal y brillante que le había nacido a la noche habanera en mucho tiempo. Al igual que Freddy, una voz que pesaba trescientas libras, La Lupe no era precisamente una diva de cabaret. Era un acontecimiento artístico. En agosto de 1960 firmaba en exclusiva con la RCA Víctor, y no demoraba en salir al mercado su primer LD. Se titulaba Con el diablo en el cuerpo.
LA LLAVECITA DE CARILDA
Sobre el buró que mantenía en su habitación, entre otros muchos objetos, como una bandeja en forma de pez con piedras y conchas que Hemingway consideraba de buena suerte, se conserva la llave de la ciudad de Matanzas que le fuera entregada en 1957. Regresaba el escritor de Europa cuando el jet de France, en que viajaba en compañía de su esposa con destino a La Habana, hizo escala en Matanzas, ocasión, seguramente esperada, que aprovechó la alcaldía local para distinguirlo.
La alcaldesa comisionó para ello a la bellísima poetisa Carilda Oliver Labra, entonces en la flor de su edad. Muchos años después, la autora de Al sur de migarganta y Se me ha perdido un hombre relataba a este cronista que la llave en cuestión era ―un pedazo de acero níquel desmesurado, grosero y feo, embutido en una caja de madera―. Y recordaba que el narrador de Adiós a las armas, mirándola fijamente a los ojos, le dijo: ―Usted no va a necesitar de esa llavecita para abrirme el corazón―, y la invitó a pasarse unos días en finca Vigía. Remataba Carilda su relato: ―Pero yo no fui―, y al decirlo reía con toda la picardía del mundo.
De cualquier manera, fueron escasos sus vínculos con el mundo artístico e intelectual cubano con el que le tocó coincidir. Como escribió Gabriel García Márquez: ―No hay indicios de que hubiera intentado alguna vez hacer algún contacto con el ambiente intelectual y artístico de La Habana, que en medio del envilecimiento oficial y la concupiscencia pública seguía siendo uno de los más intensos del continente―. Hemingway y García Márquez, con décadas de diferencia y muy diversas situaciones, tomaron distancia del mundo intelectual cubano, en un intento de preservar su privacidad.
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