
Muy poco antes de ser asesinado, la última frase que Ernesto Guevara pudo leer fue «Ya sé leer». Estaba escrita en la pizarra de la humilde escuela de La Higuera, en lo profundo de Bolivia. Guevara no pasó por alto la falta de la tilde y así se lo hizo saber a Julia Cortés, la profesora del poblado. En el episodio hay una suerte de realización literaria: el Che, que tanta importancia le otorgó a la lectura como elemento potencial de formación revolucionaria, finalizaba su existencia leyendo y corrigiendo la frase, como si él mismo la escribiera.
Lectura y escritura fueron dos componentes vinculados profundamente a su existencia, indispensables en su configuración en cuanto sujeto revolucionario. No obstante, ambos aspectos han quedado relegados ante la figura del «aventurero» y del «guerrillero» despojándolo, intencionalmente o no, de la radicalidad, la crítica y la forma literaria con las que forjó su visión del socialismo.
Militante de la lectura
Tras ser capturado el 8 de octubre de 1967, el Che fue despojado de sus pertenencias. Entre estas, además de su Diario, había un cuaderno de notas que contenía sus impresiones sobre distintos textos y un programa de lecturas. Néstor Kohan (2013), uno de los intelectuales contemporáneos que más se ha preocupado por rescatar el pensamiento de su compatriota, realizó un acucioso análisis de las lecturas marxistas que Guevara anotó.
Desde su perspectiva, la preocupación del Che se centró, fundamentalmente, en la discusión y recuperación de la visión humanista y filosófica marxista, y por eso comentó Los marxistas, de Wright Mills; El joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista, de György Lukács; Dialéctica de la naturaleza, de Federico Engels; Historia de la Revolución rusa (tomos I y II), de León Trotsky; Categorías del marxismo dialéctico, de Mark Moisevich Rosenthal y G. M. Straks. En el listado figuraban también títulos literarios de Julio Cortázar, Fiódor Dostoievski, César Vallejo, Pablo Neruda, Stendhal, entre otros.
La presencia de los libros en plena selva boliviana revelaba, por un lado, las preocupaciones sobre las que el Che puso especial atención en ese momento; por otro, era un reflejo de una militancia que construyó a lo largo de su vida. Si bien, como anota Kohan, la lista de lecturas significó un punto de llegada en su itinerario intelectual, no es menos cierto que esa militancia lectora fue la que, en buena medida, potenció su práctica política. En otras palabras: la praxis intelectual impulsó y fortaleció su militancia revolucionaria.
Antes de los veintiséis años, Ernesto Guevara no participó políticamente, a pesar del ambiente de izquierda en el seno de su familia y entre su círculo de amistades. Si alguna militancia tenía, la cimentó a través de los textos. Desde la adolescencia elaboró listas de lecturas, índices, diccionarios, cuadernos de notas que permiten rastrear sus preocupaciones, angustias, inquietudes, gustos y sus reflexiones políticas, intelectuales y literarias. Dichas listas muestran cuáles fueron las temáticas constantes sobre las que prestaba atención, pero también ofrecen claves para pensar las lecturas como un programa de vida, como un recorrido intelectual en su examen del mundo.
Su formación lectora transitó de la bohemia universitaria a la militancia política, con un marcado sustrato autodidacta; leía estudiando a conciencia. Esta característica lo integró a una comunidad de militantes políticos que, desde esa educación autodidacta, accedieron a lecturas y autores similares. Sin embargo, la forma de reinterpretación de los textos y el diálogo amplio y ecléctico que el Che formuló entre estos permitieron que sus análisis resultaran más profundos y complejos, especialmente en lo que respecta a la formación de sentimientos en el ser humano y, de modo particular, en el sujeto revolucionario.
Los textos que resumió, subrayó o anotó en sus listas ofrecen pistas del ambiente cultural y los debates políticos e intelectuales de los que se hizo partícipe. Entre los autores que leyó en su juventud figuran Jack London, Emilio Salgari, Miguel de Cervantes, William Faulkner, Sigmund Freud, Carlos Marx, Federico Engels, Vladimir I. Lenin, Elisée Reclus, José Ingenieros, Jorge Icaza, Emil Zola, Maurice Maeterlinck, Nicolás Maquiavelo, Stefan Zweig, Dante Alighieri, Paul Nizan, André Malraux, Nehru, Bertrand Russel.
Se trata de los mismos autores a los que Gabriel García Márquez prefería leer antes de entrar a sus clases en Zipaquirá, cuando tenía diecisiete años (Martin, 2009).[i] Eran los autores leídos por Julio Cortázar y Juan Gelman. Es decir, el Che formó parte de ese ambiente cultural en el que distintas casas editoriales se volcaron a publicar obras específicamente literarias. Durante su niñez y adolescencia fue un asiduo lector de las obras que aparecieron bajo los sellos Tor, Sudamericana, Fondo de Cultura Económica. Stendhal, William Faulkner, Charles Baudelaire, Neruda, se convirtieron en autores de cabecera.
Según José Luis de Diego, fueron los años de una coyuntura económica muy favorable, en la que las editoriales argentinas contaban con capacidad de expansión y captaban el mercado nacional al publicar autores de ese país, pero también a escritores de procedencia extranjera, principalmente de los Estados Unidos, Inglaterra y Francia (De Diego, 2014). Tal ambiente representó una parte esencial en su formación cultural, la misma de la que echaría mano para polemizar en años posteriores. En su juventud, la militancia lectora fue la senda por la que transitó, representaba la guía de sus pasos y sus preocupaciones. Pero además del mundo de la lectura, ejerció también una lectura del mundo que fue, en gran medida, catalizada gracias a los recorridos que realizó por distintos países latinoamericanos y que lo llevarían, finalmente, a Cuba.
Mundo de la lectura y lectura del mundo se convirtieron así en los senderos por los que el Che caminó y ejerció su capacidad política. Los acontecimientos de 1952 en Bolivia y de 1954 en Guatemala marcaron el ulterior desarrollo de su actuación política (Cupull y González, 1995; 2004).[ii]
De ese modo, los viajes por América Latina resultaron fundamentales debido al acceso a un mundo de militancia política activa, hasta entonces ajeno para él. Ello le permitió conocer a diferentes personalidades que serían determinantes en el devenir de su existencia: Hugo Pesce, Hilda Gadea, Arnaldo Orfila Reynal y el propio Fidel Castro (Gadea, 1973). Entre debates, libros y bohemia el Che se convirtió en un disciplinado alumno de «San Carlitos», como en más de una ocasión se refirió a Carlos Marx. Y si su conocimiento y lectura del mundo aumentaron, no fue menor el crecimiento en su mundo de lectura: José Carlos Mariátegui, Vallejo, José Vasconcelos, Bernal Díaz del Castillo, Alfonso Reyes, José Hernández, Domingo F. Sarmiento, Carlos Luis Fallas, Germán Arciniegas, Pedro Cieza de León fueron algunos de los autores a los que comentó en sus notas (Guevara, 2004).
En ese sentido, su incorporación a la expedición guerrillera encabezada por Fidel puede entenderse como apuesta política nacida tanto de su lectura del mundo como del mundo de la lectura. Es decir, fue una decisión tomada a la luz de un proceso intelectual y no, simplemente, resultado de un afán «aventurero». Por eso no es ocioso insistir en que estas dos prácticas políticas le permitieron el desarrollo de una visión abarcadora del marxismo y pensar la construcción del socialismo como un proceso político, cultural, intelectual y estético, cuyo principal objetivo era la liberación del ser humano.
Las listas muestran, además, las dos vertientes de la lectura que practicó. Hubo siempre obras políticas, de historia y filosofía, pero también mucha literatura, especialmente poesía. Hilda Gadea (1973) señaló que cuando conoció al Che intercambiaron puntos de vista sobre autores y lecturas entre los que destacaban Rubén Darío, Pablo Neruda, León Felipe, Leopoldo Marechal, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou, Sara Ibáñez, Pedro Mir, Jorge Luis Borges, Antonio Machado, Miguel Hernández, César Vallejo.
Por lo tanto, la presencia de lo literario fue un componente central en la formación de su sensibilidad artística y, por ello, de su visión acerca del socialismo. La lectura, a la que él mismo definió como su «segunda naturaleza», lo llevó a la Revolución; su deseo manifiesto de ser escritor, título al que llegó a considerar como «lo más sagrado del mundo», significó la manifestación expresa de su voluntad artística. Ambos aspectos fueron la simiente de un saber sobre el vivir que, en palabras de Ottmar Ette (2015), representa «una doble circulación del saber, en la medida en que una vida y un saber se encuentran en un intercambio que se condiciona mutuamente».
El saber literario y la lectura, entendidos en diálogo con la vida misma, generaron en el Che una potencialidad política en su constitución como sujeto revolucionario. Su formación lectora se hizo sobre la base del acceso a los bienes culturales de su época y el ejercicio de estos como semilla de una subjetividad que le permitió pensar el mundo también desde la imaginación y la fantasía literaria. De ahí su identificación con personajes de la literatura: Sandokan, Martín Fierro, don Quijote, o aquel personaje de «un viejo cuento de Jack London». Todos ellos le proporcionaron un ethos literario, es decir, un modelo de conducta, una manera de vivir y sentir la vida.[iii]
Escribir como posicionamiento ante el mundo
En los textos escritos por el Che se percibe un cuidado en la forma, una voluntad de esta y una pulsión artística desde la que encontró un lugar en la ciudad letrada cubana y latinoamericana. Si leer fue una constante en su trayectoria, no fue menos el ejercicio de la escritura. Él, al responder una carta a una joven cubana, anotó lo siguiente: «escribir es una forma de encarar problemas concretos y una posición que por sensibilidad se adopta ante la vida» (Borrego, 2001: 264). Destaca el vínculo entre la reflexión requerida para «encarar» problemas y el posicionamiento mediante la «sensibilidad».
Diarios de motocicleta (2005) —resultado del primer recorrido hecho por Guevara por América Latina en 1952— es representativo de la manera en la que construyó sus narraciones: partía de las anotaciones realizadas durante su viaje para luego desarrollarlas; fue un método que utilizó también en oportunidades posteriores. En ese sentido, Diarios… es un texto fundacional del estilo literario del Che: brevedad, descripciones detalladas tanto de paisajes como de sensaciones, uso de metáforas y construcción de imágenes.
Cintio Vitier (2005) caracterizó las narraciones del Diario como «fidelidad de la experiencia», construida a través de la «sobriedad», la «lisura» y un «ágil» frescor. Las narraciones de su recorrido son el testimonio de un «vago rematado» que durante el trayecto fue encontrándose a sí mismo: el viaje y la manera en que lo proyectó en sus letras representaron un cambio en la perspectiva de su existencia. En la breve introducción del texto, el Che señaló que «El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra Argentina, el que las «ordena» y «pule», «yo», no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior».
De su confesión pueden destacarse dos aspectos; el primero de ellos guarda relación con el hecho del recorrido, es decir, a través del cual murió el «personaje» viajero y nació otro, un «yo interior» diferente; el segundo se liga con la concepción de la escritura, pues, en sus términos, las notas fueron «ordenadas» y «pulidas». Existió, entonces, un desplazamiento notorio entre el personaje que vivió lo narrado y el personaje que narró lo vivido. El texto no solo representa el testimonio del viajero sino, sobre todo, da cuenta de sí mismo, de su construcción en cuanto obra literaria; por lo tanto, de la concepción de literatura que el Che iba forjando a través de la propia escritura.
Los Pasajes de la guerra revolucionaria (2009) son relatos mediante los que Guevara dio a conocer, en 1963, la vida guerrillera, desde el desembarco del Granma hasta el triunfo del Ejército Rebelde. En esos textos prevaleció la necesidad de relatar los acontecimientos con apego a la realidad y la verdad para que el «recuerdo de la lucha insurreccional» no se disolviera. La advertencia no era menor: la escritura peleaba contra el olvido y representó el punto de partida del nuevo discurso revolucionario. Pasajes… se inscribe en lo que Ambrosio Fornet ha llamado literatura de campaña, cuyos mayores exponentes son José Martí y Máximo Gómez. Los relatos del Che tienen una suerte de continuidad y correspondencia, tanto con las narraciones de Martí como con las de Gómez, especialmente con las de este último (Fornet, 2009).
Según Lidia Turner Martí (1999), las narraciones de Guevara llaman la atención por la unidad entre «lo objetivo del paisaje o situación y lo subjetivo de las emociones», y genera una «síntesis de la verdad donde lo emocional se funde con lo racional de la observación». Al decir de José Revueltas (1983) dichos textos resaltan por la sencillez, la sobriedad y la «conmovedora ternura» que el autor supo trasmitir literariamente. En ese sentido, los relatos que componen el volumen representan el primer esbozo fundacional de la historia cubana tras la gesta guerrillera a través de una expresión literaria, es decir, estética. En otras palabras, Guevara hizo un aporte a la historia cubana mediante la literatura y a la literatura de la Isla gracias a la historia.
Asimismo, La guerra de guerrillas (1960) fue complementado por Pasajes…, aunque con otro ritmo y una estructura mucho más sencilla, apegada a la idea de manual. A través de ellos, el Che reflexionó sobre la lucha guerrillera desde aspectos distintos; en el primer caso, enfocó su análisis en la guerrilla en cuanto acontecimiento político y militar, mientras en el segundo primó el aspecto emocional descrito a través de recursos literarios. «Alegría de Pío», «El cachorro asesinado» o «El combate del Uvero» son representativos de esa «incontenible ternura» que en ellos encontró Graziella Pogolotti (1968).
Según Oscar Zanetti y Carmen Almodóvar (1989) el Che «no pretendía hacer literatura». Sin embargo, además de las confesiones explícitas a su madre con respecto al tema y las referencias a sí mismo como poeta de «pensamiento» o «fracasado», el cuidado, la estructura, la capacidad artística desarrollada en lo que escribía, lo muestran «pretendiendo» hacer literatura. Por eso, un texto fundamental al hablar de su capacidad literaria es «La piedra» (Guevara: 2012b). En el relato, escrito en el Congo, sobresalen la tristeza y la ternura que la noticia de la posible muerte de Celia de la Serna despertó en él; ambos aspectos son tratados en tensión constante con la incertidumbre, pues no tenía confirmación de la noticia.
Hay otro elemento de tensión señalado por el Che: ¿podía llorar o no ante sus soldados? ¿Era válido mostrar el llanto si sugería debilidad? ¿Era un lujo para un jefe revolucionario? Las preguntas serían triviales si no se tomara en cuenta, por un lado, el énfasis que él ponía en los sentimientos y la sensibilidad como elementos fundamentales del revolucionario y, sobre todo, del hombre nuevo por el que tanto apeló. Además, representaban un autocuestionamiento como ser humano que se enfrentaba al dolor mediante las letras. En «La supersticiosa ética del lector», Jorge Luis Borges (1930) apuntó que en general, más allá de la estructura y las «tecniquerías», lo que manda en un escritor es «la pasión del tema tratado».
En efecto, el relato del Che retrata el amor por la escritura trabajada con pasión; esa misma pasión que, según sus palabras, era necesaria «para toda gran obra» (Guevara, 2007). Su estilo, su manera de nombrar y de describir no fue sino el resultado de un constante ejercicio escritural. En esa dirección, las cartas resultan un claro ejemplo del desparpajo, de la soltura y el humor practicados por el Che, además de una necesidad inherente por narrar lo que vivía. Por ello, Berta Gilda Infante —Tita como la llamaba el Che— señaló lo siguiente: «Cada carta de Ernesto era una página literaria, llena de afecto, de gracia y de ironía; contaba sus aventuras y desventuras con pinceladas de comicidad que quitaban gravedad aun en los momentos más difíciles» (Portuondo, 2013).
Si bien las cartas pueden considerarse como un género literario menor, en el caso de Guevara su importancia estriba en el ejercicio escritural constante, es decir, como si se trataran de «borradores», de preparativos para la confección de textos más «serios». La polémica que sostuvo con Charles Bettelheim o las cartas que envió a Ernesto Sábato y León Felipe representaron una suerte de preámbulo para la «carta» que, indudablemente, marcó su epistolario: El socialismo y el hombre en Cuba [1965] (1997b).
El Che fue un asiduo lector de poesía y ese gusto por los versos lo llevó a realizar intentos propios que, sin embargo, no rebasaron el plano de la intimidad. A diferencia de Diarios de motocicleta o Pasajes…, no buscó publicar sus versos. Sus tentativas poéticas hicieron que se calificara a sí mismo como un poeta «fracasado». Enrique Vila Matas (2006) ha buscado en distintos autores una «pulsión negativa», un algo que les impide dar a conocer gran parte de lo que escriben. En Guevara esa pulsión no fue menor y, de hecho, desde su posición como lector sometió a examen aquello que escribió.
En otros términos: tenía una conciencia literaria muy exigente y un pudor autoral tan fuerte que lo hacían contenerse en la escritura de versos o bien desecharlos al considerarlos fracasos. Es decir, en él existió una tensión entre el deseo por ser poeta y el fracaso de serlo; al intentarlo se dio cuenta de su imposibilidad para nombrar a través de los versos. Sin embargo, dicho pudor no se redujo solo a la poesía sino que llegó hasta textos de corte teórico: un libro sobre medicina, que trabajó durante su estancia en México; una síntesis biográfica sobre Marx y Engels que contenía, además, anotaciones sobre el Manual de economía política de la Academia de las Ciencias de la URSS.
En ambos casos, por pudor autoral, o por considerar inacabados los textos, prefirió engavetarlos (Guevara, 2006). Cabe señalar un vínculo más con respecto a esa tensión si se piensa que el Che fue un gran lector de ficciones y, sin embargo, jamás incursionó en ese género. No deja de ser llamativo puesto que, entre otros aspectos, la propia Revolución cubana significó un proceso imbuido en la imaginación y la fantasía (Kuteischikova y Ospovat, 1977).
Todos sus textos apelaban a decir la verdad, a dejar testimonio fiel de aquello que narraba, alejándose de la «ficción». Desde tal perspectiva, el proceso revolucionario podía ser consignado estrictamente como verdad y realidad palpable. Apelando a esa verdad, a esa fidelidad de los acontecimientos, al despedirse de sus padres, confesó que su existencia había sido forjada con «delectación de artista» (Guevara, 1977a).
Un extraño y apasionante drama
Sin lugar a dudas, el summum del pensamiento guevariano quedó plasmado en El socialismo y el hombre en Cuba. El ensayo, publicado originalmente en Marcha, el 12 de marzo de 1965, es una muestra fiel de cómo el Che abordó las discusiones dentro del campo intelectual cubano y de su posicionamiento en este. Si bien sus planteamientos fueron de enorme valía, estos no pueden entenderse sin la pulsión artística que vibra en el texto. Es decir, tomó postura en los debates sobre la política cultural de la naciente Revolución a través de un texto literario que, además, mostró su papel como lector de la tradición marxista y una visión de corte estético de lo que el socialismo podía ser.
Conviene señalar que su ensayo participaba de una pujante polémica sobre el marxismo y el socialismo en Latinoamérica. En ese mismo año apareció bajo el sello Era, Las ideas estéticas de Marx, de Adolfo Sánchez Vázquez; apenas un año antes, José Revueltas publicó Los errores. Situados «dentro» de un debate de la izquierda internacional, en medio de la Guerra fría, los tres textos tienen en común una relectura del marxismo realizada desde el campo intelectual y artístico que, no por casualidad, encontró en Cuba su cúspide.
El socialismo y el hombre… puede leerse como una búsqueda de reapropiación de lo mejor del ser humano, no de una manera individual sino en comunidad; o sea, proyección de un deber ser ante el mundo, en cuanto construcción literaria de un sujeto revolucionario. En ese deber ser, como sujeto revolucionario y lector del mundo, el Che apostó por la audacia intelectual como estrategia revolucionaria, por el arte como elemento esencial en la capacidad del ser humano para superar la enajenación capitalista. Esta toma de postura lo colocó en un ala del debate sobre la política cultural de la Revolución. El socialismo y el hombre… fue su expresión estética como ejercicio de su militancia intelectual dentro del proceso socialista cubano. Postuló la necesidad del pensar en cuanto ejercicio revolucionario, valioso por su especificidad y no a pesar de ella. Indudablemente, en este aspecto hubo una importante polémica que implicó una diferencia táctica con otro bloque de la dirigencia política.[iv]
El Che planteó lo imprescindible del arte y el quehacer intelectual como aspectos que contribuían a la consolidación del socialismo, pero no anteponiendo el derecho de la Revolución a existir, sino como potenciadores de este. Este aspecto es altamente significativo, primero porque revela la pluralidad y el ejercicio del debate como bases fundamentales del proceso revolucionario cubano; segundo, porque, lejos de la idea de la traición de Fidel al Che, de la que se hacen eco algunas biografías (James, 1971; Castañeda, 1997), se puede analizar una diferencia intelectual más allá de especulaciones entre dos personalidades a la vez disímiles y complementarias.
Todo ello permitiría explorar, a muy poco de haberse cumplido cincuenta años de la desaparición física de Guevara, cuáles de sus planteamientos, pese al tiempo y la distancia, continúan con vigencia «dentro» del actual contexto político, económico y cultural por el que atraviesa Cuba. En ese sentido, pensar al Che desde sus propios planteamientos, con cabeza propia y con audacia intelectual, implica también analizarlo a partir de los debates de su época, sin anacronismos. Los reclamos sobre el voluntarismo o la inexistencia de un programa capaz de dar solución a las contradicciones que implicaba la construcción del socialismo dejan de lado, por una parte, que planteaba ideas para la reflexión colectiva, caminos de pensamiento, no recetas, ni soluciones de corto plazo.[v]
Por otra parte, que Guevara buscó sustentar teóricamente el triunfo del Ejército Rebelde, la fase de transición socialista y el proceso cubano en su conjunto, de modo integral, lo que significó entenderlo no solo como un cambio económico, sino como la posibilidad de un cambio político y cultural basado en la conciencia del sujeto revolucionario. La idea del hombre nuevo fue el resultado de la praxis intelectual entendida como praxis revolucionaria. De hecho, la propia escritura del ensayo representó una manera de concebir la labor intelectual en la Revolución; es decir, la reflexión intelectual como un ejercicio revolucionario y necesario para la construcción del socialismo.[vi]
El socialismo y el hombre… vio la luz justo en la mitad de la década de los 60. Se trató de un ensayo «bisagra», si se contempla que se encontró a la mitad del camino entre la fundación del nuevo discurso revolucionario, la vitalidad cultural, la apertura del debate, y el inicio de un viraje político que hizo de la producción artística e intelectual una cuestión de Estado con lo que Ambrosio Fornet (2013) calificó como «el quinquenio gris»; es decir, entre Palabras a los intelectuales, en 1961, y el discurso de clausura del Primer Congreso de Educación y Cultura, en 1971.[vii]
Por ello, el ensayo desde su estructura literaria es también una toma de posición con respecto al debate del socialismo y el papel de los intelectuales y artistas en la construcción de este. En primera instancia, el texto fue concebido como una carta, lo que le permitió al Che escribir con la misma soltura y desparpajo que a un «compañero». Según el remitente, la carta a Carlos Quijano pretendía discutir algunas aseveraciones de la propaganda imperialista contra el socialismo cubano, pero conforme avanzó en la descripción y el relato de lo conseguido hasta ese momento, Guevara se adentró en la polémica acerca del proceso de edificación socialista en la Isla, lo que, al mismo tiempo, implicó una discusión sobre el marxismo, la conciencia y la cultura.
El Che analizó y polemizó, a través de una narración sucinta, desde el proceso insurreccional hasta ese 1965. Lo hizo presentando personajes y situaciones: en la lucha guerrillera el pueblo era todavía «una masa dormida» (Guevara, 1977b). En la guerrilla —la vanguardia armada del proceso político en la lucha contra Batista—, la fuerza de cada combatiente, de manera individual, resultaba indispensable, pero tras el triunfo irrumpió un personaje «que se repetirá sistemáticamente: la masa» (255).
Es importante reparar en la caracterización de la masa-pueblo en cuanto «personaje», porque así el Che iba narrando no solo una historia, sino también un «extraño y apasionante drama», es decir, una puesta en escena. Así la fue construyendo y señaló, como si se tratara de actos, algunos momentos en los que la masa, «ese ente multifacético», apareció con fuerza y ocupó un primer plano: la Reforma Agraria, la victoria en Playa Girón, la lucha contra el bandidaje y la Crisis de Octubre. Guevara armó el relato-carta-puesta en escena en un tono relajado que, sin embargo, fue in crescendo.
Esta manera de narrar se relacionó, íntimamente, con la idea de epopeya, de sacrificio y heroicidad que todos los implicados requerían para la construcción del socialismo. Fidel Castro apareció también como un personaje cuyo liderazgo era fundamental para dialogar con el pueblo. La descripción de esa comunicación entre vanguardia y masa, realizada por el Che, resultó elocuente:
En las grandes concentraciones públicas se observa algo así como el diálogo de dos diapasones cuyas vibraciones provocan otras nuevas en el interlocutor. Fidel y la masa comienzan a vibrar en un diálogo de intensidad creciente hasta alcanzar el clímax en un final abrupto, coronado por nuestro grito de lucha y de victoria (256).
El Che logró, en muy pocas líneas, crear una imagen basada, paradójicamente, en sonidos, en vibraciones. Fidel y el pueblo representaban «diapasones» que «vibraban», cuyo «clímax» era el «grito de lucha y victoria». Dentro del texto, esta imagen funcionó como música de fondo y lo que vibraba no era sino las sensaciones desatadas por ese diálogo. En esa dirección, entró en escena un personaje esencial: el individuo que iba transformándose en «hombre nuevo».
Desde luego, esa transformación no era lineal ni estaba exenta de contradicciones, y debía considerarse que la construcción del socialismo cubano era novedosa y tenía problemas concretos. De ahí la necesidad del Che de señalar que el socialismo cubano era apenas una fase de «transición» que no había sido contemplada por Marx. En ese sentido, uno de los peligros anotados por Guevara fue el de la separación entre la institucionalidad revolucionaria y el pueblo, un posible desfase entre ambos, si no se potenciaba la conciencia revolucionaria.
Esta ocupaba un lugar fundamental no solo como elemento político y cultural sino también económico que tenía la finalidad de «ver al hombre liberado de su enajenación» (262). Mediante ella, el ser humano podría reconquistar su «naturaleza», pues así se llegaba al «trabajo liberado y la expresión de su propia condición humana a través de la cultura y el arte» (263). El trabajo liberado y el arte no solo eran el resultado de esa conciencia, también significaban elementos potenciadores de ella y, por lo tanto, de la posible desenajenación.
El artista y el intelectual revolucionarios eran los que se alejaban de la «simplificación» o, en otras palabras, de aquello que «entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios» (266). Por esa razón, formuló que «la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios» (267). El enunciado ha sido interpretado de diversas maneras, pero no puede leerse sin contemplar la aseveración de que los revolucionarios necesitaban de «audacia intelectual» para enfrentar las complicaciones del proceso. Es decir, lo «auténticamente revolucionario» no estribaba en la adscripción a la Revolución, o incluso en haber participado en la lucha armada, sino en la invención de mecanismos que posibilitaran un mayor desarrollo de la conciencia socialista, en la «audacia intelectual», capaz de alejarse de la docilidad al «pensamiento oficial» (268).
En otros términos: de edificar una teoría desde la escuela del hacer que, además, se afincara en los «grandes sentimientos de amor» que guiaban al revolucionario auténtico. Audacia intelectual y sensibilidad se convertían así en los pilares de una conciencia revolucionaria que podía superar esa fase de transición y crear al hombre nuevo.
Finalmente se debe señalar que la imagen del hombre nuevo, cuya «arcilla fundamental» era la juventud, apareció como la síntesis y la coronación del grito de guerra y victoria que tuvo una chispa de humor cuando el Che se despidió de Quijano: «Reciba nuestro saludo ritual como un apretón de manos o un “Ave María purísima”». La trayectoria intelectual de Guevara ofrece la oportunidad de pensar la idea de Revolución como un proceso en constante edificación a partir de la conciencia de la posibilidad de cambio, de las relaciones humanas, de sensaciones.
Es decir, el Che pensó y ayudó a construir un proyecto revolucionario que, en términos de Raymond Williams (1977), representa una estructura de sentimiento que potencia y cultiva lo mejor del ser humano. Como ha señalado Néstor Kohan (2013), Guevara demostró que para hacer la Revolución no bastan simplemente las ideas y los argumentos teóricos: También juegan los afectos, las sensaciones, la imaginación, la confianza en los compañeros y compañeras, los compromisos y valores vividos en carne y hueso y la estructura de sentimientos construida hasta en el rincón más íntimo de cada subjetividad por la hegemonía de la revolución (25).
Cuando Jean Paul Sartre definió al Che como el ser humano más completo de su época, lo hizo pensando en esa comunión entre el accionar, el pensamiento y los sentimientos cultivados por el comandante del Ejército Rebelde con el que conversó en alguna noche de 1960. Porque en él, en su imagen, se proyectó, al decir de Iván de la Nuez (2007), «la lectura más radical de América Latina» que condensó en sí misma la historia cultural y política del continente. Alberto Manguel (2011) se preguntaba si podíamos «leer la política como literatura», y daba como respuesta la vida de Guevara. Quizá valga la pena, desde la compleja figura del Che, preguntar si la literatura puede leerse también como política.
Ernesto Guevara, como escribió Ricardo Piglia (2005), pagó con su vida la fidelidad a lo que pensaba; para el escritor argentino, el intelectual guerrillero murió con dignidad «como el personaje del cuento de London». Por sus ideas, no a pesar de ellas. Por cómo escribió, y no a pesar de ello, el Che era, según Eduardo Galeano (1989), «la irreverencia de la Revolución». Irreverencia del pensar, irreverencia del decir. Irreverencia cultivada desde la literatura. Guevara fue como fue y actuó como actuó gracias a ese ethos literario que contribuyó a pulir su voluntad con delectación de artista dentro de y para la Revolución.
***
Texto publicado en Revista Temas No.100-101: 204-211, octubre 2019-marzo 2020.
Notas:
[i] Las listas de lectura pueden consultarse en Guevara (2006; 2012a).
[ii] El intercambio epistolar entre Guevara y su madre, así como la comunicación sostenida con Tita Infante dan cuenta del significado profundo de los viajes y la influencia que estos tuvieron en la transformación del Che.
[iii] Hay análisis valiosos que han explorado la configuración literaria de Guevara, entre los que destacan Che Guevara. Pensamiento y política de la utopía, de Roberto Massari (2004); «Ernesto Guevara, rastros de lectura», de Ricardo Piglia (2005); Che entre la literatura y la vida. Notas para el corazón y la memoria, de Julio. M. Llanes (2011) y «Relatos para una revolución potencial. Las crónicas testimoniales de Che Guevara», de Jaume Peris Blanes (2015).
[iv] El libro Polémicas culturales de los 60, compilado por Graziella Pogolotti (2006) resulta de una enorme valía para entender las líneas del debate y los posicionamientos que hubo en la ciudad letrada cubana.
[v] Guillermo Almeyra (1997), en «El redescubrimiento del Che», caracterizó el pensamiento de Guevara con lagunas teóricas basadas en el «voluntarismo económico». También Manuel Monereo (2001), en Con su propia cabeza. El socialismo en la obra y la vida del Che, señaló que el análisis del Che acerca del socialismo fue «excesivamente ideologista». Ambos análisis, sin embargo, pasan por alto la necesidad de teorización por la que Guevara apostó y que demostró, al mismo tiempo, el carácter intelectual y político del proceso de construcción socialista en Cuba.
[vi] Por supuesto, uno de los análisis imprescindibles sobre la construcción del socialismo desde una perspectiva de Guevara es el que elaboró Fernando Martínez Heredia (2010) en Las ideas y las batallas del Che.
[vii] Por lo extenso de la polémica, es imposible tratar el tema en estas líneas. Al respecto valen mucho la pena las investigaciones llevadas a cabo por Liliana Martínez Pérez (1992) Intelectuales y poder político en Cuba. La «intelectualidad de la “ruptura”» y «el proceso de rectificación»; y Los hijos de Saturno. Intelectuales y revolución en Cuba (2006); así como Alberto Abreu Arcia (2007) Los juegos de la Escritura o la (re)escritura de la Historia, y Jorge Fornet (2013), El 71. Anatomía de una crisis.
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