Entrevista publicada en El Correo de la UNESCO correspondiente a agosto de 1990.
Usted ha escrito muchos ensayos y en particular un libro, Hombres y engranajes, sobre el papel deshumanizador de la ciencia, sobre la «robotización» y la «cosificación» del ser humano por la técnica. Tras haber consagrado parte de su vida a la actividad científica ¿qué lo llevó a ese cambio de actitud?
Aunque mi formación fue la de físico y matemático, universo en el que me refugié por ser una especie de «paraíso platónico», abstracto e ideal, un refugio lejos del caos del sistemas puros del mundo, rápidamente comprendí que los científicos y su fe ciega en el pensamiento puro, en la razón y en el Progreso, generalmente escrito con mayúscula, olvidan cuando no desprecian aspectos fundamentales del ser humano como el inconsciente, los mitos que están en la raíz del arte, todo lo que forma el «lado oscuro» del ser humano. Descubrí en el romanticismo alemán, pero sobre todo en el existencialismo y el surrealismo, lo que me faltaba como científico puro: el Mr. Hyde que necesita todo Dr. Jeckill, para ser un individuo completo. Cuando levantaba la cabeza de los logaritmos y los sinusoides, encontraba el rostro de los hombres y con ellos me quedé.
Sin embargo, hay grandes autores contemporáneos que han sabido conciliar su formación científica y la creación…
Sí, es cierto, pero creo que la división hasta ahora irreconciliable entre ciencia y «humanidades» marca profundamente nuestra época. Desde la Ilustración y el Enciclopedismo, pero sobre todo con el Positivismo, la ciencia se ha refugiado en un Olimpo, lejos del ser humano. El reino de la Ciencia y del Progreso ha sido incuestionable durante buena parte del siglo XIX y del XX, y ha relegado al individuo al papel de engranaje de una gran maquinaria. Los propios sistemas puros del capitalismo y el socialismo han favorecido esta visión que puede parecer esquemática porque lo es, tristemente, en la realidad: individuos ahogados en la masa, los misterios del alma reducidos a una radiación físicamente mensurable.
Una corriente filosófica se rebela, sin embargo, ya en el siglo XIX contra Hegel y esa «gran catedral» racional edificada sobre el individuo. Pienso en Kierkegaard, sobre el que usted ha escrito muchas páginas.
Kierkegaard es el primero en preguntarse si la ciencia debe prevalecer sobre la vida y en contestar abiertamente que la vida debe primar. El centro no es más ese «objeto» edificado por la ciencia, sino el «sujeto», el ser humano de carne y hueso. Todo esto culmina en la filosofía existencial de nuestro siglo, desde Jaspers a Heidegger, para quien el hombre ya no es más el observador «imparcial» de la ciencia, sino un yo encarnado en un cuerpo, ese «ser para la muerte» de que hablaba y que está eh la base de la literatura trágica y metafísica, la más alta que puede existir.
Pero no la única…
Claro, no la única, pero en todo caso es la que más me importa, por su dimensión trágica y trascendente. Basta pensar en una obra como Las memorias del subsuelo de Dostoyevski: la más feroz diatriba escrita con un resentimiento casi demencial contra los tiempos modernos y sus valores de progreso.
Sin querer hemos llegado a la literatura…
Nada mejor que la novela para expresar lo que no puede el ensayo o la filosofía: los oscuros dilemas de la existencia, Dios, el destino, el sentido de la vida, la esperanza. Además de ideas, la novela responde con símbolos y mitos, con los recursos del pensamiento mágico. Por otra parte, muchos personajes literarios son tan reales como la realidad misma. ¿Es «irreal» Don Quijote? Si real es lo que perdura, entonces es más real ese personaje de Cervantes que muchos objetos de la vida cotidiana…
¿La literatura explicaría, entonces, la realidad?
Felizmente el arte y la poesía no han separado nunca lo racional de lo irracional, la sensibilidad de la inteligencia, el sueño de la realidad cotidiana. El sueño, la mitología y el arte tienen una raíz común; provienen de la inconsciencia manifiestan, «revelan», un mundo que de otro modo no podría expresarse. Pedir al artista que «explique» su obra es absurdo. ¿Se imagina a Beethoven explicando sus sinfonías o a Kafka diciendo claramente qué quiso decir en El proceso La pretensión de explicar todo «racionalmente» es el resultado de la mentalidad occidental y positivista que caracteriza los «tiempos modernos». Una era en que se ha sobrevalorado la ciencia, el razonamiento, la explicación. Este tipo de cultura constituye apenas un breve periodo en la historia de la humanidad.
¿Cuáles son los signos de nuestra época que lo han llevado a considerarla como el fin de un «gran arco de los tiempos modernos», que comienza a mediados del siglo XIX para terminar en nuestros días?
No hay que confundir las modas literarias con los grandes movimientos de pensamiento. En este formidable y trágico arco hay idas y venidas, hay movimientos laterales o de vaivén, pero lo que es evidente es que estamos asistiendo al fin de una época. Vivimos la crisis de una civilización y de un cierto enfrentamiento entre las eternas fuerzas de la pasión y el orden, entre el pathos y el ethos, entre lo dionisíaco y lo apolíneo.
¿Cómo podrá la humanidad superar esa crisis?
Sólo saldremos de esta angustiosa crisis si rescatamos a hombre que vive y sufre entre el chirrido de los engranajes de esa gigantesca maquinaria que nos está aniquilando. Aunque es bueno recordar, en vísperas del nuevo milenio, que los siglos no terminan para todos al mismo tiempo, al son de un silbato único. En el siglo XIX, cuyo pilar es el Progreso escrito con mayúscula, hay escritores como Dostoyevski y pensadores como Nietzsche y Kierkegaard, que no pertenecen sólo a su tiempo sino que, en medio del
optimismo cientificista, percibieron la catástrofe que se nos venía encima y que luego escritores como Kafka, Sartre y Camus reconocieron.
¿Es esa acaso la razón por la que usted ha negado la existencia de un «progreso» en el arte?
El arte no progresa por el mismo motivo que no progresan los sueños. ¿Acaso las pesadillas de nuestra época son mejores que las de la época del bíblico José? La matemática de Einstein es superior a la de Arquímedes, pero el Ulises de Joyce no es «superior» a la Odisea de Homero. Hay un personaje de Proust, una de esas señoras ridículas, que cree que Debussy es superior a Beethoven nada más que porque viene después. No estoy seguro de los músicos, pero sí de la brillante broma de Proust. Un artista logra cada vez lo que podríamos llamar un absoluto, o un fragmento del Absoluto con mayúscula. Así sea una estatua de la época de Ramsés II, una de esas enigmáticas y formidables estatuas de la civilización egipcia, o una estatua de la época del naturalismo griego o una estatua de Donatello. En el arte, pues, no hay progreso: hay cambios, alteraciones, que provienen no sólo de la sensibilidad de cada artista sino también de la metafísica, explícita o tácita, de la época, de su cultura. Lo que es cierto es que cada época, aunque sea posterior a otra, no tiene por qué ser necesariamente más apta para descubrir esos valores absolutos.
¿No cree usted, entonces, que haya valores estéticos universalmente compartidos?
Hay una relatividad histórica que se traduce en una relatividad estética. Cada época tiene un valor dominante que tiñe todo lo demás según su color. En unas culturas reina por encima de todo un valor religioso, o uno económico o uno teorético. Basta pensar en una cultura religiosa que cree en la eternidad. Para ella es más «verdadera» la estatua de Ramsés II, hierática y geométrica, que una estatua naturalista. La historia demuestra que lo que ha sido considerado como paradigma de belleza en una época no lo es en otra, lo que es paradigma para una cultura negra no lo es en una cultura blanca. Las valoraciones de poetas, pintores y músicos van y vienen, su fama crece o decrece, como en una balanza.
Es posible hablar de la primacía de una cultura sobre otra?
¡Qué lejos estamos hoy de la soberbia positivista y del «pensamiento ilustrado» en general! A partir de Lévy-Bruhl, un sabio honesto que, después de cuarenta años de trabajos, admitió que no hay progreso del pensamiento lógico sobre el mágico, sino que ambos coexisten en el hombre, todas las culturas merecen el mismo respeto. Se ha terminado por hacer justicia a las culturas a las que antes se llamaba peyórativamente «primitivas».
Visitas: 23
Deja un comentario