Alfonso Hernández Catá (1885‐1940) goza —sin duda hoy todavía— de la paradójica fama de los escritores «raros y olvidados» (Sainz de Robles 1971).[i] Español por el padre y cubano por la madre, la doble nacionalidad de Hernández Catá originó probablemente la disolvente por indecisa adscripción del escritor a una u otra de las dos tradiciones literarias implicadas.[ii] Infancia en Cuba, juventud en España, su definitiva entrada en la carrera diplomática como representante de Cuba ya a partir de febrero de 1909 y que lo llevaría desde Le Havre hasta Río de Janeiro, donde muere, pasando por Birmingham, Santander, Alicante, Madrid, Lisboa, de nuevo Madrid, Panamá y Santiago de Chile, ha acabado sin duda precipitando el aludido borramiento.
Entre las numerosas semblanzas del autor —mayoritariamente semblanzas— cabe destacar que, ya en 1942, el crítico puertorriqueño José Balseiro observaba que «al hablarse de la novela y del cuento hispanoamericanos no se mencion[a] siempre el nombre de Alfonso Hernández Catá» (1942:46), y para recalcar la injusta omisión citaba las autorizadas palabras del austríaco Stephan Zweig entonces desterrado en Brasil, referidas al universal amigo Hernández Catá: «¿quién, en resumidas cuentas —preguntaba Zweig— sirve mejor a una nación que aquél que la saca de sus fronteras, que conecta y une su literatura con la literatura del mundo?» (1942:47, subrayado nuestro). En clave estética, el más original servicio prestado a la cuentística —cubana, en este caso— sin duda haya sido el de aquellas errancias fantásticas que literalmente la «sacaron de sus fronteras» realistas y a las que dedicamos las presentes líneas. En 1990, de hecho, en la semblanza de nuestro autor redactada por Salvador Bueno venía a explicarse como infundada la «acusación de hispanismo», precisamente por ser consecuencia de un ejercicio literario original, desprestigiado porque situado fuera del «pintoresquismo», liberado «de ataduras ambientales, de limitaciones nativistas y costumbrismos» (1990:946) propios de las letras cubanas de entonces.
Ante lo que el propio Hernández Catá denominaba «esa aparente falta de cubanismo» reprochada a su obra, y consideraba «una de las heridas de [su] ser moral» (citado en Bueno 1990:947), se entiende mejor que en 1996, en una empresa mezcla de ponderaciones críticas y homenaje —aunque sin duda también motivada por un deseo de auto‐recentramiento identitario y auto‐rescate— la profesora y escritora cubana Uva de Aragón, nieta de Alfonso Hernández Catá, exiliada en Florida desde 1959, publicara la monografía titulada —previsiblemente— Alfonso Hernández‐Catá. Un escritor cubano, salmantino y Universal.
La implícita cuestión del canon proyectada aquí sobre el vasto telón de fondo de los nacionalismos, las ideologías, las políticas culturales y otras preocupaciones identitarias,[iii] ha de referirse ahora a la parcela fantástica de la producción cuentística de nuestro autor, la que ejemplifica el descolocamiento estético antes evocado, dando fe, al margen de un realismo stricto sensu, de un universo de «viscosas tinieblas», «zonas abisales, donde agazapados como bestias inmundas, están los malos deseos, las pasiones abortadas, las tentaciones reprimidas, los sentimientos inconfesables» que «fascinan como filtros maléficos» (Serpa 1946:73‐74); «hechos insólitos, extraordinarios, que no poseen una explicación racional aparente», pues «lo maravilloso convive con el hombre; día a día lo ofusca, lo desespera. Y ésta es la raíz de lo fantástico» (Febles 1981:173 y 202); «verdaderos mundos aparte» (Cabrera 1989:492); «la tendencia hacia lo fantástico y lo fabulístico» (Martínez Arnaldos 2001:315); historias «más o menos fantásticas […] habitadas por personajes peculiares y marginados» (Koch 1996:s/p); «un regodeo casi científico en lo morboso y cierta melancolía fatídica» (Garrandés 1995:2227), «una especie de imaginario de lo queer» (Garrandés 2005:s/p).
Entre los modelos literarios cuya pregnancia en los cuentos borderline y fantásticos de Hernández Catá más reconocibles trazas ha dejado, deben mencionarse a Herbert G. Wells de quien tradujo en 1919 El país de los ciegos y otras narraciones, y cuya explícita reminiscencia encontramos en su cuento «El ciego» de 1933 (en Cuatro libras de felicidad), como también y sobre todo a Guy de Maupassant y Edgar Allan Poe. El primero, por los relatos situados en la confluencia de la extrañeza psíquica y lo sobrenatural, donde síntomas de la locura y signos de lo fantástico se confunden como en su pieza maestra «Le Horla». El segundo, por una obra toda ella magistral que, apoyada en algunos datos o hipótesis de la ciencia, reordena imaginariamente las proyecciones de un universo interior que se desvela en su fantástica extrañeza. De Poe, por cierto, de diez de sus famosas Narraciones extraordinarias fue traductor Hernández Catá en 1908, y en la «Breve noticia sobre el poeta norteamericano Edgar Pöe (sic)» que abre su versión castellana, opinaba nuestro autor:
Poe es el poeta de lo inquietante, de lo truculento, de lo maléficamente milagroso, de lo enormemente terrorífico, de lo macabro, de lo anormal, y ha impresionado nuestro ánimo con las más artísticas sensaciones de intranquilidad, de presentimiento y de miedo.
Poe […] cimentó sobre la verdad científica ya conocida un bello castillo ilusorio de verdades probables, entrevistas por su lúcida mentalidad profética (1908:6).
Como explica Gwenhaël Ponnau en su conocido estudio La folie dans la littérature fantastique, en la época de Poe, «les enseignements [de la psychiatrie] ont pour principal effet de révéler, mais aussi de creuser le mystère de l’esprit humain» (1997:44), y por esa precisa brecha se adentró Poe, desarrollando «une esthétique parfaitement contrôlée du délire» (1997:53). «Mucho se avanza —diría Hernández Catá en su momento— pero los problemas se multiplican y forman en torno a cada minúscula certidumbre inmensos bosques de misterio» (1931:18‐21).
En la diversa y dispersa obra de Hernández Catá (novelas, novelas cortas, cuentos, dramas, poesía, artículos periodísticos y una copiosa correspondencia[iv]), de un total de nueve volúmenes de cuentos publicados por el autor entre 1907 y 1933 sobresale el titulado Manicomio (1931), por su contenido más orgánico en torno a lo que Hernández Catá llama «los universos excéntricos, donde la quimera posee a las almas en patético sucubato» (1931:13), y con ilustraciones del gallego Arturo Souto Feijoo[v] «que parecen brotadas de una mente esquizofrénica» (Bueno 1990:942). La locura, se entiende, es aquí el tema central, la extrañeza de origen psíquico, y el proyecto tácito del libro tuvo que ser el de conducir hasta sus últimas consecuencias unas obsesionantes exploraciones de los abismos del alma inauguradas en sus Cuentos pasionales (1907), expandidas en los cuentos que forman Los siete pecados (1920) de los que retomó no menos de ocho para incorporarlos —internarlos— en su Manicomio, y que rebrotan, aisladas, tanto en Una mala mujer (1922) como en La casa de fieras (1922), entremezcladas aquí con el proyecto fabulístico, o aún en Piedras preciosas (1927). Después de la publicación de Manicomio persiste el interés, si bien enrarecido, por las declinaciones de la anormalidad en Cuatro libras de felicidad (1933), así como en los cuentos sueltos «La niña débil» (1930), «La cara perdida» (1936), «Aquel espejo» (1937) y «Casa de novela» (1938) (ver Febles 1981).
Mostraciones de una escisión radical, invasiva, enervante porque inasible entre realidad y fantasía, vigilia y sueño, normalidad y patología, visión y alucinación, estos cuentos proponen divisar la frontera, percibir la línea, localizar el límite entre razón y locura, o, más aún, sorprender la ruptura, la llamada «decapitación interna, […] rotura del puente intangible entre alma y cuerpo» (Hernández Catá 1931:12), lo que, siempre según Hernández Catá, hicieron «los freudianos» venteando «algunos sueños y pesadillas […] hasta sus madrigueras» (1931:21); o sea, hallar el punto mismo «de tangencia» por el que se produce «la catástrofe» (1931:313), se da el vuelco en la insensatez.
En el «Preliminar» de Manicomio preguntaba Hernández Catá: «¿Por qué caminos se llega a la locura? ¿Cómo se estremece el alma antes de romper las amarras para lanzarse a ese universo nuevo?» (1931:14). En «Mil y un crímenes», el narrador, visitando un manicomio por primera vez, queda impresionado por «un muchacho joven que acariciaba una forma invisible contra la cual se encarnizaba después» (1931:222) e intenta precisamente penetrar «cómo el pequeño mecanismo de su razón sufrió las primeras perturbaciones» (1931:248). La turbación más efectiva del lector se producirá aquí al insinuarse que la muchacha enamorada y traidora escondida bajo la invisible forma quizá «percibe algo de esas caricias, de esas violencias que desde aquí se le tributan» (1931:249). «Pero más vale que calle —concluye el narrador—. Leo en sus ojos que usted no me considera normal» (1931:249). También en «Cámara oscura», visitando un manicomio de mujeres en compañía de su director, postula el narrador:
Ha de haber un instante, una especie de cima exaltada, cuyas dos vertientes sean la locura y la cordura… Figúrese un alma en ese punto, temblando del miedo de caer hacia una vertiente o hacia la otra […]. Si se pudiera llegar a conocer el ápice misterioso […] (1931:69‐70).
Una jovencita recluida narra entonces para el visitante que por un contacto carnal con un escultor, de caricias, besos y hasta desfloración, consumados, eso sí, a través de una estatua para la que ella sirvió de modelo, quedó embarazada y tuvo que abortar. Incumpliendo la desmistificación para la que ha sido convocado en el relato en calidad de experto,[vi] informa el psiquiatra que la estatua y el escultor nunca existieron —aunque sí la desfloración—, que sus padres descartaron para siempre la posibilidad de dicho encuentro y que hasta «[c]riados y amigos pudieran justificar su conducta minuto a minuto» (1931:80). Ante las preguntas ansiosas del narrador, confiesa el médico: «Pensando en ella he creído volverme loco. ¡Yo sí!» (1931:81), pues «ese instante en que un difumino satánico borra la línea de separación entre lo ilusorio y lo real, acaso no logre aislarse nunca» (1931:71).
En «Deberes», cuento que cierra Manicomio, un eminente psiquiatra refiere un caso de doble personalidad hasta entonces bien asumida (el de Sir X, implacable espía de los servicios secretos ingleses y encantador padre de familia), que desemboca en una locura furiosa, seguida de postración vegetativa, y luego de una paradójica lucidez. Tras un «trabajo de reconstrucción […] laboriosísimo» (1931:310), vislumbra el psiquiatra que por obra de «un sedimento secreto que cristalizó lentamente en agujas» (1931:310), éstas «concluyeron por horadar las paredes de los compartimientos estancos tan perfectamente establecidos en su alma» (1931:310), «y la locura lo anegó todo, expresándose en una carcajada comparable al chirrido del alma al desprenderse de la cremallera del cuerpo» (1931:313).
Sondear el límite, desvelar el instante misterioso en que sucede lo propiamente impensable que es propiamente indecible, a lo menos mediante la coercitiva sintaxis de la razón, equivale, en los cuentos de Hernández Catá a la revelación necesariamente angustiosa de una contigüidad porosa por la que se penetra de lleno en lo Unheimlich, que es aquí el inhóspito hogar de la razón misma; disonante razón que, como diría Michel Foucault, a la par que positivamente camina hacia «l’éternelle lumière», «introduit aux ténèbres et au monde interdit» (1995:92). En Manicomio, un relato como «Atentado» —uno de los más logrados del conjunto, por su alto grado de ambigüedad— emite, desde el triple exilio del manicomio, de la cárcel en la que se halla el personaje, y de la mente alienada, la experiencia de una supuesta transmigración de alma (la de un anarquista activista) a cuerpo (el del narrador y modesto jefe de estación). La relación, «dans sa nudité insolite et brutale» (Ponnau 1997:94), expuesta en primera persona por el protagonista, sin comentario ni marco que establezca la genealogía del texto, mira a argumentar:
[…] le caractère supranormal afin d’écarter, du même coup, l’hypothèse non moins angoissante de son éventuelle folie. Entreprise condamnée à l’échec tant le langage se révèle incapable de circonscrire et de représenter une aventure dont l’authenticité, garantie par la seule parole d’un narrateur qui est aussi un personnage, est nécessairement sujette à caution (Ponnau 1997:94).
Altamente metafórico, «Atentado» activa un complejo juego de espejismos para expresar la separación y la exclusión inherentes la alienación; juego en el que el lector, primero voyeur parapetado por la seguridad de no ser como el otro, percibe poco a poco reflejos que le devuelven la imagen‐mueca de su propio yo disfrazado:
[Soy] el señor que no sé quien es, como antes fui «el otro», ¡el que ojalá nunca hubiera sido! […] Pero el otro, el terrible otro, el que ordena, el que me ha traído aquí, el que me impide descubrir el secreto, vió mi cuerpo vacío y se refugió en él […], ocult[o] dentro de lo que queda de mí, me tom[a] por disfraz […] sin que yo pueda oponerme a esa usurpación (1931:102‐ 103).
En «Atentado», Hernández Catá logra pues escenificar lo que Foucault designaría como esa «invasion sourde, venant de l’intérieur» (1995:91), un «bâillement secret de la terre» (1995:91) que es la invasión misma de:
l’Insensé qui place l’Autre monde au même niveau que celui‐ci, […] de telle sorte qu’on ne sait plus si c’est notre monde qui se dédouble dans un mirage fantastique, si c’est l’autre, au contraire, qui prend possession de lui, ou si finalement le secret de notre monde, c’était d’être déjà, et sans que nous le sachions, l’autre (1995:91, cursivas del original).
Asignada a lo distante como «absolue différence» (Foucault 1995:92) o «dernière de toutes les exclusions» (Serres 1968:175), la locura, lo entendemos ahora, persiste en la proximidad de lo mismo, lo uno, puesto que es «de l’intériorité même de la pensée que la folie sera chassée, récusée, dénoncée [… comme] possibilité menaçante au cœur de l’intelligible» (Derrida 1967:74 y 85); o aún, según el cuento «El mal barquero»: «las sombras no venían en realidad del universo exterior, sino de dentro» (Hernánez Catá 1931:52‐53). Así, lejos de aparecer como expresión de una excepcionalidad, lo fantástico se da en personajes «divisés et déchirés, à la fois bourreaux et victimes» (Ponnau 1997:165), «tantôt incapables de se reconnaître comme étant eux‐mêmes la source [des] aberrations, tantôt conscients d’en être, malgré eux, les agents» (Ponnau 1997:165), y aquejados de lo que Ponnau llama «le syndrome du fantastique» (1997:165). Como ocurría en el universo psicopatológico de las posesiones y/o desposesiones de sí de un Maupassant, la amenaza fantástica o lo inexplicable no han de ser artificialmente suscitados, sino que emergen en estos cuentos de Hernández Catá de la vida cotidiana, de los excesos de lo plausible: «En torno nuestro —comentaba el autor en un artículo de 1908— fuerzas que escapan a los medios del humano conocimiento sorprenden nuestra vida normal con fenómenos inexplicables; […] abismos que circundan nuestras más vulgares certidumbres […]» (citado en Febles 1981:202). En Hernández Catá, los territorios de la locura se muestran pues como supuestas «tierras de nadie, situadas en las trincheras enemigas, en las cuales ni la locura ni la razón rigen» (1931:21), que resultan ser ominosas tierras de todos, «[p]orque todos tenemos algo de locos» (1931:22). Así, a exclusión de «El misterio del María Celeste», relato que apunta unívocamente hacia lo sobrenatural postulando —mediante la reticencia retórica ante los llamados «modos de conocimiento y acción aún arcanos» (1931:197)—, el potencial explicativo del espiritismo, todos los demás cuentos de Manicomio son cuentos que realizan «l’osmose» (Ponnau 1997:94) del mundo de lo fantástico y de lo psicopatológico, por instalarse en la ambivalencia de la tesis probable (a veces probada) de lo sobrenatural y de la posibilidad (tantas veces decretada) de la locura. Así, podemos mencionar «Otro caso de vampirismo» (1907) permeado por la tremenda ambigüedad de los amores perversos, la inexplicable enfermedad y muerte de ella y el suicidio de él, «cuyo estudio antropométrico […] acusó el mentón saliente, los labios en extremo finos, las aletas de la nariz vibrátiles, y el pabellón auricular levantado» (1920:71); «La media muerte» (1920) en Los siete pecados, historia de los hermanos gemelos Duffy siempre unidos en vida, separados por la muerte, que emprenden el insolente desafío de un reencuentro en el más allá; «La mala vecina» (1920), siempre en Los siete pecados, que no es sino la muerte misma, que arrastra a un niño aterrorizado por ella; «El límite» (1922) en Una mala mujer y en el que un mozo mordido por un perro y enfebrecido determina darse un tiro infiriendo, desde la ambigua mirada de la madre, la posibilidad de su metamorfosis en lobisón; como también «Cuento de misterio» donde «jugando al fantasma [el protagonista] termina volviéndose fantasma» (1927:221); así como «La carta», «Cuento de miedo», «Cuento de amor» (1927) en Piedras preciosas; o aún «Venganza», «El ciego», «El gato» y «A muerte» (1933) en Cuatro libras de felicidad.
Basados en lo que en otro lugar Hernández Catá llamaría las «misteriosas osmosis entre arte y vida» (Febles 1982:143), estos cuentos dejan así perfilada, ficcionalmente, la compleja e inquietante tesitura de un universo donde se hacen presentes soluciones de continuidad y de vértigo: «La imaginación [y] la facultad de fantasía que, distorsionada constituye la locura […] son las botas de siete leguas del entendimiento» (Hernández Catá 1931:17), «que saca[n] al hombre de sí, multiplica[n] sus ámbitos y le abre[n] en todos los problemas el acceso a las dimensiones extraeuclidianas» (1931:246).
Así, al consignar la locura en el recinto separador y excluyente – abismante– del Manicomio, Hernández Catá coloca a sus personajes en la única perspectiva consentida (porque enjaulada) desde donde proferir aquellos secretos disimulados «al humano conocimiento» y a sus «vulgares certidumbres» (citado por Febles 1981:202), y dar voz a lo intolerable ya sea mediante «un idioma monologal que hasta en las apariencias más sencillas de diálogo guarda un hermetismo lleno de desprecios o de iras» (Hernández Catá 1931:13). O sea mediante un idioma autóctono que, de este lado de la razón, no deja más que sus huellas de evadido y exiliado. Por ello, en el normado caos y el silencio fabulador del Manicomio, cualquier desciframiento es un acto transgresivo, invariablemente abocado a la huida de sí o a los desvanecimientos de la identidad: des‐quiciamiento del sano juicio en el loco, porque «vidente moviéndose entre imágenes para los demás invisibles […], [a]ntena viva, recibe ondas emanadas desde regiones inexploradas aún por la razón» (1931:13), y extravío del visitante, errante por los pasillos del asilo de la sinrazón que —como el espejo del cuento «Aquel espejo»— reflejan lo reprimido, «muestra[n] al hombre […] tal y como éste no se quiere ver, lo desnuda[n] en su intimidad» (Febles 1981:198): «Al primer golpe de vista —dice el texto– uno no se reconocía y daban ganas de volverse a buscar detrás la otra persona reflejada» (Hernández Catá 1982:114).
Ahora bien, cuando, en su propósito de nombrar lo imposible, la verdad poética declara la locura del único testigo de lo indecible, declina la fantasticidad del texto. El diagnóstico del desvarío, de hecho, enfocando los acontecimientos insólitos tan sólo como «les produits quasi mécaniques d’un désordre mental» (Ponnau 1997:24), restituiría el relato al campo del realismo. Así, como lo observa Denis Mellier: «Toute lecture de Poe ou du Horla de Maupassant qui tranche en faveur d’une psychose du narrateur, celle‐ci contaminant la fiabilité du point de vue narratif, annule la fantasticité du texte» (1999:120). Cabría entonces argumentar que «ce n’est pas le texte qui s’éloigne du fantastique, mais plutôt le système de lecture et d’interprétation qui lui est appliqué» (Mellier 1999:120). Fue precisamente el prisma de la lectura psiquiátrica el que adoptó el oscuro comandante y psiquiatra español Antonio Vallejo Nágera (1889‐1960), filogermánico jefe de los Servicios Psiquiátricos del Ejército franquista y autor de Eugenesia de la hispanidad y regeneración de la raza (1937) o Biopsiquismo del fanatismo marxista (1939) en su estudio «El Manicomio de Hernández‐Catá»:
Inmediatamente que Hernández‐Catá intenta introducirse en el terreno doctrinal psiquiátrico comienzan los tremendos disparates científicos […]. Se ajustaría a la realidad clínica si el escritor tuviera las suficientes nociones para diferenciar una psicosis sintomática de una neurosis obsesiva […]. Creemos que todo es fruto de la poderosa imaginación del escritor: es lástima que [su] incultura psiquiátrica le haya llevado a desatinar (1950:124, 127‐128 y 130).
Contra la dualidad opositiva de las visiones, propugnada por un Vallejo Nágera, contra el desgarramiento y la separación, Hernández Catá privilegia la ambigüedad de la lectura del mundo, una aproximación dialógica y diatópica de lo real y de lo irreal. Patente en los cuentos comentados, un constante dialogismo atraviesa, por cierto, las obras más diversas de este autor (aquí la locura, pero también, en otros escritos, la homosexualidad, lo racial, el género)[vii], fundando una poética de la diferencia (en sentido inclusivo), un sistema (moral) de tolerancias mutuas, que abre ventanas sobre sí y sobre la alteridad, o sobre el otro en sí.
Esta indefinición —y no en vano en el «Preliminar» de Manicomio la locura es llamada «sirena fúnebre» (1931:12)— paradójicamente restituye la integridad del sujeto y es, quizá, para Hernández Catá, la mejor manera de combatir el ostracismo y traducir la condición propia: la del escritor de lo fantástico y realista, y la del hombre cubano, y salmantino y universal.
***
Tomado de GUPEA.
[i] Tras un demoledor retrato, Sainz de Robles concede que Catá es «uno de los mejores cuentistas de las letras castellanas contemporáneas», «comparable al uruguayo Horacio Quiroga, al mejicano Rulfo» (1971:153 y 155).
[ii] Testimonio paradigmático de esta condición desarraigada y/o ambivalente: Felipe B. Pedraza Jiménez lo incluye en ambas historias de las literaturas española e hispanoamericana.
[iii] A este mismo amplio horizonte ha de remitirse el estudio de Enrico Mario Santí, escritor y crítico cubano exiliado en los EEUU desde 1962.
[iv] Ha sido recogida en parte por Cira Romero (2004).
[v] Por el permiso de incorporar ilustraciones de Souto Feijoo para Manicomio, nuestro más sincero agradecimiento va dirigido a: Arturo Souto Alabarce, Matilde Souto Mantecón y Uva de Aragón.
[vi] Es una de las modalidades frecuentes en los relatos fantásticos de la locura (ver Ponnau 1997:98 y siguientes).
[vii] Recordemos los notorios ejemplos de El ángel de Sodoma (1929) o la novela corta «La piel» (1923).
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