Para un teórico endemoniadamente serio como Iuri Lotman, los estudios literarios debían expresarse con carácter científico y garantizar, en su rigor, que la práctica les permitiera constituirse en una ciencia. No era una simple petición de rango, pues percibía a la obra artística como “una estructura funcionante”, “un sistema” que se resistía al análisis a través de “una suma de indicios”.1 Para entenderla en su profundidad, consideraba vital investigarla como un elemento de estructuras de mayor complejidad, como la cultura o la historia. O sea, que toda obra era parte de un contexto más amplio que determinaba o influía en su producción de sentidos y proposiciones formales. Sus estudios acerca de la estructura del texto artístico calan en el tema y aportan claves vigentes para entender y evaluar modos de creación muy posteriores a su etapa de investigación.
En su llamado a hacer de los estudios literarios una ciencia, Lotman reclamaba varios requisitos para los investigadores: amplio dominio del material empírico adquirido independientemente; desarrollar hábitos de pensamiento deductivo a partir de lo elaborado por las ciencias exactas; adentrarse en la ciencia más avanzada de su época para usar sus métodos de carácter científico general; aplicar prácticas propias de otros sistemas modelantes y otras ciencias diversas. Como se advierte en esta relación, todos se ubican en la necesidad de transversalizar disciplinas ajenas a lo literario para indagar en todos los valores del texto. El último de sus exigentes requisitos consistía en “educar en sí mismo el pensamiento tipológico, no aceptando nunca como una verdad definitiva la interpretación a la que está acostumbrado”.
¿No es mucho pedir para el crítico que se gana la vida en el diario transcurrir de sus reportes y no en los lerdos, y a veces autofágicos, laboratorios académicos?
Una somera mirada a nuestro panorama crítico bastaría para advertir que es muy común que las valoraciones se limiten, precisamente, a enumerar indicios y a aceptar como verdad definitiva los escaños simbólicos que la vida extraliteraria ha concedido a los autores. Tan general es la práctica, que en ocasiones agradecemos que, al menos, esa suma de indicios ditirámbicos haya calado en la obra que pergeñan. No se trata de intentos de comunicación, casi siempre elogiosos, para con los consumidores de la obra, sino de un acto ilocutorio en el que el crítico se ve a sí mismo como el dueño del canon, como el conocedor exclusivo acerca del modo mejor de concebir la obra. Y para colmo de complaciente ligereza, ni siquiera se adentran en las variables teóricas de la estética del gusto, con las que pudieran contribuir a por qué puede gustar más una obra que otra, según el contexto en que se manifieste.
Reducir, por otra parte, la obra artística a sistemas de conceptos cuyos significados dependen de referentes intrínsecos y rebuscados, como ocurre en la norma general de nuestras artes visuales de este instante, dependientes de la objetualización y la parodia, no beneficia a su complejo sistema de jerarquías de sentido. La crítica debía estar en condiciones de diseccionar este fenómeno y llamar a capítulo a tantos creadores que pasan por nuestras galerías como Pedro por su casa, sin siquiera un llamado de irónica atención. Solo parece importarles que el mensaje sea crítico y agudo, lo más descomunal posible, asumiendo más una conducta manierista que un legítimo uso de conceptos en función de la expresión semiótica.
Si hay algo más de paciencia en esa somera mirada a nuestro panorama crítico, chocaremos con el extremo opuesto del método: análisis que se vician en la densidad recóndita del entramado teórico, resultado de un malogrado uso del bagaje científico. Son más frecuentes en las artes visuales, en concordancia, acaso, con la filiación algorítmica que determina el sentido de buena parte de esas obras que reseñan. La feroz campaña de descrédito simbólico que se llevó a cabo en el ámbito de la creación literaria, ha conllevado, en cambio, al peligro de extinción del estudio y la crítica teórica, sacrificados a priori bajo el sambenito de “lo metatrancoso”. A estas alturas, la fobia teórica ha suplantado el reclamo objetivo de alimentar la crítica de valiosas investigaciones científicas. Irónica y paradójicamente, los tópicos que han logrado asentarse en un ámbito comunicativo más o menos estable, son aquellos que se limitan a decirnos si la obra es capaz de divertirnos, por lo general a causa de su diáfana expresión, o, por el contrario, si resulta aburrida, en general por causa de la densidad de pensamiento que contiene. Todo ello, sin demasiado riesgo de argumentación por parte de la propia crítica, como si hubiéramos llegado a una comunión idílica entre la ligereza natural de la industria cultural y la aspiración ideal del receptor.
El crítico de artes visuales Maikel José Rodríguez Calviño, revela públicamente en su columna de La Jiribilla una práctica con la que convivimos editores y críticos: muchos artistas exigen leer la crítica, y hasta intervenir en ella, antes de que sea publicada. 2 Insólita deformación del respeto a la creación ajena que se ha ido imponiendo por diversos imperativos de la vida extra artística, amén de que la causa esencial se halle en la publicación que asume la crítica y, más no faltaba, en quien la firme. ¿Admitirán esos mismos artistas que les exigiéramos aprobar su obra, e incluso intervenir en ella, antes de exhibirla, o antes de publicarla?
Y en este avatar de no perder rigor en el análisis crítico –ni la integridad física o moral si nos atrevemos a enumerar lo negativo–, y conseguir al mismo tiempo que algo más de veinte personas comprendan lo expresado, continúa la superpoblación de artistas, escritores y obras, resultado de una política cultural que mantiene a toda costa el hábitat reproductivo. En semejante panorama, se pasa muy rápido de la necesidad objetiva y creativa de la crítica a los imperativos de la cotidianeidad, al sobresalto que excede al entramado del juicio. Optar por ciencia, o surfing hemofílico, interesado, es elección objetiva y de capacidad personal: cada cual, entonces y entre el pesar de los pesares, al color de su gusto, a la altitud de su marcha, o al panglosiano tono de sus posibilidades.
1 Iuri Lotman: “Los estudios literarios deben ser una ciencia”, en: Desiderio Navarro: Textos y contextos 1. (selección, traducción y prólogo), Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1986, pp. 73-86. Las citas y referencias siguientes pertenecen a la misma fuente.
2 Maikel José Rodríguez Calviño: “Críticas al crítico”, en La Jiribilla 856.
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