Texto original publicado en Imán. Anuario del Centro de Promoción Cultural Alejo Carpentier. Año 1. Letras Cubanas, La Habana, 1983
Aunque las manifestaciones de las culturas africanas en nuestra América están presentes en la mayor parte de la narrativa de Alejo Carpentier desde su inicial novela ¡Écue-Yamba-Ó! (1933), la presencia de la esclavitud y el mestizaje en las islas antillanas adquiere, como veremos, singular importancia en El siglo de las luces (1962) en estrecha conjunción con la lucha por la abolición del sistema esclavista a partir de la Revolución burguesa de Francia, en 1789. En ella Carpentier persiste en asumir crítica e irónicamente los procesos históricos. Ésa es su posición cuando escribe esta novela en Caracas, poco antes del triunfo de la Revolución Cubana que ha de definir su ascendente trayectoria ideológica.
En El siglo de las luces disponemos de materiales abundantes para captar elementos valiosos en la concepción histórica de Carpentier. Su enfoque de los acontecimientos de la Revolución Francesa de 1789 y su repercusión en el mar Caribe, haría pensar quizás en una versión conservadora de aquellos sucesos, extremadamente pesimista y negativa. Entre aventuras formidables, en medio de contradicciones, miedos, delaciones, degollinas, sangre y sexo, transcurre la épica extraordinaria que arrastra en su torbellino a Víctor Hugues, el ambicioso de mando, que sería el Investido de Poderes, junto a Esteban, el intelectual cogitabundo, el testigo, reunidos en un París donde la Revolución se ha convertido en una «alegoría de la Revolución», con algo de mascarada trágica, propia de un guiñol.
La revolución burguesa de 1789 está personificada en este comerciante marsellés que es Víctor. A través de su actuación podemos observar el desenvolvimiento de esa revolución en sus sucesivas etapas cambiantes. Víctor será francmasón, ateo, antirreligioso, antimonárquico, en una primera etapa. Penetra así con violencia de huracán en la casona habanera tras un fuerte golpe de la aldaba. Pero esta resulta solamente su primera imagen, su inicial figura. Como bien sabemos, después de destruido el poder feudal —como verdadera Explosión en una catedral— la burguesía sustituye esa explotación por una nueva explotación, la suya propia, que aplica sin escrúpulos. Pero dicho proceso no se efectúa sin profundas contradicciones y luchas internas. Por eso Víctor será radical y jacobino y se acoge bajo la estampa de Robespierre, como más tarde, después de haber cambiado muchas cosas, admira al general Bonaparte y se hará bonapartista para cerrar el ciclo de esta revolución, la burguesa de 1789.
Las transfiguraciones de dicho individuo protagónico se observan perfectamente en un problema de tan profunda complejidad como es el relacionado con el sistema esclavista que las potencias europeas mantenían en América. A bordo del barco que los devuelve a las Antillas, a la sombra de la guillotina[1] que se alza como el emblema de una «puerta», Víctor confiesa a Esteban que lleva el decreto de la Convención del 16 Pluvioso del año ll que disponía la emancipación de los esclavos:
Por primera vez una escuadra avanza hacia América sin llevar cruces en alto. La flota de Colón las llevaba pintadas en las velas. Era el Signo de una Esclavitud que se impondría a los hombres del Nuevo Mundo, en nombre de un Redentor que había muerto —dirían los capellanes— para salvar a los hombres, consolar a los pobres y confundir a los ricos. Nosotros (y volviéndose bruscamente designó el decreto) nosotros, los sin cruces, los sin-redentores, los sin-Dios vamos allá, en barcos sin capellanes, para abolir los privilegios y establecer la igualdad.
Por estas tierras americanas vivían miles y miles de hombres sometidos a la esclavitud, sumidos en la más cruel explotación. La discriminación racial sería consecuencia del esclavismo. «Quien fuera negro, quien tuviera de negro, era para ella (Sofía) sinónimo de sirviente, estibador, cochero o músico ambulante…». «Todos los hombres nacieron iguales», le respondería, en esta ocasión Víctor, que estaba representando su inicial papel. A la isla de Guadalupe traería el decreto de emancipación, sería para muchos el Libertador de los Esclavos.[2] «Con la libertad (aquella libertad, subrayamos nosotros) llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo». La función de la guillotina en la isla recobrada no se aplica solamente contra los realistas y sus aliados ingleses; poco después se ejerce sobre los esclavos manumisos que se negaban a trabajar. «Esteban observaba con alguna extrañeza, por lo demás, que el Comisario (…) no mostraba mayor simpatía por los negros. “Bastante tienen con que los consideremos como ciudadanos franceses”, solía decir con tono áspero».
La mascarada alcanza ribetes de sombría ironía cuando percibimos el destino de los negros desde el decreto del 16 Pluvioso del año II, que proclamaba su emancipación, hasta el decreto del 30 Floreal del año X, que restauraba la esclavitud en las colonias francesas, así como la ley del 5 Mesidor que prohibía la entrada en Francia de cualquier «ciudadano» de color. Bonaparte estimaba que ya sobraban negros en la metrópoli, temiendo que su gran número comunicara a la sangre europea «el matiz que se había extendido en España desde la invasión de los moros…».
Los revolucionarios franceses que habían declarado la desaparición de la esclavitud (en el año II según el Calendario Republicano) no tenían a menos vender los negros a comerciantes holandeses en el año X. Como una sombra cínica por los mares del Caribe navegaba un barco negrero que se llamaba El Contrato Social. En la Guyana Víctor asumiría el papel de perseguidor de los negros, como antes fue su libertador:
El hombre que había vencido a Inglaterra en Guadalupe, el mandatario que no había retrocedido ante el peligro de desencadenar una guerra entre Francia y los Estados Unidos, se detenía ante el abyecto decreto del 30 Floreal. Había mostrado una energía tenaz casi sobrehumana para abolir la esclavitud ocho años antes y ahora mostraba la misma energía en restablecerla. Asombrábase la mujer ante las distintas enterezas de un hombre capaz de hacer el Bien y el Mal con la misma frialdad de ánimo.
Ahora se cambian los papeles. Es Sofía —la «sonriente sabiduría»— la que le indicará al mandatario que «es muy triste empezar esta historia con el restablecimiento de la esclavitud». Ya le había recordado: «más bien parece que todos ustedes hubiesen renunciado a proseguir la Revolución (…) en una época pretendían traerla a estas tierras de América». A todo esto, Víctor replica: «lo siento. Pero yo soy un político. Y si restablecer la esclavitud es una necesidad política, debo inclinarme ante esa necesidad».
Mas la historia de este Nuevo Mundo no se produce, aunque algunos así lo creían, a tenor con los dictadores que envían desde Europa; lo que por acá estalla no tiene su motor en decretos y ordenamientos de origen europeo. La historia de nuestra América está generada por los problemas específicos de estas tierras, no se deriva pasivamente de ideas y criterios foráneos. Como afirmó José Martí: «Ni de Rousseau ni de Washington viene nuestra América, sino de sí misma». En la Guyana, los dignatarios franceses excluidos del poder discrepan sobre las consecuencias del decreto de abolición, alguno de ellos cree que fue «un noble error del humanitarismo revolucionario», mientras que el plantador suizo Seiger les recuerda:
Todo lo que hizo la Revolución Francesa en América fue legalizar la Gran Cimarronada que no cesa desde el siglo xvi. Los negros no los esperaron a ustedes para proclamarse libres un número incalculable de veces». (…) Y con un conocimiento de crónicas americanas, insólito para un francés (pero recordó Esteban, al punto que era suizo), Seiger hizo un recuento de las sublevaciones negras que se produjeron en todas las regiones del hemisferio, en Venezuela, Colombia, Brasil, las Islas del Caribe, etcétera (…) «Bien puede verse —concluía Seiger— que el famoso decreto de Pluvioso no ha traído nada nuevo a este Continente, como no sea una razón para seguir con la Gran Cimarronada de siempre.
Por otra parte, cuando Esteban, cansado y desengañado, logra partir de la Guyana con el propósito de regresar a Cuba —retorno a un régimen desembozadamente colonialista— debe pasar por Paramaribo con el encargo de distribuir unas proclamas con el texto del decreto de abolición de la esclavitud traducido al holandés, que por otra parte había sido revocado ya. Tiene el propósito de echarlo a lo profundo del río. Pero cuando en la ciudad contempla como en el hospital les amputan las piernas a los esclavos acusados de cimarrones, desiste de sus propósitos, y arroja el bulto en medio de una canoa pesquera en la que remaban hombres negros:
Lean esto —les gritó—. Y si no saben leer, busquen a uno que se los lea. Eran los impresos en holandés del Decreto del Pluvioso del año II que el joven se felicitaba ahora, de no haber tirado al agua, como pensaba hacerlo días antes.
Parecía que aquella revolución —que había revuelto tantas cosas y trastornado el orden tradicional— fracasaba, se restablecía todo lo anterior, dogmas, creencias, instituciones. Pero lo que se frustraba allá, podía germinar y fructificar de nuevo por acá, para persistir en la Gran Cimarronada, la de los indios, la de los negros, la de los mulatos y zambos, la de los blancos criollos, todos vinculados en una estrecha campaña a favor de la liberación.
Todo resultaba claro, la presencia de Víctor en Cayena era el comienzo de algo que se expresaría en vastas cargas de jinetes llaneros, navegaciones por ríos fabulosos, trasmontes de cordilleras enormes. Nacía una épica, que se cumpliría en estas tierras, lo que en la caduca Europa se había malogrado.
Dicha coyuntura histórica demostraría que el proceso de emancipación de los esclavos era una empresa que no cesaría, que no podía detenerse ya, que seguiría abriéndose paso en la historia próxima, inmediata, ligada a la liberación de las colonias europeas en América. Como expone Andrés Sorel:
Volverá la esclavitud por poco tiempo, los principios de la revolución alumbraran ya todo el mundo de la post-revolución; el negro ha dejado de ser un esclavo, una clase social infra-humana; el negro ha pasado a integrar su problemática en la problemática de todo hombre explotado por la naciente y prontamente desarrollada burguesía.[3]
Singular interés en esta novela posee un personaje episódico, el mulato doctor Ogé, médico y brujo. Pocos críticos han prestado atención a su presencia en el capítulo primero. Alexis Márquez Rodríguez, apunta que «Su mestizaje (…) no es solamente étnico, de sangre, sino también cultural».[4] Nació en Haití, estudió medicina en Francia y cuando visita la casona habanera llamado a curar a Esteban, emplea fórmulas extrañas para eliminar el asma que padecía el joven habanero. Irónica simbología ofrece ese traspatio donde un busto de Sócrates —ese maestro del racionalismo europeo— está rodeado «de extrañas ofrendas, semejantes a las que ciertas gentes hechiceras usaban en sus ensalmos; jícaras llenas de granos de maíz, piedras de azufre, caracoles, limaduras de hierro». Amigo y compañero de Víctor, Ogé comparte con él ciertas ideas, ambos son ateos, escépticos, mantienen las ideas revolucionarias derivadas del «Iluminismo» francés. Sin embargo, Ogé es adepto a ciertas creencias esotéricas derivadas del vudú. De los diálogos entre Víctor y Ogé, que exaltaban hasta gritar, Esteban extraía algunos conceptos: «Hemos rebasado las épocas religiosas y metafísicas; entramos ahora en la época de la ciencia». «La humanidad está dividida en dos clases: los opresores y los oprimidos» (p.85). Está presente el pensamiento de los enciclopedistas del siglo XVIII, pero muy significativamente Carpentier pone en los labios de Ogé estas palabras: «los gobiernos tienen miedo, un miedo pánico al fantasma que recorre Europa» (p.86). Ante esta mención de la frase célebre de Marx y Engels, afirma Klaus Müller Bergh: «Esta clara alusión (…) en pleno siglo XVIII, y en boca de un mulato que participa en el sublevamiento contra los franceses, no es una inevitable ironía histórica, sino un efecto muy calculado por parte de un novelista consciente del valor de las palabras».[5]
Las discusiones entre Víctor y Ogé se vuelven más fuertes cuando el mulato haitiano defiende ciertos criterios que Víctor consideraba imposible de sostener por un hombre de ciencias, por un médico. Porque el doctor Ogé creía en el poder de las cascadas de las islas del Golfo de Gonave que transformaban a las mujeres que en ellas se bañaban de pitonisas. Por eso, «Ogé no era ateo a la manera de Víctor» (p.95). Asimismo, opinaba que «el hombre había manifestado siempre una aspiración tenaz hacia algo que podía llamarse “imitación de Cristo”, ese sentimiento debía transformarse en un anhelo de superación, por el cual trataría el hombre de parecerse a Cristo, erigiéndose en una suerte de Arquetipo de Perfección Humana» (p.86). Este debate sobre la fe religiosa situaba a los dos amigos en posiciones opuestas, porque como señala Lev Ospovat: «En el fondo, la discusión es sobre la mitología, que para Víctor no es más que charlatanería y para el mulato, hijo de América, caudal de experiencia popular, manantial de tradiciones espirituales que deben reconsiderarse de un modo revolucionario».[6] Y como hijo de América, bien consciente de su destino americano, el doctor Ogé queda en su natal Haití, «porque hay mucho que quemar» y despide a Esteban y Víctor que parten hacia Francia «como si asumiera, de pronto, la representación de un país entero».
Alejo Carpentier explicita en esta, como en otras de sus obras, al lado de muchas elucubraciones conceptuales de muy diverso cariz, un enfoque singular de la problemática sociocultural de «nuestra América» que se produce como resultado de la particular transculturación étnica y cultural que ha ocurrido en estos países, particularmente en la cuenca del mar Caribe y las tierras adyacentes, incorporando muy diversos ingredientes que proceden de distintos orígenes. Los elementos de las culturas africanas trasplantadas a estas tierras americanas por miles y miles de hombres que sufrieron el terrible desarraigo producido por la esclavitud constituyen factores inapreciables en nuestras culturas mestizas: la caudalosa población de origen africano está ligada igualmente a la producción de las riquezas de estos territorios a los que entregaron sudor y sangre durante siglos.
En El siglo de las luces es posible advertir una etapa nueva en la evolución del tratamiento de esta línea temática que realiza Carpentier a lo largo de su producción narrativa. En esta novela —que a mi juicio abre un periodo nuevo en la narrativa carpenteriana— cabe percibir algunos elementos diferentes en relación con sus relatos anteriores. En El siglo de las luces, el negro no aparece como personaje protagónico tal como ocurría con Menegildo en ¡Écue-Yamba-Ó!, el cimarrón en “«Los fugitivos» y Ti Noel en El reino de este mundo. En la obra que me ocupa, aparecen y desaparecen rápidamente personajes negros que no alcanzan relieve en la trama de su acción. Tan solo queda, con marca singular, no la personalidad de un negro, sino de un mulato: el brujo y medico doctor Ogé. De este modo, ingresa el mulato en la narrativa carpenteriana, queda atrás el negro que asoma en las narraciones anteriores. El mulato Ogé —como ya se ha dicho— es mezcla de culturas, amalgama de conocimientos de procedencias muy diversas, que no desecha la suya de origen africano, aunque haya asumido la europea, no se escinde de sus ancestros, pero no se encierra en sus manifestaciones míticas. Mas también Ogé testifica que su destino está ligado al de su pueblo, no apartado de él y su última imagen en la novela lo presenta «como si asumiera, de pronto, la representación de un país entero». Nuestro narrador integra a su obra creadora valiosos enfoques de la realidad múltiple y compleja, extremadamente dinámica, de este continente que Martí llamó «nuestra América mestizas». Esos son los materiales que elabora en sus novelas. Como explicó en Tientos y diferencias: «Ahí en la expresión del hervor de este plasma humano está la auténtica materia épica para el novelista nuestro».[7]
[1] Domingo Pérez Minik: «La guillotina de Alejo Carpentier, en término a El siglo de las luces», en: ínsula, Madrid, abril de 1966.
[2] La imagen de Víctor Hugues que evoca Anna Seghers es predominantemente la del Libertador de los Esclavos. El cuento «Restauración de la esclavitud en Guadalupe» apareció por primera vez en los Cuentos del Caribe de Anna Seghers de 1961.
[3] Andrés Sorel. «El mundo novelístico de A.C.», en Cuadernos Hispanoamericanos. Madrid, febrero de 1965, p.14.
[4] Alexis Márquez Rodríguez. La obra narrativa de Alejo Carpentier. Caracas, 1970, p.166
[5] Klaus Müller-Bergh. Alejo Carpentier. Estudio biográfico crítico. Nueva York, Las Américas, 1972, p.65.
[6] Lev Ospovat. «El hombre y la historia en la obra de Alejo Carpentier». en Casa de las Américas, núm.87, nov.dic, 1974, p.16.
[7] Alejo Carpentier. Tientos y diferencias, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1965, p.46.
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Te invitamos a leer la entrada anterior de esta serie: «Sobre El siglo de las luces de Alejo Carpentier»
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