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Juzgo ocioso declarar el año de mi nacimiento. Se cita el año de llegada al mundo cuando se pertenece a un país donde, en el momento en que se nace, algo ocurre —ya sea en el campo de lo militar, de lo económico, de lo cultural…—. En tal caso la fecha tendría un sentido. Verbigracia: «Cuando nací, en mi patria invadía el Estado tal o era invadida por el Estado más cual; cuando vine al mundo las teorías económicas de mi compatriota X daban la pauta a muchas otras naciones; cuando vine al mundo nuestra literatura dejaba sentir su influencia». Pero no, ¡qué curioso!, cuando en 1912 (ya ven, pongo la fecha para que no queden con la curiosidad) yo vine al mundo, nada de esto ocurría en Cuba. Acabábamos, como quien dice, de salir del estado de colonia e iniciábamos ese triste recorrido del país condenado a ser el enanito irrisorio en el valle de los gigantes… Nosotros nada teníamos que ver con las cien tremendas realidades del momento. Pondré un ejemplo: la guerra de 1914 significó para mi padre una divertida pelea entre franceses y alemanes. Y también un modo de matar el tiempo a falta de otra cosa que exterminar. Papá, en compañía de otros papás, pasaba gran parte del día jurando que los alemanes eran unos vándalos (probablemente nunca se detuvo a pensar en virtud de qué usaba tal calificativo) y que los franceses eran unos ángeles; que Foch era un estratega y Ludendorff un sanguinario. En cuanto a mi madre, a la cabeza de mis tías y de otras parientes, tomaban tan al pie de la letra la inminente caída de París, que veía alemanes hasta en la sopa. Un día, que el cañón Bertha tronó más que de costumbre sobre los techos parisinos, se nos prohibió salir a la calle. ¡Temíamos ser bombardeados!
Me había tocado en suerte vivir en una ciudad provinciana, pero esto que no es cosa grave y hasta positiva, si se sabe que allá existe una capital en toda la acepción de la palabra; significaba, en el caso nuestro, una tal ausencia de comunicación espiritual y cultural que, a la larga, terminaría por encartonarnos. Vivía, pues, en una ciudad provinciana de una capital provinciana, que, a su vez, formaba parte de seis capitales de provincia provincianas con una capital provinciana de un estado perfectamente provinciano. El sentimiento de la Nada por exceso es menos nocivo que el sentimiento de la Nada por defecto: llegar a la Nada a través de la cultura, de la tradición, de la abundancia, del choque de las posiciones, etc. supone una postura vital puesto que la gran mancha dejada por tales actos vitales es indeleble. Es así que, podría decirse de estos agentes, que ellos son el «activo» de la Nada. Pero esa Nada, surgida de ella misma, tan física como el nadasol que calentaba a nuestro pueblo de ese entonces, como las nadacasas, el nadaruido, la nadahistoria… nos llevaba ineluctablemente hacia la morfología de la vaca o del lagarto. A esto se llama el «pasivo» de la Nada, y al cual no corresponde «activo» alguno.
Muchas veces me he preguntado por qué los hombres y mujeres que formaban mi pueblo natal, Cárdenas, no se llamaban todos por el mismo nombre. Por ejemplo, Arturo. Arturo se encuentra con Arturo y le cuenta que Arturo llegó con su hijo Arturo y con su hija Arturo, que su mujer Arturo pronto dará a luz un nuevo Arturo, pero que ella no quiere ser asistida por la partera Arturo sino por la otra partera Arturo, que es la partera de su cuñado Arturo, madre del precioso niño Arturo, cuyo padre Arturo trabaja en la fábrica Arturo…
Y por supuesto, mi familia formaba parte del clan Arturo. No bien tuve la edad exigida para que el pensamiento se traduzca en algo que más que soltar la baba y agitar los bracitos, me enteré de tres cosas lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de las mismas. Comprendí que era pobre, que era homosexual y que me gustaba el Arte. Lo primero, porque un buen día nos dijeron que no se había podido conseguir nada para el almuerzo. Lo segundo, porque también un buen día sentí que una oleada de rubor me cruzaba el rostro al descubrir palpitante bajo el pantalón el abultado sexo de uno de mis numerosos tíos. Lo tercero, porque igualmente un buen día escuché a una prima mía muy gorda que, apretando convulsivamente una copa en su mano, cantaba el brindis de «Traviata». Para no menoscabar la autoridad de la naturaleza me veo obligado a decir que reaccioné en toda la línea. La molesta sensación del hambre la aplaqué saliendo subrepticiamente a la calle y robándome un plátano de la frutería. En cuanto al sexo, mi reacción fue más elaborada, lo primero que se me ocurrió fue buscar un sitio aislado, pero no bastándome la soledad, busqué el concurso de las tinieblas. Un ciego instinto me avisaba que, habiéndome apoderado de la imagen de mi tío, debería, so pena de perderla, sumirla en el rincón más oscuro de mi ser. Pero como yo era un niño de siete años y no un psicólogo, hice lo que hacen los niños en estos casos: busqué la oscuridad física. La encontré en la carbonera; entonces me puse a revolcarme como un desesperado; desesperado, porque ignorando totalmente dónde ubicar el sexo de mi tío en mi cuerpo, sólo acertaba a hacerme una imagen del tío como encimándose pero sin llegar a posarse en algún punto preciso. Pero, ¡oh, poder del centro de gravedad! Ya encontraba el mío, pues la mano fue cayendo hacia el centro de mi cuerpo, en donde mi diminuto e informe sexo, grotescamente erecto, solicitaba el acompañamiento de la mano para regalarme la áspera melodía de la masturbación. A los pocos instantes me sacudió un estremecimiento de placer y entonces supe que todo pasaba en el cerebro, pues el tío, como la roja lumbre de un cigarrillo, me quemaba y desgarraba la cabeza cual si yo fuera el hígado de otro Prometeo.
Mi primera hambre artística la calmé con ese almibarado engaño que el arte pone bajo los ojos de aquél que se le enfrenta por primera vez: me refiero al bocado de la imitación. Tal parece que nos dijese: —«Aquí me tienes; sólo tendrás que parecérteme y entonces tu angustia será calmada, pues otros se querrán parecer a tu demonio…»—. Pero ¡ay!, cada nuevo ejercicio de imitación nos va alejando su rostro y terminamos pisoteados por sus horrendos cascos.
Me encerré en la alcoba de mi madre y sobre mis ropas de niño eché un peinador; puse una cinta en mi cabeza y una flor, de papel al talle. Entonces agarré un búcaro y elevándolo a la altura de mi cara canturreé una y diez veces la poca melodía que se me había pegado del famoso «Brindis». El resto del día lo pasé, como se dice, en religioso silencio. ¿Silencio de los mundos o de qué…?
Claro que no podía saber, a tan corta edad, que el saldo arrojado por esas tres gorgonas: miseria, homosexualismo y arte, era la pavorosa nada. Como no podía representarla en imágenes, la representé sensiblemente: tomé un vaso y, simulando que estaba lleno de líquido, me puse a apurarlo ansiosamente. Mi padre me sorprendió; muy intrigado preguntóme por qué fingía que estaba bebiendo… Entonces le respondí que estaba tomando «aire». Se explica muy bien que simbolizara inconscientemente la nada, si se tiene presente que la materia que se oponía a mi materia no se podía combatir en campo abierto, sino que la lucha se desarrollaba en el angustioso campo de lo prohibido. No hubiera podido salir a la calle y declarar abiertamente nuestra hambre; infinitamente menos confesar, y lo que es más importante, practicar, mi inversión. En cuanto al problema del arte, no era tan bárbara mi familia como para prohibírmelo, pero como en la niñez el futuro artista no lo es, y en cambio, sí es y nada más que pura sensación, sólo atina a abrir una inmensa boca y sufrir las angustias del éxtasis.
Francamente, sigo considerando a La Habana como un sepulcro. Un vasto sepulcro dividido, a su vez, en sepulcros más pequeños. Pero aclaro en seguida que tal impresión sepulcral no tiene nada que ver con la arquitectura de la ciudad; tampoco nace dicha impresión de esas típicas sensaciones de aplastamiento propias de las grandes ciudades. La Habana, por el contrario, es una ciudad grande pero nunca una gran ciudad.
Un aire provinciano se respira todavía en su ámbito y, en cuanto a las gentes, definen de un plumazo que no son moradores de una imponente urbe en virtud de esa falta de distancia privativa de tales moradores. No, si yo digo que la ciudad me sigue pareciendo un vasto sepulcro se debe pura y simplemente a una contingencia privada y personal: me refiero a la miseria. Así; como el Vía Crucis de la Pasión tiene sus Estaciones, así también tengo yo, por la ciudad, señaladas mis tumbas, partes de ese vasto sepulcro, y en el correr de los años y tras una vuelta de algunos pasados en el extranjero, no he logrado que tal impresión desaparezca o, al menos, se atenúe. Y si voy a hablar con mayor franqueza, aunque tenga que enfrentarme con el ridículo, declararé que hasta evito cuidadosamente ciertas calles y ciertas casas, en las cuales estas marcas de la miseria me hicieron padecer más de lo acostumbrado. Pero aclaro también en seguida que si las evito es precisamente porque ni una pizca de delectación hay en mi alejamiento de ellas. Sencillamente las veo como puentes cortados, fragmentos de mi existencia que en nada me religan ni podrían religarme con mi vida presente. ¿Qué tengo yo que ver, por ejemplo, con el Virgilio del año 38, inquilino de un cuarto en la calle de Galiano? Y si, fatalmente, debo pasar por tal lugar, lo observo con la misma indiferencia que todo mi ser asumiría ante el sepulcro de Tutankamen… No podría tener piedad con cadáveres ajenos. Entre estos milenarios también se clasifica el mío de ese año 38.
Decliné una invitación a bailar esa noche y me despedí de mis amigos. Desde Camagüey había escrito a una tía política que viviría en su casa. La había escogido a ella porque, a pesar de su pobreza, vivía a dos cuadras de la Universidad. Un camión de bultos postales me transportó a La Habana.
No tengo que decir que el viaje era gratuito, favor que me hacía un amigo de la infancia y que le agradecí doblemente, pues así me ahorraba los cuatro pesos que, con sumo trabajo, había ahorrado para el ticket del ómnibus. Viajar durante catorce horas en un camión, echado entre bultos —un bulto más— es algo realmente pintoresco: una inmensa tela embreada cubre por entero la superficie del camión y se ve uno obligado a rodar interminablemente con una tienda de campaña sobre la cabeza. Mi amigo el camionero me improvisó en la parte posterior del camión una suerte de cucheta y, con ayuda de dos tablas, suspendió un tanto la lona y así podía ver yo el fugaz paisaje: sabanas o colinas, árboles o palmas, y los eternos verdores de nuestros campos. En suma, monotonía y monotonía…
Pero también monotonía dentro de mí. Cumplida ampliamente la mayoría de edad seguía yo practicando a diestra y siniestra la recitación y la masturbación: yo lo recitaba todo —desde la prosa hasta los versos y me masturbaba tanto física como mentalmente; esta línea de menor resistencia era una mullida almohada adonde mi cabeza se reclinaba impúdicamente—. Expresar los pensamientos ajenos y evadir todo contacto real con el sexo se había convertido, para mí, en una mecánica cotidiana, matizada por el tantalismo que ponía yo en todos mis actos. Si no llegué a chocar con la imbecilidad fue debido a una especie de contra yo que analizaba mis actuaciones; quiero decir que algo me advertía constantemente de la falsedad de mis reacciones y me pinchaba para que saliera del impasse, he ahí por qué viajaba yo en un camión. La Habana me curaría del recitador y del masturbador; aprendería esa técnica impostergable que consiste en contar el sueño de nuestra existencia y, echándome en los brazos del primer hombre, conocería por fin el sexo tal y como yo lo entendía. Tales reflexiones me iba haciendo mientras sus ruedas me alejaban de la provincia y, como quiera que las generalidades llevan a las particularidades, me encontré, de súbito, totalmente erotizado, con el audaz pensamiento de que conmigo viajaban dos hermosos y nobles hombres con los cuales podría poner en práctica mis eróticos ensueños.
Dicho y hecho, aprovecharía la próxima parada del camión en uno de esos descampados que los choferes escogen para escapar un tanto a la angustia del volante, y allí sería Troya… Me ayudaría la Naturaleza —frescas brisas, árboles copudos, si es posible, hasta murmurante arroyuelo y el tibio calor del sol entre los ramajes—. Y también esa otra Naturaleza, la humanidad, y sobre todo, esa de los hombres de los cuales había leído que son, a tal punto sexuales, que desconocen toda discriminación en cuanto a satisfacción sexual se refiere. Sí, todo se conjugaría y, esta vez, me tocaría a mí ser arrojado del paraíso. Hasta ese momento yo era una triste presa del Señor y, sin duda, el diablo quería su parte, me abandoné a endiabladas ensoñaciones: ¡Oh, supremo instante en que el ángel me arrojaría hacia el valle de las lágrimas! ¿Y a cuál de los dos mecánicos escogería yo como instrumento de mi liberación? ¿Sólo a uno o a ambos? Yo había también leído, como se lee en las descripciones de viajes famosos, que en casos desesperados la elección puede ser fatal, que es preciso echar mano a cualquier recurso y que, pararse en pelillos, puede significar la muerte del viajero… Entonces, si no lograba separar a uno del otro, mediante acción rápida, propondría a los dos desempeñar el papel de Adán, y digo Adán y digo paraíso y digo ángel, porque en mi obligado papel de recitador ya me había disparado hacia una suerte de retórica que, por otra parte, iba anunciando que todo pararía en vanas palabras.
Y así fue, lo de dicho y hecho fue dicho y hecho, mas… dentro de mí. A los pocos minutos el camión se había detenido en un lugar punto por punto igual al descrito por mi imaginación. Desde ese instante —inicio de una realidad que yo temía— un sudor frío me inundó todos los miembros: me quedé paralizado y una pierna que dejaba ver su carne fue descubierta automáticamente con una punta de la lona. ¡Ahí estaba ya: templo que se opone a que sea rasgado su velo! Sentí que los mecánicos se acercaban, entonces me tiré totalmente la lona por encima y me hice el dormido. Pero ellos, alegres y riendo ruidosamente, me sacaban del camión y me señalaban un lugar encantador. Tan pálido debí mostrármeles que me preguntaron si me sentía enfermo. Hice que no con la cabeza y salté del camión. Nos internamos en el campo y ya comenzaba a serenarme cuando advertí que mi amigo llevaba en la mano una botella de ron. Me eché a temblar de nuevo: era que la vista de la botella —argumento poderoso para convencer al más reacio y despertar al más embotador— me llenaba de pavor. Así era yo: cuando las cosas llegaban a un plano de inmediato cumplimiento iniciaba la vergonzosa retirada. ¿Adónde habían ido a parar mis audacias de hacía unos minutos? Todo aquel paisaje sensual, todo aquel erotismo bajo una lona, se había diluido y veíame parado como un corredor al que se le ha interpuesto un obstáculo en plena carrera.
Topamos con el inevitable arroyuelo y allí nos detuvimos. El ayudante de mi amigo me miraba de soslayo y advertí en su mirada que me examinaba con la misma curiosidad que un animal cualquiera examina a otro de una especie diferente; sentía que medía su fortaleza por mi debilidad y, a tal punto se sintió protector, que me ofreció por asiento la piedra más pulimentada. En seguida me alargó la botella y me dijo, desplegando una irónica risita, si no quería tomar un poco de agua después del trago. Entonces mi amigo comenzó la consabida charla sobre las mujeres. En menos tiempo del que empleo para contarlo aquí me describieron unos coitos complicadísimos y, aunque mi desconocimiento en materia de psicología masculina era bien superficial, me percaté de que todo obedecía a esa táctica viejísima que consiste en dejar traslucir lo extranormal mediante alusiones a lo normal. Todo ello corregido y aumentado con la inevitable excitación que cualquier relato erótico nos procura. Pero todos sus cálculos fallaron, porque mis inexorables moiras de la recitación y la masturbación se interpusieron y me vi, yo también, imbécil y medroso, relatando unas imaginarias hazañas habidas con docenas de mujeres. Hablé hasta por los codos y tanta «masculinidad» desplegué que ellos se vieron constreñidos a ese desdén calculado que es de rigor entre connotados tenorios. Había fracasado una vez más y mi residencia en el paraíso se prolongaba. Volvimos al camión bajo un silencio de muerte y ya no paramos hasta la entrada de la capital.
Mis primeros contactos en el terreno así dicho del arte los hice con dos tipos de gente en extremo dudosas. Las primeras formaban fila en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras; las segundas eran muchachos inclinados a lo bello, sensibles, amantes de las bellas artes. Unas y otras eran homosexuales y, tras un estudio detenido de las mismas, nunca se podía saber si eran homosexuales porque aspiraban a ser artistas o si aspiraban a serlo porque eran homosexuales. Por otra parte, resultaba algo muy revelador el hecho de que la mayor contribución de homosexuales a los cuadros universitarios fuese dada por la Facultad de Filosofía; ninguna de las restantes facultades podía exhibir siquiera la cuarta parte de los de aquella. Eran muchachos pálidos, nerviosos, que no «perdían» un concierto, que hablaban afectadamente y hacían versos. Me encontré con que todos y cada uno eran poetas, con libro o sin él, que en los patios buscaban ansiosamente a nuevos reclutas, se olían y, reconociéndose, comenzaban por la confesión lírica para llegar abruptamente a la confidencia homosexual. Naturalmente, yo había escogido por carrera la de Filosofía y Letras. ¡Cómo podía no ser así! Entre el corazón anatómico y el poético no podía dudar; me quedaría siempre con el poético. Digo esto porque pienso en nuestra brillante hornada de invertidos líricos estudiando la carrera de Medicina a merced de fríos profesores de anatomía y deportivos muchachos. No, nosotros, con verdadero instinto animal, nos habíamos replegado a la sombra de Minerva: alguno de entre los profesores, quizás, sí nos comprendiese y hasta compartiese nuestras inquietudes…
Y así mismo, para el buen éxito de nuestros insatisfechos ensueños eróticos, nos era imprescindible lo Bello: podrían revirarse los ojos, caer en éxtasis, suspirar, si leíamos un verso de Dante o de Keats; la vista de una lámina que mostrara un vaso sagrado del templo de Amón o el Rapto de Proserpina nos autorizaría a vernos transmutados en el sacerdote o en la diosa… Sí, no podíamos no ser sino estudiantes de Filosofía y Letras, adorar de rodillas la Belleza y coleccionar objetos de arte. Pero quedaba, en esta sospechosa arqueología intelectual, un «renglón» no menos importante. Me refiero a las llamadas «antigüedades», sembradas, regadas y recolectadas por los homosexuales de garçonniere. A poco de haber entrado a una de tales garçonnieres, el amigo que nos presentara al dueño de casa rogaba a éste que nos mostrase su «antigüedad» o «antigüedades». El anfitrión, bajando la vista y lleno de rubor se apresuraba a ponernos delante de los ojos todo lo antiguo de que era poseedor. En el ochenta por ciento de los casos este homosexual de garçonniere era persona muy inculta, pero como se había corrido la voz entre los del oficio que las «antigüedades» eran espirituales, que daba cachet el poseerlas, él se apresuraba a adquirir, por lo menos, una. Además, ocurría algo muy divertido: dichos invertidos se cansaban bien pronto de sus «antigüedades». De pronto se levantaban una buena mañana diciendo que ya no podían pasar frente a la paloma de plata tal, o al plato de porcelana o a los candelabros de bronce sin experimentar un fuerte fastidio. Entonces se llamaban por teléfono y se proponían los trueques más pintorescos. Porque resultaba, con arquetípica frivolidad homosexual, que X se había enamorado de la antigüedad que precisamente daba ya náuseas a Z, y en esto podríase establecer un ajustado paralelismo en lo que a elección y posesión de hombres se refería. Antigüedades y hombres iban y venían por la ciudad, se intercambiaban y a menudo se topaba uno con esto: la antigüedad y el hombre de X, vistos en su casa la semana última los veríamos hoy en la garçonniere de Z, extremo que procuraba un fuerte desasosiego y confusión puesto que no se encontraba en el momento una explicación del fenómeno.
Comprobé entonces que tanto el estudiante de filosofía y letras como el homosexual de garçonniere tenían algo muy en común conmigo. ¡Ellos también recitaban y se masturbaban según todos los matices y en todas las acepciones! No bien plantado todavía en la capital y ya estaba fuertemente metido en el mismo juego. El único cambio radicaba en la variedad; en la provincia yo me masturbaba y recitaba en soledad; aquí, en La Habana, comenzaba a hacerlo en compañía; en compañía dudosa y lacrimosa, llena de corbatas chillonas, de frasquitos de perfume, de antigüedades y objetos de arte… Pero no reaccioné enérgicamente y me hundí, delectablemente, en tales suciedades. Creo que no caí definitivamente porque jamás tuve dinero para obtener ni la antigüedad ni el hombre, y también, así lo estimo, por una suerte de sexto sentido, que me dejaba ver lo ridículo de todo aquello. En este punto podía citar mil ejemplos pero me limitaré a uno solo: visitaba una noche el apartamento de un connotado homosexual que había leído a Milton… De pronto, el amante de turno largó una patada a un tenebrario de palisandro que se dejaba ver en un ángulo. Vino al suelo con gran estrépito, las velas se amazacotaron unas con las otras, el homosexual sufriría crisis de nervios. El colofón de todo aquello fue la expulsión a cajas destempladas del bestial profanador. Las «novedades», esto es, los forzudos y bellezas masculinas, siempre podrían encontrarse al doblar la calle, pero con las antigüedades no había que jugarse… Y aunque tan productoras de hastío como los amantes, tan intercambiables como éstos, llevábanles un punto de ventaja: la antigüedad, habiendo sido automáticamente feminizada por su poseedor, entraba a formar parte de la psiquis del mismo, psiquis que rechazaba todo tipo de procedimientos coercitivos.
Por esos días me topé de manos a boca con un viejo amigo de la provincia. Por supuesto, era amigo del gremio: le había perdido de vista los últimos tres años pues fue agraciado con un cargo diplomático, marchándose a Europa. Era uno de esos seres a los que se puede agrupar bajo la denominación común de «hijos de la decadencia». Decadencia en lo que respecta a pérdida de la fortuna familiar, decadencia espiritual y hasta decadencia física, pues aunque afinados, proporcionados y desempercudidos eran, por esto mismo, unos decadentes. En el caso particular de este amigo había que poner también que, el pobre, era de lo más tonto que quepa imaginar. A más de ser un connotado homosexual de garçonniere, se cargaba con algunas notas muy suyas: la vida de la cultura la limitaba a tres nombres en el arte: Oscar Wilde, Gertrudis Gómez de Avellaneda y el pintor Wintelharter. Por qué caminos arribo a síntesis tan apretada y disparatada es cosa que nunca podrá saberse; yo creo que la única explicación, o en todo caso la más cercana, habría que buscarla en la infinita frivolidad que caracterizaba a todos estos seres. Para ellos, un escritor venía a ser una «antigüedad» más, un capricho, que debía «combinar» y «rimar» en su melodía tonta, tal como debemos combinar en una cámara ciertos colores a fin de que la vista pueda deslizarse placenteramente. De los nombres seleccionados por mi amigo para hacer su camino en la vida el de Wilde era el que se definía por sí mismo; por otra parte, no era él solo quien wildezaba… todos lo hacían furtivamente. Libro de cabecera de estos homosexuales era el Dorian Gray y, para recitar en veladas, la «Balada de la cárcel de Reading»…
Mi primera permanencia en Buenos Aires duró de febrero de 1946 a diciembre de 1947; la segunda de abril de 1950 a mayo de 1954; la tercera de enero de 1955 a noviembre de 1958. Si doy tal precisión es por haber vivido diferentemente las tres etapas.
En la primera fui becario de la Comisión Nacional de Cultura de Buenos Aires; en la segunda empleado administrativo del Consulado de mi país; la tercera corresponsal de la revista Ciclón, dirigida por José Rodríguez Feo. La economía de la primera etapa fue saneada; la de la segunda irrisoria; la de la tercera desahogada.
Llegué a Buenos Aires el 24 de febrero de 1946, día de elecciones presidenciales y día en que salió electo Perón. Durante el trayecto del aeropuerto hacia la ciudad presencié el acarreo de las urnas electorales. Fue este mi primer contacto con Buenos Aires. El segundo lo tuve en un «continuado» (cine de asuntos cortos o documentales). Como no llevaba corbata, el boletero me dijo que no podía entrar en el cine; me ofreció una de las tantas corbatas que para uso del público tenían en el guardarropa. Ya frente a la pantalla no conseguí fijar la atención: una y otra vez me miraba la corbata. En realidad lo que vi lo vi hacia adentro de mí y era un film que bien podría titularse «La corbata asombrosa». Por la noche, conversación con Adolfo de Obieta (hijo de Macedonio Fernández). Nuestra amistad databa del año 1943; él me había pedido una colaboración para su revista Papeles de Buenos Aires. Adolfo, que había adoptado el apellido materno, era todavía joven, sobre todo en la Argentina. Allí tener treinta y tantos años es, no sólo ser todavía joven, sino ser muy joven. Como todo ser humano, Adolfo tenía su marca física. La mía es la nariz grande, ganchuda, insistente. La marca de Adolfo es un ojo (no recuerdo si el derecho o el izquierdo) que se mueve todo el tiempo, o se achica y nos da la impresión de que va a ocultarse de un momento a otro. Yo diría que es un ojo problematizador y uno nunca podría saber si ese ojo problematizaba instigado por el propio Adolfo o si este problematizaba instigado por su ojo. Este ojo y Adolfo (dos personalidades en una sola persona) buscaban el Supremo Bien. Adolfo de Obieta es un santo laico (único modo en este siglo de ser un santo eficaz) que problematiza sobre la existencia o no existencia de Dios y, al hacerlo, manifiesta a Dios a través de su bondad. Ser bueno en totalidad es algo tan difícil de ser que se es casi divino, y serlo casi es casi una prueba de la existencia de Dios. Además, esta bondad congénita de Adolfo tiene su particularidad: Adolfo es un «gaucho» que, hora a hora, totaliza tantas «gauchadas» como cálculos una computadora electrónica. Como la Bondad habita el mismo mundo que la belleza, Adolfo se extasía ante la Belleza. En una ocasión llevó una flor silvestre, de un raro color y forma, a casa de Graziella Peyrou. Durante dos horas asistí a una conversación apasionante sobre la Belleza.
En el momento en que soy presentado a Gombrowicz, estos intrépidos muchachos trabajaban en Ferdydurke a toda máquina. Ya tienen vertidos tres capítulos de la novela. Me sumo al grupo y, como dispongo de todo el tiempo para trabajar en Ferdydurke, Gombrowicz me nombra presidente del Comité de Traducción.
Aquí debo hacer una breve explicación de las relaciones de Gombrowicz con los escritores argentinos. Por intermedio del poeta Carlos Mastronardi, conoce a Borges, Mallea, Sábato, Silvina Ocampo, Capdevilla, Martínez Estrada, Bioy Casares, etcétera. No tuvo mayor éxito con ellos. Profundas diferencias los separaban y, justo es decirlo, el carácter díscolo de Gombrowicz. Por entonces conoció a Obieta, que acababa de fundar Papeles de Buenos Aires. Gombrowicz cedió a dicha revista uno de los cuentos intercalados en Ferdydurke, el que lleva por título «Filimor forrado de niño». Esta narración suscitó vivo interés entre los escritores que se agrupaban bajo la bandera de Papeles. Por otra parte, el contacto personal, la conversación brillante de este escritor, sus paradojas y su punzante ironía, terminaron por crear en torno a él una especie de culto.
Una vez vertida la novela al español había que encontrarle editor. Se la ofrecí a la Editorial Argos, para la cual hacía traducciones. Tuvimos la suerte de que Luis M. Baudizzone se interesara por Ferdydurke y nos prometiera imprimirla. Así lo cumplió y la novela apareció exactamente el día 26 de abril de 1947, con una Nota sobre la Traducción escrita por mí. Esa tarde Gombrowicz, Humberto y yo nos dimos cita en el café El Querandí. De allí iríamos a la Editorial Argos (situada a pocos metros de dicho café) para retirar diez ejemplares de Ferdydurke. Gombrowicz ocultaba su emoción haciendo chistes. Nos contó por milésima vez el derecho al taburete que tenía su abuela en la corte española (sic). Por milésima vez, hizo el relato de su desembarco en Buenos Aires en 1939, imprimiéndole tales acentos épicos que nos parecía estar oyendo la relación del desembarco de Colón en la isla de San Salvador. Finalmente, mirando la hora en el reloj del café, me dijo: «Vamos, Piñera, llegó el momento… Empieza la batalla del ferdydurkismo en Sudamérica». Eran las seis de la tarde.
Llevando él un paquete con cinco ejemplares de su novela y yo otro paquete con igual número de ejemplares, nos encaminamos al Café Rex, en cuya sala de ajedrez había funcionado, por más de un año, el Comité de Traducciones de Ferdydurke. Una vez allí Gombrowicz nos dijo: «Y ahora nos trataremos de tú. ¿Cómo te va, Piñera? ¿Cómo te va, Rodríguez?» Después, tomó un ejemplar de Ferdydurke y me lo dedicó. Reproduzco la dedicatoria porque es un rasgo más de la personalidad gombrowiana, mezcla de mistificación y de seriedad: «Virgilio, en este momento solemne declaro: tú me has descubierto en la Argentina. Tú me has tratado sin mezquindad ni recelos, con amistad fraterna. A tu inteligencia e intransigencia se debe este nacimiento de Ferdydurke. Te otorgo, pues, la dignidad de Jefe del Ferdydurkismo Sudamericano y ordeno que todos los Ferdydurkistas te veneren como a mí mismo. Sonó la hora! ¡Al combate! — Witoldo».
La salida de Ferdydurke no constituyó un triunfo resonante, si por tal se tiene el de la novela best seller. Se vendió discretamente y tuvo una crítica mitad favorable mitad adversa. Entre los escritores argentinos de gran renombre no fue acogida con fervor. En cambio, la novela ganaba adeptos entre la juventud. Poco tiempo después de la aparición de Ferdydurhe en español, se reeditó en Polonia y, para la juventud de ese país, Gombrowicz significó una especie de oráculo.
Cuando Obieta me llevó a conocer a Macedonio vi, en pleno verano, a un hombre emmitouflé, rodeado de cuatro braseros, con puertas y ventanas herméticamente cerradas, que se quejaba del frío. No sé ya por qué salió Brahms a relucir en la conversación. Yo dije esta pavada: «Brahms es la reducción musical de una partitura que se llama Beethoven». Y Macedonio, sonriendo levemente, dijo arrastrando las palabras: «Eso es, Brahmsthoven, casi nada ha faltado para que fuera Beethoven». Después habló largamente de la Judith de Hebbel, de la que parecía entusiasmado. La puso sobre el tapete como sobre una mesa ponemos una copa de cristal de Baccarat —con suma delicadeza—. Dijo que no era un especialista en el personaje bíblico de Judith ni en Hebbel ni en materia de teatro, pero que su admiración por la doble Judith —la de la Biblia y la de Hebbel— era tan absorbente que, siempre que hablaba de ellas, las criticaba con elogio y las loaba con sentido crítico.
Yo encontré en Buenos Aires gente tan culta, tan informada y brillante como la de Europa. Hombres como Borges, Mallea, Macedonio Fernández, Martínez Estrada, Girondo, los dos Romero, Bioy Casares, Fattono, Devoto, Sábato, y muchos más pueden ofrecerse, sin duda alguna, como típicos casos de homme de lettres. Sin embargo, de tantas excelencias, todos ellos padecían de un mal común: ninguno lograba expresar realmente su propio ser. ¿Qué pasaba con todos esos hombres que, con la cultura metida en el puño, no podían expresarse?
Para contestar a esta pregunta me veo obligado a referirme a un artículo mío que, en parte, aclara la cuestión. El artículo se titula «Nota sobre literatura argentina de hoy», y allí observo yo que la literatura argentina más representativa es de carácter tantálico.
Pero, antes de seguir más adelante con el tantalismo, debo explicar la reacción de dos escritores que leyeron dicha «Nota» antes de su publicación. Fueron estos escritores Borges y Sábato. Borges reaccionó rogándome le cediera el ensayo para publicarlo en Anales de Buenos Aires —revista de la que es director—; al mismo tiempo, me hizo saber que aceptaba lo del tantalismo en lo que a él se refería, y por último, a manera de confirmación y soberanía, insertaba en dicho mismo número de Anales, y junto a mi «Nota», uno de sus relatos más tantálicos: «Los Inmortales».
Sábato me expresó que negaba lo del tantalismo si referido a la literatura argentina en pleno. Que el hecho de existir media docena de tantalizadores no sentaba jurisprudencia, y que la literatura argentina contaba con algo más que Borges, Macedonio, Girondo y Mallea. Me dijo enseguida algo muy significativo: que esa generación nada tenía que ver con lo que, según su juicio, constituía la Argentina más prometedora, es decir, la formada por los hijos de la inmigración; que eran estos los que iban perfilando la verdadera cara de la Argentina y que, en su momento, pondrían sobre un plano artístico las distintas realidades del país. A renglón seguido me confió algo que sólo a su persona concernía: «Ellos (se refería a Borges y a Sur) creen que voy a seguir sus pasos, que mi novela será lo mismo que ellos escriben, pero no saben qué sorpresa les aguarda». Aclaro enseguida por qué Sábato se ponía el parche tan a tiempo. Dos años atrás había publicado un librito, Uno y el Universo, en donde, y a pesar de sus tesis y de su propia personalidad, estaba escrito desde A hasta Z con el espíritu de Borges que flota sobre las aguas…
Me parecieron evidentes los argumentos de Sábato y los acepté de buen grado. Sin embargo, le confié que, a mi modo de ver, su generación y la que le iba a la zaga adolecía de los mismos vicios del borgismo, a pesar de tener una apreciación más realista de las cosas.
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Publicado en la revista Unión, Número 10, Año III (abril-mayo-junio) 1990.
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