Palabras de agradecimiento al recibir el Premio Nacional de Literatura
Señoras y señores, amigas y amigos:
Permítanme abusar de la condescendencia y la magnanimidad de ustedes para confiarles algunos hechos y episodios en las palabras de agradecimiento de alguien a quien premian por hacer de la literatura y el periodismo escudos de su existencia.
No digo profesión ni digo oficio porque sin ellos mi vida hubiera sido otra, posiblemente frustrante, lamentable, sin sentido. Más de una vez he intentado descifrar si no fueron auténticos desvaríos de un joven excesivamente imaginativo, cosas de «loco», ciertas decisiones cruciales que tomó el autor y que resultaron ser definitorias, al punto de que tales aspiraciones terminarían convirtiéndose en destino y también en realidad.
Digamos, el primer acto de una obra que comenzó con el desastre que significaba la pérdida de los padres, cuando apenas empezaba a abrir los ojos a la vida.
Desde entonces fueron constantes los conflictos con el tutor, un tío por más señas, a cargo de controlar al muchacho.
Sin embargo, era incapaz de comprender, ni tampoco de identificarse con sus más elementales necesidades, primero que todo, las afectivas, y a partir de ahí quedaba contaminada toda posible relación armónica, así que, ya desde entonces, el niño, primero, y el adolescente, después, aprendieron a cuestionar la autoridad de ese que, supuestamente, era alguien cercano.
Años más tarde, el adolescente pensó que apoyarse en una creencia religiosa sería un remanso. Y fue el momento de iniciar un largo soliloquio porque nadie escuchaba. Acudió entonces a las oraciones por las noches convencido de que Dios, un Dios, sin saber exactamente cuál, tomaría nota de su desconcierto. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba en un callejón sin salida porque al finalizar cada rezo, no sabía en nombre de quién lo pedía. ¿En nombre de Moisés, o de Abraham, o de alguno de los reyes o héroes o profetas judíos, la religión de sus ancestros? ¿En nombre de Cristo Jesús, el Jesús que en el colegio protestante adonde lo internaron debía reverenciar en la iglesia, incluidos los sermones varias noches a la semana y los domingos, y, para saturarlo hasta el tope, las interminables mañanas de lectura e interpretación de textos en la Escuela Dominical? ¿O en nombre de la Virgen de la Caridad del Cobre, omnipresente en la vida cotidiana de los cubanos? ¿Estaría ya medio chiflado ese adolescente que creyó que al ir al cementerio en Guanabacoa a hablarles a su madre y a su padre ante sus tumbas, estos lo escucharían y él se aliviaría porque ya no había modo de entenderse con los vivos más cercanos? Después, con el tiempo, se diría que al ajiaco cultural y étnico de los cubanos debía añadir su propio ajiaco, en su cabeza, donde se movían inquietos y expectantes Él, el Señor, santos, vírgenes y profetas.
«¿Qué hacer, adónde ir?», se preguntaba Anselmo, el flautista, el personaje de La búsqueda. Pero desde mucho antes, el autor ya tenía que afrontar ese dilema.
Otro tío, de muy buenos sentimientos, pero de escasos recursos para la psicología, le espetó un día, luego de una larga monserga, que no servía para nada, que sería algo en la vida del mismo modo que él, ese tío, conquistaría el Everest. Esa suma de desencuentros y percances para conseguir una relación normal, natural, algo más pleno y positivo, ¿cuánto y cómo pudo haber «trabajado» en el autor, cuánto y cómo lo modeló y fue labrando en él una visión del mundo? Si algo me sorprende tratando de responder ese ejercicio inquisitorial es que después de todo no fueron la amargura ni el resentimiento los que pudieron agazaparse en algún escondrijo de la cabeza o del corazón del autor. Tampoco ha sido un paseo para el escritor, para el periodista, que empezaba a jugarse su destino apostando a la literatura y al periodismo garabateando cuartillas en las noches y los domingos de una pequeña tienda en Marianao donde, al cabo de cuatro años, descubrió que el mejor negocio de su vida fue, precisamente, perder el que tenía. Nadie puede imaginar la tremenda sensación de libertad que tuvo el hombre tras aquel naufragio cuando traspuso la puerta de aquella tienda por última vez.
Después recapacitó, porque además de la sensación de libertad hay que aprender a convivir con la incertidumbre de si se es o no se es lo que se quiere ser. Aunque, ya en plena madurez pudo ver que las cosas no son tan tajantes, ni se producen de una vez y por todas, sino que se van haciendo y que en ese «haciendo» está incluido el propio espíritu y la propia voluntad y hasta las posibles luces del autor. Pero, ¿cómo no iba a hundirse aquel vulnerable negocio si el joven escribía y escribía, y además allí se reunían los jóvenes escritores y artistas a debatir lo posible y lo imposible en frecuentes tertulias o si no enviaban sus escritos a un concurso periodístico, el Juan Gualberto Gómez, auspiciado por la propia tienda, o culminación de la locura, según los otros comerciantes: dedicarle las dos vitrinas de la tienda a José Martí en su centenario, enero de 1953, o al propio Juan Gualberto, en lugar de exhibir las mercancías que debía y necesitaba vender. Con las migajas del desplome del comercio quemó sus naves sin ser Hernán Cortés, ni mucho menos, y se fue a Francia, a estudiar, a aprender, a escribir, a vivir. Entre otros, siguió cursos de Literatura francesa contemporánea y de Sociología del arte con dos brillantes profesores: Roland Barthes y Pierre Francastel. ¿Cuánto se pudo aprender en aquellos cursos? Con Barthes, el desmontaje de las mitologías y los mitos modernos, pero también el contexto y las corrientes subterráneas y también visibles, que alimentaban la Literatura francesa de los siglos XIX y XX, además de conocimientos sobre el teatro y la sociedad contemporánea. Con Francastel los vasos comunicantes entre la apariencia y la esencia. Una vasta erudición que tenía del arte antiguo y actual. Creo que, en alguna medida, esa base y esa información me animaron a investigar y publicar una serie de trabajos sobre las comunidades de inmigrantes en la Isla. Y otro, que en algún momento será un libro, sobre más de una docena de artistas plásticos de primera magnitud en Cuba que tienen el raro privilegio de ser de origen campesino. Fenómeno, diría, que es muy poco frecuente en el mundo del arte, siempre esencialmente urbano, y que solo ha sido posible por la conjunción de factores que en una sociedad en plena ebullición transformadora, contribuyeron a su conocimiento, la formación y la ascensión en el plano de la estética de nombres como Fabelo, Nelson Domínguez, Cosme Proenza, Ever Fonseca, Zaida del Río, Nelson Villalobos, Osneldo García, Enrique Ángulo, y los caricaturistas Manuel y Tommy, entre otros artistas.
Y si hacía falta una demostración de lo que es la riqueza y diversidad de tendencias, corrientes y escuelas en el arte cubano actual, ellos lo confirman cabalmente en sus obras. Pero hubo, como se sabe, tiempos sombríos para algunos escritores, de los cuales no estuvo ni está exento el autor. Golpes que le hicieron daño a la literatura y al arte y a la creación literaria y artística, pero también al movimiento cultural en su conjunto. Hubiera preferido no recordar el lenguaje de la intolerancia, la virulencia de los propósitos de dos profesores universitarios que también ejercían como críticos, sectarios ambos, ella y él, que por razones totalmente ajenas al arte o a la literatura se habían propuesto desacreditar al autor porque este estaba bien lejos de aceptar sus puntos de vista, más propios del dogmatismo y la represión en tiempos de Stalin, que del diálogo y el espíritu abierto que presidía desde sus inicios a la Revolución cubana. Y que se confirma en estos tiempos, por la relación de transparencia y madurez que se ha establecido entre el Ministerio de Cultura y los escritores y artistas. Al llegar a este punto, quisiera creer que este reconocimiento, más que la culminación de una obra o de una vida, es un gran estímulo para proseguir el trabajo con una expectación muy favorable para este capricorniano, como diría la astróloga Petronila Ferro, y tener la alegría de manifestarle mi profunda gratitud a aquellos que pusieron mi nombre entre los nominados a este premio, al jurado que hubo de elegirlo por unanimidad, y a todos los amigos y amigas, presentes y ausentes, cuyas muestras solidarias, de simpatía y amistad, han conmovido al autor al punto de hacerle creer que su corazón flaquearía, cuando en realidad, ciertamente, ha sabido resistir, incluso una tarde tan significativa como esta, que nunca podrá olvidar. Muchas gracias.
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Tomado del libro Los agradecidos del mañana
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