Durante mucho tiempo, yo me «ponía» a escribir. Me decía: soy un escritor y voy a escribir. Pero hoy sé escribir con la mayor naturalidad, aunque la escritura no sea natural.
A. Arrufat
Entre la mirada y la palabra de Antón Arrufat (Santiago de Cuba, 1935) no hay distancia: él lleva en los ojos un aire inquisitivo, irónico… a veces divertidamente mordaz. Una frase, un ademán o apenas un gesto pueden bastar para que esa mirada, siempre inquietante, se desahogue en un demoledor golpe de palabras.
Antón conversa como si librara un duelo contra invisibles rivales, quizás no tan diestros como él. Mira de frente, empuña el arma, nunca retrocede. Se vuelve a uno y otro lado. De tanto disfrutar la intensidad de la lucha, su interlocutor prefiere, más que lanzarle alguna estocada, dejarse deslumbrar por el virtuosismo de la lección.
Puede ser burlón, maldiciente y soberbio pero, sin bajar la guardia ni renunciar al filo, también revela entrañables nostalgias y fidelidades; aguija con humor criollo y finamente intelectual. Al igual que algunos de sus personajes, alterna desenfado y solemnidad.
No edulcora, esquiva el sentimentalismo, cuida de su tono directo y mesurado, rehúye los excesos que puedan empañar la mirada. Al hablar, va deslizando ciertos detalles, sutiles y oblicuos, que dotan a los juicios de mayor penetración. Se entrega con tanto gusto a la conversación, que hace de ella una fiesta.
A pesar de esta soltura, confiesa teclear sus páginas con gran lentitud. Uno pudiera imaginarlo de pie ante el archivo metálico que sostiene su máquina de escribir japonesa, empeñado en un inexorable destino. Nada ha tenido suficiente fuerza para detenerlo. «El escritor se venga soñando», dice uno de sus personajes.
Cerca, velan las figuras tutelares: Martí, Casal, Avellaneda, Heredia, Luaces, Zambrana, Villaverde, Milanés y Zenea, o sea, sus más queridos escritores cubanos del siglo pasado. Deleita las pausas algún que otro apagado reflejo de hierro y plata falsa que atraviesa la habitación, mientras giran discos de jazz y música barroca.
Arrufat ha cerrado las puertas y ventanas del apartamento, quizás para evitar el rumor de Trocadero, en uno de sus tramos más despintados y derruidos. Allí pudiera escribir el resto de sus días, deseoso de comentar alguna frase a la vecina, pero sin detenerse en caso de encontrar oídos sordos.
No importa si sus libros llegan a imprenta, si son leídos, o si esperan. Antón persiste en buscar y reinventar palabras que, entre más claras y sencillas, sean más sabias. Así hace, cada mañana, mientras recorre su biblioteca, sin entretenerse siquiera con la discusión de dos fantasmas queridos que se mecen en los sillones.
De niño usted dirigía y animaba las fiestas escolares. ¿Cuánto disfruta Antón Arrufat aún de su histrionismo natural?
Es una manera de sobrevivir, y de manifestación auténtica. Durante un tiempo traté de ser diferente, hasta que me pregunté ¿para qué? Entonces me oí, que es lo que un artista tiene que hacer, oírse, seguir esa voz que le va indicando. No quiere decir que esa voz venga del alma o de los riñones, a veces esa voz viene de afuera, de muchos libros, de muchas lecturas. Es una voz que está hecha de muchas voces y, al final, se convierte en una sola voz. Es una voz sumada, compuesta, pero, para uno, una sola voz. Y esa es la voz que hay que oír, y la que hay que seguir.
Hace unos 40 años, un amigo compositor le hizo una carta astrológica. Decía que para ser escritor, usted tendría que trabajar contra el destino. ¿Contra qué ha tenido que luchar Antón Arrufat?
Contra mí mismo y la escritura. Lo primero que tiene que hacer un escritor es luchar contra la escritura, que trata de aplastarlo. Hay momentos cuando, guiados por la superstición de la literatura, nos dejamos aplastar. Se debe hacer de la literatura una cosa natural, que corra por las venas, tan natural como fumar, el sexo, o como cualquier acto en el cual el cuerpo se sienta absoluto y supremo. Durante mucho tiempo, yo me «ponía» a escribir. Me decía: «soy un escritor y voy a escribir». Pero hoy sé escribir con la mayor naturalidad, aunque la escritura no sea natural. Toda literatura es un artificio, una convención, tiene cánones, pero hay que cumplir esos cánones, o romperlos y adherirse secretamente a cánones más oscuros.
La literatura tiene que colocarse en un plano mayor, para ese plano mayor sirven la formación filosófica y la inteligencia, unidas a la sensibilidad. Sirven otras cosas también con las cuales no cuenta ese juicio empobrecedor. Yo he tenido una inclinación humanística, de hombre del Renacimiento —lo digo irónicamente. He leído de todo, y sé un poco de todo. Aquellos libros más ajenos a mí, a lo que yo quise hacer en literatura, son los que más me han interesado, y que a menudo me han ayudado a hacer las cosas. Libros distantes, que nada tienen que ver con lo que he escrito.
Yo he ido ampliando mi escritura, extendiéndola hasta zonas a las cuales mi generación, o muchos escritores de mi generación, no les interesó llegar. Lo que me ha mantenido todavía creando y publicando un libro tras otro ha sido esa especie de insatisfacción, de búsqueda, de ir removiendo, renunciando a algunas formas ya usadas, por mí mismo. Quitándome un vestido y poniéndome otros. Total, el cuerpo siempre es el mismo, cambian solo los vestidos.
Usted ha dicho que una persona es su ser real y, en alguna medida, las percepciones ajenas. ¿Ha sido percibido con objetividad, o de manera imprecisa, parcial, tendenciosa?
Nadie percibe con objetividad. Ni se ve, ni se oye bien. La atención que podemos prestar a un hecho es completamente vacilante, inconstante. No hay objetividad absoluta. La objetividad es una especie de ilusión y, sobre todo, un esfuerzo. Para juzgar, tiene uno que colocar varias veces las cosas en la balanza. Descubre entonces que fue injusto, se angustia, debe rectificar. Así varias veces. La objetividad se consigue en el tiempo.
A mí no me interesa ser juzgado con objetividad, me interesa ser juzgado. Quizás, ni eso siquiera. Una vez leí en Cernuda una frase normativa: un escritor debe resistir siempre la opinión de sus contemporáneos. Entonces, después de ese juicio, qué puede interesarle a uno lo que digan los contemporáneos… Pero sí, interesa mucho. Me interesa la opinión de mi familia, de mi vecina —me interesaría leerle la obra que estoy escribiendo. Creo que mis contemporáneos han sido, con ciertos aspectos de mi obra, muy displicentes, el adjetivo más suave que puedo usar.
En alguna medida su obra narrativa, teatral y poética es una provocación. Usted disfruta con mezclar seriedad y broma, realidad e irrealidad, disparate con sentencia.
Me interesa una literatura imprudente, provocadora literariamente. Quiero remover los cánones habituales. Sobre todo en el teatro, removí los cánones que podía, dentro de las luces que la naturaleza me dio. Mi mayor temor, sin duda, es aburrir a la gente. La literatura es como un spútnik: un aparato que uno inventa y pone en el aire. Los que quieran mirarlo, bien. Aquellos que prefieran montarse en él y viajar, mejor.
¿Cuánta nostalgia siente por aquellas revistas que se armaban los grupos generacionales en Cuba? ¿Cree que son imprescindibles para el desarrollo de las generaciones literarias y la cultura?
Una generación necesita expresarse en una revista, sobre todo si es esencialmente una generación de poetas. Los poetas tienden a buscar a los demás poetas, a crear un círculo alrededor de ellos mismos y de los demás poetas. El poeta representa en la historia de la literatura la imagen del solitario, pero el narrador puede ser más solitario. El poeta busca la relación con los otros poetas y con aquellos que leen poesía. Hay una especie de confraternidad. Los narradores, hasta cierto punto —no hay que exagerar—, son más solitarios. Esa fracmasonería no existe, o existe muy poco, entre ellos.
Ciclón fue la última revista cubana de minorías. Continuó y culminó una tradición que viene desde el siglo XIX, con las revistas El Álbum, La Revista Habanera, La Habana Elegante —por escritores y artistas—, muy necesarias para la expresión generacional, eficaces en la expresión de la poesía y para el conocimiento de lo que está haciendo un autor. Son, además, centro de debate intelectual, de crítica. En torno a ellas, la cultura se reconoce a sí misma. Nosotros podemos prescindir de ellas, la cultura, no.
A Ciclón y Lunes de Revolución las recuerdo con nostalgia. Una nostalgia que tiene algo que ver con la energía y el dinamismo que, se supone, se tiene en la juventud. De viejo, yo tengo tanto dinamismo como en la juventud, porque estoy mejor orientado.
De Lunes… se citan opiniones a veces de gran dureza. En su caso, ¿la vehemencia era solo por razones literarias?
En mi caso, sí. Cuando fui severo con José Lezama Lima, era porque quería expresar y buscar otro espacio. Lezama había ocupado la cultura cubana. La cultura cubana era «lezamesca» o «antilezamesca», estaba regida por la gravitación de su obra. Yo tenía una pequeña aspiración distinta a la gran aspiración que él tenía. Sin embargo, creía que mi pequeña aspiración debía tener también su espacio en la cultura nacional. Por eso me expresé de esa manera, fui severo, violento, irresponsable, y hasta grosero. Era una manera juvenil de expresarme, de buscar un lugar. No me arrepiento de haber sido así, ni creo que deba arrepentirme. Sostendría hoy, de una manera más mesurada, más inteligente y menos adolescente, lo mismo que entonces dije en aquellos artículos.
A qué se debió el impacto grande, imperecedero, de Lunes… ¿qué razones sociales, culturales, literarias influyeron?
Lunes de Revolución creó una sorpresa en la cultura cubana, fue algo inesperado. Era además inusual que se tirara un magazín literario de 500 mil ejemplares, y que se repartiera gratuito dentro de un periódico que era muy popular en aquellos momentos, uno de los periódicos más populares que ha habido en este país. Ese magazín iba dentro del periódico, entraba por debajo de la puerta de las casas. Cuando alguien en su casa, una empleada, un obrero o cualquiera que no tuviera una relación profesional con la cultura, encontraba la reproducción de la pintura de Picasso, y de la pintura moderna, veía grafías con las letras invertidas, participaba de todo un movimiento en grande de la cultura. Eso no se ha repetido. Ninguna publicación posterior ha tenido la grandeza, difusión, repercusión, la sorpresa, de Lunes… en su momento.
En parte, el escándalo literario fue por reacción. Cuánto más fuerte es una cosa, más fuerte es la reacción que genera. Lunes… produjo esa reacción en los escritores ya establecidos, en los mediocres, en los falsos intelectuales…, vino a colocar las cosas en su lugar. Dijo: «un momento, podemos hacer cultura en grande en un magazín, para que todo el mundo participe en ella, sin pensar que la gente tiene que ascender para comprendernos». Lunes de Revolución quedó definitivamente en la historia de la literatura y de la cultura del país. Fue un fenómeno debido en gran parte a esos años «hímnicos» de la Revolución, tiempo de utopía fuerte y espléndida que no se ha vuelto a repetir.
¿El proceso de renacimiento de Virgilio Piñera tiene cimientos verdaderos o es una moda que después se aplacará?
Piñera es uno de los grandes escritores de este país y de la lengua española. Ahora se expande, gana lectores. Para mí, volver a leer sus cuentos y poemas, es estremecedor. Descubro que una de las medidas de un gran escritor, es poder volver a su obra después de un tiempo y descubrir facetas, sentirse enriquecido, que parezca que nunca antes lo habíamos leído. No juzgo a Piñera como si fuera un imitador, enceguecido por el maestro. Nada de lo que he escrito se parece a su obra. Siempre intento juzgarlo con visión objetiva, si es que se puede ser objetivo.
Mientras ciertas obras, de otros escritores cubanos, se reducen y pierden fuerza de expansión a medida que acaba el empuje —por la política o la ocasión— «el excéntrico», «el sarcástico», «el discordante literario» de Orígenes, ocupa un lugar inconmovible. Me he expuesto a comparar al Piñera-poeta con el poeta-Lezama, no tanto por una obra hecha, como por el ejercicio de la imaginación. Hasta el momento de su muerte, ellos dos buscaron siempre la experimentación, provocaron a la literatura. Ellos eran las dos imaginaciones más poderosas de Orígenes, las dos potencias, si es que vamos a admitir que Virgilio alguna vez estuvo en Orígenes. (Para mí, nunca estuvo en ese grupo). No tuvieron nada que ver, sin demérito de Orígenes, ni de Piñera. Cada uno tuvo su posición.
¿Fue imprescindible que pasara ese tiempo para que el público y la crítica literaria aceptaran la obra de Piñera?
Ha sido bueno que pasara. Creo que esas son las paradojas, bastante crueles, que la vida puede jugar a un escritor. A mí me parece que el hecho de que él estuviera en el ostracismo en sus últimos años, de que no se le publicara por diversas razones, fue creando un espacio invisible en el que él se iba a colocar cuando fuera visible. Es decir, se iba notando el espacio que iba a ocupar, aunque no lo ocupara todavía. Y ahora, cuando su obra está ocupando el espacio que merece, lo vamos viendo con mayor claridad. Le auguro larga vida: él supo crearse su propio espacio y sus lectores.
Usted, con 20 años de edad, conoció a Virgilio Piñera, en 1955. ¿En qué medida ese vínculo contribuyó esencialmente a su vida y obra?
Tanto Virgilio Piñera como Lezama Lima me dejaron, en primer lugar, un ejemplo de rigor.
Virgilio era una persona muy excéntrica, un extravagante, que no tenía de qué vivir, que no tenía un sueldo fijo. Aunque de vida dispersa —todas esas carencias contribuyen a la vida dispersa de cualquier persona—, él era de vida muy concentrada. No tomaba, no se acostaba tarde, no trasnochaba… Más que una vida de escritor en lo social, hacía una vida íntima de escritor, de hombre que se ha propuesto en su casa hacer una obra y está dispuesto a luchar contra viento y marea. Muchos fueron los vientos y las mareas contra los que lucharon Virgilio y otros escritores cubanos. Entre esos escritores incluyo a Lezama y a mí mismo.
Lo mejor que hubo entre nosotros fue que lo obligué a no rivalizar. Piñera tenía la costumbre de rivalizar con los jóvenes que se le acercaban. A él no le interesaba ser un maestro, sino un igual. Si yo escribía una obra, él a continuación escribía otra. Si yo leía un poema, él a continuación leía otro. Un día le dije: «Mira, no vamos a rivalizar más. Yo soy un escritor en ciernes, soy un muchacho que está comenzando, y eso me va a hacer daño. Me parece una puerilidad de tu parte insistir en eso…». Cuando dije la palabra puerilidad, él se sintió afectado. A partir de ese momento pudimos tener una amistad muy estrecha, creadora, crítica, acerba… porque los dos nos dijimos cosas muy duras sobre lo que escribíamos, tanto se lo dije yo a él, como él a mí.
Me acostumbró a la idea de que la imaginación es soberana, reina, y debemos servirle como perfectos vasallos. Piñera entendía la literatura como una creación, no como el reflejo de una realidad, de lo que le ocurría en la vida, y a él le ocurrían algunas cosas completamente descacharrantes. Pero él convertía la realidad en escritura dándole una transformación: uno dejaba de percibir el dato vital previo al texto. En Cuba, se tiende a hacer literatura con lo que le ocurre y como le ocurre al escritor, a la madre del escritor, a la novia, a los vecinos… o a partir del cine o de la televisión. Eso es una literatura que pudiéramos llamar periodística. Una escritura de periódico, nada tiene que ver con la visión de Piñera sobre la literatura. Punto de vista, a mi juicio, muy acertado.
A estas alturas, ¿qué le parece la reacción desencadenada por Los siete contra Tebas, en la década de los 60?
Apenas me acuerdo de la reacción que produjo, sobre todo, porque me fatiga pensar en eso. Creo que esa obra desconcertó. Yo hacía un teatro muy distinto, situado en una especie de mundo ajeno. Era una especie de escritor desasido de la «realidad» que se acercó un poco a la realidad y pareció que trataba de hacer un teatro político. Creo que eso desconcertó, y la obra fue juzgada de una manera esquemática, en blanco y negro. Debió de haberse comparado primero con el original de Esquilo. Ver el trabajo que hice con el original: lo que en Esquilo era religiosidad, en mí, materialismo. Lo que para Esquilo eran explicaciones místicas, basadas en el fatalismo, en el concepto del destino griego, en mí, explicaciones melodramáticas, cercanas a una explicación más material de la vida. La crítica nunca escribió nada. Se mantuvo un silencio público y una habladuría en privado. Esa obra me trajo 14 años de marginación literaria. Yo parecía no haber nacido. Si ya volví a la vida cultural, qué va a pasar con la obra. Nunca he pedido que se estrene. Estoy aquí, sentado, meciéndome.
Con una obra tan diversa en géneros, ¿no teme quedar en el futuro en aguas de nadie?
Como tenía dentro de mí la posibilidad de escribir un poema, un ensayo, una obra de teatro, una novela, y hasta una ópera, dejé que esas posibilidades crecieran en mí. Ahora he escrito cientos de ensayos, dos novelas, dos libros de cuentos, cientos de poemas, diez piezas de teatro. Todas esas cosas algún día se unirán, todas en un todo. Eso es cumplir con mi destino. No tengo nada que lamentar. Nadie que cumpla con su destino, tiene nada que lamentar. Yo quiero colocar esa obra junto a aquellos que han sido solo poetas o dramaturgos. Y veremos entonces quién gana.
Rine Leal decía que sus personajes de teatro eran muy cerebrales, muy intelectualizados, que les faltaba pasión.
Yo creo en la pasión cerebral.
¿De alguna manera la crisis económica, que ha impulsado a los escritores cubanos a ampliar sus contactos de difusión en el exterior, beneficia de cierta forma a la literatura y la cultura?
Esta es la primera vez, o por lo menos la vez más acuciada, la evidente y lacerante, en la cual la literatura cubana tiene que abrirse paso en el mundo, y que probarse fuera de sus fronteras. Entonces veremos muchas cosas interesantes, curiosas. Veremos que autores que no tienen importancia para nosotros, tienen importancia en el extranjero. Veremos que algunos que tienen mucha importancia para nosotros, no tienen ninguna importancia en el exterior. La literatura se probará en ese sentido. No quiere decir que esa experiencia sea justa, pero por lo menos será un juicio interesante. Aunque sea una confusión, será probarse en la industria y en el comercio editorial. Veremos si el autor cubano está preparado para hacer un producto vendible y literario al mismo tiempo, o para hacer nada más un producto vendible. Creo que este fenómeno no debe verse con un sentido provinciano, debe mirarse con amplitud, como benéfico para la literatura nacional.
Usted, que ha adorado en sus páginas la sensualidad, la belleza, la juventud, el gusto por el cuerpo, que parece tan preocupado por la fugacidad de la vida, ¿cómo siente la cercanía de la vejez?
La juventud tiene un valor: el valor de que se pierde. Y eso lo siente uno. Para todos, menos para mí, existe el mito de la juventud. La juventud es solo algo que perdí. La vejez es para mí un estado sumamente delicioso.
¿Qué queda de la formación religiosa de su niñez y adolescencia?
En el colegio jesuita siempre me decían: «arrodíllate, eres un soberbio, pide perdón». Pero eso no es lo que permanece, ni el arrodillamiento, ni la soberbia, ni el perdón… Tampoco importa mucho eso de serás salvado o condenado. Para mí, lo que importa, es haber hecho lo que tenía que hacer. Lo que permanece de mi formación religiosa es el estoicismo, así como el sentido de cumplir con un destino contra viento y marea.
«Pensé que el hombre, con su pequeña muerte diaria en el costado, en el bolsillo de su camisa de fiesta, hacía perenne la ciudad, sacándosela de su costilla…». Es un verso de su largo poema «El río de Heráclito», dedicado a La Habana. ¿Cuáles elementos de nuestra ciudad desearía sentir como extensiones de su propio cuerpo?
Nací en Santiago de Cuba, pero me he ido haciendo habanero. Vine aquí cuando niño y, desde entonces, he ido descubriendo poco a poco esta ciudad: su parte antigua, que es la que más me interesa junto al Vedado, que considero excepcional.
Sin caminar la ciudad, no puedo vivir. He viajado mucho, y siempre comparo La Habana con otras ciudades… Como si en vez de salir de ella, volviera; tal vez sea un poco mi manera de habitarla en la distancia.
¿Qué partes yo quisiera que se unieran a mí de esta ciudad? El parque de las Misiones, adonde voy todas las tardes y me quedo hasta el anochecer. Desde allí me gusta imaginar el mar, pensarlo, soñarlo… aunque parque y mar estén tan cerca uno del otro.
De regreso, siempre me llevo algo, algún motivo de ella, a casa: un patio que de pronto me asalta, un guardavecino, un mediopunto, una puerta claveteada…
Me gustaría que toda la ciudad se uniera a mi cuerpo, y que mi cuerpo se uniera a la ciudad.
Ella es mi madre y yo soy su hijo; yo soy su madre y ella mi hijo.
¿Antón Arrufat pudiera vivir fuera de Cuba?
No podría vivir en otro lugar. Estoy ligado a este país. Si muero en el extranjero, quiero que mi cuerpo sea traído. Quiero descansar en la tierra donde reposan los dos cubanos más grandes que he conocido: Virgilio Piñera y José Lezama Lima.
Tomado de Opus Habana
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