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Con independencia de que para un autor ya los temas «nuevos» sean cada vez menos frecuentes y más difíciles de encontrar y, por ende, constante motivo de obsesión, será el abordaje de los mismos lo que en oportunidades imprima un acento diferente a cada libro en cuestión. Y ese es el caso de una narradora del calibre de Nersys Felipe, quien avisa de un particular sentido de la ética y el humanismo a la hora de dirigirse a su lector, humanismo y ética pocas veces vislumbrados en los libros que —con iguales objetivos y menos suerte— en su momento crearon algunos de sus coterráneos y coetáneos pensando en la infancia cubana. Heredera inconsciente, pero muy evidente de la también insuperada prosa martiana —que a cada paso fluye como manantial en los valores éticos, la ternura y el tono de cada libro suyo—, Nersys Felipe consigue lo pocas veces logrado: establecer un discurso coherente en base a elementos de la más absoluta cubanía y cotidianidad; crear un juego de imágenes-acciones-progresiones que enriquecen su narración y, sobre todo, destilar sin didactismos ni estridentes o vanos alardes, valores muy necesarios de ser tocados en toda literatura que se dirija a las primeras edades y pretenda interactuar benéficamente con su posible lector. Quien conozca de su aislamiento de los predios culturales, de su timidez, modestia y sencillez proverbiales, podrá suponer cuánto me costó convencer a esta gran escritora, tan tierna y dulce como una niña, de contarnos razones, sueños y azares de su vida de escritora.
¿Cuándo descubriste que te gustaba escribir para los niños?
En 1970, cuando luego de hacerlo por encargo y como una obligación, les fui cogiendo el gusto a los guiones de la radio que escribía, uno diario, de lunes a viernes, y de trece minutos de duración. Disponía de poco tiempo para tanto trabajo: buscar, adaptar y sintetizar el material desperdigado por aquí y por allá, y organizarlo casi siempre bajo una unidad temática y en la forma más sencilla y clara posible, porque si el niño no entiende lo que escucha, sin entenderlo tendrá que quedarse, pues ¿cómo podría volver atrás? La radio fue para mí una escuela magnífica en la que adquirí habilidades que todavía me ayudan cuando me siento a escribir.
¿Eres parecida a alguno de los personajes de tu obra?
En Cuentos de Guane, igual que yo cuando niña, Ine se muere por los mamoncillos maduros y el agua de coco dulce. En Román Elé, Crucita se queda con las ganas de bañarse en el Cuyaguateje como mismo acabé quedándome yo, y con las ganas de ir a un guatequito, cosa que tampoco a mí me fue posible por culpa de tío Biro, que nunca quiso llevarme a ninguno porque eran de noche y el viaje a caballo. En cuanto a la niña protagonista de Maísa, sus maestras, su papá y su colegio son casi los mismos míos y ella se pasa la vida, como yo me la pasaba, trajinando con ranas y encaramada en el camión de su papá. Pero como Ine es pionera ahora y yo fui niña en el siglo pasado; como Crucita es la hija de un latifundista y yo la de un obrero eléctrico, resulta que la que más se me parece es Maísa, aunque, claro, no en todo: ella no pudo dirigir la banda de su colegio y yo sí dirigí la del mío; ella decidió renunciar a su traje de Tambor Mayor para comprarle a su mamá, con el único dinero que tenían ahorrado, el vestido nuevo que necesitaba, mientras que yo cuando niña nunca tuve que decidir nada, y en eso Maísa, para su bien, me lleva ventaja. Y a pesar de que es un varón sin nombre, también se me parece el niño narrador de Cuentos de Guane, porque ama a su casa y a su familia con la misma fuerza que yo amé a las mías. Le di mi corazón para que contara esos cuentos, y tan bien los contó, que el mérito que puedan tener es más suyo que mío. Y creo que no debí haber hablado tanto de estos personajes, porque muchos lectores deben estar preguntándose: «¿Y de quiénes nos está hablando esta mujer?». En el mejor de los casos, y si son de los que no se conforman con medias tintas, saldrán enseguida a averiguarlo. Y una vez enterados, y si esos tres libros míos les resultaran agradables —porque a leerlos tienen que haber ido para informarse—, volverán a esta entrevista con mejor ánimo y dispuestos a leerla hasta el final, cosa que mucho habré de agradecerles.
¿Cuál es tu personaje más entrañable?
Crecí dividida entre Pinar del Río y Guane, y muy querida por dos hombres magníficos: Gabriel Felipe, mi padre y Chano Canals, mi abuelo. Por ellos existen el abuelo de Cuentos de Guane, y Felipe, el papá de la niña protagonista de Maísa .Ellos son mis personajes más entrañables.
¿Cómo concibes idealmente a un autor para niños?
Poeta tendría que ser, y un poco músico, y otro poco pintor, y a veces algo humorista. Capaz de convencer con lo que escribe y de vivir muriendo hasta alcanzar, en su poema o su cuento, la perfección soñada. Ser loco no le vendría mal, un loco bueno y sincero como el Quijote, porque no creo que desde la maldad y la mentira se pueda escribir para los niños.
¿Reconoces en tu estilo influencias de autores clásicos o contemporáneos?
Mucho tiene que haber quedado en mí del estilo en que están escritos los libros que he leído, sobre todo del estilo de autores a los que vuelvo una y otra vez, como Martí.
¿Cuáles fueron tus lecturas de niña?
Antes de ir al colegio, trajiné sin cansarme con los catorce tomos de la enciclopedia de mi padre y todavía recuerdo sus láminas en colores y a toda página. Luego leí en casa los cuentos clásicos —el primero que recuerdo «Blancanieves»—, regalos de cumpleaños y días de Reyes. En el colegio leí pasajes bíblicos y vidas de santos, cada uno un libro en sí e ilustrado como Dios manda y los niños quieren. Recuerdo a Francisco de Asís haciéndose amigo del lobo; a Teresita de Jesús viendo crecer en su celda rosas porque nada había logrado de ella el Señor Diablo; y a la preciosa y malvada Salomé en el palacio de Herodes vendiendo a Juan Bautista. La bandeja de plata con su cabeza sangrante me quitó muchas noches el sueño. Leí además Ivanhoe, Quo Vadis, Fabiola, algunas novelas de Dickens, romances de moros, príncipes y princesas, y todo lo que quise del Tesoro de la Juventud. Conocí también los cuentos y poemas de La Edad de Oro, pero no la recuerdo como libro en mis manos de niña. Leí mucho entonces, incluyendo las tiras cómicas y las historietas del periódico de los domingos, y jamás he podido dejar de leer.
¿Cómo ves tu obra en el panorama actual de la LIJ [literatura infanto-juvenil] cubana?
Sé que ocupo un lugar en la actual LIJ cubana porque me siento reconocida. No sé bien cuál es ese lugar, pero me place estar ahí, junto a los que tan bien escriben para los niños: los de mi generación, los que nos siguieron y los más jóvenes, destinados a escribir mejor que nosotros. De hecho, ya algunos escriben así. Y es bueno que el alumno supere al maestro, claro que respetándolo y reconociendo lo que de su maestro aprendió. Sí, es bueno, porque si no todo se detendría y sería muy aburrido.
¿Qué atributos morales debe portar un buen libro infantil?
Son tantos los atributos morales. El niño debe ser servicial, valiente, respetuoso, justo, sincero, estudioso, trabajador. Debe amar a su patria, a las plantas y a los animales, y sentir que su familia y su casa son sus tesoros y que como a tesoros debe cuidarlos. El niño debe valorar en todo lo que valen: libertad, amistad, belleza, heroicidad, espíritu de sacrificio y si un libro porta bien uno solo de esos atributos, que es portarlo como si no lo portara, para así poder trasmitirlo como si no lo trasmitiera, ese será un buen libro infantil.
¿Por tu experiencia de jurado, cómo valoras la literatura para niños que se escribe hoy en Cuba?
Solo he sido jurado seis veces en los más de treinta años que llevo escribiendo: de los concursos Baragaño, La Edad de Oro, Ismaelillo, La Rosa Blanca y en dos ocasiones del Casa de las Américas. Es que no me gusta el oficio de jurado, aunque lo valore mucho, porque hay que ser muy sabio y muy justo para ejercerlo bien. Con tan poca experiencia en ese terreno y recordando que desde 1990 no he transitado por él, mi opinión sería poco sólida y valedera.
Has escrito poesía y cuento. ¿En cuál género te sientes más cómoda?
Me siento más cómoda narrando y sé que soy mejor narradora que poeta. Aunque me encantan algunos de los poemas que he escrito.
¿Qué piensas de la relación literatura-mercado?
Es necesaria. También los libros son mercancía. Si son buenos, ¡bravo!, y si además se venden bien y dejan ganancias, tres veces ¡bravo! Que cuando se gana, si lo ganado se emplea bien, el resultado del trabajo mejora y mejora también la vida de quienes lo realizamos.
¿Podrías opinar de la relación autor-editor?
El autor y su editor deben ser mutuamente sinceros, respetuosos y bien intencionados. El autor y su editor deberían vivir en la misma cuadra, hablarse tres veces al día por teléfono y merendar juntos los domingos.
Si debieras salvar diez libros de un naufragio, ¿cuáles escogerías? ¿Alguno escrito por ti?
Soy la persona más desorganizada que existe. El desorden en mí es divisa mala de vida, pero divisa al fin, y hasta ahora no ha habido propósito de enmienda que me haya permitido superar este defecto que arrastro desde la infancia y que tan malos ratos me ha hecho pasar. Y digo esto aquí porque llegado el momento del naufragio, tendría que escapar sin mis libros preferidos o ahogarme sin remedio tratando de encontrarlos. Solo una Biblia podría llevarme, la que me regaló allá por los años 1960 el cura de Guane y que siempre está en mi mesita de noche.
¿Puedes anticipar en qué obra trabajas actualmente?
Ando en busca de un tema para mi próxima obra. Se me dificultan los temas, me da trabajo encontrarlos. Pero cuando encuentre al fin uno o él venga a mí solito como vino un día el de Román Elé, me pondré a trabajar con dedicación y alegría, a pesar de mis ojos, que ya se me resisten, y de mis muchas obligaciones caseras, ladronas implacables del tiempo.
¿Qué es para ti lo más importante de la vida? ¿Qué, lo peor?
Lo más importante es mi familia. Lo peor es lo que venga a dañármela.
Te doy diez palabras para que digas a nuestros lectores qué significan para ti…
Niños: entrega incondicional. Constante preocupación. Responsabilidad tremenda. Y, como todo en la vida, penas y alegrías.
Casa: no importa cómo sea, dónde ni en qué condiciones esté. Si nos aísla y abriga y si cuidarla nos place, en ningún lugar nos sentiremos mejor que en nuestra casa.
Guane: para mí era una gloria ir a Guane, estar en Guane. Lo fue desde que me llevaban, por carretera mis padres o en tren mi abuelo, y hasta que perdí a mi tía madrina y al más joven de mis tíos. Ella se llamaba Fermina; de sus manos de costurera fina salían mis batas de niña y me quiso hasta su muerte como a la hija que no tuvo porque nunca se casó. Él era el mejor barbero de Guane, montaba a caballo como un vaquero de película y fue mi oculto y primer amor. Se lo confesé hace poco en una carta que le mandé a Miami, y por su hijo supe que lloró leyéndola. Desde que Biro se fue, con gente extraña viviéndola y sin el retrato de mi abuelo en la sala, la casa de Guane ya no es mi casa. La mía es la de los cuentos que un día escribí.
Vida: lo primero que recuerdo de mí como criatura viva es una sensación de frescura en los muslos y otra de mucha luz rodeándome. Pasado el tiempo supe que mi madre me sentaba con ella en el suelo acabado de limpiar de la sala y frente a una ventana abierta hasta los mismos mosaicos.
Han pasado setenta años, quitando los poquísimos míos de aquel entonces, y sigo teniendo bastante que ver con la luz y el fresco y con las pequeñas cosas de la vida, que son las que más de cerca me han tocado siempre. Las grandes me asustan y no las busco. Y cuando por las mañanas abro puertas y ventanas, siento que con la luz y el fresco entra a mi casa La Vida. Pero me ha hecho falta vivir mucho para lograr, a pesar de todos y de todo, ese casi encantamiento de cada despertar.
Soledad: no tuve hermanos ni hermanas, fueron pocas mis amigas, amigos no querían para mí mis padres y los retiros espirituales —interna en el colegio y sin hablar con nadie, rezando, leyendo y meditando— me gustaban y hacían sentir, no sé, distinta e importante. Fue así como aprendí a estar sola y a disfrutar la soledad. Quien no la haya conocido temprano, tendrá dificultades con ella cuando inevitablemente le llegue.
Amigos: es un gusto, y de los grandes, tener tres amigas. Y si son amigas tuyas desde la infancia, las mismas y ahí siempre, en la alegría y la pena, el gusto se convierte en privilegio. Con las tres me sentaba en primer grado y con dos me siento todavía en mi casa a conversar. La tercera me llamó en una carta Felipita, el nombre de cariño que tuve de niña y del que yo creía que nadie se acordaba. A pesar de que ya no vive en Cuba, esa amiga estuvo tan cerca de mí ese día como las otras dos, que caminando llegan enseguida a mi casa y con la fresca cada vez que se les antoja.
Literatura: me le acerqué de niña llevada de la mano por las monjas, y me aficioné tanto a ella, que se convirtió en razón de vida para la lectora empedernida que acabé siendo y para la escritora que a veces soy.
Román Elé: algunos creen que escribí Román Elé porque de jovencita me enamoré de un muchacho negro, pero no es así. Empecé a escribirlo el día en que llegó a mi casa un amigo de mi marido y él lo llamó «Román Elé».
Era un nombre dulce, redondo, africano sin dudas en su Elé, y me gustó tanto, que no pude sustraérmele, cogí papel y lápiz y describí y llamé así a un niño negro. Se había desatado, al conjuro de un solo nombre, el hilo de la creación y en un año quedaba terminado el libro. En él tiene mucho peso la negritud y quizás yo sepa por qué. La primera mujer de Chano Canals, mi abuelo, fue una mulata casi negra llamada Miritina, cuyo empaque de gran señora conocí siendo niña por su retrato, colgado en la saleta de nuestra casa de Guane, a pesar de que mi abuelo se había vuelto a casar con la madre blanca de sus últimos hijos.
Ella acabó de criar a los huérfanos y yo tuve un montón cariñosísimo de tías y tíos mulatos. Quizás por eso. Y porque desde que mi madre le permitió sacarme solo, Gabriel Felipe, mi padre, tuvo a bien llevarme, lo mismo a la casa rica de sus patronos, los dueños de la Planta Eléctrica, que a la humilde de su mejor amigo, liniero como él, de más de seis pies de estatura y apodado Negró por el color de su piel, que esplendía de tan prieta. A Negró le gustaba alzarme hasta sus hombros y todavía más allá, y entonces sus brazos eran para mí los mejores del mundo porque casi me permitían tocar el cielo. Quizás también por eso. Y como los hijos de aquel amigo de mi padre y el montón cariñosísimo de mis primas y primos mulatos se reunían en mis cumpleaños con las niñas blancas que estudiaban conmigo en el colegio de las monjas, lo negro y lo mulato se me juntaron con lo blanco, y en forma tan armónica, que lo uno nunca fue mejor que lo otro. Quizás por todo eso Román Elé es la historia de un niño negro y de su dignidad, siempre en alto a pesar de su condición de criado negro en una sociedad que discriminaba a los negros.
Trabajo: un placer cuando nos gusta. Una carga cuando nos obliga.
Adiós: cuando la usamos para decir «hasta ahorita», adiós es una palabra ligera. Pero duele de tan pesada cuando entraña un «hasta siempre».
Yo sé lo que es dar adioses definitivos y ni uno más pienso dar. Y porque dicen que lo que con fe se desea se logra; todos aquellos que amo habrán de sobrevivirme.
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Tomado del libro Nunca fuimos Cenicientas
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