Situada en el vórtice de las confluencias centenarias que se arremolinaron en el Mar Caribe, esta habanera raigal escribe con la inspiración de quien se despierta a la salida del sol y sabe apresar hasta el mínimo resquicio de la mañana.
«Creo que la poesía, que es una expresión tan lírica —a pesar de que hay poesía épica, como sabemos— no implica escribir un poema todos los días. El poeta que así lo haga, para mí, está aniquilado».
Quizás pudo haber sido premonición, perspicacia periodística o simple coincidencia… Cualquier explicación ahora sería válida. Pero lo cierto es que, cuando terminaba de editarse esta entrevista, se dio a conocer en el país la noticia de que Nancy Morejón había sido declarada Premio Nacional de Literatura del año 2001. Esta poetisa y ensayista pasó así a formar parte del selecto grupo de mujeres intelectuales cubanas, que —encabezado por Dulce María Loynaz, laureada en 1987— integran la narradora Dora Alonso (1988) y las poetisas Fina García Marruz (1990) y Carilda Oliver Labra (1997). Inmediatamente me puse en contacto con Nancy para que respondiera a la que sería mi última pregunta de esta conversación y que —por su importancia— se convertiría en la primera:
¿Qué significado tiene para ti ser Premio Nacional de Literatura?
Un estímulo y un reconocimiento que me empujarán a aceptar un incesante desafío de rigor y estabilidad literarios, sin dejar de lado el papel social que puede desempeñar —cuando quiere— la buena literatura. Creo que ahora se inicia una segunda etapa de creación. Vuelvo a empezar con el mismo azoro, que no es otra cosa que un gran acto de fe en la condición humana.
Todo había comenzado una espléndida mañana de finales de noviembre de 2001 cuando, luciendo ropa de vivos colores, Nancy caminó conmigo lugares de su predilección: la Plaza y la Basílica Menor de San Francisco de Asís, en el Centro Histórico; el barrio habanero de Los Sitios, lugar donde nació…
Instaladas luego en su casa, la conversación se remontó al año 1963 cuando yo, una casi adolescente recién llegada de mi natal Manzanillo, era becada del Instituto Pedagógico Antón Makárenko, donde la mayoría del claustro estaba integrado por muchachas universitarias que combinaban el estudio con la labor docente. Fuera del horario escolar, ellas dedicaban horas de su tiempo libre a cultivar en las alumnas el interés por la literatura, las artes plásticas, el teatro, la música… Fue así que conocí de Nancy y de su primer libro publicado, Mutismos, gracias a algunas de mis jóvenes profesoras: Josefina Suárez, Zaira Rodríguez Ugidos, Blanca Melchor, Daisy Rivero, Gladys López, Eva Romay…
Sí, en realidad, ellas se las pasaban hablando de sus alumnas. Recuerdo tu nombre porque de ti, incluso, me leyeron cosas… Si pude llegar a la Universidad de La Habana, se debió a que la matrícula fue gratis luego de la Reforma Universitaria. Siempre mi padre había vivido con mucho tormento de cómo él iba a pagarla, porque eran 100 pesos, y 100 pesos en los años 1961, 62… eran un capital. Bueno, llegamos a la Universidad y, para nuestra suerte, no encontramos una institución escolástica ni adocenada…
Creo que los mejores profesores, la mejor inteligentsia cubana, estaba a favor de la Revolución y —de hecho— fueron los profesores que encontramos. El claustro de la entonces Escuela de Filosofía y Letras era lo mejor, lo que valía y brillaba en aquel momento. Recuerdo a los profesores Rosario Novoa, Mirta Aguirre, Vicentina Antuña, José Antonio Portuondo, Raimundo Lazo, Salvador Bueno, Camila Henríquez Ureña, a cuya memoria escribí un largo poema… También a los más jóvenes: Graziella Pogolotti, Roberto Fernández Retamar, Adelaida de Juan… No puedo olvidar tampoco a las doctoras Ivanne Cointepas, Cira Soto y Alba Prol. Eran los profesores de mayor prestigio y trabajaban mucho; venían aquí y daban una clase, iban para allá y daban otra clase…
Cuando yo empecé, los estudiantes de la Facultad de Letras hacíamos dos años comunes y, después, unos hacían Historia del Arte; otros, Lengua Francesa, Inglesa, Hispanoamericana… Luego se creó la Facultad de Lenguas Extranjeras y todo lo que era idioma pasó para allá. Pero yo me formé en el mundo de la Filología… Y me gradué justo cuando tú ingresabas; me acuerdo de ti en esa época, aunque había cierta diferencia de edad…
Pero la diferencia de edad es sólo un año…
¿Nada más?, ¿un año…? ¡Qué interesante…! Te explico por qué terminé tan joven la carrera. Con mucho sacrificio, mis padres me mandaron a una escuela privada que estaba en Campanario y que tenía el nombre de un gran astrónomo francés de apellido Laplace. La directora habló con mi mamá y le dijo: «La llamo porque esa niña no tiene que pasar la escuela primaria superior; yo me comprometo a darle un curso de verano y de presentarla al Instituto de La Habana». Y así fue. De manera que, a los 11 años, ya estaba estudiando bachillerato.
Aquellas muchachas, mis profesoras, eran un poco mayores que tú. ¿O no?
Eran mayores que yo, cómo no… Por ejemplo, Zaira. Te cuento cómo y cuándo la conocí. En 1961 alfabeticé aquí, en Los Sitios…
Ah, alfabetizaste en la ciudad…
Sí. Tengo un recuerdo muy lindo de esa etapa. Tenía que presentarme a exámenes extraordinarios para graduarme de bachillerato, y estudiaba francés porque había suspendido dos semestres. En el primero saqué 45 sobre 100; y en el segundo, 33. Era el llamado Plan Varona y, para quienes habíamos escogido Letras, esa asignatura era fundamental. Al tener que revalidarlo, doy con Zaira, que impartía clases en el Capitolio. Y gracias a ella, cuando doy mi examen extraordinario, los que me habían suspendido me dijeron: «Y a usted ¿qué le pasó?» Porque en ese momento, ya yo hablaba francés. Entonces, trabajaba como voluntaria en el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP).
Era una vida donde se aprendía, pero que te enseñaba a reciprocar lo que habías aprendido. Tenías que devolverlo de alguna manera. Por ejemplo, mi libro Paisaje célebre (1993), en el que ya aparecen dibujos míos, se lo dedico a las profesoras de Historia del Arte: Adelaida de Juan y Rosario Novoa.
Bueno, ahora vamos a hablar de tu trayectoria como poetisa. ¿Te molesta que te diga poetisa?
A propósito de eso te hago una anécdota: el 12 enero de 1983, Gabriel García Márquez acababa de recibir el Premio Nobel y estaba aquí en La Habana. Con motivo de la donación a Cuba de su biblioteca —ubicada en la Fundación Alejo Carpentier—, se ofreció una recepción a la que asistió Fidel. Yo estaba allí y Julio Cortázar me presenta: «Ella es una de las poetisas…», y dice una serie de elogios que no voy a repetir. Entonces Fidel le pregunta: «Bueno, ¿cómo se dice: poetisa o poeta?» El escritor argentino empezó a explicar que, en ese momento, a las creadoras latinoamericanas que no tenían mucha conciencia social, se les llamaba así —poetisas—, porque nada más hablaban en su obra de los novios que perdían… pero que ese no era mi caso.
Sí, porque algunas lo consideran un término peyorativo…
¿Y por qué peyorativo?, ¿cómo va a ser peyorativo eso? Es como si creyeras que la condición femenina te disminuye y que, si escribes mejor, eres masculina, ¿no? Lo cual es un total disparate. Entonces, en aquella ocasión, Fidel se viró así y no dijo nada, siguió su camino… Hablamos de otras cosas, pero me di cuenta que eso realmente no tenía importancia. No obstante, las mujeres de mi generación que escribían poesía, tenían un enredo con eso porque pensaban que si les decían poetisas se remontaban a Delmira Agustini, Alfonsina Storni… lo cual es un honor. Sin embargo, ese tema, en su momento, fue motivo de muchos debates.
Cuando dices «las mujeres de mi generación», ¿puedes mencionarme algún nombre? ¿Cuáles son las poetisas de tu generación?
Pienso en Lina de Feria, Belkis Cuza Malé, Georgina Herrera… Muchas se molestaban cuando les decían poetisas. Pero yo no me podía ofender… Es como ponerse brava porque te digan negra, habanera, cubana… Si me quieren decir poeta o poetisa, eso es a gusto del consumidor. En la lengua española existen los dos términos. Por tanto, nadie puede llamarse a ofensa.
Tus dos primeros libros, Mutismos (1962) y Amor, ciudad atribuida (1964), fueron publicados por ediciones El Puente. Esa experiencia editorial inicial te marcó por connotaciones extraliterarias e incluso te hizo afirmar —con un dejo de amargura— que: «hay gente que nunca nos ha visto bien. No nos vio bien entonces ni después». ¿De qué manera este hecho afectó tu ulterior desarrollo como escritora, como poeta, como intelectual…?
El Puente resultó vital para nosotros, para mí, en el plano personal. Un buen día llegó José Mario Rodríguez, su director, y me pidió unos poemas… Fue la primera editorial desinteresada que quiso publicar poemas míos, sin segundas ni terceras intenciones. Trataba de ser un espacio frente a todo el poder de distribución y de omnipresencia que tenía Lunes de Revolución. Eso es lo que sé, lo que se ha dicho, lo que todos reconocen hoy.
No se trata de juzgar a Lunes…; en mi intención no lo está, pero fuimos como una especie de alternativa. A partir de entonces publicaron en El Puente personas de edades muy diferentes. Hay una teoría de que El Puente fue algo así como un grito generacional, como lo que fue el grupo Orígenes. Pero no creo que nos reuniéramos teniendo un proyecto o enarbolando valores generacionales, no. Era como un espacio donde otros escritores podían expresarse sin programa concertado. Alejo Carpentier propició la presencia de esta pequeña editorial en la red de publicaciones nacionales y empezó a auspiciarla.
Lo que ocurrió después creo que tiene también de mucha fábula… Sería interesante estudiar el fenómeno de El Puente como uno de los tantos grupos literarios que ha habido desde Ciclón, porque hasta llegamos a tener un número de una revista, que después abortó.
A mi juicio, lo interesante es la diversidad de la década de los 60, la apertura extraordinaria… cómo se abrieron y admitieron espacios literarios de distintos tipos. Naturalmente, la Revolución no es un paseo, como se sabe. Y hubo momentos en que se radicalizaron algunas ideas, algunos procesos…
Hubo personas que fueron víctimas de errores —que reconocemos hoy todos—, y otras que tampoco comprendieron el rigor y la radicalidad de aquellos procesos. Algunos partieron al exilio y otros no. Lo cierto es que, quienes nos quedamos, lo que hicimos fue trabajar, escribir… incluso hemos sido escritores que hemos hecho una vida bastante local; específicamente, en mi caso, es sólo ahora que pudiera estar alcanzando una proyección internacional.
¿A quiénes recuerdas como autores publicados en El Puente?
Pienso en dramaturgos como Nicolás Dorr y, por ejemplo, José Ramón Brene, para no hablar ya de amigos mucho más cercanos como lo es para mí Gerardo Fulleda León… Porque uno de los valores que tuvo El Puente fue estar muy cerca del mundo teatral y de los dramaturgos que se formaban entonces. Eugenio Hernández Espinosa nunca llegó a publicar en esa editorial —porque en realidad él terminó sus obras tiempo después—, pero sentimentalmente estuvo también cercano a nosotros.
En El Puente se publicó la primera antología de poesía yoruba, perteneciente a Rogelio Martínez Furé, discípulo de Fernando Ortiz. También estuvo Ana Justina Cabrera, quien acaba de morir hace unos meses y dejó cosas escritas que quisiera recobrar y publicar para prologar. Y muchos otros autores, como la propia Ana María Simó, que se reveló como una gran cuentista, elogiada incluso por Julio Cortázar.
¿Hasta cuándo duró El Puente? ¿Qué significó entonces para ti?
Hasta mediados de los 60, o sea, que fue una cosa bien temprana. Yo guardo un gran recuerdo de Nicolás Guillén, de Roberto Fernández Retamar, de Lisandro Otero… quienes dieron un paso al frente para entender todo aquel problema… Había gente que estaba siendo víctima de los prejuicios hasta de su propia familia.
Yo viví acomplejada muchos años, a tal punto que siempre he participado en comisiones, en esto o en lo otro… pero nada de hablar en asambleas. Todavía hoy a mí me cuesta intervenir en una reunión de ese tipo. Porque siempre siento —es inconsciente— detrás de mí como un mal ojo. En fin, había como una especie de mala voluntad, y contra la mala intención no puedes hacer nada… porque éramos considerados algo así como seres endiablados. Te digo que a mí todavía, en un Consejo Nacional de la UNEAC, me da trabajo levantar la mano para decir algo, porque me parece que va a salir alguien y me va a decir: «Cállese usted, porque los de El Puente…» Ahora te lo puedo contar, pero antes no se hablaba de esas cosas…
Háblame de tus inicios en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y de tus relaciones con Guillén…
Yo integré la Brigada Hermanos Saíz, e incluso fui de los que elaboraron sus primeros estatutos. Testigos son compañeros que todavía andan por ahí: Fernández Retamar, Juan Blanco… Inmediatamente pasé a formar parte de las «jóvenes promesas», para decirlo de alguna manera. Estuve muy vinculada y colaboraba con la UNEAC, en La Gaceta, cuyo consejo editorial integré también hasta que empecé a trabajar allí a tiempo completo. Con Richard trajo su flauta obtuve primera mención en una edición muy polémica del Premio de Poesía Julián del Casal de la UNEAC. Sabes cómo es la tradición oral, o sea, nuestra eficaz «radio-bemba». Le pusieron a ese concurso «el desierto rojo». Estaba de moda la película de igual nombre, de Fellini, y como no le dieron premio a nadie, le llamaron así. Ese fue el año que Reinaldo Arenas presentó El mundo alucinante, y apenas ganó una mención honorífica. Tampoco mi Richard trajo su flauta obtuvo premio, sólo una primera mención. Porque era tremendo… No es un lamento, créeme, sino el intento de reflejar un momento histórico.
Yo estaba por la Sierra Cristal, con mi grupo de la Universidad, preparando nuestra graduación en la Sierra Maestra; reeditábamos el recorrido de la Columna 19, del Segundo Frente Frank País… Y, naturalmente, no podía asistir a la ceremonia de premiación; y decidí entonces que asistieran mis padres. Y fueron mi papá y mi mamá, lo cual resultó muy simpático. A mí me premia un jurado impresionante, integrado por Nicolás Guillén, Regino Pedroso, José Lezama Lima, Yannis Ritsos, José Agustín Goytisolo, Jaime Augusto Shelley y Oscar Oliva. Muchos años después, en 1981, estando en el Palacio de las Convenciones como delegada a un evento internacional, pude conocer personalmente a Goytisolo. Y le dije: «Mire, yo soy Nancy Morejón». Y él exclamó: «Pero tú no te pones vieja», ante lo cual le aclaré que la persona que había conocido en la entrega de los premios, era mi madre. Eso fue muy simpático; incluso él escribió sobre ese incidente.
Como te decía, al regresar de la Sierra Cristal, Nicolás me llamó y empecé a trabajar formalmente en Ediciones Unión. Al acercarse los festejos por su 70 cumpleaños, la Casa de las Américas decidió dedicarle una Valoración múltiple. Mario Benedetti me pidió que yo la hiciera; empecé y esto me creó una relación muy estrecha con Guillén, a quien había conocido en 1961, en Santa María del Mar, durante un evento de ferroviarios. Yo era intérprete de francés y los ferroviarios franceses querían saludar a Nicolás, que había estado exiliado en París, donde lo habían visto alguna que otra vez… Pero no pude abrir la boca, ni traducir nada, porque Nicolás hablaba un francés muy bueno, cosa que me puso molestísima porque yo pensaba que iba a ser el centro de toda la conversación, y no lo fui. Esto lo conté el año pasado en Ciudad Real, España, en un Congreso sobre Guillén, a propósito de su centenario.
Con Zaira —ambas como estudiantes— había ido a la UNEAC a llevarle a Nicolás el proyecto de una revista de la Escuela de Letras, que ya había aprobado Juan Marinello, entonces rector de la Universidad de La Habana. Guillén nos dio unos dibujos para esa edición, que yo no sé a dónde han ido a parar, porque —como todo el mundo sabe— esa revista nunca salió.
En 1972, se publicó la Valoración, y ya desde entonces él quiso que me encargara de sus asuntos literarios, lo cual constituyó mi trabajo durante muchos años, luego de haber estado en la redacción de La Gaceta de Cuba, incluso en su consejo de dirección, con Fayad Jamís, Raúl Aparicio… y después en la editorial de la UNEAC. Es decir, dejé de hacer toda mi actividad editorial para encargarme nada más que de los libros de Guillén, así como de otras tareas literarias suyas, hasta que se enfermó en el verano de 1985 y ya nunca más me fue posible establecer con él una relación de trabajo. Nicolás padeció una larga enfermedad, cuyo desenlace final tuvo lugar en julio de 1989.
Por eso, mi formación se divide —digamos, se comparte— entre la Universidad de La Habana y el movimiento literario cultural cubano de esos años que pululaba alrededor de la UNEAC.
De modo que yo me formé como en una especie de mundo bastante calidoscópico, y no quiero quitarle méritos a la Universidad, porque no hubiera sido igual mi recepción de ese fenómeno cultural sin la presencia ni los valores que aprendí en ella.
Retomando la idea de que la UNEAC fue —si se quiere— el sitio de mi bautismo literario, habría que añadir que el estar junto a Guillén resultó para mí fundamental. Sin embargo, pienso que aún puedo hacer mucho por su obra, aunque sin comprometerme con ninguna política institucional.
Estando aquí, conociendo tu casa de Los Sitios, entiendo el por qué te aferras a este lugar… ¿Has vivido en alguna otra ciudad de Cuba o del mundo?
Yo no me explico sin Los Sitios, sin La Habana… No he vivido nunca en ninguna otra ciudad de Cuba —lo que se puede decir una estancia larga— ni del mundo. Sin embargo, estuve más de un año en Nicaro —en el norte oriental de la Isla—, haciendo el libro Lengua de pájaro, comentarios reales, en colaboración con la historiadora Carmen Gonce. Es una ciudad en un mundo bien alejado; por eso la cita inicial del libro es de Pablo de la Torriente Brau: «Si quieren ir a otro país sin salir de Cuba, vayan a las montañas de Oriente».
Debo decirte que hay una ciudad en Cuba, aparte de La Habana, que para mí tiene un encanto especial: Matanzas. Después, de alguna manera, están Santiago de Cuba y Cienfuegos. Ahora, fuera de Cuba, yo te diría que tengo una especie —no sé si es una recurrencia ancestral— de síndrome histórico con el Caribe francófono. Es decir, cuando llego a Martinica, a Guadalupe o incluso a Guayana francesa —que puede ser tan diferente—, aprecio una cosa muy especial, una emoción, algo muy particular que me ocurre.
Creo que ello está vinculado con Lengua de pájaro…, un libro del cual se ha hablado poco. Se inicia con el testimonio de una martiniqueña residente en Nicaro. Para entonces, había descubierto el personaje de la Madama, hecho mi tesis universitaria sobre Aimé Césaire, y escogido Martinica y aquel universo como algo realmente visceral. Es interesante cómo Guillén tiene un bello poema dedicado a Guadalupe, cómo en Guadalupe también se varó el avión en que iba Carpentier hacia Europa —o viceversa— y allí descubre el personaje de Víctor Hughes, así como el argumento de El Siglo de las Luces…
O sea, ¿pudieras vivir en una ciudad del Caribe francófono?
No, no creo. Vivir es otra cosa: amar, sentirte afín… Uno sabe cuando solo se trata de una visita, cuando se va a estar solo un tiempo en algún sitio…
¿Cuál es el tiempo que más has estado fuera de Cuba?
Durante la primavera y el verano de 1985, cuando fui a los Estados Unidos a presentar una antología bilingüe, Where the Island Sleeps Like a Wing, traducida por Kathleen Weaverde y publicada por la editorial The Black Scholar Press, de California. El importante diario The San Francisco Chronicle seleccionó este volumen entre los diez mejores libros de poesía de ese año. Entonces viví allí tres meses: 45 días en el Oeste y otro tanto en el Este: Amherst, Boston, Chicago, Nueva York…
Debo confesarte que Nueva York es para mí algo mítico, entrañable, a pesar de que no he vivido allí nunca más de un mes. La he visitado muy frecuentemente. Esa fascinación comenzó en mi infancia: mi padre era marinero y me contaba de sus andanzas por esa ciudad. Un día descubrí que él hasta había presenciado un ensayo de Luis Armstrong. Pero, sobre todo, me transmitió la experiencia de los latinos, de los negros en Harlem… A ello se suman los recuerdos de una tía mía que murió allá durante los años 40. Eso forma parte de mi infancia, de mis referencias culturales… Nueva York como un lugar de confluencia de muchas culturas, de todas las culturas… y como una especie de oasis, de paréntesis… Por intrépida y vertiginosa que pueda ser la vida en esa ciudad, es un paréntesis en el modo de vida norteamericano. Nueva York no es los Estados Unidos; los Estados Unidos no son Nueva York… Creo que toda la literatura que esa ciudad ha generado es una literatura que tiene que revalidarse hoy. Por ejemplo, Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca.
Pero ¿tú asumes esas realidades y estancias a partir de tu condición de habanera neta?
Absolutamente… En realidad, no podría citar a mi gran amiga y poetisa Lourdes Casal que decía: «demasiado habanera para ser neoyorquina, demasiado neoyorquina para ser habanera». Creo que soy demasiado habanera para ser neoyorquina… Me he sentido libre e independiente en cualquier ciudad que he estado, sabiendo siempre que llevo un rumor de La Habana, de Santiago, de la realidad cubana de hoy, tan convulsa, tan entregada y tan heroica… Y eso, para mí, es realmente algo intransferible. Pero, al mismo tiempo, creo poder compartir una cantidad enorme de experiencias con gente de otras muchas latitudes. Creo que algún día me entusiasmaré para escribir un libro de viajes, sin imitar a los de Dulce María Loynaz, que son bellísimos…
¿Has dedicado algún poema a La Habana?
Están los poemas del libro Amor, ciudad atribuida, que es un paseo profundo por ella, con los ojos bien abiertos a su paisaje físico y moral. Porque una ciudad no es solo sus iglesias, sus parques, sus monumentos, sus zonas recreativas… sino el mejor ánimo de los habitantes que la pueblan y, por eso mismo, la conforman.
Hablemos de un habanero ferviente: Lezama Lima…
Lezama fue mi amigo, a pesar de nuestra diferencia de edad. Él radicaba en la actual sede del Instituto de Literatura y Lingüística, adonde yo iba a consultar libros y trabajar. Resultó también que, algunos estudiantes de la Universidad de La Habana, creamos un espacio cultural en la Escuela de Letras, al cual lo invitamos en 1962. Ese año se homenajeaba a Julián del Casal y, tras escuchar la conferencia de Lezama Lima, concluida con la lectura de su famosa oda, lo llevamos con nosotros. Ya en el salón de alumnos, reconoció allí que esa era su primera visita a la Universidad, que nunca nadie lo había invitado, y nos agradeció a los estudiantes por haberlo hecho.
Creo que realmente le debo muchísimas cosas, entre ellas, un gran diálogo intelectual, que algunas veces propicié en visitas a su casa, pero —sobre todo— en sus oficinas del Instituto, cuando él estaba haciendo la Antología de poesía cubana, así como cuando integró el jurado que, en 1966, evaluó mi libro Richard trajo su flauta para premio de poesía Julián del Casal, como ya te he mencionado antes.
Mi primer libro es de «poesía sonámbula», un término que usaba Nicolás Guillén para definirla, y que es la poesía de una adolescente, de una adolescente en ciernes, incluso. En ese cuaderno están fundamentalmente mis poemas de infancia, llenos de algo bien candoroso… No puedo decir que hay una influencia de Lezama; eso lo dicen los críticos, que son muy respetables; pero yo no. De todas maneras, en ese intercambio con él, en ese diálogo del que me enorgullezco, Lezama influyó de alguna manera, porque hay una zona de mi poesía donde la palabra adquiere algunas connotaciones que se asemejan muchísimo a su estética… Cuando él murió, escribí un poema que incluí en Piedra pulida (1986): «Lezama en la tarde».
Uno de los vínculos fundamentales míos, no sólo con Lezama sino con Eliseo, Fina, Cintio… es la condición de habanero. No puedo decir de ninguna manera que mi visión poética y literaria sea un desprendimiento de la de Orígenes, pero —por ejemplo— ellos fueron escritores que tradujeron como príncipes, y yo también he traducido muchísimo. Conversaba bastante con Lezama —y con Virgilio Piñera, que era también un estilo bien personal— sobre mi especialidad de Licenciatura en Lengua y Literatura Francesas. Porque Lezama era un gran lector del mundo francés, y un traductor de la poesía francesa, como lo fue también Virgilio. Esa era una vía por la cual yo conseguía una firme identificación con ellos.
Ahora, creo que no haya escritora ni poetisa más distante —a la vez— de José Lezama Lima, que yo. Él era un hombre con un gran sentido del humor, muy cubano, muy criollo, con una visión de la literatura, de la poesía… que en algunos momentos pude compartir y, en otros, no. Pero sí le debo muchísimo, y creo que la experiencia de su revista, del grupo de Orígenes… es algo sin lo cual no podemos explicarnos la poesía cubana del siglo XX. Eso es una realidad.
¿Admites otras influencias?
Sí. La de Guillén, por ejemplo, es fundamental. Yo admito todas las influencias, porque ¿cómo no admitir influencias? No escribo tampoco como Guillén, pero todos los poemas míos de corte de identidad, de corte nacional, donde el tema negro es fundamental… no los hubiera podido escribir si no hubieran existido los poemas de Nicolás. Lo que ocurre es que mi perspectiva, mi lectura, mi mirada hacia esos temas —que son los temas de Guillén— son los de una mujer. Y eso ya cambia en algo las cosas.
A Eliseo Diego también debo muchísimo, como poeta y como persona. Cuando vino para la UNEAC, donde ya yo trabajaba, no había cosa más placentera para mí —eso lo he dicho en múltiples ocasiones— que coincidir con Eliseo en mi lugar de trabajo, que era la oficina de Nicolás. Venía por las mañanas, se sentaba unos minuticos… y yo auxiliaba en todo lo que podía para oír de qué estaban hablando. Habrá jóvenes que puedan pensar que no había nada más opuesto a Eliseo Diego que Nicolás Guillén…Y no había mejores amigos, seres más leales y más colegas que Nicolás y Eliseo.
Decías que, cuando abordas los temas de Guillén, hay una diferencia sustancial: eres mujer… Tu doble condición social de mujer y negra, ¿te ha signado favorable o negativamente como creadora?
No ha sido ni favorable ni desfavorable. Es una condición. Una persona es ante todo un ser humano… Incluso habiendo sido inferiorizada, nunca domesticada, como reza un pensamiento de Frantz Fanon: «inferiorizado pero no convencido de mi inferioridad». Por lo tanto, eso para mí no es un factor desfavorable, es simplemente un factor, sin el cual yo no puedo explicarme ni puede explicarse mi literatura. Porque no soy una abstracción —siempre lo digo—, soy algo concreto.
Cuando escribí «Mujer negra»[i], nunca pensé que iba a tener la resonancia internacional que ha tenido y tiene. Sinceramente tuve una visión; ahí, en esa misma ventana que tú ves, se me apareció aquella mujer. Estaba en el mástil de un barco y era evidentemente una esclava. Entonces conté su historia. Después, ese poema ha sido asumido por movimientos que luchan por la igualdad racial, por los derechos civiles… Bienvenido sea…
[i] Incluido en Parajes de una época. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1969, p.18.
¿De que haya servido tu poema para ese noble objetivo…?
Sí, pero realmente yo no me senté a escribir un programa de lucha contra la discriminación…
¿Ves en tu actual trabajo al frente del Centro de Estudios del Caribe, de Casa de las Américas, una concreción de tus preferencias juveniles por los poetas del Caribe francófono, en especial por el martiniqueño Aimé Césaire?
Césaire llega a mi vida precisamente a través de Frantz Fanon, quien había llegado a la nuestra gracias a la gestión de Ernesto Che Guevara, que tenía a su cargo una colección que se llamaba Venceremos, donde publicó Los condenados de la tierra. Si revisas ese libro verás largas citas que hace Fanon de Césaire. Los dos estaban en el pivote del drama colonial de los pueblos africanos y caribeños. Era el momento de la guerra de Argelia, en los años 50… Prácticamente la guerra de liberación cubana tuvo lugar en la misma época. La de Cuba triunfó en el 59, y la argelina, en 1962.
El inicio de la mirada nuestra hacia el balcón afroasiático es un hallazgo del Che… Yo descubro así esa poesía: se empieza a organizar el Encuentro Cultural de La Habana, viene Césaire, y yo le digo que estoy escribiendo mi tesis universitaria sobre su obra. Entonces descubrimos —no sólo yo, sino un montón de personas— la pertenencia de Cuba al Tercer Mundo, la pertenencia de Cuba al Caribe… Y, desde ahí, comenzaron mis labores como traductora. Ésa es mi gran devoción; me gusta mucho traducir porque, al mismo tiempo de ser un placer noble, conoces a otros autores, otras culturas… Por ejemplo, en estos momentos estoy involucrada en un proyecto de traducir autores caribeños para un volumen dedicado a la francofonía que se presentará en la Feria del Libro de La Habana, en febrero de 2002. Y de veras que esa experiencia de traducir es altamente nutritiva. Primero, por el nivel de información, de inserción y de conocimiento de realidades que uno maneja sobre países que tenemos que conocer mejor. Porque decididamente somos caribeños y tenemos que conocer el Caribe.
El volumen que, bajo el nombre Elogio y paisaje (1996), apareció ilustrado con dibujos tuyos, ¿fue una simple inspiración pasajera o, por el contrario, tienes formación académica e incursionas sistemáticamente en la plástica?
No me considero una pintora, aunque daría la vida por poder estar un tiempo pintando, o escribiendo y pintando… en fin, me encantaría hacerlo. Siendo amiga de tantos pintores como son Manolo [Mendive], que es una gente que yo he querido mucho; Portocarrero, quien me hizo una flora en una libretica cuando yo era estudiante… la pintura era —sin embargo— algo que yo tenía dentro, que solamente el tiempo hizo decantar. En medio de la enfermedad de mi mamá, en medio del Período Especial más violento —el momento de los apagones feroces de 16 y 18 horas—, venía la luz y yo me decía: «Ahora me voy a poner a escribir».
Estaba muy cansada y agobiada; cogía un papel en blanco y nada. No me salía una palabra, nada. Y, sin embargo, empezaron a salir unas flechas, unas cosas, y de ahí surgieron algunos dibujos libres, dibujos de todo tipo… que yo llamo garabatos.
No me avergüenzo de que me inspiraran los Pierrot de Lorca… Era una cosa tan sana, tan bella, poner un color, poner otro… Me acordaba de las clases de Rosario [Novoa] y de Adelaida [de Juan], de la composición, la profundidad… este detalle, este otro…
Aquello me liberaba; me ponía en un paraíso; era como una gran limpieza. Y al otro día amanecía nueva; me hacía levantar y enfrentar la vida con más y mejores fuerzas: acompañar y ayudar a mi mamá… Me di cuenta de que era algo que me aportaba intensamente, más que pensar en una exposición, que pensar en publicar…
Hasta que un día me llama Aitana Alberti y me dice que estaba preparando un número para la revista Litoral, de Málaga, España, y quería que yo le llevara unos poemas. Entonces, una tarde fui a su casa con unos poemas, y yo andaba con uno de esos cuadernos, y ella lo ve, lo abre, y me pregunta: «¿Y estos dibujos?». «Son mis cosas, mis garabatos», le respondo. Y entonces me dijo que iba a usarlos como ilustraciones. Yo estaba sorprendida, porque eso en boca de Aitana Alberti no es juego. Me dijo que le dejara el cuaderno, y se lo dejé porque ella iba a fotocopiarlo.
Y el periodismo, ¿has podido ejercerlo? ¿De qué manera…?
Esa es una tremenda herida —como se dice— por la que voy a sangrar. Fíjate que no te he dejado terminar la pregunta. Si hay una cosa en la vida que siempre he querido hacer es el periodismo de columna; tener un espacio una vez a la semana para hablar de cosas cotidianas, de cosas culturales… que tienen que ver con lo popular. Por ejemplo, admiro extraordinariamente a Enrique Núñez Rodríguez, ese periodismo que hace, así como el que hacía Eladio Secades, que son dos cosas distintas por completo.
Yo he envidiado —sanamente, claro— a los escritores que han podido hacer esas cosas. Debe ser muy agradable, muy sabroso, que haya un episodio del cual tú puedes dar una opinión, y que —al otro día— la gente te vea en la calle y te pare y te elogie: «Óigame…», o que venga otro y te insulte porque está en desacuerdo… Es vital, funcional… Me gusta eso, mucho más que dar opiniones sobre libros en la televisión…
¿En algún momento has tenido algún programa de televisión?
Tuve un programa en la televisión, que se llamaba «Prólogo», y allí le hice un comentario a uno de los primeros libros que publicara Eusebio Leal. Era en el canal 6.
Visto ahora, a la vuelta de más de dos décadas, ¿hasta dónde consideras tu obra en consonancia con los postulados que le planteas a los escritores en el prólogo a Nación y mestizaje en Nicolás Guillén (1980)?
Figúrate, me impuse yo misma un patrón, un modelo… y mi obra está por debajo de eso, porque prácticamente era pedir la perfección. Sin embargo, pienso que hay que plantearse los grandes modelos, las grandes tareas, para escribir aunque sea una notica, aunque sea una viñetica… Hay que evitar ser conformista y tratar de expresar lo que uno siente de manera honesta.
La literatura se hace de palabras, palabras que quitamos, que ponemos… No es lo mismo escribir ahora, con las computadoras, que antes. Ahora se trabaja con más comodidad, que no quiere decir trabajar menos. Antiguamente, tenías que hacer cuatro, cinco, seis… copias con papel carbón. O sea, el oficio literario se ha facilitado, pero ello no quiere decir que estemos programados, que todos los días yo escriba un soneto. Tiene que haber un factor de inspiración, un elemento de disposición, de animación del espíritu… para poder crear.
Dicen que los narradores tienen que escribir diariamente, ya que la narrativa necesita argumento, personajes, atmósfera… y eso se construye. Pero creo que la poesía, que es una expresión tan lírica —a pesar de que hay poesía épica, como sabemos— no implica escribir un poema todos los días. El poeta que así lo haga, para mí está aniquilado.
Tú particularmente, ¿cómo haces?
Yo no tengo reglas, no tengo hábitos para escribir; depende mucho de mi estado de ánimo. De pronto me entra un qué sé yo y, si estoy delante de la computadora, me siento.
¿Escribes poemas en la computadora?
A veces no, necesito mis dibujitos, mi escritura, hago mis garabatos… y lo escribo todo en una hoja. Pero también me siento en la computadora… Ese poema —«El primo»— que le di en primicias a Opus Habana, lo escribí en la computadora «de cabo a rabo»…
O sea, crees en la inspiración…
Sí, absolutamente. Nada se puede hacer sin inspiración. Por ejemplo, esta entrevista. A las fotografías le dedicamos la mañana entera. Es un trabajo así, bordado, hecho con deseos de hacerlo… Si tú no tienes esos ingredientes, no puedes hacer nada en la vida… ni siquiera un café con leche.
Claro, la inspiración es solo un por ciento… Yo siempre cito a Hemingway: «La inspiración que me agarre trabajando»… Y trabajo hasta que se me va la inspiración, que es cuando el sol se pone. Entonces, como que me marchito…
¿Naces con el sol?
En cuanto amanece, hago así, abro un ojo, miro y veo una cosa que puedo apresar… Hoy, por ejemplo, en la mañana, mirar aquellos muros, aquellos claustros del Convento, atravesar la Plaza de San Francisco con Mateo, el cochero, cuando detrás de nosotros se alzaba esa luz blanca, plena, todopoderosa… Verla es un privilegio.
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Tomado de revista Opus Habana
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