Cuando uno empieza a escribir, sin la más mínima idea de lo que es la literatura en tanto proceso comunicativo, con vergüenza culposa afirma: «Yo escribo para mí». Y se entiende, porque todos tenemos necesidad de hablarnos para adentro con otro lenguaje, de perseguir ese mundo utópico que nos crece en las praderas simbólicas de la emoción. Así comienza –o termina– todo, pero escribir sin ánimo utilitario es, con toda seguridad, el primer paso en el ascenso hacia esa otra realidad que se llama poesía.
Sin embargo uno, aunque no lo diga, quisiera ser leído, hablarle al mundo, consolar al doliente, reír con el feliz y llorar con el triste, seducir a la muchacha (o al muchacho, según proceda). A la poesía en estado puro solo la mueve el empuje noble: descubrir quiénes somos, desplegar el corazón más allá de lo fáctico opresivo, pero en esas acciones, por íntimas que sean, siempre va escondido el recóndito deseo de que alguien reconozca algo importante dentro de sí mismo, a bordo de nuestras palabras.
La otra parte del suceso implícito en la gestación de cualquier discurso literario es la de quienes rompieron el cerco de su monólogo despreocupado y, escritores ya, escriben para otros a sabiendas de que sus palabras tal vez no sean otra cosa que mensajes tirados al mar, en una botella, tras el lector azaroso. Bien lo sabía Vicente Aleixandre cuando escribió su emblemático «Para quien escribo»:
Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que
corre por la calle como si fuera abrir las puertas a la aurora.
O ese viejo que se aduerme en el banco de esa plaza
chiquita, mientras el sol poniente con amor le toma,
le rodea y le deslíe suavemente en sus luces.[1]
Caemos así, de pronto en el acto responsable de pretender que lo que redactamos tenga una vida múltiple aunque aleatoria, incluyendo la de aquellos que solo por carácter transitivo recibirán sus consecuencias.
Pero escribir es, sobre todo, una inconformidad con las circunstancias. Y solo se consigue algo de valor desde una subjetividad que, tragando aconteceres, se fuga del chato devenir hacia lo soñado. Poco importa la certeza de que nunca volveremos a soñar como cuando éramos niños, porque entonces parecía que llegábamos al mundo para quedarnos, quizás con la misión de trasplantar todos los colores del paisaje hacia la paleta escolar.
Días y sucesos en que protagonizamos todas las historias familiares y personales –poco a poco sociales– se van acumulando y evaporando con los llamados del duro despertar a la conciencia, hasta que nos asalta la necesidad de reconstruirlo todo pecho adentro y, febriles, asumimos la obsesión del oficio con pretensiones de trascendencia. Forjamos en esos días a nuestro lector ideal, con pedazos de los seres inefables y las epifanías resultantes de las reparaciones, pero también con las frustraciones y los horrores acechantes.
En la Cuba prerrevolucionaria los poetas de más oficio y estatura intelectual escribían para los poetas, y para los académicos. Un país con altísimo índice de analfabetismo tenía clausuradas las páginas, y quién sabe si es por eso que la difusión radial y la declamación de la poesía tuvieron entonces tanta pegada. Algunos de obra bien perfilada, y otros recicladores de códigos moribundos, las aprovecharon para ganar con ello su coto de gloria. Más que para un lector esos poetas trabajaban para un escucha. Gustavo Sánchez Galarraga, Hilarión Cabrisas, y sobre todo José Ángel Buesa son ejemplos de bardos bien dotados cuya inserción en los medios radial, musical y escénico perjudicó –injustamente– su merecida y gallarda inserción en el canon literario nacional.
Gustavo Sánchez Galarraga (1893-1934), letrista de notables compositores como Ernesto Lecuona, Jorge Anckerman y Graciano Gómez, supo explotar con gran habilidad las posibilidades comunicativas del endecasílabo en el dominio de la oralidad:
Yo sé de una mujer que mi alma nombra,
siempre con la más íntima tristeza,
que arrojó por el lodo su belleza
lo mismo que un diamante en una alfombra.
Mas de aquella mujer lo que me asombra
es ver, cómo en un antro de bajeza,
conserva inmaculada su pureza
como un astro su luz entre la sombra.
Cuando la hallé en el hondo precipicio
del repugnante lodazal humano
la vi tan inconsciente de su oficio
que con mística unción besé su mano.
Y pensé que hay quien vive junto al vicio
como vive una flor junto a un pantano.[2]
Y de esa misma cualidad del verso de once sílabas se valió Hilarión Cabrisas (1883-1939) para comunicar sus efusiones de intenso dramatismo:
¡Esa!… La que en el alma llevo oculta;
la que no salta afuera ni se expande
en la pupila; la que a nadie insulta
en un alarde de dolor: la grande,
la infinita, la muda, la sombría,
la terca, la traidora, la doliente
lágrima de dolor, lágrima mía,
que está clavada en mí profundamente![3]
A diferencia de estos –más cercanos al romanticismo, digamos, clásico– José Ángel Buesa (1910-1982) se valió con alta frecuencia del alejandrino, de iguales resonancias musicales, pero de mayor solemnidad, para conquistar el oído atento; forjó así un discurso que con posterioridad ha sido calificado de neorromántico: No, nada llega tarde, porque todas las cosas / tienen su tiempo justo, como el trigo y las rosas; / sólo que, a diferencia de la espiga y la flor, / cualquier tiempo es el tiempo de que llegue el amor.[4]
La poesía prioriza hablarle al alma desde el alma, de ahí que su función emotiva le conquiste más lectores que la intelectiva; en la simbiosis emoción-inteligencia se consiguen productos poéticos que se mueven con soltura entre las comunidades popular e ilustrada, pues existe la posibilidad de aprehenderla en una u otra dirección con todas sus connotaciones. Entonces, ¿para quién, o para qué escribir?: ¿para el letrado, para el habitante común?
La poesía rastrea y disecciona, muchas veces desde lo irracional empático, lo más recóndito de nuestra sensibilidad. Razón tenía Ramiro Pinto cuando aseguró que «escribir es una arqueología de nuestra psiquis».[5] También es un desdoblamiento perenne, gracias al cual somos quienes queramos ser, no importa de qué tiempo ni de qué espacio, ni si pasamos a ocupar el espíritu de personajes, históricos o ficticios, pues lo único que interesa es el estremecimiento o la inquietud que transmitimos. Acabaríamos entonces en el mismo terreno que el uruguayo Eduardo Espina cuando aseguró que «La poesía es un pensar para existir, un modo de reflexión que ocupa una doble existencia; la del ser que escribe y la de la escritura».[6]
(Santa Clara, 4 de septiembre de 2021)
[1] Vicente Aleixandre: «Para quién escribo», disponible en https://www.poesi.as/va620001.htm, [fecha de consulta, 3 de septiembre de 2021].
[2] Gustavo Sánchez Galarraga: «Flor de pantano», tomado de Cacionero.com (letras; todas las letras de canciones), disponible en https://www.cancioneros.com/letras/cancion/39441/flor-de-pantano-o-yo-se-de-una-mujer-graciano-gomez, [fecha de consulta, 4 de septiembre de 2021].
[3] Hilarión Cabrisas: «La lágrima infinita», disponible en http://amediavoz.com/cabrisas.htm, [fecha de consulta, 3 de septiembre de 2021].
[4] José Ángel Buesa: «Balada del loco amor», disponible en https://www.poemas-del-alma.com/jose-angel-buesa-balada-del-loco-amor.htm [fecha de consulta, 4 de septiembre de 2021].
[5] Ramiro Pinto: [27 de julio 2015], disponible en https://ramiropinto.es/2015/07/27/a-quien-escribo/, [fecha de consulta, 2 de septiembre de 2021].
[6] Eduardo Espina: «Un zigzag feliz. ¿Para qué escribir poesía?», disponible en https://web.uchile.cl/publicaciones/cyber/13/conf2.html, [fecha de consulta 3 de septiembre de 2021].
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