Según la teoría de Northrop Fry, influyente en la segunda mitad del siglo XX, la crítica se expresa en dos direcciones: centrípeta y centrífuga.1 La crítica centrífuga es aquella que expande el contenido hacia el contexto social en tanto la centrípeta se adentra en la propia construcción literaria, o artística, de la obra. A su juicio, no se trata de que existan dos modos paralelos de acercamiento a la obra, sino de métodos complementarios que permiten indagar plenamente al ejercer la crítica. No obstante, su espectro de atención privilegia la búsqueda centrípeta en tanto se deshace de su incidencia en el espacio público, considerando extraliterarias ciertas consecuencias que se hacen pertinentes por la aplicación de ese modo.
Las teorías sociológicas que simplificaron indolentemente el marxismo, renegaron de todo acercamiento estructural o hermenéutico, para terminar en una especie de escolástica que desperdiciaba el saber acumulado en las categorías de forma y contenido y en los valores reflejos de la obra. El resultado a lo largo de la historia es que cualquier intento de indagar en sus bases y rescatar sus valores, es recibido con una agresividad escolástica que supera en intensidad a aquellos dogmas ideológicos que condujeron a la esquematización. Hemos llegado a punto en el que la polémica descarta toda posibilidad de indagar en esas fuentes y subvalora el resultado a priori, sin siquiera tomarse el trabajo del razonamiento lógico.
Querámoslo o no, toda obra se muestra a través de una estructura formal cuyos signos implican determinados mensajes y contenidos más o menos explícitos. Y toda obra revela tanto huellas de contexto social como de herencias genéricas de oficio. La profesionalización del arte y la literatura, en su creciente dependencia de la industria cultural, conlleva a un proceso de especialización que no se resuelve con una crítica simple, asociada a ecuaciones de sentido primario, por mucha lógica formal que la acompañe. Las producciones masivas literarias, por ejemplo, dependen de cierta especialización pragmática en el ámbito de la recepción, pues la ruptura de los códigos genéricos por parte del emisor puede llevar al fracaso de las ventas. Estrictos son los códigos de la novela negra, de la novela romántica o erótica, como lo son también los de la llamada ficción seria, o de autor.
La telenovela cubana, para usar otro ejemplo de consumo masivo, ha comenzado a romper los códigos genéricos y ha conseguido incomprensión y hasta rechazo en el espectador que sus emisores suponían ideal. Nuestra crítica, tan asociada a la inmediatez de la prensa continua, ha pasado por alto este fenómeno –acaso considerándolo especializado para los órganos en que publican– y ha focalizado solo el contenido ético y social que actúa como precepto centrífugo en sus episodios. Es la consecuencia de imponer a la telenovela códigos genéricos propios del serial de denuncia. El serial, en cambio, ha conseguido excelentes resultados, tanto en efectos de comunicación masiva como en valores estéticos, justo a partir de hacer pertinente la complejidad de los sistemas semióticos que admite. Tampoco ha sido un aspecto focalizado por la crítica, al menos en ámbitos de amplia recepción.
Las condiciones de acceso global, cada vez más inmediatas y fuera de control respecto al juicio orientador, ponen en riesgo el papel de la crítica, anclada aun a estatutos que reducen las posibilidades del método y, sobre todo, se resisten a entender las rupturas y los cambios. Nuestra crítica continúa subestimando a lectores, espectadores y consumidores del arte y la literatura en general, lo que se aprecia en la estrechez epistemológica de sus juicios y en los pocos intentos de buscar la comunicación que se exprese en contenidos profundos con sana claridad. La tarea se resuelve, por lo general, con ojivas de encomios o diatribas –según el riesgo que asuman–, o con abstrusos fragmentos de densa teoría. En esa perspectiva, quienes ejercen la crítica pudieran convertirse en espectros que a ningún susto llevan; fantasmas cuyo juicio se evapora en el acto mismo de evaluar.
Sí, porque la más común expectativa respecto a la crítica demanda que esta le sirva para calificar de buena o mala a una obra. El consumidor necesita orientación, pues ya no puede darse el lujo de invertir su tiempo en el creciente infinito de posibilidades de consumo. Y la necesita antes y después de convertirse en receptor directo de la obra, ya que sus próximos pasos de consumidor, y de promotor pasivo, por tanto, pueden estar determinados por el efecto de la crítica, sobre todo por una crítica insuficiente, o ausente de criterio. No estaría mal, sin embargo, que esa crítica dijera, en efecto, si es buena o mala la obra, pero están de por medio las incidencias del punto de vista, a través del cual se definen las condiciones aceptables del valor y el valor mismo de las reminiscencias ancladas en la tradición. Si el punto de vista se ve condicionado por coyunturas de empleo, es difícil que logre surgir sin prejuicios u omisiones, que no se limite a lo circunstancial, sin poner en riesgo el sustento, o la integridad física y moral, que también se dan casos.
En nuestro panorama se conjuga una paradoja difícil de canalizar: mientras se incrementa la superpoblación de autores y obras que se consideran dentro del canon del valor elevado, el ejercicio de la crítica se circunscribe por lo general a la reseña laudatoria, promocional y cómplice. Hay pocas críticas que diseccionen objetivamente la obra, sin dejarse vencer por la parcialización entre lo bueno y lo malo, y buena parte de ellas, al asumir el juicio negativo, responde a intereses mediados por un punto de vista autoral ajeno a los códigos del arte o la literatura. Es justo apuntar que esta práctica no parte de los críticos, sino de estrategias creativas, pensadas más como libelos sociales que como piezas de expresión artística, escénica o literaria. Abunda en nuestro panorama actual obras que rezuman esta característica mientras la crítica hace mutis por el foro.
Para que una crítica resulte funcional, debe partir de un ámbito de información que abarque mucho más de cuanto se analiza en la obra, incluida la historia de las ideas que han llevado a la perspectiva asumida, y sin excluir los códigos de ruptura inmediata que, de tenerlos, han motivado a ese autor. Partir de una culta información permite a quien ejerce la crítica valerse del método que más cómodo le quede, incluso de un eclecticismo metodológico que el academicismo pudiera excomulgar, sobre todo si se centra en una buena cosecha comunicativa.
Es el renglón siguiente de la crítica: las posibilidades de comunicación del ejercicio del criterio.
Nuestras publicaciones incluyen con mayor asiduidad reseñas y estudios centrados en un destinatario especializado, conocedor de las técnicas de creación y sus espectros teóricos, con numerosos términos que perderían a un lector común culto, pero ajeno a las técnicas de creación, literarias o artísticas. Justo es insistir en que este problema no parte de la crítica: es un reflejo de los propósitos y métodos de creación que han dominado el contexto cubano durante un largo periodo.
El colofón de la crítica es, por tanto, el sentido común. No es poca cosa, aunque parezca una obviedad, o una entelequia, luego de tanto traficar con la frase, sobre todo en la perspectiva de los puntos de vista que la industria o los poderes median y potencian. Pero el sentido común define que la información cultural acumulada alrededor del análisis, lleve a contexto justo los valores –ausentes o presentes– de la obra y ofrezcan al consumidor un derrotero, un camino a elegir, o a desechar.
1 Northrop Frye: Anatomía de la crítica, Monte Ávila Editores, Caracas, Venezuela, 1977.
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