El estudio profundo de Casas del Vedado, y de la obra narrativa de María Elena Llana, tal vez esté por comenzar, por más que podamos consultar acercamientos interesantes, tanto en Cuba como en el extranjero. Releer sus cuentos revela cuántas aristas son posibles en el ámbito de un análisis complejo, capaz de relacionar el cúmulo de elementos semióticos que los conforman y que dan fe de por qué su calidad se revaloriza a través de los años. Continuaremos, por el momento, indagando en las tensiones irónicas que el cuaderno reserva, dotando a la fábula de un espesor significante que parece ocultarse detrás de sus fantasmas, o convirtiéndose, acaso, en uno de ellos.
El cuento «En familia»,[1] por ejemplo [pp. 68–73] está narrado en primera persona, por un personaje testigo, o protagonista, de los hechos. En él es fundamental la atmósfera en que se desempeña esa familia que un día descubre, con toda naturalidad, que los familiares fallecidos se reflejan en el espejo en el mismo sitio en que se encuentran los vivos. La enunciación discursiva se encarga de hacer natural la circunstancia, sin dotar al insólito hecho de reminiscencias extrañas. Es un propósito autoral, sin dudas. Esto reduce gradualmente la dicotomía estructural —muy presente en los cuentos de La reja— entre el mundo del afuera —en esta ocasión un armonioso fluir del más allá y no una realidad hostil y peligrosa—, y el espacio inmediato de los personajes centrales de la historia. Es un recurso literario manejado con sabia maestría para dar el impacto necesario al desenlace, quizás predecible una vez que el giro diegético se ha planteado.
Este giro se da cuando Clarita, graduada de la primera promoción de mujeres odontólogas del país, vivaz, emprendedora, audaz y decidida, decide comunicarse directamente con los muertos del espejo y, poco después, adentrarse en él, dejando el soporífero espacio del aquí familiar. Clarita deja un mundo apacible, cordial y sin otro futuro que no sea el de llegar a la muerte y, por tanto, a ese espejo donde los muertos, la mayoría olvidados, pueden, paradójicamente, vivir eternamente. Todo, sin la menor alusión a trascendencias filosóficas ni, por el contrario, pasajes de humor negro, o apuntes humorísticos que distancien la tensión de los eventos. Ni siquiera se alude a la extrañeza surreal de la imposible circunstancia en que se desarrollan los hechos.
La autora —la persona que piensa la escritura y no ninguna de las categorías que hacen pertinente el relato— no hace explícita esta idea y acierta, por ello, al dar a la historia el cierre clave, justo y sorprendente si bien no inesperado. El personaje que narra, prima coetánea y admiradora de Clarita, dosifica su proceso de seducción por traspasar también el espejo y sugiere, sin hacerlo explícito, ese periplo que convierte la vida en un monótono y apacible viajar hacia la muerte, sin nada que ver con el sentido trascendente de Heidegger. Como en «El gran juego», la perspectiva del locutor sazona con indicios el sentido que adquiere el desenlace y hace del relato una pieza maestra —otra más.
«La heredada» [pp. 74–78] se me antoja —no hay indicios en el texto de aquí sea— una parodia estructural de la fábula china del guerrero dispuesto a desafiar al dragón que ha custodiado un tesoro por un tiempo mítico. Al enfrentarlo, lo vence fácilmente, contrario a lo que pudiera esperarse, y de inmediato descubre que él mismo se ha convertido en un dragón y va a quedarse a custodiar el tesoro hasta que otro valiente llegue a derrotarlo. Sin embargo, mientras en la fábula tradicional, que es una joya en el género, subyace una icónica llamada a la avaricia, al punto de que algunas traducciones lo explicitan, en el cuento de Llana hay giros importantes de diferenciación.
Adelaida es una prima pobre –una vez más el vínculo familiar entre primas– que ha sido acogida por Lucrecia, su pariente acomodada y matriarca; matriarca de un reino de objetos que, al imponerse en su valor, marcan el verdadero dominio de la vida. Objetos que gobiernan la vida de los seres, sin adquirir —y esto es esencial— una función prosopopéyica, como suele ocurrir en el relato fantástico, o surreal. De ahí que el punto de tensión del conflicto se marque en la primera oración, la orden que recibe de su prima, ya en su lecho de muerte (una cama colonial imponente que impide la presencia de otra cama modesta para ella en la misma habitación): «No vendas nada, Adelaida».
Más adelante, cuando por fin ocurre la muerte de su prima y ella pasa a ocupar el lugar heredado, se pregunta: «¿Realmente heredó la casa y sus tesoros o fue ella el legado de Lucrecia a sus amadas pertenencias?» A través de un giro irónico que la autora maneja a plenitud, comprobamos que, una vez en posesión de la herencia, Adelaida se siente «cansada, muy cansada, no solo por los últimos días, sino por tantas noches durmiendo incómodamente y también porque las recomendaciones recibidas en esos seis meses la hicieron vivir en constante tensión, al punto de que llegó a temer que su sombra se proyectara sobre los valiosos objetos de la casa». Se adormece un instante y, un poco como en El aprendiz de brujo de Goethe, los objetos cobran vida, como espectros del sueño, por lo que debe despertar de inmediato y comprobar que todo sigue en su lugar, aunque ella sienta aún la hostilidad de la casa, «rebelada ante una humilde propietaria, decidida a no aceptar el señorío de la prima pobre». Entonces va a recibir la llamada del afuera, mediante dos aldabonazos que la sobresaltan y la conminan a comportarse con la humilde displicencia de siempre. Sin embargo, reacciona y se abstiene de acudir al llamado de ese mundo exterior que insiste en reclamarla, mundo del que ella procede y en apariencia ha escapado. Cuando cesan los toques en la puerta, Adelaida «mira en derredor y todo le parece más sumiso». Punto de giro fabular que la convierte en verdadera propietaria.
Para cerrar, la autora —insisto en anotar autora y no categorías— acude nuevamente al resultado irónico: luego de todo un ritual que expresa la toma de posesión del sitio, Adelaida marcha a la cocina y despliega sobre el piso un par de frazadas y una sábana, «segura de que este secreto, como el del jarrito de esmalte, jamás será descubierto.» La tensión entre el razonamiento proletario, de empleada, de Adelaida, y la inexcusable orden de la prima burguesa se resuelve con una filigrana de ironía, perfecta para un cierre.
«Reina Ana» [pp. 71–82] parte del guiño al valor de los objetos en la casa, guiño que es más una maniobra de distracción que un juego de prosopopeyas, pues la tensión de la historia alcanzará su pertinencia a través del conflicto personal, sujeto de la narración, no en los objetos.
La disyunción familiar se da entre la tía, urgida de asistencia tras su último preinfarto, y su sobrina-nieta, quien asume su cuidado y, con ello, la transformación radical de su mundo, apegado a los objetos de la casa.
Justo cuando se produce el giro diegético el silloncito Reina Ana cobra vida, se convierte en alguien, y no en algo, ese objeto vetusto y desechable al que ella se aferra mientras ha visto, o escuchado, cómo el resto de sus cosas —antiguallas plagadas de polvo y caca de moscas— desaparece, siempre por su bien, según la anáfora que marca la ironía. Cuando el dolor en el pecho acude nuevamente, en tanto ella recuerda sus viejas pertenencias, valiosas solo para ella, «le parece que este inventario de objetos viejos es el único saldo de su vida. Y el Reina Ana asiente». Avanzan a la par sus esfuerzos por llegar al sillón y la euforia de los jóvenes que ven, en escandaloso entusiasmo, desentendidos y fuera de su alcance, un combate de boxeo. El sonido de ruptura definitiva que deja escuchar el Reina Ana es «como la voz de sus propios dolores, de su propia vejez, justamente la voz que ella deseaba escuchar y que se apaga con el estallido final de la noche, cuando el árbitro anuncia al vencedor». Actualizado por el propio texto, queda la voluntad de eutanasia de la anciana, relegada al mundo de los objetos que, aunque han sido valiosos, van a una quiebra inevitable. Ha sentido el dolor en el pecho y se ha abstenido de llamar por lo que la alocución «la voz que ella deseaba escuchar» se convierte en un lexema clave de significación y, con ello, de sentimiento profundo y dramática sentencia. Se advierte además un juego de permutación con la prosopopeya, pues la persona ha resultado más un mueble que el propio sillón que la suplanta.
El cierre, también predecible según avanzamos a través de la cadena de anécdotas, aporta la sorpresa en el llamado sentimental con que concluye el texto. Amarga ironía que revela hasta qué punto es dramática una posible coincidencia, en un perfecto ejercicio metonímico, entre el nombre que clasifica a un objeto, el sillón Reina Ana, y el que designa a un ser humano, esa anciana que muere en la patética soledad que, «por su bien», le acarrea ser objeto de cuidado.
«Un abanico chino» [pp. 83–89] dedica un especial interés a las relaciones entre el tiempo de la historia —aquello cuanto ocurre en el relato— y el tiempo del discurso —el modo en que los sucesos aparecen en la perspectiva de la narración—, construyendo un relato de espejismos que conectan, fantasmagóricamente, a los personajes. Pervive, no obstante, la dicotomía entre el mundo del afuera, fuente del caos que lo transforma todo, y el espacio interior de la casa en el que la vida se supone modelo de comportamiento y refugio seguro de los males externos.
«La iluminación del sol comenzaba en el pedazo de acera que se veía frente a la entrada de la verja, como si allí mismo se estableciera el límite entre la luz y la sombra».
En los saltos temporales, del pasado al momento presente de la narración, dosificados según la perspectiva del dato, hay un juego actancial de circunstancias sociales. Numerosos grupos de personas que marchan a la plaza, para concluir en fiesta, en el estatuto temporal del presente, que es la circunstancia última del tiempo de la historia, y músicos callejeros que van de carnaval en el pasado, circunstancia previa que es la causa de toda la cadena de espejismos que vendrán después y constituyen el tiempo verdadero del relato. Paso a paso, alternándose, actualizando isotopías, se desarrollan los eventos en esa especie de «trenza de equívocos» que la voz narrativa va evocando, justamente desde el mundo del aquí, más tumultuoso que el mundo del afuera, aunque pretenda presentarse apacible. Es una historia compleja, o complicada, que la autora resuelve con oficio.
En «Claudina» [pp. 90–107] el personaje que narra, una mujer, recibe inesperadamente un piano antiguo, «lleno de sencilla dignidad» al que «se le adivinaban calidades profundas». Después de la confusa circunstancia, descrita con verdadera maestría literaria, capaz de introducirnos en ese ambiente insólito de modo que no deje dudas de su posibilidad, ella supone que se trata de un equívoco y decide esperar al día siguiente, cuando pudiera aparecer el propietario verdadero del mueble. Al día siguiente, en la «carrera de equívocos», aparecerá —nada menos— la confirmación de que, en el instante en que el piano apareciera, «prácticamente solo, porque el hombre que lo empujaba apenas se veía», se aviene una cadena de fantasmagorías.
La falsa autonomía del piano, irónicamente presentada en el plano del discurso, trae la impronta del mundo exterior que decide instalar en la casa a la otra persona, a contrapelo de los baldíos esfuerzos que el personaje hace por sacarla. Un atado de partituras y un ramo de rosas amarilla que, más o menos como el piano, «avanzó hacia mi mano», irán definiendo ese proceso, al que se opone el personaje. Desde la primera oración sabemos, sin embargo, que ha ocurrido: «Si Claudina llegó en algún momento, si de una u otra forma se instaló en la casa, debo tomar como punto de partida la entrada del piano en la sala». Tiempo mayor el aludido en el plano del discurso que el referido en el plano de la historia.
Así, los objetos que entran y se instalan, transforman la persona. La prosapia del piano, la dignidad de las partituras, la hermosura de las rosas y el teléfono —otra vez el teléfono como brecha que se abre al espacio exterior— reconstruyen el ser. Mientras el tiempo de la historia es breve, el tiempo discursivo hace más larga la cadena de sucesos, recurso que apuntala la situación irreal de que una especie de fantasma se aparezca en tu vida y forme parte de ella. El giro argumental se produce a partir de una historia de amor no correspondido que se apropia de elementos comunes al relato romántico —muy usado en la literatura de masas, pero no exclusivo de ella—; elementos que trampean libremente con la contigüidad.
Los espectros que tensan el relato son aún más ambiguos que el hecho —el dato fundamental de la narración— de aceptar que varios fantasmas, que a la vez pueden ser uno solo: Claudina, se instalen en la casa, y en la vida. Juego literario que la autora maneja a través de una sutil ironía discursiva, pretendiendo explicar lógicamente cuanto ocurre mientras demuestra que el suceso es otro. Hay un momento más claro en cuanto a la alusión a la metadiscursividad, ese en el que el amante despechado define su rol actancial en el relato: «mi persecución es el sentido de su escapatoria y, con el tiempo, esa escapatoria se ha convertido en su razón de ser, en la justificación de sus ansias de libertad». Antagonista que ayuda a que la historia progrese; ironía dominada por la angustia que se va a repetir en el momento del cierre, esta vez sobre la mujer solitaria que nos narra, regresando al angustioso momento anterior a esa «carrera de equívocos».
En extensión «Claudina» es breve, pero remite a una historia que anuncia pasajes novelísticos, de una prolongación temporal que incide en la impresión de lectura y consigue, gracias a la propia cadena de sucesos, salvar las tensiones narrativas entre lo real y lo surreal. Oficio y elegancia desbordan, también, en el uso de juegos temporales.
«El gobelino» [108–120], por su parte, introduce la tensión entre el mundo inanimado, que ocupa el lugar del mundo del afuera, y el espacio interior, el del encierro y las limitaciones. Hace como que retoma el motivo antiguo del cuadro perfecto por el que se fugará el propio artista que lo ha hecho, pero da un giro crucial en su propuesta. Silvia, niña enferma —esto es, con problemas mentales—, mimada y consentida en todo, solo encuentra sentido a contemplar un gobelino. De la contemplación pasa a la acción, lo que introduce un giro radical en la propia tradición de la que parte. Con soluciones semiológicas análogas a las de «En familia», esta historia reinventa el papel de las tensiones entre los seres del mundo de lo real, el aquí, y los espectros del mundo del afuera, es decir, y de nuevo en paradójica ironía, los seres que adquieren vida propia justo en el interior del gobelino.
Permutaciones constantes, sutilmente complejas, entre la realidad y lo surreal, entre el giro fantástico y la lógica simple de lo cotidiano. Una alternancia que es clave en los valores narrativos que ha estado proponiendo María Elena Llana.
En «El guardián» [pp. 121–125] una pareja de enamorados «un poco borrachos por los aromas de junio y de la lluvia recién caída», irrumpe desde el mundo exterior a través de una verja abierta y un jardín en penumbras: «la más sugestiva de las invitaciones». La entrada de los jóvenes amantes desata una atmósfera de ambigüedades una vez que son sorprendidos y, contra toda lógica, impelidos a subir a la cocina. Al aceptar el café que les ofrecen, como si fuesen visitantes, se convierten en parte del ambiguo concurso de los hechos. El discurso narrativo avanza alternando la tensión entre el mundo del afuera y el espacio interior de la mansión. De repente, los jóvenes «son espectadores», «una pareja verdadera frente a otra en la que se ha violado algún principio oculto».
El espacio interior, con peldaños de mármol, salón con veladores, espejos, cortinajes, un piano y el cuadro de la dama, ha sido invadido mucho antes de la aparición de la joven pareja. El cierre, entonces, como en no pocos de los cuentos de María Elena Llana, cambia el punto de vista de la descripción de acciones y pasa de los jóvenes enamorados y audaces a esa otra pareja que revela por fin el oculto principio que ha violado.
«En la pendiente» [pp. 126–138] retoma la ironía discursiva de «El gran juego» y la reubica —en estilo y circunstancia diegética— en un contexto de pragmática lucha por la vida. El espectro que vaga por la otrora imponente mansión, como un inquilino más, no aporta la tensión, sino la solución costumbrista, irónicamente resumida en el párrafo último.
«La casa vacía» [pp. 139–145] retoma, por su parte, los elementos que mejor maneja María Elena Llana: descripciones de ambientes espectrales y objetos de prosapia que han venido a menos, distracciones del punto de vista narrativo, sutiles giros irónicos y, para cerrar historia y libro, el dato escamoteado que vuelve a cambiar la perspectiva de lectura. El espectro que estructura la tensión en el discurso no es, precisamente, el espectro que «resuelve» el conflicto a través de ese giro sorpresivo que la última oración aporta.
De este modo, Casas del Vedado concluye llamando a leer una vez más, desautomatizando los códigos de recepción, tanto aquellos realistas que ya se saturaban en el panorama cubano, como los códigos fantásticos de los cuales se nutre su escritura. Uno de los varios secretos que lo vuelven un libro intemporal y, muy importante, independiente del giro sociológico que pueda estar detrás de los ambientes, descritos siempre con una prosa concisa y exquisita que puede darse ese lujo, y otros varios.
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Trampas de la fábula en Casas del Vedado, de María Elena Llana, de Jorge Ángel Hernández
Casas del Vedado otra vez, de Alberto Garrandés
[1] Usamos Casi todo, Ediciones Unión, 2006.
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