I
No es fácil —ni acaso aconsejable— dilucidar los límites entre lo literario y lo biográfico cuando se trata de Espronceda.[i] Las trampas de cualquier acercamiento biográfico parecen más peligrosas en este caso y tenderán a ocultar un hecho esencial de la conciencia literaria del poeta y de su singularidad dentro del romanticismo español. Me refiero a la creación y despliegue de una voz lírica, más exactamente de un yo lírico que reflexiona con audacia sobre aspectos íntimos, incluso inconvenientes, con absoluta libertad de conciencia.
Lo que es habitual y casi obligado en otros romanticismos, no lo es en el español. Espronceda es, entre los románticos españoles, quien posee mayor conciencia del sujeto de los poemas y, de modo especial, de lo que significa su autonomía respecto del autor. Esto último puede parecer una afirmación sorprendente, conocido el exhibicionismo del canto «A Teresa» y la polémica que hubo de suscitar, por lo que convendrá explorar en ambos campos, tanto en el del sujeto lírico como en el del propio autor y sus lectores.
No debiera llamarnos la atención que Juan Valera, hombre nada dado a romantiquerías, cuando recuerda un breve encuentro con José Espronceda allá en su primera juventud, sometiese al autor —jovial y correctísimo, según sus palabras— a un cotejo con el personaje terrible de los poemas:
No niego yo la sinceridad de su dolor profundo, de su desesperación blasfema y de no pocos otros furores suyos, pero me inclino a creer que todo ello era momentáneo y sentido solo cuando el estro le picaba y él componía sus hermosos versos; pero que en prosa no era ni con mucho tan desventurado, sino sobre poco más o menos como los demás mortales (Valera 1942: 1306).
Comentario sensato, podríamos añadir, ¿y por qué no?, aplicable a tantos autores terribles de nuestra propia época. Sin embargo, este tono no era el habitual entre sus contemporáneos cuando de él se trataba, sino más bien lo contrario. Vida y literatura ocuparían compartimentos adyacentes, pero separarlos no resultaba tan fácil. Zorrilla —y es digno de nota— intentará diferenciarlos, con un punto de ironía sexual y generosa admiración, cuando recuerda en sus memorias una visita al poeta:
«No te veo», le dije; «pues trae la luz», me respondió; y trayendo yo la bujía, le contemplé por primera vez, como a la primera querida que me hubiera dado un beso a oscuras (Zorrilla 1943: 1750).
Posiblemente la ironía de Zorrilla se justifique a partir de retratos como el de Ferrer del Río, donde lo físico no es sino metáfora de lo moral, desplazamiento de la prosopografía a la etopeya:
De gallarda apostura, noble ademán, y varonil belleza se distinguía Espronceda entre todos, y la melancólica sombra que empañaba su rostro, hacía aún más interesante su fisonomía (Ferrer del Río 1843: 16).
Guapo, gallardo, melancólico, seductor… ¿Qué más se podría pedir? Casi nos olvidamos de que Espronceda no debiera aparecer aquí como personaje, sino como el creador de ellos. Zorrilla, tras morosa descripción del rostro del poeta, continuaba:
Espronceda sabía más que la mayor parte de los que después de él hemos alcanzado reputación: discípulo de Lista, como Ventura de la Vega y Escosura, era buen latino y erudito humanista; pero empapado en la poesía inglesa de Shakespeare, Milton y Pope, era la personificación del clasicismo apóstata del Olimpo, y lanzado, Luzbel-poeta, en el infierno insondable y nuevamente abierto del romanticismo. Espronceda era leal, generoso y bueno; la política y los amigos le dieron un carácter y una reputación ficticia, que jamás le pertenecieron; y las medianías vulgares le han calumniado después de su muerte, hasta atribuirle versos y libros infames, que jamás pensó en producir (Zorrilla 1943: 1750-1751).
No es testimonio aislado. Hay un afán constante en buena parte de sus contemporáneos por trazar el deslinde entre el poeta y el hombre, casi siempre para salvar al hombre del poeta, en una curiosa y desde luego significativa cabriola histórica y literaria. En resumen, vendrán a decirnos, ¿cómo tan buena persona, por alocada que fuese, podía llegar a representar o a escribir aquellas cosas? No es así su caso equiparable al del siempre sarcástico y malhumorado Larra, quien, con su último gesto de suicida, habría de traspasar la frontera de lo admisible. Zorrilla, que tan hipócrita papel hubo de jugar en el entierro de Larra, llega a decir de Espronceda en esa cita que fueron «la política y los amigos», esto es, las consabidas malas compañías, quienes le dieron «un carácter y una reputación ficticia».[ii] Desde la perspectiva conservadora de Zorrilla, está claro a qué reputación se refiere. Como está claro que el propio Zorrilla habría de alzarse como la alternativa de altar y trono —el Revival— contra el romanticismo «negativo»— la Revolt— que representaban los otros dos.[iii]
Se tome como se tome —fuese «sinceridad» o «pose»—, los poemas esproncedianos, con sus muy concretos «furores», resultaban demasiado comprometidos o directamente incómodos en el recatado medio literario español del XIX, pornografías privadas aparte (Romero Tobar 2006). Y, lo que resulta más interesante, costaba diferenciarlos de las incidencias biográficas o legendarias del autor.[iv] A la cuenta de la hipocresía dominante habría que cargar la poca trascendencia de las costumbres privadas de tal o cual escritor con tal de que en sus versos no se reflejasen, y ello, por muy románticos y sinceros que sonasen. Que se lo digan, si no, a la Avellaneda con respecto a Tassara, por poner un solo ejemplo. Espronceda rompía esa y otras convenciones no escritas. Sin ser propiamente un orador ni prodigarse como periodista, su persona real ocupaba sin duda mucho más espacio del que parecía corresponderle. Era alguien a quien, además de disoluto en sus costumbres, se le podían achacar extravagancias políticas de signo progresista: republicano, blasfemo, socialista… Y que, para rematarlo, escribía sobre ello y lo hacía condenadamente bien.
Del ser a la representación (escrita) del ser hay una distancia prácticamente insalvable, si no es mediante los vericuetos siempre artificiosos de la literatura. Aun así, esa distancia y la calidad del reflejo varían mucho según épocas y países. No es algo exclusivo del Romanticismo, como parece obvio. En la literatura de hoy mismo está asentada la confusión intencionada entre los datos reales del plano autobiográfico y la armazón ficcional del relato, como lo muestran Philip Roth en la novela anglosajona o Javier Marías en la iberoamericana. Consideremos, sin embargo, lo extraña que es entre los románticos españoles la exposición pública de la intimidad, más allá de poses superficiales e intercambiables. No se trata de que narren «lo que hay», cosa que harán de forma tan elusiva como insustancial en el fondo, sino de su profundo miedo a «lo que podría parecer».[v] Romanticismo lo hubo en España, pero su sustancia subjetiva es así bien pobre, y no por azar o incapacidad. Algo de esto he analizado a propósito de Pastor Díaz, sin duda uno de los poetas más subjetivos de aquel momento, pero hombre público, conservador, impulsor de Zorrilla y, por todo ello, poeta que vive de forma especialmente aguda el conflicto señalado (Díaz 2006). ¿Quién duda de que ese pudor para la expresión franca de la intimidad haya resultado inconveniente, no solo para la literatura memorialista, sino para la lírica del periodo?
Debo insistir en la necesidad de ajustar nuestras lentes para enfocar a Espronceda. Lo realmente novedoso de él, dentro del marco español, no es tanto su perfil rebelde o incluso gamberro, que existió en la vida real, sino la preocupación por dotar al poema de un sujeto lírico perfectamente delimitado y reconocible, además de sólido. Byron está detrás de esa aparente proyección del yo biográfico conflictivo sobre el ficcional, por supuesto, pero la evidencia no basta a explicar por sí sola esa singularidad (Churchman 1909; Pujals 1951). Y lo que es más importante, no explica datos como su procura de una dimensión existencial próxima para el poema, la construcción de un marco existencial creíble, la experiencia intersubjetiva de lo cotidiano. Espronceda, en competencia con Bécquer o con Rosalía de Castro, llegaría a convertirse así en el paradigma de la poesía subjetiva decimonónica, que he estudiado en otros trabajos.
Me interesa ahora la descripción de esta tendencia subjetiva en la lírica española del XIX. Estaríamos ante poesía subjetiva cuando esta se construye desde la reflexión en primera persona por parte de un sujeto bien circunstanciado, y además, cuando esa reflexión se vuelca en la indagación y subsiguiente expresión de una subjetividad libre y conflictiva. Ninguna de las notas anteriores sobra. Por todo ello, la poesía subjetiva es también lírica introspectiva que
bascula sobre dos polos en equilibrio inestable: el polo del pensamiento y el polo de la emoción.
No hará falta insistir en que el proceso de subjetivación lírica, así entendido, es cualquier cosa menos mecánico y mucho menos abstracto o vago. Buena parte de la debilidad de la lírica romántica española, al menos en comparación con otras, se debe a la confusión entre la supuesta vaguedad sentimental del movimiento y la simple vaguedad descriptiva, cuando no vagancia, a la hora de fijar las coordenadas físicas y morales en que se desarrollan los poemas. El lamento por el lamento o el grito al vacío, en ausencia de concretas circunstancias que los motiven o enmarquen, no justifican el membrete. Nuestros románticos podían compartir la creencia hegeliana en el carácter esencialmente subjetivo de la lírica y, pese a ello, no tuvieron tan claro el papel y los modos del sujeto poético. De hecho, más que por ignorancia o por la modestia aducida por Escosura, buena parte de ellos renunciaron a fortalecer el sujeto lírico como consecuencia de un rápido proceso de moderación política.[vi] El triunfo de la narratividad historicista tanto en lírica como en teatro, e incluso en pintura, es buena muestra de esa huida de los torbellinos del yo.
El hombre Espronceda resultaría de gran ayuda para el poeta del mismo nombre porque carecía de las pudibundeces y beaterías habituales entre los escribientes coetáneos. Más allá del hombre, hacia 1835 también el escritor ha dado un enorme salto cualitativo que le permite discernir los límites expresivos del lenguaje heredado, convencional, alejado de la experiencia común, del contacto con la vida contemporánea en las facetas más vivas, inmediatas, singulares. ¿No podría afirmarse así, sin ironía alguna, que los versos siguientes, además de revelarnos cosas antes invisibles, son de lo más delicado y encantador de la lírica española del XIX?:
¡Oh mundo encubridor, mundo embustero!
¡Quién en la calle de Alcalá creyera
tanta felicidad que se escondiera
y en un piso tercero! (1982: 248)
Porque posee conciencia —digamos— técnica para dotar de vitalidad al sujeto, porque sabe diferenciar además entre sujeto lírico y autorial o porque valora la importancia apelativa del detalle aparentemente nimio, Espronceda no teme reforzar en los poemas la identificación entre quien habla en ellos, apenas enmascarado, y el ciudadano orgulloso que pasea por el Prado al atardecer junto a una mujer hermosa y casada, o entre el ciudadano rebelde o escandaloso que perora sobre la barricada y los personajes desarraigados o titánicos que desafían a Dios. No nos engañemos. En la dialéctica vida-literatura, el movimiento determinante va desde la literatura a la vida, y no al revés. Continuamos en plena órbita byroniana, sí, pero con esa cautela obvia. El personaje Espronceda, no menos literario que Montemar, se alimenta de este y de otras creaciones del poeta. Porque, al final, solamente las estatuas son capaces de mantener la cara de trance durante toda la eternidad.
El principio literario no tiene nada que ver con las supuestas vaguedades románticas: desde la perspectiva de su recepción, la validez del poema descansa de modo sustancial sobre el fenómeno de identificación entre el plano real y el plano literario.[vii] Ya escribía Larra en el año clave de 1835: «¿Qué significa escribir cosas, que no cree, ni el que las escribe, ni el que las lee?» (1989: 636).[viii] Para sus contemporáneos, poco o nada acostumbrados a la irrupción de los datos sensibles de la vida cotidiana en la lírica, era casi inevitable entender los poemas como prolongación de su vida. Sin embargo, como queda dicho, sería más correcto entenderlo al revés. Su vida era prolongación de la poesía, en cuanto que la expresión vital no dejaba de ser, incluso a su pesar, construcción artística de un personaje.
La eficacia de este diseño existencial —nada casual— sería avalada por sus propios amigos, que llegarán a interiorizarla. Es sintomático el caso de Antonio Ferrer del Río, quien muy pronto, justo al año siguiente de su muerte, confunde de manera deliberada el sujeto poético con el sujeto histórico en la necrológica que escribe para El Laberinto:
Su amor a los peligros se halla consignado en la hermosa canción del Pirata; su espíritu guerrero en el feroz canto del Cosaco; lo acrisolado de su patriotismo en la despedida de la hija del joven griego de la hija del apóstata; la elevación de su mente en el soberbio himno al sol; la pérdida de sus ilusiones en su poesía a un Lucero; su hastío en los versos que escribió a Jarifa en una orgía. De modo que ese precioso volumen, que publicó Espronceda en los últimos años de su vida puede decirse con verdad que es el libro de su corazón, la historia de su vida (Ferrer del Río 1843: 16).
Tres años más tarde, en 1846, cuando recoge el texto anterior y lo amplía para Galería de la Literatura Española, que pasaría a ser prefacio de muchas ediciones esproncedianas del XIX, la confusión ha tomado mayor vuelo, como si los personajes literarios, siempre vivos, fuesen reemplazando poco a poco al hombre real, y como si este, ya solo recuerdo, fuese apagándose de modo inevitable:
Espronceda blasona de su amor a los peligros en la canción del Pirata. Su espíritu belicoso se halla patente en el Canto del Cosaco; lo acrisolado de su patriotismo en la Despedida de la hija del joven griego de la hija del apóstata; sus delirios de socialista en el Mendigo y en el Verdugo; en el Himno al sol su elevación de ideas; cuando canta A un lucero llora la pérdida de sus ilusiones; cuando en una orgía se dirige a Jarifa el hastío le devora; cuando compone El Estudiante de Salamanca dibuja en Don Félix de Montemar su propio retrato. Con leer ese precioso tomo de poesías publicado en 1840 estudia uno al poeta y se familiariza con el hombre; sus versos vienen a ser un exacto compendio de su historia (Ferrer del Río 1846: 244-245).
Hay aún otras vueltas en este interesante texto de 1846. Ferrer del Río, que ha identificado de tal modo al autor con sus personajes, siente, como lo ha sentido Zorrilla antes, que el hombre sin duda bueno y generoso que él llegó a conocer y a tratar no se manifiesta de modo cabal en ese marco, acaso, excesivamente literario. Por ello, hacia el final del retrato hace aflorar un tercer Espronceda, un tercer hombre más manejable desde la moral pequeñoburguesa y convencional, o mejor aún, que justifique desde ella su afecto, el respeto que hacia él siente:
Gallardo de apostura, airoso de porte y dotado de varonil belleza, le hacía aún más interesante la tinta melancólica que empañaba su rostro; cediendo a los impulsos de su corazón, centro de generosidad y nobleza pudiera haber figurado como rey de la moda entre la juventud de toda ciudad donde fijara su residencia; mas abrumado por sus ideas de hastío y desengaño pervertía a los que se doblaban a su vasallaje. Hacía gala de mofarse insolente de la sociedad en públicas reuniones, y a escondidas gozaba en aliviar los padecimientos de sus semejantes; renegaba en la mesa de un café de todo sentimiento caritativo y al retirarse solo se quedaría sin un real por socorrer la miseria de un pobre. Cuando Madrid gemía desolado y afligido por el cólera-morbo se metía en casas ajenas a cuidar los enfermos y consolar los moribundos. Espronceda en su tiempo venía a ser una joya caída en un lodazal donde había perdido todo su esmalte y trocádose en escoria. Se hacía querer de cuantos le trataban y a todos sus vicios sabía poner cierto sello de grandeza; hace tres años y medio que le lloramos sus amigos; desde entonces luce de continuo sobre su sepulcro una guirnalda de siemprevivas (Ferrer del Río 1846: 251).
El «sello de grandeza» que ponía don Félix de Montemar «hasta en sus crímenes mismos» es aplicado aquí, sin reserva, al propio autor. Que para cuadrarle el retrato al supuesto vicioso fuesen necesarias tales mojigaterías, tal miopía moral en el fondo, nos arroja a la cara la soledad e incomprensión provincianas que rodeaban sus ideales de igualdad y de justicia.[ix] Más claro lo tenía su maestro Alberto Lista, e incluso el viejo Escosura, cuando en 1870 recordaba la frase de aquel: «Espronceda —me dijo, en efecto, el Sr. D. Alberto Lista en cierta ocasión—, Espronceda tiene un talento inmenso; pero, como la plaza de toros, lleno de plebe» (Escosura 1876: 119). Plebe, por si hiciese falta aclararlo, es aquello que Espronceda llamaba pueblo.
Llegados aquí, echamos en falta a Teresa Mancha, figura inseparable de la leyenda del hombre y del discurrir de la voz poética. Esta experiencia amorosa, transfigurada en literatura, recorre toda la lírica subjetiva de Espronceda y destaca sobre los numerosos lazos intertextuales que conectan el poemario y lo enriquecen. Sin duda, hubo otras mujeres en su vida e incluso el matrimonio entraba en sus cuentas. Pero de un modo u otro, siempre velada por las medias verdades, la pudibundez, la misoginia declarada o simplemente la calumnia, Teresa Mancha aparece en el centro del discurso subjetivo de Espronceda y, además, con atributos semejantes a los suyos. También la mujer real que fue se nos escapa y subsisten solamente retazos de su leyenda de hermosa adúltera y de víctima. Y claro, sobre todo y ante todo, permanece su sublimación literaria en los poemas del amante.
Teresa es literatura.[x]
II
Con lo anterior apenas hemos rozado los mecanismos literarios con que Espronceda construye su sujeto lírico. Lo resumiré. Ese sujeto, esa voz comienza a afirmarse cuando su poesía se instala en los presupuestos del romanticismo «exaltado», con punto climático en 1835, año de inicio de las Canciones, la primera de las cuales es la popularísima «Canción del pirata».[xi]
En otro lugar he analizado el diseño de este pequeño cancionero (Caparrós 1989), donde cuatro personajes familiares en el romanticismo europeo —el pirata, el mendigo, el verdugo y el reo de muerte— definen desde la primera persona cuatro modos conflictivos de relación con la sociedad. El pirata, con mucho el más atractivo y positivo, mantiene una actitud libertaria, ajena a cualquier compromiso que no sean la libertad y la belleza. ¿Cómo no identificar su bella imagen con la proyección del poeta —y más del hombre— que querría ser Espronceda: el patriota sin patria, el guerrero sin odio, el ladrón generoso, envuelto en pura y desordenada belleza, adormecido bajo la música amplificada al máximo de la tormenta?
Solo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival (1970: 227).
Incluso en nuestra época, Casalduero no puede evitar repetir las identificaciones vistas en su momento coetáneo:
Las cinco canciones nos entregan por medio de cinco figuras —el pirata, el cosaco, el mendigo, el reo de muerte, el verdugo— el ser moral y espiritual del poeta. El lector, sin que nada se interpusiera entre él y el poeta, sintió estar en contacto con una mente y un corazón (Casalduero 1983: 128).
Levantar figuras tan manidas y dotarlas de vida singular, o dicho de otro modo, vivificar arquetipos del momento con el soplo de una vida concreta, real e histórica no es tan fácil como pudiera parecer a partir de esta cita. Con ellos se instituye también una constante poética: la ironía, tan romántica, tan esproncediana. La ironía es motor constructivo del cancionero: el pirata es desprendido y artista, el mendigo es rico y libre de ataduras, el verdugo es víctima de la sociedad… De igual manera, el estribillo sigue un esquema de inversión paradójica, a modo de contrahimno o como himno vuelto del revés, donde se subvierten los valores aparentemente cantados. No solo los de Altar y Trono —que abanderará Zorrilla—, sino también los patrióticos, en el sentido progresista que la expresión tenía entonces. El tesoro —su cofre del tesoro— es, junto a la belleza, el barco que le permite volar fuera del alcance del poder, de cualquier poder, incluido el de Dios. Su religión —lo dice ahí— es la libertad sin límites. Solo reconoce como ley la fuerza que ejerce o el imperativo del viento cuando llena las velas. En fin, su única patria es la mar, «a quien nadie impuso leyes».
Los héroes de las Canciones, sobre todo el pirata y el mendigo, sin formar ellos parte de la poesía subjetiva, son el soporte simbólico sobre el que se construye los rasgos de la posterior voz lírica, dominante, subjetiva, de Espronceda.[xii] El pirata, como escribí antes, es joven, arrogante y optimista. El mendigo es alguien de vuelta, cínico, desengañado. El pirata, como había señalado Casalduero, será símbolo del yo juvenil de Espronceda, de sus ambiciones aún no fallidas de totalidad. El mendigo, por el contrario, será expresión de la fase de caída, del yo desengañado y dolorido, aquel que resumía el estilema del «corazón gastado». El pirata es ilusión, tensión de futuro, deseo, deseo expansivo. El mendigo, huida del ayer y del mañana hacia un espacio sin tiempo y, por eso mismo, libre del deseo que resulta ahora su castigo. ¿Y no casa todo esto con aquellas paradojas que tanto desconcertaban en el hombre real, con aquella supuesta ambivalencia moral que no podían entender Ferrer del Río o Zorrilla?
Con esto nos hemos alejado solo en apariencia de nuestro camino. Las Canciones no son, con propiedad, poesía subjetiva, no pueden serlo. Estaríamos más bien ante una modalidad de monólogo dramático, si bien comparten con aquella la importancia de la voz en primera persona, singularizada y circunstanciada, como vehículo de un pensamiento al tiempo autorreflexivo y crítico (Langbaum 1957). Gracias al pirata y al mendigo, cuando el lector o cuando la lectora entren en los poemas posteriores surcarán terreno familiar, concentrado y rico en sobreentendidos. Por otra parte, la reiteración en los poemas de algunos rasgos básicos, incluso con calcos léxicos —algo en lo que nos detendremos en seguida—, permitirá asociarlos más fácilmente al perfil titánico con que se arropará después el autor, hasta lo que podríamos llamar la «invención de Espronceda». Y a modo de apunte, no debe dejar de señalarse cuánto aportan ambos personajes al futuro sujeto lírico de trasgresión, de rebeldía, de incomodidad social, todo lo cual servirá para resguardarlo del ensimismamiento excesivo o de la fácil blandura sentimental. La lectura social o política, que subyace a la lectura moral, mantiene también intacto uno de los aspectos más modernos del discurso del mendigo, común con el futuro Félix de Montemar: la fascinación por el mal, fascinación que se proyecta de manera morbosa sobre el lector y que, como no hace falta recordar, será eje inspirador de la literatura más creativa del XIX occidental, ya no español. Y quien mejor la encarna, el mendigo, se convertirá de hecho en arquetipo de posteriores héroes esproncedianos, sujetos a su misma ambigüedad moral.
III
Descontado «A Teresa», quizás sea en «A Jarifa en una orgía» donde mejor se refleja la concepción esproncediana de la lírica subjetiva, con su bipolaridad arquetípica entre reflexión crítica y sentimentalidad conflictiva. En ese poema, además, encontramos ya la proyección simbólica y textual de los dos personajes vistos. En el marco pretendidamente escandaloso de la orgía, común en la poesía romántica española (Sebold 2004) y al que ni siquiera Zorrilla es ajeno, la voz poética se confunde de modo deliberado y sin mediaciones con la del yo autorial para una libre y larga reflexión sobre sus luchas íntimas.[xiii]
El poema esboza un pequeño cuadro dramático, con un yo que se dirige a un tú mudo. Que es mudo en el poema, pero con presencia física rotunda. El desarrollo meditativo viene enmarcado entre un comienzo y un final cargados de datos circunstanciadores, concretos, tan sensoriales como sensuales. «Trae, Jarifa, trae tu mano» comienza la primera estrofa (verso 1). «Ven, Jarifa», comienza de igual modo la última (verso 109). Los labios se juntan, el rostro suda, enrojecen los ojos, las lágrimas se asoman, el corazón se acelera, la mano se siente fría sobre la piel, como fríos —en doble sentido— están los labios de la mujer que da o recibe el beso. Entre ambas octavillas, el movimiento introspectivo se marca textualmente mediante el desplazamiento estrófico a los más solemnes serventesios, junto a la aparición y predominio de verbos en pasado. El monólogo parece entonces abstraerse de las concretas circunstancias en que había surgido. El sujeto pregunta y él mismo se responde, con la excepción de la tercera voz que emergerá entre los versos 80 y 88, muy semejante, por cierto, en su dimensión sobrenatural, a las que se darán tanto en El estudiante de Salamanca como en El diablo mundo. En uno y en otro caso, quien se aparece es la divinidad, tal como nos la muestra una y otra vez Espronceda.[xiv] Es Dios, sin componendas, y Dios es hostil a quien se atreve a ir por la verdad más allá de los límites establecidos.
Que así castiga Dios el alma osada
que aspira loca, en su delirio insano,
de la verdad para el mortal velada,
a descubrir el insondable arcano (1970: 262).
¿Acaso no nacía del mismo acto de interrogación radical la maldición bíblica de Adán? ¿Acaso ese escalpelo de la duda y de la interrogación dolorosa sobre el propio ser y sus límites no caracterizan la poesía subjetiva y, al mismo tiempo, son lo que excitará mayor hostilidad entre los numerosísimos partidarios del Trono y el Altar? ¿Y qué decir sobre la naturaleza contradictoria del amour fou, ese absoluto evanescente que nos alza primero y nos deja caer después? No, no era tan peligroso como este ejercicio de introspección —ya no digamos tan doloroso— cruzar el campo de batalla con once heridas mortales.
Que el tiempo y el amor son incompatibles es una idea que volverá a resonar con mayor contundencia en el canto «A Teresa», y en ello no habré de entrar ahora. En cuanto idea concreta, nos interesa menos que los mecanismos de subjetivación utilizados, basados en el eje temporal que va del engaño al desengaño, o de la ilusión a la desilusión. Ésa es la dialéctica básica que se repite una y otra vez y que, en última instancia, nos remite a la vivencia conflictiva de la temporalidad, propia del romántico. El sentimiento y la memoria son el peor castigo que arrastra este «corazón gastado»:
En mí muera el sentimiento,
pues ya murió mi ventura;
ni el placer ni la tristura
vuelvan mi pecho a turbar (1970: 262).
El mendigo expresaba la misma indiferencia, más perseguida que efectiva, que en él recorría un itinerario de sucesivos desprendimientos: el material, desde luego, pero más importante aun, el sentimental e incluso el moral. Por ello, sería posible establecer una relación secuencial del mendigo con el pirata mediante la cual asistimos al naufragio de este:
Y para mí no hay mañana,
ni hay ayer;
olvido el bien como el mal,
nada me aflige ni afana;
me es igual para mañana
un palacio, un hospital (1970: 238).
Solamente cuenta el presente inmediato, o mejor aún, la negación del tiempo, la búsqueda de una improbable ataraxia. El ayer es herida sin cicatrizar. El mañana es ilusión, en su doble acepción de esperanza y de engaño de los sentidos. A eso se refiere el mendigo cuando
afirma «yo no pienso sino en hoy».[xv] La lectura social, en ambos casos, esconde una lectura moral de más hondo calado, porque el mendigo, pese a las apariencias, es un moralista. Como lo es don Félix de Montemar,
Corazón gastado, mofa
de la mujer que corteja,
y hoy despreciándola deja
la que ayer se le rindió.
Ni el porvenir temió nunca,
ni recuerda en lo pasado
la mujer que ha abandonado,
ni el dinero que perdió (1982: 92).
Félix de Montemar resulta tan náufrago como el mendigo y, encerrado en igual dialéctica, habrá de reafirmar idéntica sentencia acerca del tiempo: «Para mí no hay nunca mañana ni ayer» (131).
El yo lírico que medita en «A Jarifa», como el de «A una estrella» o el yo con mayúsculas que enunciará «A Teresa», todos con el rostro ideal del autor, nacen del mismo humus. Ideal y realidad son los polos que configuran la lucha, perdida de antemano, contra el tiempo. Son cuatro valores que ocupan cuatro casillas en movimiento perpetuo, en conflicto constante sobre la cruz del ahora: ayer, mañana, ideal, realidad, a los que podría añadirse el juego de verdad y mentira.[xvi] El Sehnsucht romántico admite solamente lo ideal. Es más, la concreción degrada, como señaló Francisco García Lorca en un memorable artículo (García Lorca 1952). Pero atención al desarrollo textual: el buen sentido poético de Espronceda trae concreción, por eso mismo, al poema de Jarifa. La concreción, que mata el amor, salva paradójicamente la palabra poética. Si se obviase, si no hubiese atención a las circunstancias en que se produce el discurso, se destruiría la fuerza emotiva de la lucha. Corazón, meditación, imaginación, sentidos, sensualidad y erotismo se reparten así espacio en el texto. Todo el poema, además, está construido mediante contrastes y antítesis. Los besos materiales son mentira, la hermosura comprobable viene a ser fealdad, la ilusión lo es de los sentidos, pero el deseo, aquello que la alimenta, continúa siendo la única verdad existencial. Deseo sexual, deseo intelectual, simplemente deseo, por más que el «abrasador deseo» coexista con el «árido hastío»:
Y encontré mi ilusión desvanecida,
y eterno e insaciable mi deseo.
Palpé la realidad y odié la vida:
solo en la paz de los sepulcros creo (1970: 262).
IV
No quedaría completa esta aproximación a Espronceda sin las diferentes irrupciones del yo autorial en El diablo mundo, el marco narrativo en que se inscribe el canto «A Teresa». No voy a repetir aquí lo dicho en otro lugar y ocasión (Caparrós 1997) sobre este largo poema, en realidad un mosaico de temas, estilos y modelos literarios que dibujan una reflexión sostenida sobre los vínculos entre poesía y vida. Su madurez como poeta alcanza aquí el punto máximo, desgraciadamente interrumpida por la muerte. Ya en el canto III, la reflexión sobre Horacio y el tiempo fugaz se invierte radicalmente al ser proyectada sobre la imagen del propio autor, preocupado por el avance de las canas en el momento de afeitarse ante el espejo: «¡Malditos treinta años, / funesta edad de amargos desengaños!» (1982: 240). Desde ese punto, la figura del poeta consagrado Espronceda no deja de cuestionarse en el mismo texto que aquel, hipotéticamente, escribe. Y añado esa cautela del hipotéticamente porque, desde que Espronceda aparece en el texto, pasa a ser él también figura literaria, esto es, creada. Ya no necesita presentarse como pirata, mendigo, estudiante blasfemo, parroquiano en el burdel o amante desengañado. La ironía es ahora radical. Él está ahí, al mismo tiempo, como sujeto histórico perfectamente identificable y como inevitable personaje literario desde el punto y hora en que aparece textualizado: «como en jaula de alambres el canario, / divertido en cantar mi Diablo Mundo, / grandílocuo poema y elocuente» (246). ¿Y qué mejor ejemplo de cuanto vengo explicando sobre su conciencia del papel y valor del sujeto lírico y de los mecanismos de su constitución?
Centrémonos en el canto II, «A Teresa», culminación del proceso de lírica subjetiva que analizamos. Y es culminación no solo por el hecho de que Espronceda se desprenda, en apariencia, de toda máscara para extremar la identificación del yo autorial con el sujeto poético. Lo hace, además, en un grado casi insostenible para la mentalidad de su tiempo o incluso más allá de él. Lo explícito vital, entendido al modo en que André Breton hablaba de una maison de verre, alcanza un grado insólito, como exploración sin subterfugios en una herida abierta, inmediata en el tiempo y en la experiencia de los lectores. El poema tiene mucho de desplante, de desplante que trasciende de largo el marco autónomo del texto. A lo largo de varias generaciones se lamentará el trato recibido por la «pobre Teresa» o se discutirá de quién fue la culpa, si bien los enterados, los que realmente sabían algo del affaire y de sus circunstancias, supieron callar como muertos.[xvii]
¿Habrá que recordar las consecuencias, digamos personales, de aquel gesto? Habían pasado bastantes años cuando, hacia 1855, Julio Nombela, amigo de Bécquer, sintió la comezón de entrevistarse con la hija de ambos, Blanca, casada después con Narciso de la Escosura:
En aquella época en la que el Diablo mundo había seducido y contagiado a cuantos eran o se juzgaban poetas, tanto estos como la clase media, saturada del romanticismo francés que aclimató en España el adorador de la desdichada Teresa, habían seguido con vivo interés las peripecias de los criminales amores; y la indigna conducta del amante al arrojar de su lado a la amada había sido execrado, poniéndose el público de parte de la infeliz madre, a quien recogió con su hija Narciso de la Escosura, antes íntimo amigo de Espronceda (Nombela 1976: 347).
Y la fascinación por el lado oscuro de tales amores persistía en el final de siglo, cuando Salvador Rueda llegaba a exclamar:
¿Y tú fuiste, mujer, idealizada
por el arpa de un dios? ¡Loca mentira!
fuiste vilmente y a traición ahorcada
por las cuerdas infames de una lira (Rueda 1962: 157).
Ya hemos visto que no todos compartían esta mirada compasiva hacia Teresa Mancha, cuyo carácter e itinerario vital se compadecían mal con cualquier imagen monjil, y esto, sin acudir a doña Inés. Hoy podemos sonreír ante este sesgo más biográfico que literario, más santurrón que objetivo, pero ¿cabe alguna duda de que aquellas reacciones estaban inscritas en el proyecto literario de Espronceda? Ahora bien, tan pronto releemos el poema a Teresa bajo las premisas de este artículo, salta a la vista desde los primeros versos su correlación con temas y planteamientos exclusivamente literarios, creados, que recorren de arriba abajo la obra esproncediana.
Centrémonos solo en uno, y muy visible. La primera estrofa es un apóstrofe a la memoria y al tiempo sujeto al esquema de «A Jarifa en una orgía», «El mendigo» o El estudiante de Salamanca, esto es, la idea de que el dolor presente se aviva con el recuerdo feliz. Sabemos por lo mismo que no es casual que la voz lírica del poema asocie la recuperación del pasado con la imagen del pirata:
Mi vida entonces cual guerrera nave
que el puerto deja por la vez primera,
y al soplo de los céfiros suave
orgullosa despliega su bandera,
y al mar dejando que a sus pies alabe
su triunfo en roncos cantos, va velera,
una ola tras otra bramadora
hollando y dividiendo vencedora (1982: 223).
«Yo amaba todo», afirma poco después. La misma identificación entre pirata e ilusión pasada, vinculada esta al amor, se encontraba en El estudiante cuando Elvira, víctima sentimental como Teresa, ve «a lo lejos un navío / viento en popa navegar» (1970: 99). La imagen reaparecerá aún, con sesgo irónico, en el canto cuarto de El diablo mundo, asociado ahora al joven e impetuoso Adán, cuando Salada ve «que el mozo hecho un zahorí / camina viento en popa a todo trapo» (1982: 292).[xviii]
En lo que él mismo llama «desahogo de mi corazón», Espronceda recurre de modo constante a la autocita, a la intertextualidad, sea cuando repasa los motivos de su literatura anterior como cuando refleja las consecuencias de un amor que pretendería vencer la maldición del tiempo. Por lo mismo, no habrá de extrañarnos que la línea que une al yo lírico de «A Teresa» con los precedentes masculinos sirva de igual modo para la estirpe femenina de Teresa, quien enlaza a su vez con otros tan disímiles como la inocente Elvira o la nada inocente Jarifa. Al hilo del tejido intertextual está la ambigüedad con que se presenta a la mujer en el canto «A Teresa», bajo la misma fórmula que en El estudiante, esto es, la exclamación «¡una mujer!» (1982: 227 y 95). La incertidumbre sobre cuál mujer sea ésa, Elvira o Teresa, no ha acabado de disiparse cuando el poema propone un fundido radical entre ambas:
¡Oh mujer, que en imagen ilusoria
tan pura, tan feliz, tan placentera,
brindó el amor a mi ilusión primera!... (1982: 228)
Y en sucesión atropellada irrumpe la individuación súbita, provocadora, mediante otra exclamación: «¡Oh Teresa! ¡Oh dolor!» (229). La mujer «angélica, purísima y dichosa» (230) pasará a ser «ángel caído / o mujer nada más y lodo inmundo» (231). Por supuesto que resulta imposible esquivar la perspectiva de género ante esto, y sin excusas. La individuación ha adquirido un carácter tan efímero como degradante. El muy machista Espronceda nos ha dicho, a fin de cuentas, que Teresa es «mujer nada más», o dicho de otro modo, que todas son al fin la misma y lo mismo. Con todo, el conjunto refuerza textualmente la coherencia histórica del sujeto lírico, como el compacto diseño literario global en que se inscribe.[xix]
Y sea como sea, el tiempo vivido, consumido, concretado, desvelado, volverá a emerger como causa esencial del desengaño:
Que así las horas rápidas pasaban
y pasaba a la par nuestra ventura;
y nunca nuestras ansias las contaban,
tú embriagada en mi amor, yo en tu hermosura,
las horas ¡ay! huyendo nos miraban
llanto tal vez vertiendo de ternura,
que nuestro amor y juventud veían,
y temblaban las horas que vendrían (1982: 230).
El verso final de la octava sitúa el tiempo futuro como testigo del presente huidizo, mediante la bella imagen: «y temblaban las horas que vendrían.» El ideal ha tropezado con la realidad más desoladora y, por lo mismo, más concreta, más sensible: «temblaban», en pasado, las horas futuras que en condicional simple «vendrían». No cabe ilusión ni resguardo: «y en un tiempo sin horas ni medida / ver como un sueño resbalar la vida». Elvira o Teresa, que tanto da, acabará siendo Jarifa, del mismo modo que el pirata acabará siendo mendigo o, acaso, el propio Espronceda, tan literario, con su mirada melancólica, según el retrato de Ferrer del Río. Si a Jarifa el sujeto poético le dice «tú nunca lloras» (263), ahora le dirá a la propia Teresa: «si, en fin entonces tú llorar quisiste / y no brotó una lágrima siquiera / tu seco corazón» (237).
El final de «A Teresa» extrema la confusión buscada entre peripecia autobiográfica y personajes de ficción. Montemar, «corazón gastado», escondía su dolor tras la máscara del cínico:
¡Y él mismo, la befa del mundo temblando,
su pena en su pecho profunda escondió,
y dentro en su alma su llanto tragando
con falsa sonrisa su labio vistió!!... (128)
exactamente igual que lo hace ahora el sujeto lírico de este canto:
Yo escondo con vergüenza mi quebranto,
mi propia pena con mi risa insulto,
y me divierto en arrancar del pecho
mi mismo corazón pedazos hecho (238).
Cuando hacia 1870, tantos años después, Patricio de la Escosura lo recuerda, no puede dejar de escribir, acaso movido por la leyenda más que por su memoria:
Es verdad que anublaba su varonil, expresivo rostro, un velo de profunda aunque ya resignada melancolía, cuyo origen y fundamento no era para mí un misterio… Paréceme, digo, estarle viendo… con la sonrisa en los labios, (…) con la que reservaba para los amigos, no con la estereotipada por el dolor y el desengaño (1884: 36).
De este modo, la identificación cerraba un círculo perfecto que había comenzado años atrás con la «Canción del pirata». ¿Era la vida de Espronceda lo que consumían los mentideros españoles cuando leían, entre escandalizados y fascinados, los exabruptos del amante de Teresa? ¿O era más bien que la vida imitaba al arte? Ambas preguntas acaso resulten ociosas, pues responden a un solo impulso de fusión entre vida y literatura, sin escisiones, sobre la base de un sujeto lírico reconocible, sólido, órganico, que desafiaba tanto las convenciones pasadas del clasicismo como las pudibundeces del revival romántico en curso. La literatura salía ganando. La vida, ¿ya quién lo sabe?
Obras citadas
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Caparrós Esperante, Luis, «El discurso metapoético en El diablo mundo», Revista de Literatura, LIX, 118 (1997), pp. 437-463.
Casalduero, Joaquín, Espronceda [1961], 3ª ed., Madrid: Taurus, 1983.
Cascales y Muñoz, José, El auténtico Espronceda pornográfico y el apócrifo en general, Toledo: Imprenta del Colegio de Huérfanos, 1932.
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Escosura, Patricio de la, «Recuerdos literarios. Reminiscencias biográficas del presente siglo. Artículo primero, a manera de prólogo» y «Recuerdos literarios. Reminiscencias biográficas. Artículo V. El Colegio de San Mateo. Espronceda su alumno», La Ilustración Española y Americana, XX, 1 (8 de enero de 1876), pp. 18-19, y XX, 7 (22 de febrero de 1876), pp. 118-119.
Espronceda, José de, Poesías líricas y fragmentos épicos, ed. Robert Marrast, Madrid: Castalia, 1970. Espronceda, José de, El Estudiante de Salamanca. El Diablo Mundo, ed. Robert Marrast, Madrid: Castalia, 1982. Fernández de Moratín, Leandro, Epistolario, ed. René Andioc, Madrid: Castalia, 1973.
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Tomado de Espronceda y la conciencia del sujeto lírico.
[i] Hay dos momentos clave en esas aproximaciones, al margen del tratamiento que el autor hubo de merecer ya en vida o recién muerto: el artículo «On Espronceda´s Personality», de Pattison (1946), que tercia en la absurda polémica sobre su «sinceridad», y el exhaustivo estudio de Robert Marrast (1974), que continúa siendo lo más sólido que sobre él tenemos.
[ii] Escribirá del episodio del entierro de Larra al comienzo de Recuerdos y fantasías, publicado en 1844: «Broté como una yerba corrompida | al borde de la tumba de un malvado, | y mi primer cantar fue a un suicida; | ¡agüero fue, por Dios, bien desdichado!» (Zorrilla 1943: 431). Ahí es nada. Que Espronceda, por el contrario, fuese «leal, generoso y bueno», visto lo visto, parece comentario sincero y síntoma de cómo podía ser percibido también por sus adversarios, más allá de sus personajes y de sus «máscaras».
[iii] Nicomedes-Pastor Díaz, que auparía a Zorrilla para cumplir esa misión ideológica o directamente política, refleja sin ambages en su relato del entierro de Larra cómo «los mismos que en fúnebre pompa habíamos conducido al ilustre LARRA a la mansión de los muertos, salimos de aquel recinto llevando en triunfo a otro poeta al mundo de los vivos y proclamando con entusiasmo el nombre de ZORRILLA» (1969: I, 106). Alberto Lista (1844: 40), desde mucho antes, ya venía clamando contra «el romanticismo actual, antimonárquico, antirreligioso y antimoral». La división entre romanticismos «positivo» y «negativo», este último bajo la advocación de Byron, no es exclusiva del caso español y tuvo su teorizador en Morse Peckham (1951). Derek Flitter (1995) exprimirá las consecuencias hispánicas —o acaso los malentendidos— de esa división.
[iv] Resulta cuando menos sorprendente que la necesidad de deslinde entre hombre y poeta, al igual que el intento de rebajamiento de su integridad y coherencia política y ética, haya alcanzado tiempos más cercanos. Críticos e historiadores literarios más o menos conservadores no han cejado en los lamentos por el hecho de que la temprana muerte del poeta le hubiese impedido sentar cabeza, es decir, caer antes o después en las mismas posturas reaccionarias de la mayoría de sus colegas románticos. Aún Pattison (1946: 1145) refleja esa incomodidad: «We conclude, then, that the new school of critics is essentially right in its analysis of our author´s pose, but definitely wrong in its attempt to establish his personality. It seems to us that they have particularly left out of consideration that very element which made it possible for him to assume a Byronic pose. We refer to the over-exaltation of his own ego with the resulting desire for anarchistic liberty, which made Espronceda rebel against all restraints —political, legal, or ethical. This was the antisocial element in his character from which sprang his scorn of middle-class virtue and his attempts to set himself outside its pale.»
[v] En la introducción a un texto de carácter memorialístico que en buena medida trata, precisamente, de Espronceda y su generación, Patricio de la Escosura (1876: 18), justificaba así la escasez del género Memorias entre los españoles: «¿Será que la pereza española explique ese fenómeno, o deberemos atribuírselo a que haya en nuestra índole mucho menos de personalismo y algo más de modestia, que en la de nuestros traspirenaicos vecinos? De todo puede haber en ello: perezosos, en efecto, lo somos bastante en esta tierra de garbanzos; y aunque a los desvanecimientos de la vanidad sujetos, como todos los hijos de Eva, no vamos tan lejos en la materia, generalmente hablando, como los franceses.»
[vi] Que bien podría ejemplificarse en la evolución de los hermanos Schlegel, modelo también en esto.
[vii] Como ya lo señaló Gil de Biedma a propósito de «A Jarifa en una orgía» (Gil de Biedma 1994: 291).
[viii] En la reseña a las poesías de Juan Bautista Alonso, Revista Española del 19 de febrero de 1835.
[ix] Cascales y Muñoz expresaba sin disimulo, a comienzos del XX, su hondo resentimiento y el de la caverna española hacia cuanto representaba Espronceda y para ello efectuaba una nueva inversión de las mojigaterías de Ferrer: «Procuró seguir los gustos de aquella sociedad, sabiendo demostrar en la apariencia que era todo lo que convenía ser para lucir. […] Siendo un petimetre inofensivo, representó a las mil maravillas el papel de revolucionario y de bohemio, siendo un buen católico —aunque al uso— pasaba por un librepensador; gozando en socorrer a los necesitados, simulaba burlarse de las desdichas del prójimo, y siendo víctima de las mujeres se las daba de conquistador empedernido» (Cascales y Muñoz 1932: 10). Ya lo decía don Leandro Fernández de Moratín cien años antes, en 1822, desde su exilio de Burdeos y de vuelta de muchas cosas: «¡Cómo reconozco mi patria, en esa sola indicación! Mientras no falte de ahí aquella innata querencia al piojo, que la caracteriza, seguirá siendo tan heroyca como ha sido hasta aquí. Por algo se dijo: solo Madrid es corte, y me peas» (Leandro Fernández de Moratín 1973: 506).
[x] El tantas veces citado Ferrer del Río marca, también aquí, la pauta que otros continuarán: «Narrar las infinitas aventuras a que tan ardientes amores dieron margen, fuera más propio de una novela que de una biografía; además, lances ocurren en la vida de los hombres que deben envolverse en el sudario del olvido; secretos hay que un amigo deposita en el corazón de otro amigo, para que los cubra perpetuamente la losa del silencio» (Ferrer del Río 1843: 16). La losa resultó fiable y duradera. Sin embargo, y a la larga, la falta de datos verificables no evitaría la floración de mala literatura sobre tales amores. Acaso se lleva la palma Salcedo (1916: 454), que sigue a Cascales Muñoz y nos muestra el estrecho horizonte moral y estético en que generaciones de españoles los interpretaron: «Teresa fue doña Teresa Mancha y Arrayal. Su retrato nos da la imagen de una mujer graciosa, sugestiva y elegante, pero no bella. Debía de hablar y de moverse mucho, de gesticular, de decir mil tonterías que en sus movibles labios no parecerían tales, sino ingenuidades de niña mimosa, inocentemente coquetuela. Explícase, contemplando el retrato, que fuese cristalino río y después estanque de aguas corrompidas, lo que cuesta trabajo creer es que alguna vez fuera torrente de color sombrío rompiendo entre peñascos, porque falta en aquel semblante todo rasgo enérgico, toda huella de fuerza espiritual para el bien como para el mal; sugiérenos la idea de una de esas mujeres vulgarísimas, en que la virtud es hábito y la pasión vicio, que se casan para asegurar la vida y se prostituyen o para tener coche, o por inconsciencia y ligereza.» En el otro extremo, claro, estaría Rosa Chacel con Teresa (1941).
[xi] Publicada en El Artista, 4 (26 de enero de 1835). Para sus antecedentes y relaciones, sigue siendo imprescindible el estudio de Marrast (1989: 430-435).
[xii] «Here for the first time we encounter undeniable influence of Byron, but it should be noted that the canciones and the later Estudiante de Salamanca still maintain the objective point of view. Even though our poet may have himself in mind when extolling his heroes, he never uses the first person nor interjectis his own thoughts and beliefs directly into the poem» (Pattison 1946: 1134).
[xiii] Gil de Biedma ha destacado cuánto tiene de poesía de la experiencia, antes de que esta etiqueta fuese de uso común en la poesía española de finales del siglo siguiente: «Algo dicho por alguien en una cierta situación y en un cierto momento. Quién lo dice, a quién, dónde y cuándo y por qué, son ahora algo más que simulaciones exteriores, añadidas para dar a la representación literaria de los afectos humanos un viso de realidad: son factores determinantes de la validez del poema, en cuanto a lo que dice y en cuanto a lo que es» (Gil de Biedma 1994: 291).
[xiv] Donald L. Shaw (1998:18): «Hubo un grupo de escritores en el siglo XVIII y principios del XIX que vislumbraron un mundo muy distinto tanto al mundo providencial de la tradición cristiana como al mundo racionalmente armónico de la Ilustración. Montiano, García de la Huerta, Quintana y Rivas, entre otros, comprendieron que el amor-pasión puede utilizarse en la literatura para simbolizar una fuerza arbitraria del mal que no encaja fácilmente en una interpretación armoniosa de la existencia humana. Sin embargo, no estaban preparados, salvo eventualmente Rivas en Don Alvaro, para evocar un mundo dominado por la injusticia cósmica.»
[xv] Que recuerda, aunque sea traída por los pelos, aquella vivencia contemporánea del tiempo que expresaba Janis Joplin en su concierto del cuatro de julio de 1970, en Calgary, salvada en el disco Janis Joplin in Concert: «If you got it today, you don´t want it tomorrow, man. ´Cos you don´t need it, So as a matter of fact, as we discover all the time, tomorrow never happens, man. It´s all the same fuckin´ day, man!».
[xvi] Que se representa en diferentes poemas esproncedianos, con reiteración, mediante la imagen subyacente del «óptico vidrio» (1982: 99), la máquina que proyecta sombras, como la linterna mágica o el estroboscopio contemporáneos.
[xvii] «En el poema autobiográfico de Espronceda, ciertas circunstancias de sus amores adulterinos con Teresa Mancha de Bayo se expresan en forma tan sutil y poética, que hace falta confrontarlas con la historia para aclararlas. El Canto es la versión pública de estos amores, que llevaron a la corrupción moral y muerte de Teresa, y en ella Espronceda convierte a su amante en la única culpable, aunque ese papel le correspondía enteramente a él. En su fuero interno el poeta se sentía culpable, pero por las normas sociales del tiempo no podía decirlo. Compara su papel con el de Adán y el de Teresa con el de Eva. Por su concepto de la mujer, no hay poema romántico más odioso, pero por su nostalgia, sus imágenes y su versifición no hay ninguno más hermoso. Espronceda recurre al metro de la épica culta, para simbolizar su lucha romántica con sus cuitas amorosas.» Resumen de Russell P. Sebold de su artículo «Misoginia y exculpación: El canto a Teresa», Revista de literatura, LXII, 123-124 (2000), pp. 347-363.
[xviii] Amplía la panorámica intertextual Robert Marrast (1989: 430-435).
[xix] Bajo esa luz, incluso el lejano poema del exilio dedicado «A la entrada del invierno en Londres», en principio anterior a las Canciones y que acababa con la imagen de un «bajel dichoso» camino de la patria perdida, con su «vela en popa hinchendo / el alígero viento que la inflama» (1970: 132), resulta como un eco anticipado que llegará a incorporarse en el canto «A Teresa» bajo la imagen de la «nave audaz» (1982: 226).
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