De tanto andarla, hay una parte de La Habana que es un sueño de Eusebio Leal. Sus pasos lo llevan a sitios luminosos y sombríos del paisaje urbano, a zonas pretéritas de la intelectualidad y el pensamiento de la Isla. Regresa con todo lo hallado y le da existencia nueva.
El camino de Historiador de la Ciudad ha dejado poco tiempo para «construir una obra que me llevara al escritorio». La vida, dice, lo condujo a levantar piedras y cal, rescatar libros, conservar colecciones y fuentes documentales.
No usa computadora ni teléfono celular. «Estoy desconectado del mundo. El que quiera buscarme, me encuentra», dijo a Bohemia en una mañana fría, cuando lo entrevistamos para saludar que en 2018 le han dedicado la Feria Internacional del Libro y la Literatura. Escuchamos al tribuno.
¿Cómo fue su infancia y juventud?
Azarosa, pero no infeliz, porque aun en la modestia de mi entorno y de la vida familiar, nuestra felicidad era propiciada por aquellas pequeñas cosas que conté en un lindo libro nacido de crónicas publicadas en el periódico Granma: Fiñes. Así denominaba a ese grupo de niños que compartimos en las esquinas, la escuela, el barrio. Fue una vida llena de azares y sacrificios, sobre todo para la comunidad de padres del barrio.
Era muy importante el comportamiento ciudadano. Me asombraba la relación de respeto que existía con todo el mundo. En las guaguas no había asientos designados para los minusválidos o embarazadas, pero subía una señora y se levantaban todos los hombres, como en un ballet. En la escuela enseñaban el respeto social a los mayores, a la familia. Se ha dicho, con razón, que el magisterio cubano fue el depositario del sentimiento patriótico, nacional, y del decoro del cubano.
También era una sociedad quebrada por otros fenómenos. Nací en 1942, en medio de La Habana gansteril, vivíamos al fondo del Hospital de Emergencias y recuerdo las muertes y asaltos en las calles. Hasta que de pronto surgió aquel movimiento purificador, llevado adelante fundamentalmente por la juventud cubana, del cual resultaría la Revolución. Como vivíamos cerca de la universidad, pude ver el espectáculo de los jóvenes valientes, quienes procedían de todo el país y estudiaban con enorme sacrificio. Los conocí en las residencias existentes en torno a la colina, les llevaba encargos del comercio donde trabajaba.
Desde entonces las bibliotecas le eran entrañables.
Mi madre era sirvienta, y en la casa de sus empleadores encontré la biblioteca de los niños. Allí estaban Emilio Salgari, Edgar Allan Poe, los libros de cuentos que nunca había visto…
La de la Sociedad Económica Amigos del País fue mi primera biblioteca pública. Entré a los ocho años, tuve el carné, y aprendí la obligación de devolver, cuidar y amar el libro. Siempre los regalo, no los presto, para no sufrir disgustos. He amado el libro como objeto. Lo he querido, lo he cuidado.
Después conocí una librería donde compraba libros de la editorial argentina Sopena, muy baratos, y leí a Platón, Sócrates, las grandes obras. Pero cuando triunfa la Revolución es que comienza la gran aventura.
El Teatro Universitario y la sala Tespis se hallaban en el hotel Hilton, hoy Habana Libre. Allí vi las grandes obras del teatro, que me causó fascinación. Y claro, del cine de barrio pasé a interesarme por los grandes ciclos del neorrealismo italiano, la cinematografía francesa, la americana. Esa fue la forja de la atracción por el conocimiento. Pero siempre, eternamente conmigo, los libros.
Ahora los conservo casi por egoísmo. Muchas veces medito mirándolos y me digo: «ya no tengo tiempo material para volverlos a leer». Entonces siento nostalgia.
Entre 2014 y 2017 fundé la Biblioteca de Arquitectura de la Oficina del Historiador de la Ciudad, y la del Colegio Universitario San Gerónimo, donando 10 000 de mis volúmenes para eso. Lo que me queda en casa es poco, pero lo suficiente como para estar en una isla desierta, cierto tiempo, abriendo sus páginas.
¿Y cuáles no se atreve a donar?
Los libros dedicados. Son recuerdos. Hay ciertas vanidades a las cuales el hombre no renuncia. Cuando algunos grandes intelectuales con los cuales coincidí en el tiempo murieron, sin yo conocerlos por no tocarles a la puerta, decidí hacerlo. Me fui a la casa de Fernando Ortiz, a la de José María Chacón y Calvo, a la de Eliseo Diego —con el cual trabajé en una obra de teatro dirigida por Octavio Smith, pues fui durante un tiempo parte de su compañía volante—; conocí a Cintio Vitier, a Fina García Marruz y a sus hijos. También al padre Ángel Gaztelu, a José Lezama Lima, José Rodríguez Feo, José de la Luz León. Muchos de los volúmenes que conservo son los dedicados por ellos.
Me es difícil soltar los libros cubanos. Tuve un maestro de la vida, Orlando Morales, y su tesoro eran los libros cubanos preciosamente encuadernados. Fui el depositario definitivo de los suyos cuando murió, dados por su viuda. Están ahí, y me acerco a ellos con una reverencia casi religiosa.
¿Cómo influyó Emilio Roig de Leuchsenring en el joven Eusebio, en su pasión por la historia?
La vida es una incógnita. Cuando triunfa la Revolución yo no había alcanzado, por esa tragedia de la necesidad, el quinto grado de la escuela. Era un joven elocuente e iletrado, que había leído mucho, pero con grandes lagunas y faltas de ortografía. Luego, gracias a los planes de educación obrero-campesina, recibí mi certificado de sexto grado de manos de Lázaro Peña.
En ese momento empezó la aventura del autodidacta, pues no cursé secundaria ni preuniversitario. Traté de reforzar con lecturas que me gustaban: las de geografías, ciencias naturales, las crónicas de viajeros, la historia apasionante de Cuba, la de la Revolución Francesa… ¡Todas las historias! Menos matemáticas y algunas otras asignaturas, era irracional para ellas.
Un día de 1974 pude atravesar la escalinata universitaria, pues obtuve, por examen, una plaza en el curso para trabajadores. Aun así había que acreditarse, y acudí a algunos de esos amigos intelectuales: me escribieron cartas Juan Marinello, Raúl Roa, Pedro Cañas Abril, Antonio Núñez Jiménez, José Luciano Franco.
Al mismo tiempo que eso ocurría, era el encuentro en el Municipio, porque trabajaba allí, con los dos Roig, quienes no eran familia pero sí grandes amigos: Emilio Roig y Gonzalo Roig, el músico. Me hice íntimo de Gonzalo y organicé conciertos en el Palacio de los Capitanes Generales, donde él soñó —según me contara— las imágenes de su Cecilia Valdés. Y a Emilio Roig lo recuerdo todavía, en su oficina, vestido impecablemente de blanco, con las manos sobre su escritorio, y una joven a su lado, que hablaba poco y con el tiempo se convirtió en mi mentora, su esposa María Benítez.
Empecé a ir todos los días a esa pequeña oficina, a leer, pues Roig abrió enormes puertas para mí y me regaló mis primeros libros de historia. Todavía los conservo. Por cada una de las iniciativas que él trazó, nacerían las fundaciones de la Oficina del Historiador, siguiendo su huella. En sus publicaciones se inspira la editorial Boloña; en sus deseos de transmitir su palabra viva, Habana Radio y los programas de televisión. También varios museos, un colegio, todo eso lo imaginó y me transmitió como a un discípulo más.
Medio siglo de obrar por la ciudad… ¿Ha sido difícil sostener ese personaje de la urbe que ya es Eusebio Leal?
Muy difícil. Fue un camino arduo, con incomprensiones. La juventud es tempestuosa, y a mí me tildaban de loco, decían que era como un volcán. Hubo un momento en que todo fue un gran problema. Un día me llamaron y me dijeron: «no puede seguir en lo que está, porque el momento no es de hacer museos, hay que cortar caña». Me querían enviar a una Unidad Militar de Ayuda a la Producción, pero no sucedió. Muy importantes en la defensa frente a esas incomprensiones fueron Celia Sánchez y Haydée Santamaría.
Así comenzó la gran batalla. Luego Celia me llevó a Fidel Castro, y él a las grandes figuras de la Revolución que, excepto a Camilo y al Che, las conocí a todas.
¿Todavía tiene que batallar como entonces?
Todos los días. Contra la burocracia, mal que pervierte a la administración, contra el desaliento aterrador que tienen algunos, contra el cansancio que también puede llegar a mí… Pero yo no sé por qué, cuando me siento en esa forma morir, porque muere Eusebio Leal, resucito y vuelvo de nuevo.
¿Usted se propuso cultivar la oratoria o se vio en la necesidad de hacerlo?
Llegué a ella leyendo a Martí y a los grandes oradores de Cuba de esa época, aun a los que eran figuras controversiales. A Montoro, Cortina, Zambrana…
Mira, hay quien tiene el don de escribir, otros el de hablar. Mi forma de expresar mis sentimientos ha sido a través de la palabra viva. Lo peor es enfrentarte al auditorio, es un desafío, ante el cual se tiene siempre un temor grande. Fidel fue un gran maestro y se formó en la misma escuela en la cual yo estuve muy de niño, la de los jesuitas, estudiando los resortes de la persuasión, el movimiento de las manos, cómo ganar tiempo para alcanzar la tranquilidad interior.
Desde luego, uno debe tener algo para decir, porque nadie da lo que no tiene. Si no hay nada, la palabra es hueca como una campana rajada.
¿Y cuando ha escrito, qué lo motivó?
Yo dicto, no escribo. Me esfuerzo para que ninguna de mis dedicatorias y cartas sea igual a otra, pero dicto siempre. Te haré una anécdota. La primera vez que recibí un contrato para un libro sobre La Habana, fue por un opúsculo que en Cuba se llamó Detén el paso caminante.
Reuní la bibliografía, pero iba dejando para mañana la redacción. De pronto me anuncian que habían llegado los personajes de la editorial, y de ellos dependía el pago de mi contrato, la primera vez que ganaría un dinero. Me citaron para leer los avances del texto. Cogí un mazo de papeles al azar. Cuando llegué me piden que les deje mirar. «No, lo hago yo», respondí.
Abrí la carpeta. Quizás recordé la actuación que me enseñó Octavio Smith en aquellas presentaciones de Charles Dickens, y comencé: «Detén el paso caminante, adorna este sitio una ceiba frondosa…»
Llegó el momento en que el hombre me dijo: «Pare, es formidable. ¿Cuándo terminará?» Dentro de un mes aproximadamente, aventuré. Entonces dicté y envié lo que se publicaría primero en Italia, en una bella edición. Así hasta hoy.
Supongo que en esta Feria del Libro vuelvan a presentar el Diario perdido de Carlos Manuel de Céspedes.
Es lo que más quiero, por mi amistad con José de la Luz León, gran escritor, periodista. Cuando murió, su viuda me entregó un sobre amarillo donde él había escrito: «Estos papeles son de mi patria». Dentro venían los dos cuadernos del diario y las cartas de las injurias contra Ana de Quesada, documentos muy buscados por los historiadores. Fue tremendo leer la letra pequeña de Céspedes. No se podía publicar en Cuba. «¿Quién me había autorizado a tenerlo?», decían.
Fui a ver a Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo, autores de varios tomos sobre Céspedes y me dijeron: publícalo tú. Apareció con proemio de Hortensia y prólogo de Cintio Vitier.
La primera edición fue la española, sin carácter comercial, y se me entregó íntegra. Cayó como una bomba. Céspedes decía cosas tremendas; y con la publicación de su diario comenzaba una desacralización de la historia, a entenderse que no era como un concierto de música de cámara ni algo que podía construirse sin contradicciones. En el libro aparecía la tragedia de un gran hombre, un estadista sin Estado.
Pronto celebraremos los 150 años del inicio de la lucha por la independencia. ¿Qué lecciones vio en ese diario que todavía tienen vigencia?
La necesidad de la unidad nacional. Céspedes es sacrificado por la desunión, los regionalismos. La nación estaba en forja, era como una artesa, y aparecía arriba, como en toda fundición de un precioso metal, la escoria. Hay que saber separarla. Era un momento difícil y no había aparecido Martí, gran mentor y teórico de la unidad nacional.
Martí derrotó la imagen de intelectual apartado, esa que quisieron forjar de él algunos «martilatras». Era un hombre de pasión, talento, inexorable cuando tomaba una decisión, capaz de aciertos y errores también. Luego de búsquedas durante la primera mitad del siglo XX, llega Fidel, hombre clave porque une a la nación sobre esa base. En el gran discurso por el centenario del inicio de la lucha, en la Demajagua (1968), dijo: «Nosotros entonces habríamos sido como ellos, ellos hoy habrían sido como nosotros».
Regresemos a su ciudad. Si bien en algunos sitios se embellece y se construyen edificios, pareciera que la palabra empobrece, el civismo también. ¿Cómo restaurar el lenguaje y las buenas maneras que merecen sus habitantes?
Hay que salvar y preservar La Habana, por su papel simbólico, a la capital y su gente. Tiene que ser un movimiento público, una labor del Estado y de los habaneros y los cubanos, porque esta ciudad es de todos.
Debemos impedir su arrabalización, y sobre todo cuidar de los que viven en ella. Tiene que terminar la desfachatez, la grosería, el espíritu decadente. La próxima celebración del 500 aniversario (2019) tiene que trascender y convertirse en hechos culturales y populares. ¡La Habana! Hay que trabajar por ella, y transmitirle a la gente el decoro que pide la ciudad.
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Tomado de Biblioteca Pública Rubén Martínez Villena.
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