Palabras de Cira Romero junto a la tumba del escritor Alfonso Hernández Catá en el aniversario 73 de su muerte, el 8 de noviembre de 2013.
Familiares de Alfonso Hernández Catá, escritores y artistas. Amigos todos:
He aceptado, no sin pudor, la encomienda que me solicitó la Asociación de Escritores de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba de pronunciar estas palabras ante la tumba de Alfonso Hernández Catá. Cuando desde el año 1942 Antonio Barreras, gran amigo y animador de la obra del cubano instituyó, como parte de su devoción al escritor, una peregrinación anual a su tumba, el ritual se cumplió de manera puntual hasta, aproximadamente, los comienzos de la séptima década del pasado siglo. Aquí, en este mismo lugar, invocaron el quehacer catiano figuras como Juan Marinello, Raúl Roa, Elías Entralgo y otros muchos. Hoy, gracias a la iniciativa de su nieta, Uva de Aragón, aquí presente, retomamos aquella hermosa práctica que ojalá se reinstaure.
No creo necesario subrayar, por conocida, la importancia de la obra literaria del autor de Mitología de Martí. Novelista, cuentista, poeta, ensayista, dramaturgo, diplomático de carrera desde su juventud hasta su muerte, ocurrida un día como hoy, hace setenta y tres años, en trágico accidente aéreo, el nombre y el quehacer de Alfonso Hernández Catá es ampliamente conocido entre nosotros, aunque pudiera serlo más, y sus obras han gozado de divulgación en nuestra patria. La última en aparecer fue El ángel de Sodoma, novela publicada por vez primera en Cuba en el año 2009, la cual tuve oportunidad de prologar para el sello Letras Cubanas, y que impresionó muchos a los lectores por la actualidad del tema tratado y el tratamiento que el autor le brinda. Antes, Salvador Bueno había dado a conocer una antología de cuentos y noveletas, sin dejar de mencionar que ninguna antología del primero de los géneros mencionados ha dejado de incluir a esta figura, a la que se le reconoce haber sido el primer autor cubano que internacionalizó la literatura cubana, no solo por el hecho de que la mayoría de sus obras se publicaron primero en Europa, continente donde residió por largos años, en particular en España, sino porque los temas que privilegió en sus composiciones tienen un alcance que sobrepasan lo local para colocarse en la almendra misma de lo universal.
Aunque conocía buena parte de su obra, mis más fructíferos acercamientos a Alfonso Hernández Catá los obtuve cuando preparé su epistolario, al que titulé Compañeros de viaje, aparecido en el año 2004. Estudiando, leyendo y releyendo sus cartas, que se encontraban dispersas en varios fondos de escritores cubanos existentes en la biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística «José Antonio Portuondo Valdor», se me fue componiendo la figura espiritual, y por supuesto la literaria —pero ahora de primera mano, mediante su propia voz escritural— de a quien se le quiso expropiar de nuestra literatura por haber nacido español y porque en esa tierra transcurrió buena parte de su vida, aunque siempre sirviendo a Cuba como diplomático, ya en funciones de cónsul o de embajador.
Leer esas cartas me sirvió para despejar muchas incógnitas en este sentido y me explicó también sus criterios acerca de lo auténtico en arte y del porqué de cierta «ingravidez», como él mismo la calificara, en torno a lo cubano en muchas de sus obras. En esas cartas, con las cuales aturdí a Uva pidiéndole aclaraciones para poder anotarlas lo mejor posible, se me revelaron sus inquietudes patrias en frases parecidas que repetía constantemente a sus destinatarios —Enrique José Varona, el autor de Violetas y ortigas, prologada por Catá, José Antonio Ramos, Nicolás Guillén, Antonio Iraizoz, Emilio Ballagas, Regino Boti, Juan Marinello, Rafael Suárez Solís, Jorge Mañach, entre otros—: «¿Qué sabe de Cuba?», «¿Qué noticias tiene de Cuba?», «Dígame algo de Cuba…» eran sus frases más socorridas Su misiva a Orestes Ferrara, entonces Secretario de Estado del gobierno de Gerardo Machado, fechada en Madrid el 3 de abril de 1933, en la cual renunciaba a su cargo de cónsul en España, es clara muestra de su postura política. Allí leemos:
La inconformidad que desde hace tiempo siento con los procedimientos de gobierno seguidos en Cuba, me mueve a dirigir a usted la renuncia de mi cargo de Cónsul, para el que fui nombrado en febrero del año 1909. Siempre he sostenido que los puestos exentos de cooperación y representación política no entrañan solidaridad con los Gobiernos, y que si estos, arbitraria o justamente, pueden desposeer a los funcionarios, los funcionarios lo son de la Nación y de esta reciben y no del Jefe de estado, el pago de sus servicios. Pero como la voz de mi protesta va a rebasar desde mañana del círculo privado y del libro íntimo de poesías donde hace mucho tiempo empezara a elevarse, quiero extremar mi delicadeza y poner en sus manos el único modesto destino que me liga al presupuesto nacional. Quedo, pues, en absoluta libertad, y desde hoy trataré de emplear lo mejor de ella en cooperar con quienes se han impuesto todos los sacrificios y han dado dolor y sangre por arrancar a Cuba de la más brutal y cruel de las tiranías, para llevarla a un porvenir digno de los hombres que la hicieron libre.
En cartas posteriores comentaba a sus amigos: «No me gusta el surco abierto manu militari…» y «De Cuba no le hablo… ¡pero llevo el drama en mis entrañas, y ni dormir, a veces, de indignación, me deja!» ¿Habrá quién sostenga, a estas alturas, que Alfonso Hernández Catá, nacido en Aldeávila de la Rivera, Castilla, España, pero engendrado en Cuba, no era cubano? Recordemos además que blasonaba de haber nacido en Santiago de Cuba, con lo cual confundió a no pocos, ciudad donde residió desde muy niño hasta los catorce años de edad, cuando, huérfano, pasó a vivir y a estudiar a Toledo, y volvió a la isla en 1905 para establecerse en La Habana, donde trabajó como lector de tabaquería. En 1909, poco antes de iniciarse en la diplomacia, obtuvo la ciudadanía cubana. Su solicitud de ingresar en la Academia Nacional de Artes y Letras, en carta fechada en Birmingham en julio de 1912, es otra muestra de su devoción por la literatura. Expresaba: «…si el amor a las Letras es un mérito bastante para ser admitido, aquí va la fe de vida de un amor que otros podrán igualar, mas no sobrepasar, aquí van dos manos que siempre han estado tendidas hacia la Belleza».
Otra perspectiva de la personalidad de Alfonso Hernández Catá nos la ofrece su sostenido interés por dar a conocer en España a autores cubanos. Escritores como José Antonio Ramos recibió de Hernández Catá apremios constantes para que le enviara libros que él trataría de colocar en editoriales españolas y cuando fundó la suya, Mundo Latino, no perdió tiempo en brindársela a sus colegas del patio. Al llegar a sus manos el poemario Motivos de son, de nuestro Poeta Nacional, no demoró en escribirle a su autor:
Mucho me han interesado sus breves poemas, que poseen observación muy aguda, profundidad y elevación y expresión fiel. «Búcate plata» es una pequeña obra maestra. Nadie ha hallado tan puro como usted lo da el elemento poemático de esa confluencia racial que hace de La Habana uno de los sitios más artísticos del mundo. En recuerdo a la impresión casi reveladora que me produjeron sus poemas, me he permitido poner el nombre de usted ante un cuento criollo en la reedición de mi libro Los siete pecados que saldrá al fin del mes próximo.
En efecto, le dedicó el titulado «La culpable».
La última carta incluida en su epistolario está fechada en Río de Janeiro el 7 de noviembre de 1940, un día antes del fatal suceso. Dirigida a Antonio Martínez Bello, le acusa recibo de dos libros recibidos y le expresa: «con el pie en el estribo para San Pablo, de donde volveré dentro de diez o doce días…» Pero Alfonso Hernández Catá no retornó a la capital brasileña, donde fungía como embajador de Cuba. El accidente aéreo que precipitó a la bahía de Guanabara el avión en que viajaba cegó su vida a los cincuenta y cinco años de edad.
El autor de casi mil narraciones entre novelas, novelas cortas y cuentos, coetáneo de Jesús Castellanos, Miguel de Carrión y Carlos Loveira en lo que se ha dado en llamar Primera Generación Republicana de Escritores Cubanos, fue un verdadero constructor de paisajes a través de sus obras, pero no de paisajes geográficos, sino de paisajes humanos interiores, manifestados a través de una variada gama de representaciones artísticas muy amplias que cubrieron mapas patológicos, romanticismo psicológico, desórdenes de la vida social y de inadaptabilidad al medio, conciencias mutables, trastornos cognitivos, procesos relacionados con el olvido y lo que doy en llamar perturbaciones anímicas de la fantasía nacieron de su imaginación potente y activa, pero nos entregó también cuentos tan raigalmente cubanos como «La quinina» o «Don Cayetano el informal», dos de sus piezas más antologadas junto con «Los chinos», narración cumbre de la cuentística cubana de todos los tiempos. Su obra Un cementerio en las Antillas, aparecida en 1933, está dedicada a los jóvenes cubanos «como un testimonio de la presente ignominia y una esperanza casi rabiosa del futuro», y lo reafirma, si acaso hubiera dudas, como un escritor cubano. En el ensayo homónimo que preside los cuentos que integran el volumen revela su visión de la República, coincidente con la de muchos intelectuales del momento:
[…] un país con todos los ideales en quiebra, prostituido y engañado desde hacía mucho tiempo por conductores políticos que habían sembrado en los surcos abiertos por los padres de la independencia las peores simientes.
Alfonso Hernández Catá sufrió y padeció privaciones materiales, pues su numerosa familia —cinco hijos nacidos de su matrimonio con Mercedes Galt Escobar, para todos Lila— fue difícil de sostener con un salario escaso, pero luchó para combatirlas, incluso, desde la propia literatura, escribiendo incansablemente tras el final de sus jornadas burocráticas. Tuvo, según sus propias palabras, «épocas de dudas, de arrepentimientos, de ansias de temor de haber malgastado muchas horas y algunas aptitudes», como le confesó alguna vez a José Antonio Ramos, pero siempre fue rico en proyectos. «Nuestro deber es ir hasta el fin», le dijo al autor de Tembladera, y hasta el fin, demasiado rápido para él, fue. Se ha referido que cuando su cadáver fue hallado flotando en el mar, del bolsillo de su saco se extrajeron unos papeles que eran el borrador de un cuento. Es posible que sea cierto, admitámoslo así, porque Alfonso Hernández Catá vivió para la literatura y se entregó a ella con el fervor y el entusiasmo de quien creía en ella porque, lo cito, «el escritor que no siente ante la virginidad de la cuartilla el ansia sagrada de engendrar un fruto bello y trascendente, es un ladrón de tiempo».
Muchas gracias
La Habana, 8 de noviembre de 2013
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Tomado de Habanera Soy, blog de literatura y periodismo de Uva de Aragón.
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