Quisiera comenzar estas breves palabras mencionando un detalle que nos parece desconcertante: en las distintas informaciones sobre Bárbara Rivero que aún flotan en el ciberespacio, como reseñas profesionales, comentarios acerca de sus funciones como responsable de espectáculos teatrales y notas necrológicas publicadas a partir del 19 de marzo de 2021, día de su fallecimiento, se destaca su meritoria labor docente en distintas instituciones cubanas, su constante entrega al desarrollo del movimiento teatral en nuestro país, sus intervenciones en paneles y en encuentros académicos organizados por el Ministerio de Cultura o por entidades subordinadas a esa dependencia estatal, y en ningún momento se menciona que también se desempeñó durante varios años como investigadora del Departamento de Literatura de nuestro instituto. ¿A qué puede deberse esa omisión? No creemos que haya sido voluntaria ni provocada por deseos malsanos, sino por un hábito generalizado de los periodistas, quienes, en su afán de saltar con rapidez de un tema a otro y cumplir las tareas lo más pronto posible, se copian mutuamente sin rubor, solo empleando algunas palabras diferentes, y siguen adelante.
Durante su desempeño como investigadora literaria en nuestro centro, Bárbara Rivero se dedicó al estudio del teatro cubano perteneciente al siglo XX, tema en el que era una especialista y una voz escuchada y respetada por sus colegas a nivel nacional. En el Instituto Superior de Arte se había graduado con elevadas calificaciones en la especialidad de Teatrología y más tarde había sido profesora en esta institución y en la Escuela Nacional de Arte. Sus alumnos aún la recuerdan por su forma pausada de hablar y por el modo eminentemente comunicativo con que exponía sus análisis de las obras que analizaba. Bajo las orientaciones del profesor Rine Leal, en un inicio, y ya después de un modo independiente, llegó a convertirse en una especialista en la producción dramática de Virgilio Piñera, tema que eligió para su trabajo de diploma.
Por sus amplios y sólidos conocimientos, bien pudo haberse entregado a la conformación de un conjunto de textos analíticos sobre obras del teatro cubano del siglo XX, como hicieron, además de Rine Leal, ya mencionado, Rosa Ileana Boudet y Raquel Carrió. Ella eligió el camino de la docencia y el de la responsabilidad en el Consejo Nacional de las Artes Escénicas del Ministerio de Cultura. Impartió clases además en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños y se hizo cargo de la organización, por ejemplo, del Festival de Teatro de La Habana. Con el propósito de no limitarse al marco del movimiento escénico en la capital del país, marchó muchas veces a otras provincias en busca de agrupaciones, espectáculos, directores y actores que padecían, por razones geográficas, una visibilidad muy limitada a nivel nacional. Gracias a ese esfuerzo suyo pudo enriquecerse el mapa del desarrollo escénico en el país.
En los años en que Bárbara Rivero trabajó en nuestro Instituto, el número de investigadores del Departamento de Literatura era considerable y desbordaba el espacio físico de su local. Por tal motivo se acondicionó una oficina que acogiera a un grupo más reducido de investigadores y allí coincidieron ella, Jorge Luis Arcos, Norma Quintana, Alberto Garrandés, Diana Vázquez Matos y la auxiliar Betty. El área de que disponían era mucho más reducida, pero disfrutaban de mayor privacidad y podían tomar café y fumar y conversar a sus anchas, y también divertirse con las ocurrencias jocosas de Normita Quintana.
Las evaluaciones anuales de Bárbara Rivero siempre fueron satisfactorias y durante su etapa entre nosotros colaboró en la revista Tablas y en el Anuario L/L. También redactó decenas de fichas para el Diccionario Biográfico de Autores, entre ellas las de Rafael Alcides, Reinaldo Montero, Humberto Arenal, Tomás González y Amado del Pino. Con posterioridad, esa vocación suya de divulgar la trayectoria intelectual de los autores cubanos, en particular de los teatristas, la llevó a realizar entrevistas personales a José Milián y a Armando Morales, entre otros, que fueron publicadas en las páginas digitales del Ministerio de Cultura.
Posiblemente en el año 1993 Bárbara Rivero causó baja en nuestro instituto para trasladarse al Consejo Nacional de las Artes Escénicas, donde trabajó bajo las órdenes de la legendaria actriz, ya entonces retirada, Raquel Revuelta. A partir de entonces nuestros rumbos se bifurcaron y, a pesar de que ambos residíamos en el Vedado, apenas nos volvimos a encontrar en alguna ocasión. Ella se sumergió aún más en el animado mundo de los espectáculos teatrales y yo en el apacible silencio de las bibliotecas. Así fueron pasando los años hasta que a través de la prensa periódica conocí la triste noticia de su fallecimiento, cuando aún era una mujer relativamente joven. Hasta donde conocemos, se marchó sin dejar tras de sí una estela de murmuraciones, no obstante haber ocupado importantes responsabilidades en un medio tan competitivo —y a veces tan complejo— como el de las artes escénicas.
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Comencé estas palabras con una observación crítica; quisiera terminarlas, si se me permite, con un desahogo íntimo. Una mañana de septiembre del año 1989 me presenté en este instituto para someterme a una especie de examen de suficiencia con vistas a optar por una plaza de aspirante a investigador literario. El viejo amigo Jorge Luis Arcos me había alertado semanas antes de esta convocatoria, que constituía la posibilidad de poner fin a una larga etapa laboral, de más de diez años, primero en Holguín y seguidamente en Güines. Ingresar en el Instituto de Literatura y Lingüística y dedicarme a la investigación literaria venían a colmar mis sueños y a dejar atrás una noche muy larga que llegué a considerar interminable. Además del Yoyi, en el Instituto solo tenía amistad con Enrique Saínz y conocía, muy superficialmente, a Sergio Chaple.
Estaba yo sentado, solo, en un viejo sofá situado en el espacio llamado Macondo, a la espera de que me llamaran de la dirección para cumplimentar el examen, cuando apareció por el pasillo una mujer rubia, aún joven, fumando. Me saludó con un movimiento de cabeza y una media sonrisa y cuando ya iba a seguir caminando se volvió para preguntarme:
—¿Quieres tomar una taza de café?
Asentí, y al minuto regresó aquella mujer, para mí desconocida, con una taza de café humeante. Supe después que era Bárbara Rivero, pero en aquel instante comprendí que la invitación implicaba un gesto de solidaridad, una palmadita en la espalda, una callada frase de ánimo en momentos en que yo estaba muy tenso. Fue una hermosa acción.
Ahora que Baby ya ha entrado en el misterio de la muerte, bien puedo repetirle:
—Gracias por el café.
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Ver la publicación anterior de esta serie por el 57 aniversario del Instituto de Literatura y Lingüística «Max Figueroa Esteva: lingüista de lingüistas»
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