Lo primero que sorprende en la pintura de Servando Cabrera Moreno es su ausencia de tropicalismo. Es la pintura de una tierra fría, madura de civilización y de ensueños. Sus imágenes humanas e interiores casi siempre, pues el paisaje no parece despertar en él solicitud alguna, se envuelven en gamas delicadas de grisura y en nubarradas de exaltación poética que, salvadas todas las distancias, recuerdan a Whistler; un Whistler, desde luego, prendido aún en las angustias de la adolescencia técnica y moral.
Nada hay en este joven pintor tan admirablemente dotado de ese cromatismo crudo y orgiástico, de esa amorfa violencia y como efusión sensual —y hasta sexual— que va caracterizando tanto a la pintura cubana, sobre todo en sus manifestaciones más nuevas. Servando Cabrera está —hay que decirlo— un poco de espaldas a la vocación pictórica de su tierra.
En esto hay un peligro, pero también una promesa. El peligro es el de una especie de desplazamiento imaginativo y visual que acabe por frustrarlo en la «literatura» pintada y en una mistificación plástica, peligro de falsía y de anemia.
La promesa, en cambio, es que esta voluntad pictórica, tan ricamente provista a sus años, de escuela, de buen gusto y de instinto técnico, supere definitivamente toda delincuencia y logre, por ella sola, compensar lo que hay de crudo e irresponsable en aquel tropicalismo, y traer a nuestra pintura una nota, a la vez firme y delicada, graciosa y profunda, de intimidad, de nobleza, de poesía. Confío tanto en el talento de Cabrera Moreno, que la promesa me parece más cierta que el peligro.
Grafos, Actualidad artística, octubre
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Este texto se incluye en el libro Jorge Mañach, ¿crítico de arte?, de la investigadora y profesora Luz Merino Acosta, publicado por la Editorial Letras Cubanas.
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