
Sobre el autor
Fernando Antonio Nogueira Pessoa (Lisboa, 13 de junio de 1888 – Lisboa, 30 de noviembre de 1945) fue uno de los mayores poetas y escritores de la lengua portuguesa y de la literatura europea. Junto con Mário de Sá Carneiro, fue uno de los introductores en su país de los movimientos de vanguardia. Tuvo una vida discreta, centrada en el periodismo, la publicidad, el comercio y, principalmente, la literatura, en la que se desdobló en varias personalidades conocidas como heterónimos, de ellos los más conocidos y con producción literaria más consistente y constante fueron Alberto Caeiro, Alvaro de Campos y Ricardo Reis, para quienes inventó personalidades divergentes y estilos literarios distintos. Frente a la espontaneidad expresiva y sensual de Alberto Caeiro, Ricardo Reis trabajaba minuciosamente la sintaxis y el léxico, inspirándose en los arcadistas del siglo XVIII, mientras que Álvaro de Campos evolucionó desde una estética próxima a la de Walt Whitman hasta unas preocupaciones metafísicas en la tarea de explicar la vida desde una perspectiva racional.
Como homenaje en el aniversario de su fallecimiento compartimos una selección de sus relatos cortos.
Fragmentos de su obra
Rutina
(Del Libro del desasosiego, 1913-1935)
Porque tenía que resolver un asunto lejos, salí de la oficina a las cuatro y a las cinco había terminado mi tarea distante. No suelo estar en la calle a esa hora, y por eso estaba en una ciudad diferente. El tono lento de la luz en las fachadas habituales era de una dulzura inútil, y los transeúntes de siempre pasaban junto a mí en la ciudad de al lado.
¡Era todavía hora de que estuviese abierta la oficina! Me recogí en ella ante el asombro general de los empleados, de quienes ya me había despedido:
—De vuelta, ¿eh?
—Sí, de vuelta.
Estaba allí libre de sentir, solo con los que me acompañaban sin que, espiritualmente, estuviesen allí para mí… Era en cierto modo el hogar, es decir, el lugar en el que no se siente.
Ante la puesta de sol
Ayer por la tarde, un hombre de ciudad hablaba ante la puerta de la posada. También hablaba conmigo. Hablaba de la justicia y de la lucha por la justicia, y de los obreros que sufren, y del trabajo constante, y de los que pasan hambre, y de los ricos, que tienen anchas las espaldas por eso.
Y al mirarme vio lágrimas en mis ojos y sonrió complacido, creyendo que sentía el odio que él sentía y la compasión que él decía que sentía.
Pero yo apenas lo escuchaba. ¿A mí qué me importan los hombres y lo que sufren, o suponen que sufren? Que sean como yo, y no sufrirán. Todo el mal del mundo viene de que a unos les importen los otros, sea para hacer el bien, sea para hacer el mal. Nuestra alma y el cielo y la tierra nos bastan. Querer más es perderlos y ser desgraciados.
Lo que estaba pensando mientras el amigo de los hombres hablaba (y eso me había conmovido hasta las lágrimas) era en cómo el murmullo lejano de los cencerros, aquel atardecer, no parecía las campanas de una ermita donde fueran a misa las flores y los regatos y las almas sencillas como la mía.
Alabado sea Dios, que no soy bueno y tengo el egoísmo natural de las flores y de los ríos que siguen su camino preocupados sin saberlo tan solo por florecer e ir discurriendo. Es esta la única misión que hay en el mundo, esta: existir claramente y saber hacerlo sin pensar en ello.
El hombre había callado, y miraba la puesta del sol. Pero ¿qué tiene que ver con la puesta del sol quien odia y ama?
Cuento del hombre que esperaba el tranvía
Era una vez un hombre que esperaba el tranvía.
Estaba esperando al tranvía que llevase el letrero exacto hacia su destino.
Esperó mucho tiempo, como si ya no hubiera tranvías.
Al fin, apareció un tranvía por el final lejano de la calle. Corrió hacia él y era el primero que aparecía. No llevaba el letrero de su destino, pero era el primero que aparecía y ya comenzaba a estar harto de esperar. No venía, ni lleno, ni vacío; no venía, ni rápido, ni lento; era solo el primer tranvía después de esperar mucho rato al tranvía. Dudó pero, al fin, lo dejó pasar.
Al poco, pasó otro tranvía. Ya no era el primero, porque el primero se marchó ya. Venía despacio y vacío. El hombre tuvo la tentación de entrar en aquel tranvía vacío que andaba despacio y había de ser tan cómodo, después de tanto esperar. El letrero no indicaba su destino, pero iba en la misma dirección y vacío y agradable. Dudó, pero también lo dejó pasar.
Al poco, estando más cansado todavía, vio de golpe otro tranvía que llegó a su lado antes de detenerse. Venía lleno y corría muy deprisa. Tampoco este ostentaba el letrero de su destino. Aquel que subiera en él no llegaría con retraso, aunque no lo condujera a donde quería. El hombre dudó, pero también a este lo dejó pasar.
Seguidamente, vino otro tranvía, y de lejos el hombre que esperaba reconoció al guardafrenos y al conductor que venían charlando de nada en la cabecera del tranvía. El vehículo no traía letrero, pues recogía al depósito. El hombre dudó, puesto que conocía al guardafrenos y al conductor e ir con ellos era lo mismo que ir en el tranvía con el letrero de su destino. Pero, tras dudar un momento, dejó de dudar y también lo dejó pasar.
Por fin, cuando el hombre, cansado de esperar, ya se encontraba fatigado, vio un tranvía que portaba el letrero de su destino. No venía ni lento, ni rápido; ni lleno, ni vacío; y no traía gente conocida o desconocida. Para él, solo contaba que traía el letrero de su destino. El hombre no dudó y entró en él. Con ese tranvía llegó a su casa, porque era justamente ese el tranvía que lo llevaba a su casa.
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