Aquí suelto la pluma, ¡oh patria amada
noble Habana, ciudad esclarecida!
José Martín Félix de Arrate y Acosta, 1761
Hoy no es novedad la certeza de que La Habana fuese fundada en 1514 al sur de su asentamiento definitivo, lo que la coloca de hecho entre las primeras siete villas cimentadas por don Diego Velázquez de Cuéllar. El Dr. Jenaro Artiles[1] la ve nacer cerca del actual pueblo de Batabanó y anterior en meses a algunas villas velazqueñas como Sancti Spíritus (fundada en junio) al centro de la Isla o Santiago de Cuba, al oriente, un año después. Artiles da por sentado ese año como el legítimo del nacimiento de La Habana al sur, bajo ese nombre, y duda un poco de la advocación a San Cristóbal, lo que la aproximaría al 25 de julio junto a Santiago de Cuba, ya que las fiestas de Santiago y San Cristóbal se celebran el mismo día. Pero aun Artiles da fecha anterior, sobre febrero o marzo de 1514, y tenemos entonces una incipiente quinta (y no sexta, como se ha dicho) villa en el occidente de Cuba, casi enseguida de las ya existentes Baracoa, Bayamo, Trinidad y Camagüey. Es una fecha bien delantera a las celebraciones públicas de su fundación «oficial» en 1519. Que el Patrono (también de los navegantes) contrastante con Santiago, puede fijar importancia relativa al hecho fundador: Santiago en Oriente, San Cristóbal en Occidente y Dios proteja a la Isla toda.
Se hace visible que los asuntos subjetivos, no recogidos por la Historia, tienen peso de relumbre y dimensión, sea este de perfil religioso o porque la bella bahía de Carenas ya estaba poblada en sus inmediaciones por aborígenes que llamaban a toda la región como Haba o Haba-na, quizás hasta Jaba-na y quién sabe si Saba-na por el territorio que se hallaba al sur, libre de montañas. Como quiera que sea, algo de poético subyace en el hecho fundador y en los orígenes de la que habría de ser reconocida Ciudad Maravilla del Mundo, quinientos años después, si no es que ya era maravilla desde su fundación. Me gustaría más llamarla La Habana, ciudad de poesía. Y ciudad de poetas, pues en ella dio a luz una canaria, tinerfeña por más señas, a uno llamado José Martí Pérez, con el tiempo llegado a ser apóstol, prócer y mártir de la independencia nacional, pero también el mayor poeta que la Isla de Cuba diera al mundo. Y no es poca señal que uno de los primeros cantores de la ciudad en la mitad final del siglo XVIII, sea un José Martín.
Ya a finales de ese siglo comenzó una tradición ininterrumpida de la poesía en Cuba, y uno de sus temas preciados (la tierra, el amor, la naturaleza insular) fue La Habana, visible en la partida hacia la mexicana Veracruz del famoso fray Gregorio Uscarrell (quedémonos con ese discutido apellido, que pudo ser el del Padre Capacho, como mejor se le conocía), cuando exclamó con sutil ironía amorosa que: «llevaba el Morro en el pecho / y el corazón en la Punta», aludiendo a las fortalezas militares ya existentes para resguardo de la ciudad y de la bahía. Ese canto de emigrante, esa voz del que se va, ha de durar mucho en la historia de Cuba, y en particular de la ciudad habanera.
Pero la poesía me ha llevado a dos siglos y medio tras el interés del Dr. Artiles, por lo que me llamo a capítulo y sigo el derrotero libresco del erudito canario, que vino a Cuba a amar y construir, a dejarse en letras y añadir su impronta de estudio hermoso. Historia y poesía van de la mano, por lo que no acudo a su erudición, sino a fijarme en los detalles poéticos entrelíneas de su libro sobre La Habana de Velázquez, porque en su «Introducción» él dejó escrito: «no me han interesado los episodios pequeños, las series y sucesiones de nombres (gobernadores, alcaldes y regidores, etc.), ni las incidencias diarias e intrascendentes del desarrollo de la vida lenta de los primeros años de La Habana», o sea, justo destierra a la poesía fundacional, de una ciudad nacida entre emigrantes y que luego emigrará ella misma hacia el norte buscando sitio definitivo. El autor quiere «aclarar puntos obscuros y discutidos de la fundación de la villa primitiva», o sea, se va al grano objetivo de la investigación científica y no al vuelo que, sin embargo, tanto dato puro ofrece ante el crecimiento de una ciudad o ante hechos históricos extraordinarios.
Don Diego Velázquez hizo el famoso bojeo de Cuba, que fijó época, pero Artiles dejó en claro que el Adelantado no asistió después, en persona, a la famosa fundación al sur de la próxima capital de Cuba, aunque se infiere que debe haber sido creada por su orden o consentimiento, no con la presencia y fijación de hábitat del ya por entonces Gobernador insular. Él se iría a vivir a Santiago, sacando la capital de la intrincada Baracoa hacia la nueva villa que fundó junto a otra espléndida bahía, pero parece ser que sí asistió a la fecha que se da como oficial de la fundación de La Habana junto a la bahía de Carenas, el 16 de noviembre de 1519. Artiles dice que a la primitiva Habana asistieron, o sea, en el sur, junto a los famosos Pánfilo de Narváez y el padre Las Casas, Francisco Montejo, Pedro Barba, Manuel de Rojas y Juan de Rojas el viejo, añade el historiador a Pedro de Villarroel, no siempre citado en estos avatares fundacionales, y a Juan Sedeño, todos ya gentes principales en el caserío naciente.
Artiles se enfocó hacia la fecha exacta y no hacia quiénes estaban allí, pues «no esperaron los exploradores y fundadores a que llegara la fecha extraña del 25 de julio, día de Santiago en toda la Cristiandad y de San Cristóbal, además, para establecerse y a darle el nombre del santo del día a la población, sino que hicieron la fundación de inmediato después de su llegada por segunda vez a esta región, por el mismo mes de enero o febrero; nunca después de marzo de 1514». ¿No estaba allí el mismísimo Velázquez?, de todos modos, como cabeza de gobierno in situ desde 1511, se le debe atribuir tal fundación, aun negando su presencia física, pues no se procedería a tanto sin su anuencia y mandato. Dada las fechas, Artiles pone en dudas que se le llamase «San Cristóbal», para lo que habría que esperar al traslado o refundación hacia la costa norte. Buscando luego el asiento de un «pueblo viejo» al norte, en la zona conocida como La Chorrera, por el río Almendares interior, descuida cómo comenzó el asentamiento real junto a la bahía, y poco nos dice de la fecha de 1519.
¿Qué significa entonces, exactamente, fundar? ¿Un acto oficial con permiso Real y eclesiástico? Parece que ya había población aborigen asentada pero dispersa próxima a la bahía, de modo que La Habana precolombina pudo haber sido «fundada» antes por los nativos allí radicados, pero los colonizadores prefirieron recoger las fechas propias antes que las inciertas de los habitantes iletrados del sitio memorable, quienes, de todos modos, no tenían en su cultura agreste el hecho de fundar poblaciones más o menos urbanas. Pero el historiador nos habla de la primitiva villa que estaría cercana del actual Batabanó, en tierra baja e incluso cenagosa, mientras los aborígenes disfrutaban sin saberlo de una de las bahías más hermosas y seguras de toda América, rodeada de suaves colinas, limpias y fértiles tierras, costa brava y bien situada a la entrada de un gran golfo y saliendo hacia un magno océano. Fundarla al sur fue error de errante que se solucionó en poco tiempo. Pero parece que los españoles no prefirieron para su traslado todavía la bahía espléndida, sino el río Almendares, limpio por entonces, y que un poeta neoclásico pudo cantar a fines del XVIII, admirándolo lleno de náyades y ninfas y no de suciedades contaminantes, como habría de ocurrir no más de un siglo después.
Entonces, la villa se fundó en el Sur en 1514, y la ciudad de San Cristóbal de La Habana sería un inteligente rumbo de traslado fundacional pocos años después. En ambos casos, un río fue de mucho interés, Mayabeque al sur, Almendares al norte y así domina el prestigio fluvial (como en Sevilla) antes que el directo marítimo, frente al temor a los corsarios y piratas, quienes ya comenzaban a ser peligro inminente. Parece pues, con Artiles, que la reputación de la bahía para acoger a su vera un sitio urbano es hecho posterior al entramado fundacional.
El caserío del sur desapareció. No era sitio ni tierra, si bien fértil, apropiado para una ciudad que haría y aun hará historia. No solo lo decidieron las condiciones geográficas: un halo prehispánico se cierne al norte sobre el territorio comprendido entre el río y la bahía. La Habana no sería ya «un lugar cualquiera» cuando Bernal Díaz del Castillo relató la ruta de Hernán Cortés de 1519, traída a colación necesaria por Artiles. No sé bien, entonces, si el cambio de sitio fue solo un «traslado» o una refundación. Es simpático, de todos modos, que los primitivos habitantes hispanos de la reciente y sureña villa decidieran el cambio dizque debido a una plaga de hormigas. Sigue habiendo en La Habana más hormigas en el siglo XXI que habitantes humanos. No por eso nos iremos de aquí los habaneros, que aun yéndonos a vivir en otros sitios, nos llevamos a La Habana en el alma. Si fue cierto o no lo de la plaga, no interesa mucho al historiador, pero sí a la poesía de los hechos.
La carrera hacia el oro de la Nueva España y el avistamiento definitivo de La Florida, claro que determinó la creación real de una ciudad mejor en el norte cubano. Entonces, no solo importaba la bahía de Carena y el río Almendares, sino que intereses mayores hicieron fijarse en el paisaje terrestre y marítimo. La lejana Baracoa en el norte oriental era insuficiente para proyectarse sobre el Golfo de México y el Estrecho de La Florida. Así, La Habana desde su fundación fue cosmopolita, mirando al horizonte, ciudad de paso y resguardo de naos, sitio para estar un rato para partir más al norte y más hacia el oeste de la Tierra Firme. Nacía una ciudad al servicio de…, más de tránsito que de sólida permanencia, y esto por encima de los laboriosos agricultores primitivos de la villa, luego entregada a calafateadores, maestros en maderas para embarcaciones, sitios de fondas y amoríos fugaces, comercio y resguardo, lo que ya casi la convertía en una villa para la gran aventura de América. Nada de castillos con pendones de arraigo, nada de palacios todavía. Villa al viento, a los aires de las conquistas, con un soplo de ligereza y «surrealidad» que nunca ha de perder y la ha de tornar maravillosa.
Es curioso que en 1929 la poetisa mexicana Rosario Sansores la invoque así mismo, en su soneto «La ciudad vieja»: «esta ciudad antigua con su polvo de olvido / me hace evocar la España, loca y aventurera». Pero fijémonos bien: la nueva villa conjura a la partida, no a la vida disoluta en ella, como a veces se ha querido afirmar. Ese origen poético en rumbo hacia un más allá arcano y promisorio (sea este a las también nacientes Veracruz, Cartagena de Indias o La Florida aun sin ciudades), le da una esencia peculiar a La Habana, cuyo nombre mismo se ha de convertir en exotismo para Europa, y aun rareza ambigua para los lejanos países del Oriente de la seda y las especias que buscara Cristóbal Colón. Nombres con artículo antepuesto como La Haya o El Havre o hasta el mismo La Gomera y La Laguna en Tenerife, no han de alcanzar ese nimbo como de fiesta mágica que renombra a La Habana, sitio real de la irrealidad de todo lo posible e imposible, misterio y magia y fiesta y risa, poesía necesaria al ser. Ligada a la fundación de la villa está ese sueño, ese avatar mezclado al oro que se halla «más allá», hacia la promesa que se dispara en el horizonte, hacia el misterio de las tierras y de los mares incógnitos todavía.
Es bien sabido que Hernán Cortés, Francisco de Montejo y Alonso Hernández de Portocarrero fundaron la Villa Rica de la Vera Cruz el 22 de abril de 1519 y fue la primera ciudad fundada por europeos en toda América llamada Tierra Firme continental. Años después, el 1 de junio de 1533, Pedro de Heredia fundó Cartagena de Indias. La Florida, bien conocida desde 1498, fue tomada para la Corona por Juan Ponce de León en 1513, mientras buscaba la Fuente de la Eterna Juventud; pese a que el papa León X creó la Diócesis de Santiago de La Florida en 1520, no hubo villa en la zona hasta 1565, cuando Pedro Méndez de Avilés fundó San Agustín y estableció fuertes en varios sitios peninsulares, entre ellos la misión de Tegesta donde hoy se emplaza Miami (fundada en 1896). Recuérdese que ya existía Santo Domingo de Guzmán, ciudad primada, fundada por Bartolomé Colón junto al río Ozama en 1496, y que pronto cedería importancia colonial a La Habana. La bahía de este naciente pero ya espléndido sitio del mundo se convertiría en breve en lugar estratégico para el comercio y la divulgación de las ciencias y la cultura occidental y luego mundial.
En la competencia de otras bahías norteñas, las de Matanzas, el Mariel, Bahía Honda, la de habanera de Carenas fue mostrando su calidad, su calidez, su hondura, su promesa de refugio, de puerto seguro, y, como dice Artiles, poco a poco los del sur comenzaron a asentarse por allí, en sus alrededores, y de pronto apareció hasta una calle, un barrio pobre, casitas sin divisas en la puerta, y desde el río Almendares volvió a correr la suerte ahora hacia el este, hacia la bahía, si no es que La Habana iba creciendo ya junto a su bahía entre 1514 y 1519 antes de ser «fundada». Algo subjetivo me hace figurar, desde la lectura de Artiles, que el «pueblo viejo» de La Chorrera creció de manera simultánea al asentamiento gradual junto a la bahía, que habría de correr la mejor suerte. Ya la ciudad no sería fluvial como Sevilla, en todo caso se tornaba marítima quizás como Cádiz o Málaga, y la espléndida flor de tres pétalos de su bahía decidió su destino. Daría suerte esa especie de trébol, trifolio ya ligado con la buenaventura en la tradición hispana. Mejor trasladarse a esa flor que vivir acosado por hipotéticas plagas de hormigas o junto a un río de impredecibles crecidas.
Entonces, no solo se funda una villa, sino también la poesía de la ciudad.
Notas
[1] «La Habana de Velázquez», Edición de la Oficina del Historiador de la Ciudad, Cuadernos de Historia Habanera dirigidos por Emilio Roig de Leuchsenrig, No. 31, Municipio de La Habana. 1946.
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