El traslado de la ciudad desde el sur al norte parece, en el recuento de La Habana de Velázquez, algo impreciso, aunque su autor, el Dr. Jenaro Artiles tiende a buscar lo contrario, o sea, la precisión documental; a don Jenaro se le escapaba, ex professo, la poesía en su escritura, pero ella quedaba entrelineas. Él apuesta por una refundación intermedia en La Chorrera, sitio así llamado en la zona exacta de lo que hoy se conoce por Puentes Grandes, pero de manera curiosa el propio Artiles deja ver trazado ya los primitivos caminos que conducen desde la bahía hacia ese sitio de La Chorrera (como también se conocía al río Almedares, o sea, río de la Chorrera), e incluso a otro (el «camino de la playa) hacia la desembocadura del mismo río, sitio al que igual se le llamaba de La Chorrera. Los caminos por el Cerro y «por la playa» circunvalaban un vedado territorio de intricada manigua, pero estaban conectando ya mediante caminos o trillos con la bahía, dato importante en cualquier discusión definitiva. ¿Para qué sirven los caminos sino para enlazar poblaciones?
Se complica un poco la exposición de Artiles con una tercera «Chorrera» (naturalmente así llamada también por el modo de designar al río) en la región que iba a ser Calabazar. Da cuenta de alguna población en la Guanabacoa original y algo anota sobre las colinas de Regla. Se infiere así que entre veinte y veinticinco años posteriores al «descubrimiento», la zona que ocuparía la gran Habana se iba poblando de manera gradual y constante.
Es visible que los españoles del lapso de la conquista tenían vocación fundacional, o sea, los poblados principales no surgían al azar, como las llamadas siete villas (Baracoa, Bayamo, Puerto Príncipe, Sancti Spíritus, Trinidad, Santiago), u otras como Remedios (luego trasladada a lo que sería Santa Clara), o claro que La Habana. Ese deseo de fundar villa no ha de dejar a La Habana en un espontáneo traslado al norte de la ya fundada en el sur, como una reubicación sin precisión ni bendición. Debería de haber ocurrido como con las entidades poblacionales Remedios-Santa Clara en 1689, y el traslado de la primera hacia el bien documentado sitio de la segunda no fue una simple refundación, sino la fundación per se de una nueva ciudad. La diferencia puede estribar en que en el sur habanero no quedó nada, no surgió o continuó viva una primaria o ya secundaria villa allí, en tanto que Remedios y Santa Clara, y por otros intereses también Caibarién (pero oficialmente fundada en 1841) en la costa norte, asociadas en el periplo fundacional, fueron adoptando identidades, diferenciándose, armando núcleos urbanos distintos. Y tal vez si la apuesta de Artiles conduce a algo parecido: en el traslado hacia el norte comenzaron a surgir diversos puntos fundacionales que habrían de llamarse La Chorrera, Calabazar, El Cerro, Guanabacoa, en tanto crecía la «luego» villa de San Cristóbal de La Habana junto a su natural bahía de Carenas.
Esta deducción a partir de las documentadas hipótesis de Artiles, dejan bastante libres a los habaneros para seguir sintiendo a su ciudad fundada por manos de Diego Velázquez un 16 de noviembre de 1519, fecha de una primera misa bajo una ceiba en lo que sería El Templete, haya o no haya habido allí mismo caserío antes de esa fecha, estuviese o no su núcleo urbano inicial al sur o al oeste del punto «oficialmente fundador» en esa fecha. El cacique Habaguanex o una mujer indígena a quien llamaban «la loca», que es lo que parece que quería decir en arahuaco «abana», o sea «ella está loca», origina junto con la ciudad la leyenda, que es sabor de poesía, fundación legendaria afín a la belleza del sitio natural junto a su espléndida bahía. Personalmente, el origen del nombre en arahuaco (algunos escriben arauaco) me parece acertadísimo en el rango poético: esta ciudad ya estaba «loca» antes de nacer. Nos encanta a los cubanos llamar por «loco» a quien nos resulta simpático, o que admiramos por su energía, o porque se sale de la férrea normativa unificadora, o es alegre, o tiene ideas brillantes… o está loco de verdad.
Sin embargo, su esplendor llegará después, cuando en 1561 la Corona decide que la bahía se convierta en Puerto de La Habana, a donde han de dirigirse todas las naves de Indias para protegerse de asaltos de corsarios y piratas, cada vez más enérgicos, agresivos y en creciente en la zona caribeña. Allí creció el sistema de flota para llevar las riquezas de América a la empobrecida península Ibérica, donde no se quedaría lo más cuantioso de los tesoros. La villa «se refunda» y avanza decidida hacia ciudad cosmopolita por entonces solo interhispánica, y a poco ya es la capital de toda la Isla de Cuba. Suerte de hucha de la Corona, iba a comenzar su esplendor y a crecer su leyenda y su poesía. Llovía sobre la villa oro, plata, esmeraldas y otras joyas de América del Sur, México y Centro América, buenos materiales de construcción (maderas y cueros, sobre todo) y una enorme variedad de comestibles que iban desde el maíz hasta el cacao, lo que a la vez comenzó a atraer pequeñas multitudes de marinos, segundones, militares, todo tipo de aventureros, y claro que damas, mujeres sencillas que secundaban en el comercio a su maridos, y no pocas damas «de la vida». Solo unos cuarenta años tras la muerte de Velázquez ya sería la capital de Cuba, y aun veintinueve años después de ese hecho, obtenía del Rey el título de ciudad en 1592. Era una realidad imparable. También nació su leyenda de desafuero, de vida loca, de tránsito y música y amoríos. Avanzaba hacia la ciudad «romántica».
Al adentrarse Artiles en la investigación sobre los Puentes Grandes en el sigloXVIII, se fue mucho más allá de los tiempos de La Habana del Adelantado don Diego Velázquez (Gobernador de 1511 a 1524) y dejó mucho más por explorar del sitio exacto junto a la bahía, que tanto hubiese importado en su indagación. Quizás no quiso entrar en terreno ya explorado por no pocos historiadores. Él quiso ir a lo objetivo, y no tuvo en cuenta las ricas subjetividades del ambiente epocal, de los años antes y después de ese famoso noviembre de 1519 en que La Habana sigue celebrando su fundación por el hecho de una misa solemne que «certificaba», en lo que sería El Templete, su existencia como villa. Puede decirse, en definitiva, que 1519 marcaba para la naciente villa el tránsito de la era exploradora a la colonizadora y de ella a la mercantil de la colonia, aun con gobierno en la lejana Santiago durante Velázquez.
Artiles se escapó entonces de la era velazqueña y se internó por los caminos que salían de la villa junto a la bahía, de la cual no hizo énfasis en su libro. Él seguía sobre todo la vereda que conduce hacia Puentes Grandes, donde enfatizó el que pudo ser el segundo asiento poblacional habanero en La Chorrera, que pudiera argüirse de población paralela (formación simultánea) a la que se asentaba junto a la bahía y no un emplazamiento «oficial» con acta jurídica y bendiciones eclesiales de la naciente villa. En su afán de meticuloso investigador objetivo, saltó de siglo para discutir sobre el desarrollo de los puentes de Puentes Grandes, acerca de los que tampoco relató leyendas o modus vivendi de sus habitantes que, y es una pena, no dejaron demasiada memoria más allá que algunos documentos sobre propiedad de la tierra o de economías constructivas alrededor de los puentes.
Entonces debe presumirse que la naciente población habanera junto a la bahía siguió desarrollándose con rapidez, hasta que el propio Velázquez viniera a misa pública parece que convocada por un cabildo ya existente, y que se celebró debajo de una ceiba en el espacio en que habría de erigirse primero un obelisco (o Columna de Cajigal, de 1754) y luego, como se ha dicho, El Templete (1827). Y esto fue en la sabida fecha del 16 de noviembre que dio por cierta la existencia de la villa con todas las bendiciones eclesiales y anuencias civiles, y que se tiene como acto fundacional en 1519, a los veintisiete años de llegar Colón a la ya habitada ínsula grande del Caribe.
La Habana de Velázquez, junto a la bahía de Carenas, debió de estar «compitiendo» en crecimiento, pero triunfando sobre las localidades junto al río Almendares, nombre parece que derivación del apellido Armendáriz, aunque se dice que su nombre (Casiguagas entre los aborígenes y La Chorrera entre los primitivos colonizadores), se debió a un obispo llamado Enrique Almendaris, con ligera modificación de tal apellido. Este dato es impreciso, porque pudiera ser que se refiera al obispo de Michoacán, Mons. Alonso de Enríquez de Toledo y Armendáriz, que lo fue de 1624 a 1628, pero se dice que pasó por La Habana enfermo de la piel en 1610, y se curó en las aguas del río habanero (lo cual, viéndolas hoy, puede ser Milagro consumado). ¿Era ya Obispo en 1610? Lo fue de la Diócesis de Santiago de Cuba entre 1611 y 1624 y debe de haber visitado La Habana (diócesis solo desde 1778) por esas fechas. Las fechas de su obispado y la de su visita habanera parecieran algo tardías para cambiar el nombre a un río. He tomado datos de los sacerdotes Ramón Suárez Polcari y José Luis Sáez SJ. Lo cierto es que los apelativos de La Chorrera y Calabazar se dejaron de usar para el límpido Almendares. Al este por Guanabacoa e incluso por Regla, se fundaban hatos para crías de animales y para la agricultura variada.
Desde esta Habana fundacional saldrían (o llegaban) los caminos que Artiles estudia con pasión y ojo científico. Y la aldea ascendente antes de 1519 debió de armar sus hábitat de materiales «de la tierra», hojas de palma, yaguas, madera de la propia región, ¿quizás si ya habría casa de techos de tejas? Para que hubiese cabildo, habría gente con relativo poder, que procurarían no vivir mal. Y a partir de ahí, esa es La Habana que entra en la Historia.
La belleza de su bahía socorrida por varios riachuelos (entre ellos el río Luyanó que dio nombre a una barriada), las ligeras colinas en torno, la calidad de la tierra del sitio creciente, si bien rodeado de ciénagas, hicieron que La Habana pronto adquiriese importancia superior a las restantes villas insulares e incluso del Nuevo Mundo. Y ese importar implicaba engrandecimiento económico y militar, punto de encuentro de flotas, comercio, mejoras considerable del nivel de vida de sus ciudadanos, surgimientos de fortalezas, calles, paseos (la Alameda de Paula en 1777), calles de los Oficios, otras bajo nombre de reyes, infantes, obispos, reinas, gobernadores, capitanes, toda una «ciudad ilustrada» llena de palacios de clases ascendentes que se convertía en la hucha española en América, no solo llave del golfo (de México) sino antepuerta de todo el dominio americano de España, y compuerta, y puerta de seguridad. La ciudad de tránsito de las flotas se hacía señora de lujo, «sitio en que tan bien se está», según verso del gran poeta habanero Eliseo Diego, nacido en 1920.
Pronto se hablaría de «la bella Habana», sería codiciada por ingleses (quienes la tomaron en 1762 y solo la soltaron a cambio de parte de La Florida), bombardeada por mercancías europeas más o menos de maneras ilícitas y habría de esperar a que los poetas comenzaran a cantarla. Y lo han hecho, y lo hacen, y lo harán. La poesía de La Habana solo se entrevé por las rendijas del libro La Habana de Velázquez, en el que el canario Dr. Jenaro Artiles quiso contribuir con reciprocidad a la tierra y ciudad que lo había acogido con tanto amor.
En el poema «El río de Heráclito», Antón Arrufat (nacido en Santiago de Cuba en 1935), exclama: «Mas tú, Habana, eres segura, edificada / como la eternidad para que nos recibas, / nos miras pasar, y creces con nuestro adiós». El habanense Alejo Carpentier (nacido en Suiza en 1904) la llamó «Ciudad de las Columnas», el habanero Eusebio Leal (quien sí nació en ella en 1942) dio gran parte de su vida por su ciudad, que es otro modo de hacer y engrandecer su poesía. Dulce María Loynaz (vio la luz en 1902 en las calles capitalinas) le dedicó hojas de verso y prosa, y José Lezama Lima (nacido en ella en 1910) ilustró la gracia barroca citadina, sobre todo en sus prosas de «Coordenadas habaneras». Ángel Augier (nacido cerca de Banes en 1910) armó todo un libro sobre la famosa villa: Poesía de la ciudad de La Habana, ediciones de 2001, donde censa y reúne la celebración poética de la que siglos después sería Patrimonio de la Humanidad. Solo querría significar con estos ejemplos que hay habaneros nacidos en la ciudad y habanenses no nacidos in situ, hijos adoptivos que desarrollaron lo mejor de sus vidas en la Llave del Nuevo Mundo, y ambos pobladores de la hermosa urbe de los tres castillos (del Morro, de la Punta y de la Fuerza) la amaron y la amamos entrañablemente, incluso si no viviésemos de manera permanente en ella.
Ese amor con sentido creativo llenó a Jenaro Artiles de pasión, fervor por La Habana, y escribió su hermoso opúsculo que se deja leer con muy buena y fina prosa, documentado con notas al pie, buscador de verdades y fijador de fechas. La poesía de una ciudad también se escribe así: amándola, develando su historia, buscando sus orígenes, haciéndole memoria. Y Artiles fue, de todos modos, un pétalo de la flor cubano-canaria. ¡Cuánto debe La Habana, Cuba toda, a los hijos de la Islas Afortunadas! Y ellas a nosotros, pues esta relación de amor, como el amor mismo, solo existe mediante la linda vinculación, incluso erótica, de ambas partes inseparables y apasionadas.
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